Abelardo Suárez
aquelarre52@hotmail.com

El periplo del Gygés

Dieu est mort! Le ciel est vide
Pleurez! Enfants, vous n´avez plus de père!1
Gérard de Nerval

No tuve más remedio, cuando me di cuenta ya estaba en la cubierta del Gygés, así llamado el último barco de vapor comarcal. El vicecónsul había tomado la decisión unilateral de conservarlo y darle autoridad de navegar ríos y mares a pesar de su antigüedad. El Gygés era un monumento viviente que dignificaba a la comarca por su participación en la guerra de los treinta años, navegó el Rin desde San Gotardo, donde recogió combatientes que se ocultaban en los túneles y valles profundos, en medio de esos trazos impresionistas que decoran los Alpes y que sólo Monet tiene derecho de pintar; ocultó apaciguado en el Lago Constanza regimientos de lascares; incluso sirvió de vehículo de alsacianos que regresaron a su territorio, ya parte de Francia, después de los Tratados de Westfalia. Orgullo de todos, lo habían adornado con aguerridos letreros que invitaban a los guerreros a abandonar sus madrias y enfrentar con valor al enemigo.

Pero el tiempo trabajó en él, como trabaja por destino sobre todas las cosas. Décadas enteras flotó en lastre atracado en el muelle pues había acusado longevidad. Dicen, los que creen en fantasmas y lo sobrenatural, que cuando el río estaba en completo silencio, de la casilla del timonel salían gritos en alsaciano del contramaestre de muralla, y de proa se escuchaban cánticos de victoria, también en alsaciano, que coreaban las ciudades de Münster y Osnabrük, en memoria a los triunfos en la baja Sajonia.

Para entonces yo le conocía de memoria la quilla. Tres veces había visto cómo lo desnudaban completo para corregirle nuevas averías. Ahora, la alcaldada de la casa consistorial era salvar su último viaje. El pueblo se acoge a su historia porque es lo único trascendente con que cuenta. Adam Passavant, un importante empresario, acababa de adquirir la siderometalúrgica y puesto de su fortuna para ampliarla. Junto a las autoridades y personalidades de la alta alcurnia, financió las reparaciones, diseñó lo que sería su último periplo por el Rin y mandó desarrollar una campaña de publicidad en ese entonces, sin precedentes. Dinero que fluye, asuntos de empresa, orgullo nacional, rescate histórico, viajes que enseñan, eran en resumen, los conceptos que se vertían en la campaña. Los apasionados en la comunidad se inclinaron por la aventura, y oposición real no encontraron.

[Advierto que si el lector encuentra la historia heteróclita es porque he pergeñado al Gygés casi cuatro décadas más tarde y aunque la memoria difícilmente me falla, el tiempo se encarga de matizarla]

Yo era un adolescente y ya estaba harto de acompañar a mis padres y, a Silvia y Octavia, mis dos hermanas, a los dichosos fines de semana o a las temporadas vacacionales. Lo del buque no fue la excepción: en esa época qué diantres iba yo a saber que si era el último o el primer viaje de un barco de vapor, y si buscar el meridiano cero grados o de Greenwich, como rezaba un ardid publicitario, me haría comprender la novedosa medición del tiempo. Sépase, por cierto, que un año antes, habían decretado en Washington desgajar al planeta en 24 porciones. Yo estaba más interesado en la magia del ocaso, señal inequívoca del inicio de un nuevo ritual nocturno. En casa merendábamos en el momento exacto en que el sol anunciaba la retirada y el reloj de péndulo en la estancia marcaba el final del día. Subir las escaleras y acompañar el ascenso con un monótono buenas noches a todos, era mi preludio. La noche cerraba poco a poco, y los sonidos y el sentimiento se confundían en mi espíritu somnoliento. La línea imaginaria entre la zona boscosa y los límites del pueblo, era el punto de encuentro al que yo siempre llegué antes que Rosana. Mágicamente aparecía de la nada, me extendía la mano y susurraba: El sueño es una segunda vida.

En este subterráneo indefinido que se iba iluminando poco a poco, Rosana me guiaba por caminos desconocidos. Esa noche llegamos a la cima de una montaña donde me habló del Nilo señalando puntos en el paisaje en los que yo, con lo mortal que era, sólo observé bosque y copas de árboles bañados con luz de luna. ­ Ahora está asomando la cabeza la serpiente Agathodameón, entre esas dos cavernas de donde brota el río ­ dijo emocionada señalando el lugar. Yo me froté los ojos y apliqué toda mi atención en el punto que indicaba, pero de nuevo sólo vi bosque y espesura. Me tomó de la mano y me llevó por laderas. Un camino bordeado por almendros que a sus pies protegían mandrágoras, nos condujo hasta la entrada de una extraña cueva ­ adentro hay manantiales de donde brota agua que bebe el árbol de la vida, pero aún no es tiempo que de allí bebas ­ dijo mientras subía con agilidad al antepecho de la entrada y volvía a señalar un punto indefinido ­ esa es la isla de Roddah, su brillantez se lo debe a que es agua del Nilo lo que rodea sus orillas ­ pero quedé inmóvil porque sólo vi oscuridad.

