Departamento de Letras
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e-ISSN: 1562-4072
Volumen 8, número 21  / Enero-Diciembre 2021  
        UNIVERSIDAD DE GUADALAJARA    
    Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades    

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Gallos.

Ruth Escamilla Monroy


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Como una nube en la luz
Luis Cernuda

—Que te diviertas, Paco. —Me dijo mi abuelo al tiempo que yo subía al autobús con mi mamá. El largo viaje a Guadalajara compensaría el cansancio con varios días de estancia en casa de su prima. Yo no la conocía, pero durante mucho tiempo había recibido los beneficios de las cajas de ropa que a veces mandaba. Su hijo era unos dos años mayor que yo y al parecer, crecía muy rápido porque me había heredado varios “gallos”, así llamaba mi madre a algunas de mis prendas favoritas; frescas playeras y camisas de algodón muy suave con diseños que no se parecían en nada a las aburridas que en mi casa me compraban.
            Por fin llegamos y me sorprendió la soltura con la que ella se movía en la ciudad donde hacía muchos años había vivido un breve tiempo.  Cinco jota de Dios leí que decía el urbano que tomamos al salir de la central. Luego me explicó ella que el cinco era la letra S que abreviaba San, la jota era la inicial de Juan y se trataba del nombre del mercado más famoso de la cuidad. Desde el camión se veía impresionante, enorme y con unas carretitas tiradas por caballos, dispuestas a llevar a los turistas de paseo.
            La casa estaba más allá, rumbo al Estadio Jalisco. La zona era bonita, arbolada, con jardines amplios y cocheras grandes. La casa de mi tía me impresionó porque dominaba una calle cerrada, pacífica y tenía una fuente de piedra en la cochera.
            Al tocar, alcanzamos a escuchar el rebote de una pelota y el golpe contra el aro. La tía nos recibió con miles de besos y abrazos y llamó a Pedro. Los sonidos cesaron y apareció su hijo, con dos mechones de cabello negro que le caían en la frente, sudando, con su camiseta deportiva sin mangas, un short y unos tenis muy modernos. Noté que los músculos de sus brazos estaban desarrollados. Nos saludó amablemente y después de que la tía nos ofreció agua, Pedro me invitó al patio. Me hizo una demostración de sus habilidades para encestar y controlar la pelota. Me invitó a jugar. Me sentí un poco cohibido porque nunca me había destacado por practicar deporte, pero Pedro tuvo la paciencia de enseñarme y prestarme un atuendo adecuado. Ninguno mencionó nada de la ropa anteriormente heredada. Quizá él no sabía cuál había sido su destino. Estuvimos un buen rato hasta que nos llamaron al comedor. Ya en la mesa, las señoras se encargaron de dirigir la conversación y hacer que nos conociéramos más. Pedro no había obtenido un buen promedio en su primer año en la prepa, pero era parte del equipo de básquetbol y había ganado un par de torneos. De mí se dijo que era un excelente estudiante, que formaba parte del coro y de la orquesta del instituto. Me habría gustado tener la conversación solo con Pedro porque ellas se empeñaban en hablar de nosotros en tercera persona y como si todavía siguiéramos siendo niños.
Mi madre soltó la pregunta incómoda:
            — Y, ¿tienes novia, Pedrito?
            —¡Dios no lo quiera! —Se adelantó a responder mi tía. —Tiene muchas pretendientas, pero es muy serio mi muchacho.
            Pedro me dirigió una mirada de complicidad. Ambos estábamos incómodos. Dejamos a las mujeres en la sobremesa y nos fuimos un rato a ver televisión. Puso un canal de deportes y me sorprendió ver que en su tele había canales especializados. Me explicó que tenían una antena especial que los libraba de someterse a las pocas emisoras locales. Así que vimos un partido de baloncesto y luego algunos vídeos.
            Por la tarde, nos llevaron a fotografiar el Estadio Jalisco. Aunque yo no era aficionado al deporte, aquella inmensa mole de concreto me llamó la atención y también la escultura de unos hombres que con los cuerpos tensos se disputaban un balón. Sus músculos de bronce me recordaron los brazos de Pedro cuando salió a recibirnos.
