Departamento de Letras
Departamento de Estudios Literarios

Av. de los Maestros Pta. 3, esq. Mariano Bárcena
Edificio "M", Planta alta. Col. La Normal. C.P. 44260
Guadalajara, Jal., México. CE: argos.cucsh@gmail.com
e-ISSN: 1562-4072
Volumen 8, número 21  / Enero-Diciembre 2021  
        UNIVERSIDAD DE GUADALAJARA    
    Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades    

Presentación de la revista I Criterios para publicar I Cintillo legal I Consejo Editorial I Directorio I Números anteriores I Contacto

Convocatorias I Objetivos I Comité de evaluadores I Declaración de Acceso Abierto I Declaración de ética y mala práctica editorial

 
                      Regresar    
 

Desnudo en las escaleras.

Ernesto Juarezrechy


Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional.

 

   
           
 

I

Se arrastran las aves con alas abiertas, el viento casi puede atravesarme corriendo. Avanzo entre los edificios como por unos largos y profundos pasillos. El aire me ahoga y por ello mi aliento será corto. El crepúsculo vespertino es una espalda que se aleja.
            Para poder escapar del incendio me construí una fantasía de emergencia, que sólo ascendía. Ahí ella se desvestía, y lo que yo callaba, su desnudez lo gritaba desde lo alto. Las personas en la calle que miraban a la ventana abierta no alcanzaban a reconocerla, sólo veían a un hombre envuelto en humo, en una nube delgada.             Yo seguía subiendo hasta que la nariz me sangraba.
            Trabajábamos en el último piso. Nuestro primer encuentro podría decirse que fue en las escaleras. Llegamos más o menos al mismo tiempo a la entrada, ella iba con alguien más, al pasar mantuve la puerta abierta como cortesía. O quizás inconscientemente le pedía que lo dejara.
Subí sin hacerle conversación, para no molestarla. Ella se quedó atrás; como un astro, hacía que las sombras de los escalones reptaran, Kukulcán en una oficina de gobierno. Sin saberlo recibí el equinoccio.

II

Su gusto por las escaleras debe haberlo sacado de su padre, quien de hecho diseñó su casa partiendo de una, la que está en el centro de la fachada, detrás de un gran vitral azul. Para decir esto me baso en las hojas secas del expediente, regadas en mi cabeza. Los informes están pobremente constituidos porque no tuve acceso al otro lado del vestido, a la oscuridad azul, nuestros pasos no desabrocharon la cremallera rumbo a su cuarto. Ni siquiera pude franquear el umbral de la casona. Para saber algo buscaba donde podía, su desconfianza escamoteaba la luz, desolaba el suelo.
            Pero quien tiene una pregunta sabe acercarse, sabe hallar.
            La escalera fue (porque ella ya no vive allí) la columna de su casa, cada escalón era una vértebra, como si el insecto que flota sobre la celosa piel de los estanques sostuviera su andar, cuidando de describir con su vuelo un espiral alado que llevara a la mujer que me gustaba y a sus pies, callosos en la parte exterior de los meñiques, igual que los de su madre, hasta el piso superior de su casa. En los primeros renglones de nuestro encuentro me hizo que los tocara. Estábamos sentados de noche en la banca de un parque, se sacó los zapatos y subió las piernas a mi regazo: “tengo callos aquí, mi mamá también los tenía”. Le acaricié las plantas, dejó escapar un gritito verde, “¡shhh, nadie debe saber que estamos aquí!”.
            Fue la admiración filial la que la educó sentimentalmente. Le divertía que su padre fuera mujeriego, me enseñaba fotos de un hombre canoso con jovencitas. “Money greases things”, dice mi amigo Larry, lo que se puede traducir como “la riqueza es el mejor lubricante”. Sabía que el dinero tenía que ver, pero no le importaba, era, al mismo tiempo que una hija, una madre tradicional, se enorgullecía de que su hijo-progenitor se introdujera en las jóvenes e interesadas piernas que las tarjetas de crédito le abrían, su carisma era monetario y ella encontraba eso seductor. Consideraba al dinero como una característica de las personas.

