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Esto es; palabras más, palabras menos; lo que nos contó el viejo Vélez:
El «Amelia» estaba a la altura del paralelo 38, a unas diez millas un poco al sur de Mar del Plata. Fue allá por el año ochenta y uno; ochenta y dos, a más tardar. Me acuerdo porque fue una de las últimas zafras rendidoras del bonito. Después, no sé si conoce la historia, empezaron a traer el atún de afuera; y nos tuvimos que dedicar a la pesca de la merluza.
¿Usted sabe cómo se encuentra el bonito? No hay sonar ni radar que valga. Se trata de ver el cardumen. Desde cubierta, al salir o ponerse el sol, se busca, a ojo limpio, el reflejo de los lomos plateados. Si se anda con suerte, las gaviotas ayudan: donde hay gaviotas, hay anchoítas; y si hay anchoíta, lo más probable es que, debajo, esté el bonito.
Ese día navegábamos con rumbo norte y, desde temprano, habíamos estado en cubierta forzando la vista hacia el este. Casi en el horizonte, una reverberación nos señaló el cardumen. Viramos para perseguirlo, y a eso de media mañana el capitán empezó a largar la red cerquera, para rodearlo; moviendo el barco de acá para allá. Estábamos en esa maniobra, cuando Gauna contó, como al descuido:
―El capitán estuvo toda la madrugada relojeando el barómetro. Parece que se nos viene una movida de allá ―y señaló hacia el sur.
Se veían, lejos, unas nubes; pero, por lo demás, era un día claro. Sin embargo, ya se sabe que el mar no avisa. Al mediodía, el cielo de color azul se volvió gris y tuvimos que enfundarnos en los trajes de agua para aguantarnos el chubasco. Al minuto, nomás, la lluvia se hizo tan intensa que el capitán decidió poner el motor al ralentí porque las gotas hacían daño en la cara y la visibilidad era pésima. Los cabritos de las olas empezaron a crecer con la intensidad del viento. Entré a la cabina para buscar unos guantes y, justo al salir, vi un enorme fogonazo seguido por un chasquido brutal, que sonó como un desgarro, seguido de otros más pequeños. Hubo varios rayos seguidos; y, cerca del barco, se veían los surtidores de vapor que causaban. Calculamos que fue uno de ellos el que nos dejó sin radio.
Y la cosa se puso peor: el viento llegó a los ochenta, cien kilómetros por hora; el mar se retorcía en olas de más de ocho metros y la lluvia caía a baldazos de un cielo grande y negro, y barría la cubierta. El capitán ordenó capear; navegando despacio, porque el «Amalia» se movía en una travesía llena de pantocazos, escoras cada vez más pronunciadas y ruidos del trepidar de la hélice cuando salía del agua. Los doce que estábamos en cubierta nos metimos en la cabina y trincamos las puertas.
Alguien gritó «¡Viene una grande!». Nos agarramos de donde pudimos, y la ola nos impactó con un ruido espantoso, y arrancó, de cuajo, la puerta de proa. ¿Vio, en las películas, que cuando el agua entra por la puerta de un buque parece una catarata? Bueno. No es como en las películas. El agua entró a una velocidad infernal, con la forma de la puerta, y con ésta como locomotora, casi hasta la mitad de la cabina, desmantelando todo. Calculo que ahí fue cuando se inundó la Sala de Máquinas; porque, ni dos minutos después, se plantó el motor.
Entonces, el capitán, preocupado, llamó en un aparte al viejo D’amico y le dijo:
―Oiga, D’amico, estamos en un brete muy bravo.
―Y que lo diga, capitán.
―Tengo que pedirle algo.
―Mande, nomás.
―Usted es un hombre de fe, ¿no?
―Sí, señor.
―¿Mucha fe?
―Creo que sí, capitán
―Sabe que la cosa está jodida.
―Sí.
