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Volumen 8, número 21  / Enero-Diciembre 2021  
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Magia.

Clara Lizbeth López


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1
Una noche de algún día desconocido llegué a Gijón rodeado por el aura de un vagabundo lleno de determinación. Llegué a Gijón con un propósito específico que encontré en sus ojos. Llegué a Gijón acompañado de mi alma, y luego de varios meses a Madrid regresé solo yo.
            Hui de la ciudad gris porque imaginé que el mar me ayudaría en mis planes, aunque al llegar lo único que encontré fueron fantasmas atravesando las olas y a Luca atravesándome a mí. Lo conocí en el Amalu, ese café de grandes murallas cacarizas, el mismo lugar donde no piensas toparte a un santo bebiendo chocolate en el desayuno.
            Mi pecado fue sentarme a su lado, el suyo creerme lo suficientemente interesante como para hablarme. Antes de eso nunca creí en el destino, hubiera sido insoportable pensar que toda mi vida era un cruel tejido del azar.
            Después de hacerme plática innecesaria, hablar del clima y la política de España, me dijo que tenía cara de artista porque mis ojos parecían los de un loco, así que terminé confesándole que era un director de teatro, o al menos lo intentaba. No hablé sobre mis antiguos fracasos, las obras en las que había actuado, mis libros que se pudrían en los almacenes de las editoriales ni sobre mi adicción a la heroína.
            Mostró una exagerada reacción brillante ante aquella información. Casi me saltó encima y casi volcó su taza. Me dijo que necesitaba trabajo y no comprendí por qué hasta que me reveló que era actor.
            Así empezó la catástrofe porque a Gijón llegué sin pena ni gloria, tanteando la suerte igual que un ciego en un hoyo lleno de serpientes; pensé que si no tenía un camino podría ser capaz de inventármelo. Que otra persona se interesara en mi expedición fue un aro de luz sobre mi cabeza. Por eso, por mi incapacidad de ver más allá, por el capricho, por la búsqueda de la escena perfecta, Luca se fundió en el mar.
            ¿Qué tan peligrosa es la búsqueda del alma misma? La vida es extraña, es algo a lo que nunca le vemos la cara.

2
La tesis de mi proyecto no era nada sencilla de explicar. El propósito era una puesta en escena que exaltara la verdad de la vida misma. Quería reproducir la historia de la humanidad sin una línea de tiempo, sin un espacio predeterminado, valiéndome casi por completo de la acción dramática y la participación del público. En mi teatro (a lo que llamaba El teatro vital) no existía espectador o ponente, solo actores improvisados y actores informados.
            Algunas escenas que se me ocurrían rozaban lo ilegal y otras caían de lleno en ello, pero no me importaba, yo estaba convencido de que ese era el teatro perfecto y anhelaba mostrarlo.
            Me di a la tarea de deformar la mayoría de los tecnicismos que aprendí en la escuela para usarlos en una especie de reverso que me ayudara a llevar a cabo mis planes. También rehuía de los foros o teatros cerrados, mi escenario perfecto tenía las condiciones de una zanja: un sitio donde los actores improvisados pudieran ver por encima a los informados en una clase de apreciación de la vida desde el paraíso. Quería que notaran qué tan desastroso y sinsentido puede ser el hecho de estar vivo. Todos experimentaríamos la mimesis más realista, pura y virginal de la que se hubiera tenido registro en la historia. Llegaríamos al sublime por medio de lo grotesco, porque así es la vida: grotesca.
            Las escenas continuarían en una escalinata de causas que nos llevarían directo al final: la muerte. Y entonces los actores improvisados volverían a su papel de público a fin de experimentar una compleja y contradictoria catarsis, pues sentirían en carne propia el fallecimiento de sus almas.
            Si esas personas regresaban a sus casas convertidas en otra faceta de su propio yo y viendo el mundo tal cual es, sin mascaras ni mentiras, entonces me daría por bien servido. Habría triunfado al fin.
            Los únicos actores informados éramos Luca y yo, y, contra toda pronostico, había un guion que podíamos romper si se nos daba la gana. Estaba plagado de acciones necesarias, y si queríamos teníamos libertad de interpretarlo como mejor nos pareciera durante la puesta en escena. Este guion era más una suerte de cuerda floja que cualquier otra cosa.
            Le hablé de todo esto con tanta emoción que no me percaté de que su mirada se hallaba perdida. El pobre se había traído una libreta cuando le informé que le hablaría de la obra, quizá pensando en tomar nota, pero al final de la charla la hoja seguía vacía.
            Al comprender que intentar explicarle sería inútil, lo cogí del brazo y lo llevé a dar una vuelta por la Escalerona. No existía otro sitio tan atiborrado de contrastes. Noté que su atención era atraída más por el insulso mar y le rogué que se concentrara. Me pidió perdón, alegando que la playa era donde más le gustaba estar.
            Le señalé una feliz pareja paseando a un bebé en su cochecito y a un sintecho pidiendo limosna a varios metros de distancia. Hice énfasis en las diferencias de sus ropas y en lo que sus miradas clamaban. Así fue que Luca comprendió la vida y comenzó a suponer cosas. Se inventó una historia que explicaba por qué el indigente terminó en la callé y por qué el padre de aquella familia no corrió su suerte. En fin, le dije, causalidades. La vida es un conflicto por sí sola sin oportunidad de cambios o resoluciones.

