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e-ISSN: 1562-4072
Volumen 8, número 21  / Enero-Diciembre 2021  
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    Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades    

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Remanentes.

Andrea Elizabeth Hernández Olivares


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Gera… Gerardo
            Escuché su vocecilla llamándome dos o tres veces más. Una fuerza extraña me atrajo lentamente hasta la superficie.
            – ¡Gerardo! –gritó antes de propinarme un duro manotazo en el pecho.
            – ¿Qué? ¡¿Qué?! –exclamé, exaltado, y me incorporé en la cama.
            Ahí estaba ella. Sostenía el conejito de peluche entre sus brazos. Su rostro estaba oculto en la oscuridad, pero sabía que era ella.
            – ¿Qué pasó? –repetí, esta vez con voz suave.
            –Creo que escuché algo –respondió, presionando a Bernardo con más fuerza.
            Solté un suspiro, me froté un ojo con el dorso de la mano, y me senté al borde de la cama.
            – ¿En dónde lo escuchaste? –pregunté al tiempo que la hacía a un lado y me ponía de pie.
            –Bajo mi ventana –susurró, mirando por encima de su hombro.
            Caminé hasta la puerta entreabierta, asomé la cabeza unos centímetros, y me enfrenté al lúgubre pasillo. Esperé en silencio, intentando recibir algún sonido por encima del canto de los grillos. Nada.
            Me giré hacia Ana, que estaba ya sentada sobre mi cama, con las piernas cruzadas y el conejo entre ellas.
            –Quédate aquí –le ordené. Asintió, obediente, con la cabeza. Se movió hacia la cabecera y me miró, expectante.
            Salí al pasillo y cerré la puerta. Me guie tanteando los bordes de los muebles y la pared mientras mis ojos se acostumbraban a las sombras.
            Afuera todo estaba calmo, y sólo de vez en cuando se escuchaba uno que otro murmullo de conversaciones. Llegué al cuarto de Ana, y cuidadosamente me asomé por su ventana. Abajo no había nadie. Solté un suspiro. Mis manos temblaban y mi pecho parecía estar a punto de explotar. Respiré profundamente y me tranquilicé. Revisé que el seguro de la ventana estuviera puesto; una vez comprobado, volví al pasillo.
            Cuando estaba a punto de llegar a la puerta de mi habitación, ésta se abrió abruptamente. El cuerpo pequeño de mi hermana chocó contra mi pecho y ella soltó  un grito. La silencié, tomándola rápidamente por los hombros y acercando mi rostro al suyo.
            –No hay nada, ya revisé. Todo está bien.
            –Están afuera, quieren entrar, quieren...
            –No hay nadie afuera. Y si lo hubiera, no vienen por nosotros ¿entiendes? –traté de calmarla, pero un estallido lejano me interrumpió. Ana tembló y se pegó a mí, rodeándome con sus brazos delgados. Esperé en la oscuridad, escuchando los sollozos de mi hermana de fondo. Otro estallido, gritos haciendo eco. Mi alarma interna se activó inmediatamente.
            –Enciérrate ¿sí? Rápido. Iré por el arma de papá. Volveré pronto –Ana negó con la cabeza –Sé buena y haz lo que te digo. Aléjate de las ventanas. No te muevas de aquí hasta que vuelva ¿entendiste?
            No esperé a que respondiera, la empujé al interior y cerré la puerta. Troté, descalzo, bajé las escaleras, y me dirigí hacia el pequeño buró al lado del comedor. Percibí algunas sombras deslizándose en el exterior; me congelé, esperé, y al no notar más movimiento, abrí el cajón y tanteé el interior con la yema de los dedos. Sentí el roce gélido del metal. Tomé el arma, me aseguré de que estuviera cargada, y con ella, subí de nuevo las escaleras.
            Estaba seguro de que había cerrado la puerta con llave, así como que había asegurado las ventanas antes de ir a dormir. Le di vueltas al mismo pensamiento una y otra vez mientras escuchaba mis pasos en cada escalón. Volví a mi habitación, y encontré a mi hermana sentada en la esquina más apartada de la ventana, con sus rodillas pegadas al pecho, y sosteniendo a Bernardo de una de sus manitas.
            –No hagas ruido –susurré mientras me acercaba de cuclillas a la ventana. Asomé la cabeza. Sólo vi la acera humedecida por la llovizna de la madrugada.
            La luz de las farolas brillaba en los charcos marcados en el pavimento.
            –Mamá estará bien ¿verdad? –escuché la vocecilla de Ana al fondo.