―Que nos quedamos sin radio y sin motor…
―Si. ¿Quiere que guíe el rezo del Santo Rosario?
―En realidad, quiero pedirle algo más concreto. Voy a necesitar que vaya caminando, a pedir ayuda.
―¿Caminando?
―Si.
―¿Sobre el agua?
―Sí, No le voy a decir que como Jesús. Digamos que como Pedro, pero sin dudar. Y con algo más de fe, para que voy a mentirle: el mar de Galilea no estaba tan furioso.
―Trataré, capitán ―contestó D’amico, mientras se persignaba.
El viejo acomodó su traje de agua amarillo y ajustó su capucha; lo ayudamos a sellar mangas y botamangas con cinta de embalar, para impedir la entrada de agua; se calzó un par de salvavidas en la cintura ―nunca se sabe cuándo puede flaquear la fe―; revisó sus botas y calzó sus guantes. El capitán le dio una brújula y las indicaciones necesarias para que siempre fuese hacia el oeste. Se persignó otra vez, y esperó a que la próxima ola alcanzase la altura de la proa para saltar al agua, como quien sube a una escalera mecánica. Trastabilló y se ayudó a mantener el equilibrio con sus brazos, a la manera de un equilibrista; pero enseguida se repuso y se alejó del «Amalia» con pasos cortos, primero, y más decididos, después.
Nosotros lo mirábamos asombrados e incrédulos. No todos los días se ve un milagro. Parecía que el mar estaba poseído por el diablo y le doliese que alguien se atreviera a desafiarlo; y lo golpeaba con olas tres, cinco veces más altas que él; de frente, de atrás y de costado. En un momento, el viejo D’amico levitaba a dos metros del agua, caminando en el aire; y al siguiente estaba hundido hasta el pecho, como en la nieve. Y así, nos fuimos separando. A unos cien metros, se paró en el valle entre dos olas, nos miró y levantó su brazo en señal de saludo; y lo perdimos de vista.
Pasaron unas dos horas, la tormenta se hizo llovizna, el mar se calmó; pudimos achicar la sala de máquinas, limpiar los filtros y encender el motor, después de cuatro o cinco intentos. Bastante averiados, con un susto grande y sin la radio. El capitán ordenó navegar hacia el oeste, tratando de encontrar al viejo; si aún no había alcanzado la costa. Nos apostamos todos en cubierta, cansando la vista; hasta que, ya en el crepúsculo, alguien lo vio a unos mil metros, sobre la banda de babor a popa. Faltaban unos cuatro kilómetros para llegar a la costa, un poco al norte de Santa Clara.
Caminaba arrastrando los pies, con sus manos aferradas a los salvavidas. Sólo estaba vestido con su capucha, de la que colgaban jirones de lona amarilla, unos calzoncillos gastados y una sola bota que había perdido su suela, subiendo y bajando en su pierna derecha. Llevaba los ojos bien abiertos, la vista fija en la franja de tierra; y no respondió a nuestros gritos ni a la bocina del barco, ni siquiera cuando estuvimos a su lado. Gauna sacó el cuerpo inclinándose fuera de la borda, y le tocó el hombro. Sólo allí el viejo se sobresaltó y nos miró como a fantasmas.
―Déjeme llegar, capitán ―dijo el viejo, mientras peleaba con nosotros que queríamos tomarlo de los brazos para subirlo a cubierta.
El capitán nos hizo una seña para que lo dejásemos. Habrá pensado que había pasado lo peor, o que merecía el premio por su esfuerzo. Lo soltamos, y D’amico siguió caminando. Lo seguimos desde unos treinta metros; entre admirados y enternecidos.
El caso es que se hizo de noche y no pudimos acercarnos más por miedo a encallar. Creemos que llegó a la costa, pero nunca más volvimos a verlo. A los diez días, la prefectura abandonó la búsqueda.
Gauna dice que, quizá, se ahogó en la tierra; pero yo no le creo.
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