III

En el antiguo sistema heliocéntrico, donde ella era el sol, podía verse a cada uno de los planetas girando cotidianamente hasta recibir un poco de la luz que emanaba de su rostro. Nunca pude saber cuán cortos se volvieron los días a partir de que ella dejó la casa; para mí, que observaba desde la calle, trepado en alguna jacaranda, oculto en las jardineras, eran sólo destellos casuales en la envoltura tirada de un dulce.
            Hacía un telescopio con dos manos enroscadas frente a su ventana, husmeaba las coordenadas con un ojo mientras tomaba notas mentales, discretamente, para no intervenir con las costumbres de los nativos, de la gente alzada, que son tanto o más territoriales que perros, pues tienen muy metido en la cabeza –o en el culo, parafraseando a Freud– esto de la propiedad privada, y no podía, siendo un extraño, sentarme frente a donde ella vivía, mucho menos asomarme dentro, ¿y sabes lo difícil que es espiar una silueta en la penumbra? Tampoco podía mirar directamente sus coronas solares (que a ella no le gustaban y quería aumentarse por medio de cirugía), sólo tocarlas envueltas en eclipses que levantaban y daban forma.
            Después de rozar con las yemas el musgo suave y negro que crecía sobre las piedras, lo que sí pude llevar a cabo fue una estimación de la humedad que partía de los ríos subterráneos de su cuerpo y de su aliento, éstos proporcionaban las condiciones óptimas a su calle para ser una de las que más vegetación tenía en la ciudad. Conocí sus filtraciones, palpaba entre mis dedos los manantiales, me refrescaba al penetrar en ella y llegamos a formar columnas minerales. 
            Ahora, al recordar, lágrimas fugaces escurren interminablemente del telescopio.

IV

Ella no se masturba con las manos –o al menos, eso es lo que tengo registrado aquí como apunte de clase–, le gusta hacerlo arquitectónicamente, esto aprendió a hacerlo en la infancia, cuando nuestras sensaciones son más libres y tenemos la disposición para asignarles el significado que queramos: cuando era pequeña bajaba a sentones los escalones, éstos y los isquiones a cada golpe le masticaban la carne, ella sentía algo que no sabía cómo llamar, pero un temblor le cuarteaba la espalda hasta que el cabello de su nuca se erizaba, y los poros, con el comienzo de la lluvia, se marcaban en la acuática epidermis.
            Una vez me habló para decirme que le gustaban los moretones que le había dejado en las inglés y que si se los apretaba en ese momento sentía que el aire le oprimía el pecho, como lo hizo mi mano cuando la besé en el balcón.