            –Sí –respondí. Mi voz tembló un poco. Esperé que ella no lo notara.
            Miré por encima de mi hombro, y me encontré con su silueta. Entonces me pregunté si Ana recordaba cómo solía ser todo antes de la pandemia, antes de que el gobierno declarara el inicio de la primera fase, de que comenzaran a verse coches militares patrullando en los vecindarios, de que los vecinos desaparecieran uno por uno… antes de que explotara el pánico y la histeria.
            Apreté la pistola en mi mano, y agudicé la vista. Uno, otro disparo, cada vez más cerca. ¿Vendrían por nosotros? ¿Creerían que estamos enfermos? ¿Mamá estaría bien…?
            Nuestra madre era enfermera, y a diferencia de como cabría imaginar, no era ningún tipo de orgullo ni ventaja, al menos no en estos tiempos. Desde que se desató el virus, miembros del personal médico comenzaron a ser víctimas de masas de personas ignorantes que creían que doctores y enfermeras debían ser bañados en cloro, ácido, y otras sustancias para ser desinfectados, porque creían que llevaban el virus con ellos.
            Al principio sólo eran meros incidentes, pero la discriminación hacia los trabajadores del seguro social trascendió los límites de las autoridades. Nuestro infierno comenzó desde que los vecinos se decidieron a tratar de cazar a nuestra madre cada que ésta salía de casa, cada que la veían portando su inmaculado uniforme, cada que la combi amarilla se estacionaba frente nuestra calle.
            –Cuida a tu hermana. Ha estado tosiendo mucho últimamente. Si alguno de los vecinos la escucha... –no terminó la frase, pero yo asentí con la cabeza. Sabía lo que quería decir. Si alguno de los vecinos creía que Ana estaba contagiada, entrarían a la casa, y nos matarían.
            Había pasado una semana desde esa conversación. Una semana desde que vimos a nuestra madre subiendo a bordo de la camionetita amarilla con el escudo del hospital para el que ella trabajaba.
            La comida se acababa, y tendría que salir a surtir, pero ya no me quedaban cubre bocas. El dinero que teníamos en casa era exclusivo para necesidades básicas, y los artículos de higiene eran demasiado caros.
            – ¿Quién habrá sido? –preguntó de pronto Ana, sobresaltándome.
            –No pienses en eso –sugerí. No quería que mi hermana tuviera que preguntarse ese tipo de cosas, porque entonces pensaría que, si no había sido esta noche, sería la siguiente, y así, hasta que ellos vinieran por nosotros.
            No estábamos enfermos, de lo contrario, ya habríamos presentado síntomas desde la mitad de la fase dos, pero ellos no lo entendían. Nos miraban y trataban mal cada que salíamos a comprar víveres. Nos conocían, sabían quién era nuestra madre, y por eso éramos los únicos a los que entregaban la comida con dos pares de guantes de látex puestos.
            – ¿Y si fue el papá de Kevin, o la mamá de Kevin… o Kevin? –volvió a preguntar. Su voz comenzó a irritarme.
            –Ana –la reprendí. No volvió a hablar.
            Estaba demasiado concentrado en los sonidos del exterior. Ya habían pasado cerca de veinte minutos desde que despertamos. Entonces supe que sería otra noche en vela, con mi espalda recargada en la pared, y la pistola de papá entre las manos.
            –Duerme –le ordené. No me giré para comprobar si me había hecho caso o si seguía mirándome desde la otra esquina. No importaba, conque supiera que estaba conmigo, nada importaba.
            Una ráfaga me cegó por un instante. Alguien había abierto fuego a sólo tres casas de distancia. Tenía muchas ganas de llorar, pero no podía hacerlo, no podía dejar que ella supiera que tenía miedo. Yo era ahora lo único que tenía.
            Me sentí frustrado, inútil. Aquellas personas tenían verdaderas metralletas y escopetas. ¿Cómo las habían conseguido? La respuesta no cambiaría el hecho de que ellos eran adultos, locos y estúpidos, pero más fuertes que yo.
            Cuando cumplí quince, mi pastel fue una pila de panecillos de chocolate que mamá había comprado. No era mucho, pero las pastelerías estaban cerradas, al igual que los bancos, y las tiendas de ropa, así que, un pastelito improvisado era el máximo detalle.
            “Si papá estuviera aquí…” pensé “…no sentiría tanto peso sobre mis hombros”. Nadie me lo había pedido, pero yo era el hombre de la casa, y tenía que cuidar de mi madre y de mi hermana, quien sólo tenía siete años.