3
Descubrió la mierda de la heroína dos días antes de la noche de la presentación. Llegó a mi hotel de imprevisto y yo me olvidé de esconder la jeringa vieja y la cuchara mugrienta de polvo marrón.
            Pensé que se retractaría de trabajar conmigo, pero, al contrario, se le ocurrió una idea que fue el detonante de la catástrofe: él quería que saliéramos a escena drogados, perdidos. Dijo que, respecto a mis ideas sobre el teatro vital, el azar y la improvisación eran buenos elementos para representar. Yo debí negarme, decirle que quizá aquello ya era demasiado, sin embargo, la idea me encantó y, así, nuestro destino fue muy distinto al triunfo.

4
La cita era por la madrugada en un punto específico de la playa de Gijón. Luca y yo llegamos unas horas antes y cavamos una enorme zanja. Teníamos que cuidarnos mucho de la policía porque no contábamos con ningún tipo de permiso.
            Luego de ver a los primeros invitados acercarse, Luca y yo nos metimos cantidades estúpidas de droga. Yo no sabía que él jamás había consumido hasta ese momento en que me lo confesó.
            Quise creer que estaba bien y que podría soportarlo. Mejor no hubiera creído nada. Quería con tantas fuerzas llevar esto a cabo que olvidé mi propia humanidad.
            Nos enterramos en la arena dentro de la zanja y el primer acto comenzó: emergimos a la oscuridad, representando el nacimiento. Después de eso, señores del jurado, les mentiría al decir que recuerdo algo coherente. A mis pensamientos llegan repentinosflashbacks de Luca fuera de control, tirando golpes, riendo a la nada, comiendo arena mientras miraba las estrellas. Más tarde vino la calma, la resolución y el desastre.
            Pensé que actuaba sus convulsiones, pero noté que había aguantado mucho tiempo la respiración y me acerqué a examinarlo. Por supuesto estaba muerto, y cuando comencé a llorar y pedir ayuda desesperada al público ellos aplaudieron, pues la catarsis tan esperada acababa de llegarles de forma bestial.
            En cierto momento se cansaron de verme llorar y vomitar, así que dejaron la playa, felices y clamando que era una de las mejores obras experimentales que vieron en sus vidas.
            La mañana me cogió allí mismo, y oscilando entre la terrible lucidez y los efectos de la droga, recordé que Luca amaba el mar, así que arrastré hacia allá su cuerpo y lo dejé partir rumbo al sol saliente.
            No recuerdo cómo llegué a Madrid, ni los días que le siguieron a la tragedia, fui consciente de mí mismo hasta después de ser arrestado por homicidio.
            Así que, honorable juez, usted puede encontrarme culpable si quiere, porque lo soy, de una u otra forma.
            En teoría logré mi cometido, mostré el absurdo de la vida y el error que significa vivirla, mostré la peor cara del mundo y la decadencia. Mostré la realidad, al menos la mía. Llegué a Gijón buscando revolucionar el teatro con una fórmula mágica: la muerte, y por desgracia lo logré.
            Una noche de algún día desconocido llegué a Gijón rodeado por el aura de un vagabundo lleno de determinación…

 

 
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