            Fue un día tan intenso que a las diez de la noche ya se me cerraban los ojos. Pedro me cedió su cama y él se durmió en un sofá que había en su recámara. A mí me dio pena, pero lo hizo tan de buena gana que agradecí la suavidad del colchón y el aroma de limón con madera al que olían las sábanas y la almohada.
            Al día siguiente fuimos a Tlaquepaque. Las mujeres estaban fascinadas con las artesanías y se detenían en todos los aparadores. Pedro y yo charlábamos sobre nuestros gustos en música, los álbumes de estampas que habíamos llenado años antes, las clases, los compañeros. Ninguno de los dos mencionaba a las chicas ni nos interesaba mirar a las que pasaban a nuestro lado y soltaban risitas cómplices. Comimos en El parián entre birria y mariachis. Los hombres lucían sus trajes de charro de color negro y pensé que me gustaría ponerme un atuendo de esos y tocar como ellos. Se divertían, bromeaban, hacían ambiente y se paseaban por el lugar como si fueran los dueños.
            En el urbano de regreso a casa, Pedro y yo nos sentamos juntos y él me explicaba algunos detalles de la ciudad, yo iba sentado del lado de la ventanilla. Pasaba su brazo frente a mi cara para señalarme lugares importantes y no los recuerdo, pero sí tengo grabados sus vellos que a veces me rozaban la barbilla y me producían un cosquilleo que interpreté como la emoción de estar descubriendo los secretos de la gran urbe.
            Esa noche, antes de dormir, vimos El hombre de la Atlántida. Yo admiré a ese sobrevieviente de una civilización milenaria, de cuerpo perfecto y con nombre nortamericano. Fue curioso para mí sentir, en algunas escenas, algo muy parecido a lo que había experimentado en el urbano. Nos fuimos a dormir comentando las aventuras de la cinta y por alguna razón que no entendía, me quedé un buen rato viendo la espalda de Pedro que dormía en su sofá volteado hacia la pared. La luz que entraba por la ventana me dejaba vislumbrar su silueta, la redondez de su hombro, el descenso hacia su cintura y el ascenso de su cadera, cuya línea se diluía en el perfil de su pierna. Estuve un rato así, oyendo música en mi mente, mirando a Pedro, recordando la botonadura que ceñía las piernas de los mariachis, el pecho descubierto y la agilidad en el nado de Mark Harris.
            La tía nos preparó una visita a un balneario. Como yo no llevaba traje de baño, Pedro me dijo que me probara un short. Me quedaba grande, pero experimenté algo muy raro al pensar que la malla interior de aquella prenda se ajustaba a la intimidad de Pedro. Me lo quité de inmediato y ya en el balneario me compraron uno propio. Yo todavía no tenía el cuerpo bien desarrollado y preferí meterme al agua con camiseta, pretextando que el sol me hacía daño. En cambio, Pedro mostraba su torso con orgullo. No había en él ni un rastro de grasa, solo músculos que fueron cambiando de color conforme avanzaba el día. Una y otra vez nos subimos a los toboganes y competimos para ver quién aguantaba más tiempo sin respirar bajo el agua, nos sumergimos casi hasta rozar el fondo de la alberca para pasar debajo de las piernas del otro e intentamos nuestros mejores clavados. Después de comer, nos quedamos dormidos sobre el pasto mientras las señoras nos arrullaban con su charla interminable debajo de sus sombreros.
            La energía regresó en la noche y antes de dormir tuvimos una divertida pelea de almohadazos en la que Pedro ganó, pero eso no me molestó para nada, al contrario, sus carcajadas y su cara de triunfo me aceleraban la respiración. Pensaba en lo divertido que era y en la admiración que me causaba. Con esas ideas mezcladas con las de la alberca, me quedé dormido.
