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Volumen 8, número 21  / Enero-Diciembre 2021  
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Érase una vez un sueño.

Armando Aguilar A.


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Cuando despertó, descubrió que había ganado el avión presidencial. El peso implacable de la realidad se le vino encima y lo aplastó contra el piso como si se tratara de una repugnante cucaracha. No había sido una horrenda pesadilla, de esas que se te incrustan en los huesos y que durante días continuas rumiando y padeciendo sus efectos.

            Recapitulando, para dejar bien claro todo: después de que el sueño (que él pensaba que era vigilia o, que más bien, ya no estaba seguro qué era) llegó a su fin, ese funesto lunes 20 de enero, por cierto, el día mundial más triste de la humanidad, le avisaron que se había ganado el majestuoso avión, hasta ese entonces propiedad del presidente.

            Sin embargo, no estaba seguro de haber despertado. Incluso, no sabía si una noche antes había logrado conciliar el sueño. Tal vez se lo había imaginado (la mente, además de caprichosa, es de una tiranía suprema); o se había inventado historias de un supuesto complot; o quizás, un afán malsano de venganza lo había llevado a idear un cuento cuyas perversas intenciones eran las de manifestar su inconformidad. O es probable que no quisiera reconocer el hecho de ser el ganador de esa siniestra rifa, por aquello de que, lo que se niega pierde realidad y se va de manera irremediable al cajón de los recuerdos.

            Para entender la historia, tendríamos que retrotraernos a los escurridizos hechos del pasado reciente, porque, según su percepción, él tenía otros datos de la infame realidad que había vivido a partir del mes de julio (el más decisivo de los meses) cuando su mundo comenzó a venirse abajo.

            Primero, perdió su empleo; los nuevos jefes lo echaron a la calle gracias a esos magníficos programas de austeridad republicana que, en resumidas cuentas, lo que pretenden es botar a todos los que puedan (de entrada, una caterva de corruptos, traidores y buenos para nada, hasta que no se demuestre lo contario) para contratar en su lugar a los compadres, amigos, parientes, amantes y también, por qué no decirlo, uno que otro excelso, bueno para todo.

            El caso es que un día llegó a la que había sido su oficina durante dos sexenios y ni siquiera lo dejaron entrar a recoger sus pertenencias (dignas de un Godínez irredento, como dirían los que ocuparon su lugar). Después, tuvieron que recontratarlo, ya que su despido fue, a todas luces, injustificado y el jefe, haciendo gala de una gran cordura, no quiso iniciar su mandato emproblemado con la dichosa justicia. Pero el gusto le duró lo que el aire a Juárez (o sea nada), porque sin mediar explicación, le retuvieron el salario y el motivo de tal despropósito fue un error administrativo debido a sus rimbombantes proyectos de reingeniería cuya finalidad eran ahorrar recursos, poner a la gente en el lugar que se merece (incluida la calle) y verificar que nadie estuviera por encima de la ley cobrando lo que no debía, o incluso, (qué paradoja) desempeñando el valorado cargo de aviador.

            Los nuevos (que se habían adueñado de todo) alborotaron el avispero y la corrupción tomó nuevos y luminosos bríos. “Y eso que aún no hemos visto nada, porque esto apenas acaba de comenzar”, como vaticinó, haciendo gala de una inaudita prudencia bastante escasa en esos espacios laborales, uno de sus tantos compañeros caídos en desgracia que, en conjunto, se organizaron para manifestar su inconformidad, y que a cambio se ganaron que les aplicaran la ley a rajatabla (como a los bueyes de mi compadre). Y mediando una interpretación bastante amañada, les bajaron el sueldo con el pretexto de que eran personal de confianza, y que ésta se había perdido con sus indignos actos de insurrección. Porque los nuevos tuvieron la maravillosa idea de cambiar las reglas del juego, y los que habían sido empleados de confianza, con contrato de tiempo indeterminado (una contradicción heredada de los antecesores cuya finalidad fue eternizar en esos puestos a sus protegidos), ahora pasaban a ser eventuales, y encima, eran susceptibles de perder la confianza en cualquier momento, a criterio del jefe en turno.

