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Matilda y yo estábamos casados, felizmente casados. Tres años se habían pasado rápido. La conocí en la universidad, ambos nos graduamos de arquitectura, ambos de veintisiete años, sin hijos y prácticamente recién casados, nos queríamos comer al mundo. Llegamos al acuerdo que nada de viajes, mucho menos hijos hasta que tuviéramos una casa propia. Teníamos buenos ingresos, ambos veníamos de familias de clase media, por lo que los lujos no eran tan necesarios. Durante tres años vivimos en un pequeño departamento para ahorrar lo más que se pudiera para que, en un futuro cercano, tuviéramos nuestra propia casa. No pasó mucho de eso.
El precio de la vivienda parecía una broma, pensamos que, por estar anunciada en una red social, no sería nada serio. Decidimos darle el beneficio de la duda, así que agendamos una cita con la persona de bienes y raíces. Estábamos nerviosos, por las fotos se veía que la casa pertenecía al neoclásico. Parecía un sueño ser los dueños de semejante casa, nuestro corazón se iba a romper si sólo se trataba de una broma. Llegamos a la hora y ubicación acordada. Ahí estaba la casa, se podía ver unas cuadras antes de lo grande que era, imponía respeto. Construida con bloques de piedra, capiteles jónicos en el primer nivel y el orden corintio de columnas clásicas en el segundo piso del porche, grandes ventanales por toda la casa, una gran puerta de madera, techo de tejas, inmensas columnas en la fachada de esta, una hermosa torreta redonda. Lucía espectacular. Para nuestra suerte, la señorita que la ofrecía ya estaba ahí, se le notaba nerviosa. La saludamos aun esperando que esto fuera una broma, le sacamos un poco de platica (de esas que uno sólo hace por cortesía). De un momento a otro se puso seria.
-Antes de entrar a ver la casa, hay algo que deben saber- nos dijo de la señorita.
En ese momento creo que fueron muy obvias nuestras caras de decepción, porque la señorita se apresuró a que siguiéramos con el mismo entusiasmo.
- ¡No, no! Esto no es ninguna clase de broma. El precio que vieron es de verdad- nos comentó de manera alegre la señorita.
-Entonces ¿qué es lo que debemos saber? Porque de verdad nos interesa la casa- dijo mi esposa.
-Dentro de esa casa- hizo una pausa- verá, la casa lleva cerca de dos años sola. Anteriormente vivía una pareja de abogados, que lamentablemente ya fallecieron- respondió la señorita.
- ¿Cuál es el problema? ¿Murieron ahí dentro? - pregunté un poco molesto.
-Para nada señor. Él falleció en un accidente aéreo y de la señora nunca se supo su paradero. - trago saliva- Tenían un inquilino y hasta la fecha sigue ahí dentro, no lo hemos logrado sacar- me respondió la señorita.
- ¿Se trata de un animal o un fantasma? - dijo mi esposa en tono burlesco.
-Para nada señora. Es difícil explicar qué es eso, si le puede llamar así. Creo que será mejor que lo vean con sus propios ojos- comentó la señorita muy seria.
Si algo caracterizaba a mi esposa, era que nada le daba miedo. Nada. Absolutamente nada. La señorita abrió la puerta de la casa. Si por fuera lucía hermosa, por dentro era majestuosa. Pisos de mármol, muebles de madera, siete estatuas que representaban la desnudez femenina, mesas semicirculares, asientos cóncavos, las paredes pintadas con papel grecorromano, haciendo referencia a la corriente arquitectónica de la casa. No importaba la razón por la que estuviera tan barata. La queríamos sí o sí. Mi esposa corrió por los pasillos a buscar quien era ese tal huésped, yo seguía concentrado en las maravillas del sitio, cuando de repente, un grito de horror me hizo volver a mi realidad. Era ella, la mujer que no le temía a nada. Me costó trabajo encontrarla por la grandeza de la casa, pero ahí estaba, muy al fondo, en un pasillo donde no había ventanales por lo que la luz del sol difícilmente entraba. Estaba congelada, llorando desconsoladamente, viendo algo, creí que era una estatua. Me acerqué a ella y cuando observé lo que estaba viendo, no pude aguantarme las ganas de gritar. No tenía ni la menor idea de que era eso. No se movía. Grandes ojos amarillos. El ser vivo más alto que había visto en mi vida. Pelos largos. No era humano, ni animal. Tal vez un extraterrestre, no lo sé, pero no era algo normal. No movía ni un dedo, pero nos observaba con sus penetrantes ojos. Mi esposa y yo quedamos inmóviles, hasta que la señorita nos encontró y nos sacó de aquel trance.