La línea imaginaria de nuestro encuentro, era la misma que la de nuestra despedida. Rosana me besaba los labios y se sumergía en el bosque justo al alba. Mi perro Garnur siempre nos acompañaba y su lamida en los dedos de mis pies era el aviso de que había que despertar y bajar las escaleras con un monótono buenos días a todos, justo a la hora del desayuno.

Por lo suave de mi carácter y la instrucción a la que me encontraba sometido por mi padre, era lógico que me rodeara de amigos, los cuales pronto hicieron escarnio de mis historias y me fueron dejando solo. A ellos relaté que en París existía una tripleta de periodistas de la calle Du Doyanné que habían creado el cenáculo de la historia de las letras. Que uno de ellos se ataviaba en prendas de colores raros y femeninos y que otro, nacido en Valois, acusado por extraña demencia se escapaba por las noche del liceo del doctor Blanche, para pasear por las calles parisinas a su langosta de mar a la que le ataba el cuello con un cordel verde. ­Jamás conocerás París. Lo que allí dices que pasa son fantasías tuyas, producto de un desquiciamiento ­ decían mis interlocutores.

Silvia y Octavia a quienes por obvias razones yo les era ineludible, varias veces me acompañaron en busca de aquellos parajes maravillosos que les describía, pero en lugar de almendros encontrábamos zarzas, y los mágicos manantiales se ocultaban. Agotadas de proseguir con una búsqueda que de antemano sabían infructuosa, regresaban a casa. Yo, insistente, continuaba mientras reprochaba lo insolidario de su reacción.

Esa noche comuniqué a Rosana mis preocupaciones, y de respuesta suya recuerdo ­ captar lo invisible y hacerlo ver, es una operación mágica -. Temblé al pensar que transeúnte del mundo, extraño agora, tendría que volver a la vida.

Penetramos juntos, seguidos de Garnur, a un jardín poblado por árboles cuyo follaje lo iluminaba todo.

- Aquí me desposarás algún día ­ sentenció segura de sus palabras ­ yo te daré la mano, tú me conducirás a orillas del Jordán y dirás en hebreo: Mekudescheth-li, y lo uniremos todo.

Tú y yo pensamos y soñamos juntos, por eso somos eternos ­ decía mientras escarbaba con sus manos a los pies de un limonero ­ de aquí será nuestra nueva historia ­ dijo sacando de la tierra un libro que llevaba tres siglos allí guardado. Lo sacudió con fuerza y lo golpeó con la palma de la mano para separarle la tierra. ­ Es Góngora y Argote y de él conocerás su secreto -.

Un misterio que a la fecha conservo, y del cual no espero me sea conferido su secreto, es el lugar de dónde ella venía, un día dijo que era hija de Lilith y oriunda de la luna. No sé si de allí había acuñado los elementos de un conocimiento excepcional. Lo creaba todo, lo adivinaba todo y lo hacía todo. Sabía todos los idiomas y todas las historias. Dijo que su maestro fue la soledad y su secreto apartarse de la rueda de humanos. Viajar, su sino de madurez.

En el reflejo de mis ojos aún conservo el vaivén de sus pantorrillas cuando se desabrochaba la falda y la dejaba caer al suelo. Luego, en clavado perfecto, se encajaba a la ría del pueblo como cuando un filoso cuchillo se resbala en la mantequilla. Y ahí, empotrada en esas aguas se hacía parte de ellas. Yo corría a la orilla observando su nado, varias veces intenté conversar, pero las frases se cortaban por la velocidad de la carrera y lo sinuoso del camino. En ocasiones Rosana se detenía y se orillaba para recorrerme con la mirada desde los pies, yo sentía su tacto sutil en todo el cuerpo. Subía los hombros al respirar, me invitaba con una sola palabra o a veces en silencio y se incorporaba de nuevo. Aunque tenía tentación por hacerlo yo nunca toqué el agua. Sentía como si el tacto ultrajara lo que no me pertenecía. Y en un asunto de dos, uno como tercero debe tener el valor suficiente para no perturbar la religión.