            Otro día se quedó varado en el tráfico con el tanque de gasolina totalmente vacío y el auto exhausto por tanta insensatez que hay en el mundo. Otro más, después de interminables horas para surtir el valioso energético, unas cuadras más adelante, un grupo de facinerosos (de los que se han desatado en últimas fechas, en cantidades industriales) lo bajaron del auto a punta de pistola; lo amenazaron, lo vituperaron, le robaron cartera, celular y hasta la camisa, y lo mandaron con cajas destempladas (es decir, descamisado) a su casa en camión y con los niveles de glucosa hasta los benditos cielos por el susto. Otro día más, antes de que sucumbiera la seguridad social (que estaba en vías de hacerlo), fue al médico a surtir sus sagrados medicamentos y después de aglomeraciones, malos tratos, aventones, alguno que otro macanazo en el prominente estómago, le dijeron que, de la noche a la mañana, como arte de magia, las medicinas se habían esfumado de las estanterías. Una empleada, que destilaba sarcasmo por los poros, enfundada en su impecable y limpísimo uniforme de enfermera, le dijo: “fueron los otros, los que estaban antes, una bola de forajidos desalmados, que cargaron con todo; no dejaron nada, se llevaron hasta los malditos ratones que se quedaron sin sustento”.

            Por si fuera poco, a su pequeña hija también le llegó la de malas; también vivió en carne propia las sesudas medidas implantadas para aniquilar, ahora sí y de una vez por todas, a trepadores, oportunistas y uno que otro desvergonzado politiquero. El caso es que, una radiante mañana, le anunciaron que la guardería dejaba de serlo por falta de recursos. Muy decente, la encargada tuvo la amabilidad de explicarle en los siguientes términos: “mire, respetable señor, nosotros queremos mucho a su hija, no se imagina cuánto, pero si no hay dinero, no podemos hacer nada, porque tampoco somos beneficencia pública, y ahora sí que, por disposiciones de las autoridades, vaya a que se la cuide su santa abuela”.

            En fin, que de los muchos males que ya le había acarreado el funesto cambio, ahora, para colmarle el plato, tenía que sumar ese diabólico artefacto de altos vuelos. ¿Ahora qué iba a hacer con semejante adefesio?

            Entonces, se le ocurrió pensar que absolutamente todo lo que había vivido en esos meses, era una horrible pesadilla; un cuento de terror que había leído por casualidad (porque en realidad, no pasan esas cosas en un país tan pujante como el nuestro). Se trataba de un malentendido, un invento de la prensa fifi; y se repitió a sí mismo, a todo pulmón: “primero son los pobres, incluidos los que estamos en vías de serlo muy pronto; el pueblo sabio siempre le asiste la razón, aunque sea ingrato y desmemoriado; los caídos en desgracias son reinstalados con sueldo íntegro y su dignidad restituida; todos los enfermos son atendidos con decencia y reciben medicinas en abundancia; los niños retozan en sus alegres guarderías y sus maltrechas abuelas gozan de sana tranquilidad; hay combustible para aventar para arriba, aunque los precios estén por las benditas nubes. En conclusión, le han devuelto al pueblo lo robado. Pero sobre todo, le han regresado su maravilloso avión al presidente, no importa que sea conservador, autoritario, imperial, o como quieran decirle (me refiero al avión, por supuesto)”.

            En eso estaba cuando, un estruendoso ruido que se sumó a un cariñoso codazo en las costillas, proveniente de su dulce esposa, taladró sus sentidos y abruptamente lo trajo a la vigilia. Gracias a ello, la angustia se disipó como el viento en las laderas de una majestuosa montaña, y recordó que a pesar de las veladas amenazas (y no tan veladas) de su nuevo jefe, se negó, de manera rotunda, a adquirir un boleto de la venturosa rifa.

            ¡Todo, absolutamente todo, había sido un mal sueño!

 

 

Fin

 

 
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