-A eso me refería- lo dijo tranquilamente la señorita.
No entendía cómo era posible que ella no quedará pasmada junto a nosotros. Era obvio que ella ya había visto aquella cosa muchas otras veces, pero yo no me andaría tranquilo por esa casa, como lo hacía ella.
- ¿Qué es eso? - dije asustado.
-Eso señor- tocó aquella cosa- es el inquilino de los antiguos dueños.
- ¿Cómo es posible que algo así exista? - pregunto confundida mi esposa.
-No lo sé señora. Yo también quedé como ustedes la primera vez que lo vi, la segunda, la tercera, la décima y todas las posteriores. Después me di cuenta que es inofensivo. Nunca se mueve de este pasillo, aquí ha estado parado por años- contestó la señorita.
- ¿Usted cómo sabe eso? - le dije confundido.
-Mire señor- hizo nuevamente una pausa y saco una carta de su bolso- los antiguos dueños dejaron esta carta de petición. Si gusta leerla, tengo mucho tiempo- dijo la señorita.
Tome la carta, nos movimos de ese pasillo donde nos seguía observando esa cosa. Fuimos a una mesa que se encontraba en el jardín, este estaba cortado geométricamente, los arbustos formaban un pequeño laberinto, había estatuas de mármol. La alberca era enorme, cuadrada, con pilares en las cuatro esquinas. Procedimos a leer la carta. En ella estaba la respuesta del precio tan bajo. ¿La razón? La cosa esa. Los antiguos dueños querían que su inquilino siguiera viviendo ahí. Si nosotros queríamos la casa sin él, la vivienda se aumentaba a un precio que ni con cincuenta vidas nos hubiera alcanzado para pagar.
Nos fuimos a nuestro departamento para pensar bien las cosas. Era una oportunidad que no podíamos dejar pasar, y en eso nos basamos para tomar nuestra decisión. Llegamos a la conclusión de que simplemente no caminaríamos por ese pasillo, se encontraba muy al fondo, al lado del cuarto de servicio. Dos semanas después ya estábamos llevando nuestras pocas pertenencias a la nueva casa. Los primeros días ahí se sentían muy raros, no estábamos acostumbrados a la grandeza de la casa, pero dentro de ese sentimiento de rareza, nos sentíamos felices, satisfechos. No pasábamos por aquel pasillo, porque sabíamos que esa cosa seguía ahí. La primera y segunda semana, vivíamos prácticamente en el jardín y alberca. Mi esposa llevaba la comida hasta las mesas que tenía el jardín y ahí comíamos. Cruzábamos el laberinto una y otra vez. Nuestro nuevo dormitorio era enorme, tenía una gran alfombra, un gran candelabro, muebles de madera, las cortinas caían hasta el suelo, varios espejos alrededor del cuarto que le daban más glamour. El clóset era del tamaño de nuestro antiguo departamento. No teníamos que salir de la habitación para ir al baño, porque estaba dentro del cuarto. El viernes de la segunda semana, después del trabajo, decidimos festejar, lleve una botella de vino y mi esposa preparó la cena, fue una gran velada. Bailamos en un gran salón, arriba de nosotros se encontraba una hermosa bóveda de medio cañón. Nos pasamos de copas y eso nos dio valentía para ir a ver esa cosa, que como era de esperarse, seguía ahí. Una vez más mi esposa grito al ver eso, yo lo observé detenidamente, y él o ella, clavaba su mirada de odio en mí. No hablaba ya que le pregunté algunas cosas y no contestaba, sólo respiraba. Tenía pesuñas largas, lo que parecía ser un cuerno donde se supone que tenía que estar su costilla. Si pudiera darle rostro al diablo, sin pensarlo describiría el rostro de esa cosa. Boca grande, no tenía nariz. Sus pelos llegaban al piso. Me anime a tocarlo, pero no hizo nada, también mi esposa lo tocó. Al parecer sí era inofensivo.