Esa tarde que precedió a la del embarque en la nao Gygés, Rosana hurgó lugares prohibidos, nadó casi diez mil codos. El traslado duró horas. Yo jadeaba de cansancio. Me extasiaba verla nadar, observar sus hombros cuando tocaban el aire; sus manos, sus nalgas hundirse y resurgir del agua. Así pues, fui testigo de como el río se bañó con su cuerpo.

Una luminosidad superior a la que produce la luz naturalmente, alumbró aquellos jardines. Gorjeaba agua de los manantiales. Rosales con flores color ocre dibujaban laberintos y el césped nos acariciaba los pies. Nos dejamos caer para reposar un rato. Acostados boca arriba con brazos y piernas extendidos, compartimos la respiración agitada por el cansancio y viajamos con la mirada buscando una estrella pentáculo, el sello de Salomón que yo creía conocer. Alguno tomaba fuerza para levantar el brazo y señalar algo en el cielo pero lo dejaba caer de inmediato.

Volteamos nuestros rostros que quedaron frente a frente. Hasta entonces encontré en sus rasgos la hermosura de una diosa. De su cara afilada se desprendía una piel blanca y luminosa. Lo rasgado de las comisuras de sus ojos negros como la noche, le perfilaban la perfección de su simetría. Y sus labios, eran unos labios voluptuosos más rojos que el carmesí. Enmarcado el rostro por una cabellera en espiral perfectamente negra y brillante.

Las ideas, las formas, las figuras bailaron de arriba a abajo. Las palabras en su voz se hundían en el espacio etéreo y con suavidad me penetraban los poros. Rosana aún mojada se levantó y tomó la saya que hasta entonces mi puño no había dejado libre. Las gotas de agua le escurrían por todos lados, su negra mata de pelo que le caía hasta la cintura le pesaba como si sus cabellos fueran hilos de plomo. Su cuerpo desprendía un vapor que de seguro viajará por el cosmos toda la eternidad, como la humareda en Babilonia.

Abrió surcos en los jardines y sembraba como semillas cerquis de oro. De inmediato brotaban plantas jamás vistas de las que nacían botones de colores, en armonía unos con otros.

Dos mujeres perfectamente iguales a ella en todo, también con los pies desnudos, se acercaron a cortar las flores para ponerlas en canastos de mimbre. Rosana fue hasta mi y me susurró al oído: - son Aclina y Lebuda, vinieron a festejar la boda, las flores exorcizan las amenazas del sueño ­y siguió con su danza.

Por nuestros misterios imbricados en las dulzuras del amor, hasta entonces soñado, le imprimió el carácter de la eternidad, y nuestros nombres quedaron inscriptos y entrelazados en el tronco de un enorme ciprés, que según Rosana, sería invisible para todas las miradas del universo, pero que allí estaba, y la prueba de su veracidad era su misma presencia, de la que yo constato: Existe, como seguro estoy de que existe este par de manos que me acompañan a todos lados, y este cielo que nos cubre a todos y esta tierra que pisamos.

Comenzó el ritual. Se levantó la blusa suavemente. Metió la mano derecha hasta la altura del codo entre la húmeda saya y sacó un libro que guardaba en un pequeño bolso de piel. Remojó el dedo índice que pasó danzando por mis labios y dio vuelta a la primera hoja. Leyó el título: la inasible Au-re-li-aaa, escurrió la palabra. Aurelia, Aurelia comenzó a danzar con el líbelo en la mano y cantaba armoniosamente: Aurelia, Aurelia, Aurelia, emitía un sonido dulce pero lastimero. Tamborileaba con sus manos la corteza de los árboles, arrancaba las hierbas más altas y continuaba su grito: Aureliaaureliaaurelia, mientras una parvada de abudillas revoloteaban haciéndose su corifeo.

Me tomó las manos y me levantó del césped, señalando un punto que para mi era indefinido, dijo con una voz dulce que no era la suya: - es el hermano de Novalis, el padre de las Quimeras, el más alemán de los franceses, se llama Gérard Lubrinie, un día tomó posesión de los sueños y aquí lo tienes hoy, es nuestro invitado especial. También morirá pronto.

Siete veces la brisa insufló nuestros nombres. La sentencia estaba dictada.

Se asomó la luz del día, corrí, corrí sin detenerme. Cuando llegué a la línea imaginaria que divide la zona boscosa del pueblo, Rosana me esperaba en el mismo lugar donde yo la aguardaba cada día. Me invitó a caminar unos pasos al interior del bosque. Quiso que juntos escarbáramos a los pies de un nogal. Extrajo de las entrañas una caja de cobre, - aquí dentro ­me dijo ­se encuentra el reloj más exacto que el hombre tiene permiso de inventar, está fabricado a base de átomos de cesio y es tan exacto como el día y la noche -. Me besó los labios y buen viaje sentenció al hundirse en el bosque.