            Al día siguiente, las señoras decidieron que fuéramos al "paraíso de las compras", un centro comercial enorme, lo que hubiera representado un infierno para nosotros si no nos hubieran dado dinero para quedarnos un buen rato en un negocio de diversiones. Es cierto que en su mayoría los juegos eran para niños, pero la pasamos muy bien en la mesa de hockey y en máquinas electrónicas que Pedro me enseñó a manejar. Luego nos tocó el turno de comprar cosas para nosotros, por orden de nuestras madres. Nos entregaban prendas y nos mandaban al probador. Yo sentía las manos frías y las orejas calientes al pensar que detrás de la pared de cartón que nos separaba, Pedro se desnudaba frente al espejo. Entonces, lanzaba cualquier comentario estúpido y terminábamos riéndonos, yo, de forma nerviosa.
            Después de comer y con las bolsas de compras, hicimos un recorrido en calandria, así se llamaban las carretitas que había visto afuera del mercado el día en que llegamos. Las mujeres iban juntas en su asiento y nosotros frente a ellas. La butaca era un poco incómoda. Yo esperaba que Pedro otra vez me contara detalles de la ciudad mientras apuntaba con su brazo, pero esta vez iba en silencio. Nuestras piernas hicieron contacto. Un calor me subía desde la punta de los pies e intentaba apartarme un poco, pero mis esfuerzos eran inútiles. Pedro apartó un instante la suya y yo junté las rodillas. De inmediato, como si tuvieran movimiento propio, volvieron a buscarse y así permanecieron un buen rato.  Si me preguntan lo que vi en el recorrido puedo decir que solo la cortina blanca de mi vista empañada. De pronto, mi tía tuvo la ocurrencia de que intercambiáramos lugares para que cada una pudiera tomarse una foto con su hijo, eso me liberó de tan grato tormento. La calandria se mecía deliciosamente bajo el sol que mandaba sus rayos encandilantes de las cinco de la tarde y con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido, alcanzaba a ver la mirada de Pedro directa hacia mí.
            Al llegar a la casa, me invitó a jugar básquetbol. De alguna manera tenía que expulsar aquella energía que se me había acumulado en el cuerpo. Estuvimos en aquel ejercicio hasta que dieron las once y las señoras nos mandaron a dormir, pero yo no podía. Noté que Pedro tampoco y opté por empezar a contar chistes. Él me siguió la corriente y así estuvimos en la oscuridad, entre susurros y carcajadas depositadas en la almohada hasta que mi tía tocó en la puerta del cuarto porque no la dejábamos dormir.
            Por la mañana le llamamos a mi abuelo. Al despedirme, volvió a darme el consejo de que me divirtiera. Sí lo hacía, pero también me moría de miedo por todo lo que estaba sintiendo. Nunca, ni con una de mis compañeras, ni con una mujer de la televisión o las revistas había sentido ese calor en el cuerpo, ni me había sorprendido mirando tan atentamente las formas de alguien. Pero volvía a pensar en mi abuelo y me decía en la mente que no había problema que Pedro me caía tan bien que lo admiraba y deseaba ser como él. Que desde que heredaba su ropa ya lo conocía un poco y que me hacía falta un compañero como él para todos los días, un hermano que no tuve.
            Las mamás prepararon tortas, lonches, como les decía mi tía, y nos fuimos al Parque Alcalde. Había juegos mecánicos y nos volvimos locos en los carritos chocones. El cuello me dolía al bajar, pero el corazón me latía a un ritmo acelerado. Nos subimos a cuanto nos fue permitido por la estatura y luego, mientras conversaban, las señoras nos dejaron tener un paseo en lancha. Unas muchachas nos aventaron agua desde su bote y se morían de risa. No nos interesó seguirles el juego, conversábamos y el esfuerzo del remo me pedía concentración. Mientras Pedro conducía, pude observar a varias parejas besándose en las lanchas y algunas, protegidas por la vegetación, acariciándose recostadas en el pasto. Pedro notó mi asombro y entre risas me dijo que al parque le decían Alcaldo. Por su tono y su risa, entendí que debía reírme también, pero no me atreví a pedirle que me explicara.
            De regreso, tuvimos una sesión más de básquetbol y esa vez sí fue un deporte de contacto. Pedro me había enseñado lo suficiente para atreverme a robarle el balón, tapar con mi cuerpo su avance, impedirle el enceste de cerca levantando mis palmas abiertas y encontrándome con las suyas. Mi actuación fue buena y tomé mi cena muy satisfecha.