Fueron días pesados, por alguna extraña razón, me sentía muy cansado las semanas siguientes. Quizás fue el cambio de casa y el adaptarse a ella, pero para ser sinceros, sentía muy ajeno lo que se supone que debía ser mi hogar. El trabajo me tenía muy estresado y últimamente no podía dormir bien, esas noches me levantaba jurando que alguien me observaba, pero no había nada. Mi mujer se sentía igual, algunas veces llegaba un poco tarde la oficina por el trabajo que se le juntaba, o se la pasaba hablando por teléfono en algún rincón de la casa, pero entendía que era su forma de distraerse. Desde que nos mudamos no habíamos tenido relaciones, eso era extraño, porque ambos aún estábamos en la etapa de tener sexo, por lo menos una vez al día. Pensamos que nos sentíamos así por el cansancio y estrés, por lo que decidimos hacer una fiesta. Ninguna de nuestras amistades sabía sobre nuestro inquilino, así que el día de la fiesta no hubo paso a ese pasillo. Todo salió muy bien, incluso vino de visita un amigo de mi esposa que tenía años que no la visitaba, así que la mayor parte de la fiesta estuvo con él, no le tomé mucha importancia, ya que, con anterioridad habían sido excelentes amigos, alguna vez ella me comentó que existió amor entre ellos, pero nada fuera de un amor adolescente. Nuestros amigos halagaron la casa. En ese momento comencé a sentir, por primera vez que la casa nos pertenecía, la sentí propia. Una vez terminada la fiesta me sentía feliz, me sentía lleno. Caminé el gran salón donde cualquier mínimo movimiento ocasionaba eco de la grandeza de este, dejé al último el pasillo de aquella cosa. Me tomé el tiempo de observar cada detalle de la casa, cada candelabro que colgaba de los altos techos, los jarrones de estilo griego, los elementos de cerámica, las grandes estatuas de mármol blanco que, con su belleza serena, me transmitían frialdad por la falta de expresividad y sentimiento. El relieve de las paredes, encajaba perfectamente con las caricias de mis
dedos, estos se perdían en la historia de la Grecia del siglo XVIII. Por último, llegué a visitar a nuestro huésped, sentía tanta paz que no me dio miedo estar a solas frente a eso, como también era parte de la casa, mis dedos exigían sentir su relieve, su textura, lo que parecía ser su cuerpo. Sólo me observaba, estoy casi seguro que si se moviera, ya me hubiera degollado. Mi tacto se perdía entre sus pelos largos, en ese cuerno saliendo de su lado lateral. Quería entender tantas cosas de eso, de dónde venía, cuál era su nombre, cómo llego aquí, por qué no se movía. Por alguna extraña razón, mientras lo tocaba venía la imagen de mi mujer a la mente, así que empecé a indagar más en el cuerpo de este. Tenía tanto tiempo sin estar íntimamente con ella, de algún modo me resultaba placentero. No podía dejar de hacerlo. Mi cuerpo se sentía raro, sus ojos amarillos penetraban mi cráneo y se hospedaban en mis deseos. No podía dejar de hacerlo. Mi mujer llegó. Me veía raro, pero por su rostro parecía entenderlo.
- ¿También lo sentiste? - me dijo mi mujer.
Le dije que sí con la cabeza. Parecía por su expresión que ella ya había pasado por eso. Todo fue muy raro, no dijimos ni una sola palabra mientras limpiábamos la casa, pero tenía muy claro que Matilda ya había tenido su momento a solas con esa cosa, quizás lo toco pensando en mí, no lo sé, pero eso justificaba muchas cosas. La cena fue igual, el ambiente se sentía incomodo, cruzamos muy pocas palabras. La hora de dormir llego y sólo un “Buenas noches " vasto para finalizar el día.
El trabajo iba de mal en peor, me costaba concentrarme. Tenía recuerdos que no eran míos. Un avión, un viaje. Tal vez sólo necesita unas vacaciones, tenía mucho que no tomaba unas. Mis amigos me preguntaban que cuándo sería la próxima fiesta. No quería visitas en mi casa, pensaba que sólo querían ir para robarse cosas de ella y no iba a permitir eso. Era mi casa, mis lujos, por lo que había estado trabajando tanto tiempo. No iba a permitir que alguien se adueñara de ella. Era mía. Por la noche hablé con Matilda acerca del viaje, al principio se le hizo una decisión bastante apresurada. Se le notaba nerviosa.
