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e-ISSN: 1562-4072
Volumen 8, número 21  / Enero-Diciembre 2021  
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Testigo.

Alondra G. Hernández


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La ansiedad te hace sentir vibraciones imaginarias. De repente, cualquier sonido se parece al tono de tu celular y tu mano inquieta no deja de revisarlo. Te encuentras con la pantalla negra y tu reflejo sobre ella —un rostro apagado y deprimido— solo confirma lo que ya sabes, aún no te contesta. Miras por la ventana del diminuto coche y piensas que seguramente se quedó sin batería y no encuentra el cargador, o quizá decidió pasar todo el domingo dormido, o que tal vez está muy ocupado con alguna tarea atrasada, sabes bien que nunca hace las cosas a tiempo. El coche brinca violentamente, molesto por un tope mal hecho, pero no lo notas. Una densa preocupación te llena el pecho. Piensas que más bien lo han asaltado, o peor aún, se ha fracturado precisamente los dedos y por eso se le hace imposible contestarte.
            —Pórtate bien, hija. Acomídete y juega con tus primos.
            —No me gusta jugar con ellos —respondes, todavía preocupada.
            —Yo te vi muy feliz la semana pasada.
            —Es que siempre jugamos a lo mismo y cada semana nos vemos.
            —Son tus primos y deben convivir. Ya vamos a llegar, pórtate bien y limpia todo lo que ensucies.
            Te sientes cansada, anhelas tu cuarto y tu cama. Sigues pensando en él. Te pesa la verdad, te pesa la bolsa de fantasía que te empeñaste en llenar con justificaciones que quieres creer. Pero sabes que no se fracturó los dedos, que no se quedó dormido en un domingo soleado como este, ni que está ocupado haciendo tarea, él no hace eso. No te contesta porque no quiere. Bajas del coche sin ganas de jugar, completamente exinanida. Cierras la puerta con desgano, escuchas las voces lejanas de tus primos, te duele la cabeza y solo un pensamiento cabe en toda tu mente: el amor no existe.
            Lo sabes porque no te contesta y tus padres no se aman, apenas y se dirigen la palabra. Parece que siempre están enojados. Tus tíos están igual o quizá un poquito peor; una memoria te recuerda que estaban considerando el divorcio. Sientes que todo te lo confirma.
            Arrastras los pies por la larga entrada de pasto seco y flores muertas. Tras un monumental esfuerzo, tu cuello triunfador consigue levantar la cabeza pesada. Miras la gran casa de tus tíos. Piensas que es inmensamente innecesaria para una familia de cuatro que está en peligro de dividirse. Obligas a tus labios a sonreír, pero notas que no eres la única. Los labios entrenados de los adultos están forzados, pero son sus años de experiencia lo que les entrega algo de sutileza.  Las únicas sonrisas auténticas son las de tus primos, que ansían jugar a los policías y al ladrón. Te enseñan sus pistolas nuevas y por un segundo deseas que sean reales.             Vuelves a checar tu celular y no hay nada.
            Se reúnen en la sala, igual que cada semana. Tu madre y tu tía se ponen a platicar muy animadas, como si no se vieran cada domingo. Por otro lado, tu padre y tu tío debaten aburridos sobre fútbol, fingiéndose entretenidos. Nadie ha dejado de sonreír y sabes que al final del día todos terminarán con la cara agotada. Tú, en cambio, no tienes que esperar, tu cansancio ya ha alcanzado nuevos triunfos. Te inclinas y alargas el brazo con extrema tardanza para tomar una fresa roja. Agarras la más grande y brillante, le encajas los dientes en una atrevida mordida, pero enseguida te arrepientes. Con energía renacida te levantas y la escupes en el baño. Te lavas la lengua. Hermosa por fuera, pero podrida por dentro. El engaño te molesta. Te sientes profanada por tu fruta favorita, y la falta de respeto hace bullir tu pensamiento: el amor no existe.
            Tus primos te llaman desde la puerta del jardín, cargas tu cuerpo hasta afuera. Ellos corren y saltan sin control, como si hubieran pasado la noche anterior conectados al enchufe de energía. Inmune a su virus de felicidad, te mantienes impávida, débil. Te jalan de la blusa y te entregan una pistola y por segunda vez, deseas su realidad.
            Por dos horas te conviertes en la peor delincuente de la historia. Fracasas en tus tentativas de delito, te dejas atrapar por la policía infantil y en la cárcel del árbol te deprimes más cuando la pantalla vacía te dice que no hay ningún mensaje nuevo. Tus primos te ofrecen el puesto de policía, lo rechazas, porque sabes que ni siquiera lo intentarías. La balanza de fuerza y energía está injustamente desequilibrada en tu contra. No lograrías la primera carrera.
            Tu padre y tu tío salen al jardín en compañía del asador. Tu padre siempre quiso tener un hijo, pero solo te tuvo a ti. Con un balón de fútbol atrae como a imanes a tus primos. Se ven alegres, pero esa alegría solo te confirma que el amor no existe. Sientes que tu padre no te quiere. Nunca juega contigo, no se molesta en intentarlo, ni siquiera ahora. Te excluye en silencio del juego.
            —¿Quieres un refresco? —te pregunta tu tío, casi con lástima.
            —No —dices y te vas. La sala está vacía, igual que el plato de fresas podridas. No hay señal de tu mamá y tu tía. Bajas en silencio al cuarto de visitas. Cierras la puerta con sumo cuidado, aunque seguramente nadie se preocupe por tu ausencia. Te sientas en el colchón de piedra y no te gusta la gruesa y anticuada cobija con la que se viste la cama. La ansiedad te obliga a checar tu celular solo para reafirmar que no te ha contestado. Te descubres más enojada que triste al intentar excusarlo, otra vez. Libras una batalla constante con la trampa de imaginar que sí tiene los dedos fracturados. Incluso, muy dentro de ti, deseas que alguien lo asalte y le arrebate su celular. Quieres forzarte a creer que no te ha ignorado. Quieres creer que él siempre quiso contestarte, pero que, por alguna razón extraordinaria no puede. Te duele la cabeza y te dispones a comprobar la posibilidad de dormir en esa atrevida cama. 