            Era ya nuestro último día de vacaciones y nos llevaron a Chapala. El trayecto transcurrió en una amena plática y competencia para ver quién resolvía más rápido un juego de plástico con cuadros numerados que debíamos acomodar en cierto orden. Aunque el juguete era suyo, por fin pude ganarle en algo. Pero no parecía contrariado, sino que, su cara manifestaba contento. Yo me sentía nervioso cada vez que nuestras manos se encontraban en el intento de ordenar los números.
            En un clima cálido que me quitó las preocupaciones y mecido por el vaivén de una lancha que nos llevó a recorrer el lago, disfruté mucho el paseo. Al subir, saboreaba una nieve que se derretía en mi boca. Durante el trayecto sentía la brisa, veía como el viento agitaba los negros mechones del cabello de Pedro, escuchaba el rumor de diversas conversaciones y de repente comentaba algo con él. Me iba a hacer falta, pero recordaba al abuelo y me concentraba en divertirme. Nos llevaron a la Isla de los alacranes y desde ahí contemplamos el pueblo y las casas arboladas que bordeaban las aguas. Nos arremangamos los pantalones y jugamos en la arena. Comimos en un restaurante de la orilla y ya se sentía la melancolía de las primas que otra vez iban a dejar de verse.
            Regresamos a Guadalajara ya tarde y quise aprovechar para seguir aprendiendo de Pedro, así que otra vez jugamos básquetbol hasta que nos mandaron al cuarto.
            No teníamos sueño, así que empezamos a jugar a las luchas, tratando de silenciar nuestras risas y esfuerzos para que no nos interrumpieran. Después de un rato, Pedro me derribó en el sofá. Sus mechones me rozaban las mejillas y su respiración se encontraba con la mía, al mismo ritmo violento. Nos quedamos en silencio hasta que me dijo:
            —Quítate
            —Quítate tú. —Le contesté enfatizando la pronunciación de la última palabra.
            —No, tú. —Me dijo y pude ver el círculo perfecto que formaban sus labios.
            —Tú. —Repliqué para que viera la misma imagen que yo acababa de contemplar. Vi como acercábamos las caras y cerrábamos los ojos. La opresión de sus labios sobre los míos, la humedad de ese beso, mis piernas presas de las suyas, el aire que salía de nuestros poros y chocaba con la piel del otro fueron un instante que se me hizo eterno. Cuando regresé, Pedro dejó caer su cabeza al lado de la mía. Busqué su boca y no volvimos a despegar los labios hasta que escuchamos voces en el pasillo. Al parecer, alguna de las señoras había perdido el sueño. Pedro se levantó, apagó la luz y dijo "Buenas noches". Recibió respuesta de mi madre y le puso llave a la puerta. Mientras esperaba temblando, entendí el sentido que había tenido el roce de los vellos del brazo de Pedro con mi rostro en el urbano, el encuentro de sus manos con las mías en el básquetbol, el contacto de su pierna en la calandria y su mirada fija cuando nos habían separado.  Volvió a mi lado y yo me sorprendí de que no usáramos la boca para pronunciar una sola palabra desde ese momento y hasta que le dije "adiós" cuando el taxi llegó por mí y por mi madre para llevarnos a la central. Al acercarse a mí para la despedida, seguramente entendió eso que mis ojos gritaban y me susurró un "No te preocupes".
            En el trayecto, mi mamá me preguntó qué me había parecido el viaje.
            —Todo fue una sorpresa. —Le dije y seguí mirando por la ventana.
            —Voy a extrañar mucho a tu tía. Te hará falta Pedro, ¿verdad?
            —Puedo seguir jugando básquet. —Respondí y no hablé durante todo el camino. Como nunca, ansiaba llegar a casa y acariciar el algodón de uno de aquellos “gallos” que, sin él saberlo, me había heredado.
            Cuando llegamos, mi abuelo nos esperaba en el andén.
            —¿Te divertiste, chamaco?
            —También aprendí, abuelo.
            —¿Te gustaría volver?
            No pude contestarle. Lo miré y empecé a caminar.