Llegué a casa cuando la familia se preparaba para trasladarse al muelle donde había atracado el vapor. Me metí bajo la ducha envuelto en recuerdos y reflexiones. Ya listo a la hora en que el primer gallo blanco eleva su primer canto, entre el sueño y la vigilia, salí del baño enmudecido.

Viajar es madurar un poco

Nos subimos al último viaje del último barco de vapor. Hoy sé, que los griegos no le llamaban nave al vehículo desocupado, hasta que aquello tuviera tripulación alcanzaba el mote.

Mentiría si no reconozco la magnificencia del Gygés después de que le metieron mano los restauradores. La excelsitud de su alcázar era un homenaje a su propio sinónimo. El casco relucía y el timón brillaba como si fuera recién comprado. Habían conseguido en Idstein una corredera idéntica a la original que se había perdido hacía años en un bandazo.

El contramaestre daba órdenes y corría para todos lados, como es lógico que suceda antes de partir. La mezcla de esas manifestaciones me contagió de emoción, aunque no provocó que dejara de pensar que la travesía respondía a un asunto publicitario de Passavant, quien había sabido tocar las fibras del orgullo local de autoridades y adinerados; principales promotores que ocultaron las advertencias de mecánicos y el dictamen final de Álvaro de Campos, ingeniero naval italiano, reconocido en el mundo entero por su alta calidad, quien insistía en lo peligroso que resultaba soltar las amarras de un vapor que ya acusaba cansancio y que había dejado toda su fuerza en las aguas.

Finalmente, el Gygés había surgido después de que abandonado en lastre, cedió su nivel de importancia en 1822 al ferrocarril. La aparición de este monstruo sobre rieles se convirtió en el nuevo atractivo. Pero ahora regresaba por sus fueros y nadie se lo iba a impedir.

El vapor zarpó y yo sé que el Marksburg se despidió de mí con su mirada de todos los siglos, entendió mi saudade al no ver a Rosana parada en el muelle junto a los demás, que puntuales a la cita, nos despidieron con bombo y platillo. Entre ese mar de manos levantadas, sombreros al aire, pañuelos sacudiéndose y llantos de adioses, el barco se llevó los sueños de mis padres, las risas y llantos de Silvia y Octavia. Y otras cosas que le correspondería decir a un metafísico o a un filósofo sobre la pérdida de un terreno firme bajo nuestros pies, de dormir y despertar semanas enteras y sólo ver agua hasta el horizonte.

Nada, obvio, más trascendente qué relatar los paisajes que iluminan las entradas y salidas de la luna y el sol. El Gygés le sirvió a los días como un elemento móvil y cadencioso en el dibujo. Sin más movimiento que el de los fogoneros que sostenían un ritmo de actividad único entre la tripulación.

La llegada a Palatinado le dio vuelta a mi silencio. Tres nuevos pasajeros se incorporaron a la aventura. Una típica familia; padre, madre y único hijo, ataviados con sus ropas de gala. El paso del Gygés les acomodó de inmediato. Su destino era Estrasburgo, donde abordarían el tren hasta París. Alphonse, hijo quinceañero del matrimonio Daudet, llevaba en un bolso un par de libros en inglés sobre construcciones de casas de madera y un fajo de hojas con garabatos que rodeaban la frase le amoureuses2. Antes de descender le platicó a Silvia que su padre los llevaba a París porque la crisis económica los ahorcaba y so pretexto del anuncio del suicidio de Gérard de Nerval, intentaba cobrar un prólogo que había escrito de un libro de globos aerostáticos y que no había alcanzado a remunerarse.

Entrada la tercera semana de que no sucediera nada, esa noche soñé sombras que deambulaban sobre el puente. El Gygés, quizá aburrido de la rutinaria circunnavegación y a la cual no estaba acostumbrado, crujió extrañamente toda la noche. Yo escuché pasos de gente que corría por estribor. Pero voces ninguna, apenas un chasquido en el agua, como si se hubieran desecho de un fiambre.

El sol, puntual nos regaló la mañana. Yo recorrí el buque, indagué el timonel, leí mensajes que el vapor escribió en su estela y supuse que mi abandono a los nuevos sueños ya sin la Rosana que misteriosamente lapidó su adiós en cuanto abandoné tierra firme, me habían orillado las alucinaciones nocturnas. Una bomba de achique enmohecida en cubierta, fue el único cambio significativo que detecté. Y una burla de un marino, la única respuesta que obtuve cuando pretendí saber la razón de la aparición de aquella máquina inservible.