- ¿No quieres irte tú solo? - me preguntó Matilda.
- ¿Tienes algo mejor qué hacer? - le respondí.
Pude notar como su rostro se llenaba de angustia. Desde hace tiempo había dejado de sentir esa llama, esa felicidad que nos caracterizaba. Se empezaba a convertir en una estatua más de la casa.
-Deja resuelvo algo- me contestó algo molesta.
Tomó su celular y se perdió en la inmensidad de la casa, pude alcanzar a escuchar que ella le dijo a alguien “Al rato veo como le hacemos.” Después de que finalizó su llamada, volvió conmigo, pero se le notaba molesta.
- ¿Ahora le tienes que pedir permiso para salir con tu esposo? - le pregunté molesto.
-No sé de qué me estás hablando-me respondió con cierta indiferencia.
Tenía tiempo que veía rara a Matilda, la sonrisa que la caracterizaba se había ido, no pude darme cuenta cuándo fue o cómo fue que sucedió. Lo que menos pasaba por mi cabeza era tener una discusión con ella, me sentía demasiado abrumado para pelear.
- ¿A dónde iremos? -me preguntó.
No tenía ni la menor idea de adónde ir, así que estuvimos buscando un buen rato hasta que encontramos un lugar lejano a todo, además el vuelo era demasiado barato, así que compramos los boletos para el día siguiente. Me aquejaba mucho el hecho de dejar mi hermosa casa, pensar en eso no me dejaba dormir. Temía que alguien se metiera, la casa era segura, pero los ladrones eran muy listos. No le tenía confianza a nadie para que se quedará a cuidarla, solamente algo amaba la casa tanto como yo, y era esa cosa. Sabía que me escuchaba, por lo que decidí ir hablar con eso. Sus ojos aún me veían con odio, quizás sabía que iba a dejarlo solo. Trate de calmar la rabia que sentía que tenía, cantándole canciones de cuna. Quería sostener a eso entre mis brazos y arrullarlo. Eso que no se movía iba a cuidar mi casa mientras yo no estuviera, tenía que agradecerle, pero no sabía cómo. Volví al cuarto, ya era de madrugada, Matilda, ya estaba dormida, por lo que decidí darme un baño con agua caliente para relajarme. El sonido del agua siempre me tranquilizaba, pero había algo de diferente en esa ducha, podía sentir como las gotas me acariciaban. Me deje llevar, el agua pasaba por cada rincón de mi cuerpo, se sentía bien. Tenía tiempo que no me sentía así, podía imaginar con cada pringa el rostro, los ojos, los labios de Matilda. No recuerdo cuanto duré en el baño, cerré la regadera, di mi primer paso fuera y todo se sentía frío, podía ver como una luz roja entraba del cuarto. Pensé que la mujer despertó y me estaba preparando una sorpresa, y vaya que así fue. Tenía ganas de terminar lo que inicié mientras me bañaba, pero al parecer ya era turno de la mujer que dormía en mi cama. Su cuerpo estaba desnudo, había olvidado lo blanco que era su piel bajo la ropa. Sus dietes apretaban sus labios, eso me hacía saber que lo estaba disfrutando. Me hubiera encantado ser yo, él que le ocasionará todo ese placer. Su piel estaba chinita, el cuarto era rojo, pero no me puse a pensar el por qué había cambiado de color el cuarto de un momento a otro. Tampoco le tomé mucha importancia al hecho de que aquella cosa del pasillo ya estuviera tocando los muslos de la mujer con la que algún día me casé. Yo sólo miraba lo que parecía ser sus manos, tocando los pequeños pechos del cuerpo desnudo que yacía en mi cama. No podía hacer nada y honestamente me gustaba lo que veía. Estaba orgulloso, feliz, de que esa cosa por fin se movió. Lo hizo bajo mi techo. En mi casa. El cuerpo de la mujer temblaba, en ese instante dejó de ser serena, la expresividad y sentimiento le salían por cada poro de su piel sudada, podía ver como poco a poco el cuerpo de esa cosa iba tomando forma, iba tomando sentido para mí. Sus manos grandes se perdían entre las piernas de esa mujer. No lograba recordar cómo se llamaba, no escuchaba nada, mis oídos se habían tapado, pero por los gestos de ambos, parecía que la estaban pasando