Despierta
Ruth Escamilla Monroy

Despierta sudando.  A tientas busca la botella. Se la lleva a la boca y escupe el contenido. A esa temperatura se acaban los encantos del lúpulo. 
            Siente la suave piel de su cartera bajo su muslo desnudo; desata la corbata de sus nudillos; abre y cierra la mano repetidas veces. Solo entonces recuerda. 
Mediodía, una discusión nueva y la vieja costumbre de Ernesto que otra vez llegaba tarde, todavía oliendo a cuerpo, a humo, a vino añejo. Con su tono más evidente de dominio le preguntó si quería un café, un menudito, una torta ahogada. Ernesto casi no podía abrir los ojos, esa luz que lo inundaba todo lo cegaba. 
            —Ya estoy aquí, ya dime adónde quieres que te lleve. 
            —Que me lleves, ¡madres! ¡Ya entrégame las llaves y te largas!
            El público espera pleito. De nadie es secreta esa rabia fermentada.  El color que le sube al rostro es cada vez más intenso. 
            —No es eso lo que quieres. No te hagas. —Dice Ernesto casi en un susurro y le extiende la palma abierta. —Tómalas.
            Por respuesta cierra los ojos, aprieta los puños, casi cruje su mandíbula. Ernesto deja el llavero en la bolsa del saco que cuelga de la silla y sale de la oficina. 
            El público ahora tiene dos objetivos: el andar pausado de Ernesto y el temblor que Manuel contiene. Uno, termina cuando se cierra la puerta; el otro, permanece todavía unos instantes hasta que el hombre se sienta. Sigue sin levantar los ojos y así se queda hasta que el hambre deja los escritorios vacíos. 
            Se levanta entonces. Desliza la mano por el saco hasta recuperar las llaves. Un momento después está al volante. Es obligación de Ernesto dejar siempre el tanque lleno. Circula sin sentido por cualquier calle que se lo permita. Toma la carretera, no va a ningún lado, regresa, sigue sin detenerse. Ya dio cuenta de los Delicados que Ernesto siempre lleva. Uno tras otro los fue fumando, impregnándose del aroma del auto, del volante, del cuerpo que le dio forma a ese asiento de piloto que lo recibe por primera vez. Insolencia, no puede haber otra palabra que lo defina, piensa.
            Allá en la oficina, junto al portarretrato suena el celular de Manuel. La pantalla dice "casa" nadie responde. Todas las luces están apagadas. 
            El estéreo solo reproduce las canciones de banda de Ernesto. Abre la guantera y ahí están sus cosas, sus cigarros, sus condones. En todo su tiempo de pasajero, Manuel nunca hizo más que consultar documentos, prepararse para las citas, contestar el teléfono. No está en su reino, nada de eso es suyo. Hace un alto para abastecerse de cerveza que le ayude a asimilarlo todo. Más adelante, vuelve a detenerse para comprar algo más fuerte. Aumenta el tránsito de vehículos; la ciudad se congestiona; el caos disminuye.
            Circula más despacio. Tacones muy altos lo esperan. Piernas vibrantes lo llaman. Un trajecito azul metálico le hace señas. Gira en una calle más estrecha. Los cuerpos se multiplican. Diminutas faldas de plástico brillante, senos que distienden el brevísimo tejido de las blusas. Cabelleras exuberantes. Espacios oscuros en que se adivinan encuentros furtivos. Un poco de luz. Otra calle. No importa cuánto ni quién. Solo le pide que suba. No hay palabras. El motel está cerca. Sin prender la luz deja que se cierre la cortina. Las manos empiezan a hacer su trabajo. El cuerpo nada pregunta, solo responde. Ahoga los sonidos con la música que deja a todo volumen. Todo es sonido, piel y ese aroma a un espacio en que se sumerge, que lo domina. Sus venas se hinchan, somete, descarga el deseo sobre aquel cuerpo experto. El olor del tabaco, de Ernesto, lo sigue invadiendo. Está en sus terrenos, ahí, a merced de su ausencia, de sus palabras: "No es esto lo que quieres."  Se entrega. Todas esas discusiones cobran sentido. Esa rabia contenida se le revela en las más inesperadas sensaciones. No importa quién es él o quién es el otro. Es ese estallido no hay rostros ni nombres. 
            —No duermo con mis clientes.
            La voz lo arroja de nuevo al mundo. El joven espera su paga. Manuel tiene ganas de hacerlo desaparecer de la tierra y al mismo tiempo quisiera pedirle que se quedara. Después de todo acaba de abrirle una puerta. Le entrega los billetes y se queda dormido. 
            Despierta. Todo sigue a oscuras. Su cuerpo se asegura de informarle lo que ha pasado; lo que debería estar haciendo de haber sido un día cualquiera, compartir la madrugada con Bertha. Baja del auto, recuerda dónde está y sabe que Ernesto no vuelve, que nada le importa. Estrella una y otra vez su puño contra el tirol. Él no es lo que fue anoche, esta noche, hace un instante. Regresa al asiento.  Envuelve su dolor con la corbata. Hay que volver a trabajar mañana.  Nuevamente se queda dormido. Despierta sudando.