Por fin, frente a nosotros, el resumen de todos los misterios, de todas las magnificencias, de todas las interpretaciones acerca del hombre y sus secretos. Extendiendo sus brazos infinitos, nos recibió en su regazo el Mar del Norte. El Gygés era apenas un objeto diminuto flotando en aquella inmensidad pero se pavoneaba al navegar, engreído y soberbio, como lo habían enseñado a ser.

Las sombras

Anoche otra vez las sombras. La tormenta eléctrica despertó en un par de ocasiones a Octavia, siempre más débil que Silvia. Consolarla me permitió no abandonarme profundamente a las pesadillas. Su sudor frío y la mirada eriza fueron como anclas que evitaron que yo olvidara que afuera hay una realidad que atender y que los sueños, por incontrolables que parezcan, tienen un límite entre los mortales. De nuevo hubo pasos en cubierta pero ahora si pude detectar susurros. Los chasquidos en el agua fueron más evidentes. Al día siguiente no hubo sol y la llovizna nos cubrió por lapsos. La cubierta sólo recibió la visita de tres de los tripulantes que durante un par de horas realizaron maniobras en la toldilla y el palo mesana, mientras que la reluciente corredera zigzagueaba como jugueteando en las aguas.

De nuevo la noche y de nuevo las sombras. Todo el día pensé en Rosana. Y luego los sueños. Nos cubrió una neblina que cargaba un olor putrefacto. A pesar de los fuertes vientos a favor y los fogoneros trabajando a marchas forzadas, el vapor navegaba como si estuviera anclado y fuera remolcado en el lodo. Nadie se atrevía a decir nada pero las marcas de su rostro hablaban por sí solas.

Finalmente, el tiempo siempre cumple con lo prometido. El fue quien trajo la galerna que provocó la vuelta de campana que sacudió las entrañas del Gygés. Su madera eructó el quejido. No hubo tiempo de nada. El viento manipulaba a su antojo el palo mayor que se doblaba de un lado para el otro como si fuera un resorte, y la rueda lateral salió volando. Las sombras enfurecidas huyeron lanzando gritos que trazaban el terror en el aire, como las aves cuando la tempestad se avecina y el anciano vapor seguía a contraritmo navegando apenas con una lentitud aberrante. La quilla cedió, y su grito fue tan real que al resonar trazó los cielos y se regó en los vientos que lo cubrieron todo en el mundo. El contramaestre pidió más esfuerzo a los fogoneros para salir de inmediato de ese núcleo de la muerte. Yo vi cómo la bomba de achique sobre los tranquiles fue insuficiente para liberar el exceso de agua en el imbornal. Silvia y Octavia recluidas en un rincón, con la mata de pelo empapada y tiritando, les castañeaban los dientes, cerraron los ojos apretando los párpados con fuerza, se abrazaron y se minimizaron hasta que se perdieron. Octavia estiró su brazo queriendo detenerse en mi, pero perdió en el intento.

La calma, como ella sabe hacerlo, llegó lentamente. Yo guardé silencio y esperé. No había mucho qué hacer. El Gygés había renunciado. La tormenta cedió, el cielo esclareció y la furia del mar se apaciguó. El buque no luchó más. Extrañamente brotaron borbotones alrededor. Los hombres menos agotados se doblaron sobre los remos de dos barcazas que llevaban niños, mujeres y ancianos.

Los que nos quedamos fieles a aquella leyenda de madera fuimos viendo como nuestras vidas también eran devoradas por la inmensidad del mar. Los últimos tres saltaron para intentar recuperar una canoa que había quedado al garete, pero en el nado fueron tragados por los borbotones. Me dirigí a la casilla del timonel. El timón ya partido en dos anunciaba la ácrata dirección. Y lo demás se supo por los diarios. Había sido todo para el Gygés que resistió el paso de las décadas hasta que la senectud lo venció. Y Rosana en la proa del remolcador, con las lágrimas apretadas por los párpados, observaba como los vientos alisios se habían impregnado de la esencia del Gygés, segura de lo infructuoso de la búsqueda. Consciente de que lo ahora sumergido en el océano, nunca sería localizado, porque la mar no permitiría ser ultrajada, ni dejaría que le robaran los muertos que viajábamos en el último barco de vapor durante su último viaje.

Efectivamente.

Ese sí.

Fue su último viaje.

Y el último para todos los que viajábamos en el.



NOTAS:

1. Dios está muerto! El cielo está vacío

Lloren! Niños, ya no tienen padre.

2. Las enamoradas




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