V

Siempre ha sido disimulada, me hace pensar en una calle con baches bajo la lluvia, manejas confiadamente pero un hoyo te puede ponchar o provocar un accidente.             Uno quisiera ver los peldaños rotos, pero lo relevante no es lo que la ropa oculta. El maquillaje, los zapatos, las sombras, el vestido, el peinado, las mentiras, la complacencia: la desnudez nunca ha estado en la piel, sino en el vestido, pero es tan difícil presenciar lo inmediato... En el cuento de Andersen es un niño, menos imbuido de su cultura, el que nota que el traje es invento de unos estafadores, y de adornarlo se había encargado toda la población. El llamado sex appeal, atractivo o sexyness es un lugar donde trabajan muchas personas, si abres los ojos mientras besas el hombro suave y terso de una modelo verás a un viejo adinerado y ambicioso reírse, las curvas de las caderas son el agua que salpica un carro de lujo mientras tratas de resguardarte de un aguacero; al igual que en los chistes donde un hombre gordo se oculta tras un poste delgado, de la tanga emergen los cachetes del corporativismo; cuando miramos las poses de las piernas, la disposición de las tetas, miramos enamoradamente a los ojos a algún fotógrafo barbón inglés o australiano que no se ha bañado en más de cuatro días.
            Sus zapatillas acechaban en la maleza, eran los grilletes que la ataban a una pendiente eterna, en un principio sólo atacaban a reyes, pero se descuidó y le clavaron los colmillos; después los pantalones de terciopelo azul engulleron las piernas. También me mordieron a mí, que le pedí varias veces que se pusiera unos zapatos que nunca se volvió a poner. Y me quedé picado.
            Todo lo que ella hace es por mí, a través de mí, mediante mi voz, cada cosa que se pone o que dice es para que yo suba. Ella es una escalera de caracol y yo giro a su alrededor. Debajo de la cultura, del adiestramiento, no hay nada, cada etapa es construida, y cada vez que yo pronuncio o escribo algo de lo que me atraía, y trato de recrearlo, hago que alguien suba.
            Una vez, al salir de casa, ella miraba al suelo, aparentemente porque había lodo, pero, aunque avanzaba casi con recato, Otelo sabe que en las comisuras de una mirada baja se oculta la coquetería de una falda abierta, y su humildad estaba escotada. Le gustaba que los fieles le rezaran a lo alto de sus tacones. La virgen ascendía al nicho Q2 pisando las plegarias.

VI

Era difícil verla a solas, siempre había muchas personas trabajando para ella. Entré por la puerta de atrás antes de que la función comenzara. En medio del escenario sólo había unas escaleras de utilería, flacas y de insípido aluminio, las herramientas estaban regadas en el suelo. Alguien se acercó y con un radio llamó a cabina, pidió que las iluminaran, el metal se volvía azul o rosa, hielo o piel, según los cambios de luz. Un escenógrafo comenzó a trazar unas líneas y poco a poco los ángulos comenzaron a tener curvas, unas más suaves que otras, hasta casi enroscarse. Le arreglaron el gesto, arqueaba la espalda como un amanecer.
            Pensé que podía ver a la novia antes de estar arreglada porque no era la mía, pero la voz de cabina mandó que me sacaran. Vino uno de los técnicos y me pidió mi boleto, se lo mostré Teatro mágico, sólo para locos, “esto no es El lobo estepario”, dijo. Le pedí que no lo rompiera, pero sus manos fueron dos hocicos que destrozaron mi oportunidad de volver a ver el espectáculo...

VII

            –¿Qué quieres?
            –Que subas…
            –¿Y qué más?
            –…y que no tengas prisa por llegar.
            –¿Qué más?
            –Abrazarte los tobillos…
            –Está bien, ¿y qué más?
            –…y que caigas conmigo.
            –Te lo prometo, ¿y qué más?
            –Fracturarme en tus huesos.
            –¿Y qué más?
            –¿Y qué más...? ¡Y quemas!
            –Tú sabes que sólo ando contigo…
            No hacía falta que ella continuara, yo seguía lanzando escalones que se volvían arroz a sus pies y no me fijaba que iba adelantado y que ya no podría ascender. La inercia impide detenerse en el momento exacto. Yo no lloraba, sólo me sangraba la nariz.

 

 
® UNIVERSIDAD DE GUADALAJARA
Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades
Av. de los Maestros Pta. N° 3, segundo piso esquina, Mariano Bárcena.
Col. La Normal, Guadalajara, Jal., México.
Tel: (33) 3819-3378
argos.cucsh@gmail.com
Criterios para publicar
Cintillo legal
Cosejo Editorial
Directorio
Números anteriores
Contacto
Convocatorias
Objetivos

Comité de evaluadores

Declaración de Acceso Abierto

Declaración de ética y malas prácticas editoriales

Sitio elaborado por:

Universidad de Guadalajara. Derechos reservados ©1997 - 2012. ® El escudo de la Universidad de Guadalajara es una marca registrada.
Revista Argos. Todos los derechos reservados © 2019
Departamento de Letras y Departamento de Estudios Literarios