            Tu afilada audición capta pasos en el pasillo. Una vez más, te sirves de alguna reserva energética y corres al closet segura de que alguien viene, ya que estás en el fondo de la casa. Escuchas con detalle como una mano torpe manosea la manilla hasta que logra girarla y a través de las rejillas del closet tus ojos olvidan parpadear cuando ven a tu madre y a tu tía besándose apasionadamente. Poseídas de urgencia cierran la puerta y se tiran a la cama de piedra, sin importarles su dureza. Ves cómo sus manos se enredan y aprietan carne, cual serpientes hambrientas. Sus bocas se buscan con premura. Después entran las lenguas a barnizar con saliva las pieles. Tu madre baja por el ombligo de tu tía y no se detiene. El gemido lastima tus prodigiosos oídos y los proteges con tus manos. Cierras los ojos.             No quieres estar ahí, no quieres escuchar eso, no quieres ver eso.
            —Te amo —dice tu madre y la declaración de amor te mueve.
            —Yo te amo más —responde tu tía.
            —Te amo, te amo, te amo.
            Gozan en la cima del éxtasis, pero también están al filo del llanto. En la cama minada explotan sentimientos de amor y de culpabilidad, de pasión y de resignación. Pero pronto la elevación retorna al descenso. El fuego de la urgencia se disipa, la sed se calma apenas. Escuchas besitos que poco a poco se extinguen, sustituidos por el roce de la ropa. Horrible sonido que anuncia el cierre del encuentro fugaz.
            —Ya no soporto esto —la conocida voz de tu madre se filtra por tus dedos.
            Desproteges tus sentidos y tu vista se aventura con temor por la rejilla. Están abrazadas, pegadas con el pegamento del dolor. Se les quiebra la voz, como a dos niñas desconsoladas.
            —Tenemos que aguantar más.
            —Cada semana se siente más larga.
            —No te preocupes, ya encontraremos la manera.
            Ya no están, escuchaste claro cuando cerraron la puerta. Sales del closet. Te sientes inefable y tu corazón te empuja el pecho. La fea cobija está desordenada, huele raro. El mismo lugar parece otro y ya no soportas estar ahí. Te vas y tus pies te llevan directo a la cocina. Todos están afuera, comen con ganas porque la comida es lo único que importa y como lo sospechaste, nadie advierte tu falta. Lo ves ahora, las miradas constantes entre tu madre y tu tía; metidas en sus papeles maternos bien ensayados. Tu corazón se convulsiona, y atrapada por el tumulto de tu interior sumerges con desesperación la mano dentro del cajón de dulces y tus dedos pescan una tableta de chocolate corriente. Desdeñas al dueño en el momento en que rompes la envoltura y comienzas a comerla con insólita impaciencia. La masticas con tanta fuerza que el azúcar penetra por tus caries y las muelas te punzan, pero el disfrute te sorprende. Tu ávida lengua lame la barra dulce y ácida, cual placentero y perturbador el amor. Respiras descontrolada, a riesgo de atragantarte con la barra. No sabes que es el amor, te dices inútil, no sabes que no es el amor.             Tratas de razonar sobre estas cuestiones y llegas a la precipitada conclusión de que no sabes nada. El chocolate te despierta la pasión y solo piensas que ellas se aman y que el mundo es injusto, pero que ellas se aman.
            Como previste, al final del día todos están ya tan agotados que aflojan los labios y mejor fingen sonrisas con los ojos. La flojedad de los adultos consumió la potencia de los niños y los dejó despojados, dormidos como muertos en los sillones blancos. Por último, el momento más esperado aterriza en las despedidas. Alcanzas a percibir la tristeza en el adiós enmascarado de tu madre y tu tía. Se miran con ojos llenos de ternura, que se vacían cuando se alejan. Los hombres ciegos ante las palpitantes miradas, sordos ante el grito suprimido de las mujeres, solo ansían cuanto antes concluir la visita.
            —Las fresas estaban malas —la inesperada voz de tu padre inunda con aliento a licor el diminuto coche cerrado.
            —Solo algunas —responde tu madre sin mirarlo.
            —Su casa es un desperdicio, la mitad está vacía. Ricardo me dijo que seguramente la venderán. 
            —Bien por ellos.
            —¿Te gustó el guisado de papas? Estaba muy salado.
            —No lo noté.
            —El pasto lo tienen muy descuidado, ¿Viste lo largo que estaba?
            —No me fijé.
            —¿Y a dónde se fueron a fumar tú y Nora? Se tardaron.
            —Salimos a caminar, solamente —tu madre como puede, se retuerce en el reducido asiento y le da la espalda a tu padre. Ella mira las calles cual prisionera, encerrada en el coche más claustrofóbico de la agencia. Se hace la dormida cuando sus ojos se pierden entre la oscuridad de las callejas y los destellos de libertad en las luces públicas. Copeas su posición y la vibración de tu celular te llena el pecho de emoción. La luz de la pantalla te muestra su esperado mensaje: Hola. Apagas la pantalla y te dispones a dormir en el camino. Pero justo antes de entregarte a los sueños, sonríes, porque te ha contestado y porque fuiste testigo del amor que creías inexistente en ausencia de un insignificante mensaje. Pero más que eso, porque ellas se aman y solo tú lo sabes.

 

 
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