bien, podía imaginar los gemidos en sintonía con los respiros. Ella volteo su cabeza y me miró fijamente con su pupila dilatada, me asusté porque entendí que la casa estaba desprotegida, así que salí corriendo al pasillo, me preocupaba que alguien tomara mi casa, mientras la cosa esa y la mujer disfrutaban de su tiempo juntos. Yo tenía que estar parado en el pasillo, para cubrir su lugar, tenía que proteger mi casa. Me llevé una gran sorpresa cuando llegué. Ya estaba ahí parado, era imposible que llegará primero que yo, sólo me miraba. Me sentía asustado, pero no por eso que estaba ahí parado, sino porque de verdad temí que alguien se adueñara de mi hogar. Volví a regresar al cuarto, ya no era rojo, ya no estaba la mujer. La busqué por cada rincón de la casa y no aparecía. Recorrí el laberinto una y otra vez, pensando en que se trataba de una broma, pero no apareció, con el paso de los minutos dejé de tomarle importancia a su ausencia. Yo tenía que dormir ya que por la mañana saldría mi vuelo, pero aún no me llegaba el sueño. Si se llegaban a
meter, sería como excavar con las uñas mi cuerpo, hasta encontrarse con el pulmón, desprenderlo de mí y apretarlo con tanta fuerza que la sangre escurriría por las manos de esa persona, yo sólo sería espectador de ver como lo hacen pedazos. Así de doloroso sería, ver como alguien se vuelve el dueño de mi casa, y no poder hacer nada porque estaría muy lejos. Tomé una hoja y pluma, quería escribir una carta de petición, por si no llegaba a volver del viaje. Comprendía muy bien que esa cosa parada en la profundidad, iba a cuidar muy bien la casa mientras yo no estuviera. Me costaba trabajo recordar cuál era mi nombre, de dónde venía, sólo sabía que era obra del destino haber llegado ahí, el ser merecedor de semejantes lujos. Dejé la carta en la mesa, no iba a permitir que echarán al protector, al velador de mis sueños.
Por la mañana, recorrí una vez más la casa, sentía que había algo pendiente, no me podía ir sin antes haber quedado satisfecho. Llegué al pasillo donde estaba parada esa cosa, como de costumbre, sólo me miro. Trate de abrazar a eso, pero mis brazos no alcanzaban a dar ese apretón. Lo miré fijamente a los ojos, pude sentir como mi cuerpo se estremecía, mis piernas imploraban hincarme ante su grandeza. Yo ya no era de nadie más, le pertenecía a esa cosa. Ya hincado pude abrazar lo que parecía ser una pierna, que poco a poco fue tomando forma, los pelos se le caían mostrándome su desnudez. La casa comenzó a cerrar sus paredes incitándome a compartir intimidad. Mis labios recorrieron cada parte de ese cuerpo, tenía un sabor familiar, un olor que me hacían sentir en mi hogar. Mi vista se cegó, pero mis manos aún tenían trayecto por recorrer. El relieve de ese cuerpo les sentaba bien a las yemas de mis dedos, me hacían recordar la contextura que alguna vez tracé. El reloj sonó, ya se me había hecho tarde para salir camino al aeropuerto. Me levanté, ya no estaba encandilado, la cosa esa seguía sin hacer nada, sus pelos seguían en el mismo lugar, como si no hubieran desaparecido ni tan sólo por un instante. Le besé el cuerno que le salía, le hice una suave caricia. Le prometí volver. Mi vida se había entrelazado con la suya. Antes de salir de la casa pude percatarme de una estatua que no había visto nunca en el salón de baile y con esta ya eran ocho. Estaba en medio de la pista, hecha de mármol, perfectos muslos femeninos, pequeños pechos. Su mirada apuntaba hacia arriba, como si en algún punto hubiera disfrutado de aquella bóveda de medio cañón. Salí de la casa, antes de dar vuelta a la cuadra, miré hacia atrás, vi mi hermoso hogar. Alguna vez escuché que si volteas a ver el lugar antes de irte, es casi seguro que volverás. Así que eche una última mirada, con la esperanza de volver hacerme uno con lo elegancia, sobriedad y el inquilino de mi casa.
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