 

En la acera
Ruth Escamilla Monroy

Todas las mañanas me levanto, me arreglo, tomo mi maletín y camino hasta la avenida. Conozco los coches que pasan y también identifico a los transeúntes. Sé quiénes me van a dar un cigarrillo, quienes se negarán y quienes harán como si no existiera. Estoy preparado. La falta de interés o generosidad de alguien la suplo con uno que llevo en el bolsillo interior del traje.
            Fumo deprisa, el vértigo de la ciudad me obliga a hacerlo. Puede que el sol no salga a veces, envuelto en la mortaja de gases tóxicos que muchos tratan de esquivar con cubrebocas. Otras veces, nieva o el frío convierte en cristal cualquier vestigio de agua que haya en el suelo. Pocos días llueve. Pero cualquiera que sea la situación, invariablemente, pasan los mismos autobuses para llevar empleados, los mismos coches se detienen para bajar a los mismos pasajeros, las mismas personas cruzan el puente o atraviesan corriendo la avenida cuando un semáforo lo permite.
            Fumo al ritmo de los pasos, de los coches, de las máquinas, del metro que hace temblar el suelo que piso.  A las 6:47 pasa el transporte que se lleva a mis compañeros de acera. A las 6:55 da la vuelta la moto con su carga de paquetes de compras por internet. A las 6:58 baja del puente la mujer de pantalones metálicos. Mientras tanto, aspiro el humo de tres cigarros de marcas diferentes. Aunque no vea las cajetillas, sé perfectamente cuáles son.
 A las 7:01, avanza la caravana de autobuses que deben tener cerca su base y que se detendrán metros adelante para recoger estudiantes o trabajadores. A las 7:06, pasan las chicas de la florería. Cuatro minutos después, se detiene el coche negro que recoge a la mujer del maletín de cuero. Siempre los enmarca el reclamo de bocinas irritadas por los segundos que detienen su marcha. Dos negativas y tres que aceptan, disfruto mis cigarros.
            A las siete y cuarto empieza a salir el vapor del puesto, al otro lado de la avenida. Nunca he ido a comprar nada, pero veo el flujo de clientes y sé a qué hora terminan las ventas. Cerca de la media, los adolescentes de uniforme descienden de coches que se detienen con prisa en doble o triple fila. Caos. A los conductores les falta nicotina, hay tanta ansiedad en sus caras. No dudo que tengan algún incidente en su trayecto. Al menos dos veces por semana frente a mí hay alcances y uno que otro viandante golpeado por una moto o bicicleta. Aspiro más rápido. El hombre que pasea a sus perros me deja un cigarrillo mentolado. A las 7:40 empieza la locura y sigue hasta bien entradas las ocho. El cenicero está lleno de colillas. Emprendo el camino a casa. Hace tiempo que no se detiene el autobús que me lleva a la oficina, quizá lo hará mañana.

 

Del silencio y del espacio
Ruth Escamilla Monroy

Primero, dejar de sentir el suelo. Eso no fue tan extraño. Muchas veces antes lo había experimentado en sueños. Luego esa sensación de que no hay ni calor no frío, ni clima templado, ni viento alborotando los cabellos, ni agua descendiendo por la piel, ni hambre, ni sueño ni cansancio. No producir sonidos, ser consciente como nunca del silencio y del espacio. 
            Más tarde, ese verlo todo desde lejos, ese insuperable cambio de perspectiva, el estar en una dimensión diferente, así, desde arriba, como debe de ver Dios su obra de siete días, pero sabiendo que la creación no ha salido de sus manos. ¿Sus manos? Tampoco las había necesitado sino hasta el momento de pensar en ellas. No las vio. Tampoco las piernas, ni el torso, ni el filo de sus labios, ni siquiera la punta de su nariz, tan pronunciada, que antes le tan fácil mirar. 
            Finalmente, el desprendimiento, nada es como antes era, no hay nadie. Estar más solo que al momento de nacer.
            Alguien debió haberle dicho que estaba muerto, así no habría buscado lo que ya no tiene ni necesita.

 

 
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