            Una idea tonta pasó por mi mente: si esa era la noche, si venían por nosotros, no tendría manera de evitarlo. Obvio, usaría el arma, pero nunca había apuntado contra nadie, ni mucho menos practicado mi puntería, así que, la pistola era sólo un adorno que me hacía sentir, ridículamente, seguro, pero sin ella...
            De pronto, Ana comenzó a llorar, a llorar de verdad. Me giré hacia ella y la miré en silencio. Esperé a que su llanto cesara un poco, pero por el contrario, se intensificó. Puse mi dedo sobre mis labios y le pedí que callara. Lo último que necesitábamos era llamar la atención. Esos locos estaban afuera, y si por casualidad la escuchaban…
            Entonces comenzó a toser. Lo que me temía. Su tos mejoraba durante el día, pero en la noche, con el frío, regresaba. Sin embargo, su llanto le había constipado la nariz, y ahora tenía dificultades para respirar.
            –Mierda… Ana, te lo dije –maldije, le di un rápido vistazo al exterior. Me dirigí hacia ella. Le di algunas palmadas en la espalda, y le acerqué un pañuelo desechable. –Vamos, tienes que calmarte.
            Callé repentinamente. Ella colocó sus manos en su boca, mientras sus mejillas se inflaban cada que un nuevo acceso de tos la atacaba. Por la forma en la que me miró, entendí que había escuchado lo mismo que yo.
            Una repetición nos confirmó lo que tanto temíamos. Los cristales cayendo sobre el azulejo, murmullos en la planta baja… ellos querían entrar. Me aferré a la pistola. Acaricié la cabeza de Ana, y sin decirle nada, me puse de pie y abrí lentamente la puerta, me asomé.
            –Escóndete.
            Caminé hacia las escaleras, con las piernas temblándome tanto que me costaba plantar cada paso. Los murmullos se volvieron más fuertes. Me encontraba detrás de la pared que dividía la cocina con el salón principal, cuando vi las sombras de dos hombres, la tercera parecía de mujer, por el cabello largo. De pronto levantaron sus armas y dispararon a la pared. Dejaron dos grandes agujeros en el cemento. Permanecí con la espalda sobre una esquina, guiándome por las siluetas reflejadas en el otro lado.
            Tragué saliva. Mi mano, mis piernas, mi corazón, mi garganta, mis ojos, mi respiración, todo temblaba, me fallaba, me ardía, me quemaba. No estaban dentro, pero si no actuaba rápido, pronto lo estarían.
            – ¿Y si no están? –preguntó la mujer.
            – ¿Cómo no van a estar? –respondió uno de los hombres. Reconocí la voz de don Felipe, el dueño de la tienda de la esquina.
            –Hace días que no salen. La última vez fue cuando el muchacho fue a tu tienda –comentó la mujer.
            –No me lo recuerdes. En cuanto vi a esa niña supe que algo andaba mal. Seguro que la enfermera trajo el virus aquí.
            –A esa tampoco la he visto ¿y tú, Carlos?
            Carlos, el hijo de los de enfrente, mi mejor amigo.
            –Creo que ya va una semana. Gerardo y yo estuvimos chateando hace dos días. Me dijo que su amá se había ido a trabajar, pero que ya ni tiene noticias de ella.
            Podía ver la silueta de las pistolas en sus manos cada que se movían. El sudor recorría mi cuello y humedecía mi camisa. No tenían manera de ver hacia el interior, las cortinas estaban corridas, eso fue lo único que me dio la suficiente seguridad para asomar la cabeza por detrás de la pared tras la que me ocultaba.
            –Ojalá que la hayan agarrao los militares.
            – ¡Qué van a hacer esos inútiles! Si el gobierno anda cuidándolos como si fueran de la rialeza.
            –Que disque ellos son nuestra salvación. Qué pinches van a ser la salvación esos medicuchos. Dios, nuestro siñor, es el único que sabe lo que va a pasar y esto acabará hasta que él quiera.
            –Bien dicen, ayúdate, que yo te ayudaré. Pobrecito Jesucito mío, ¿cómo va a limpiarnos de este viru si hay tanta gente que ni habla cuando tiene los síntomas? Por eso, tenemos que hacernos cargo nosotros.
            –Esperen... veo algo.
            Escuché un golpe del otro lado de la habitación. Comenzaron a tratar de romper la chapa de la puerta. Entonces pensé en Ana, y en cómo se sentiría si yo no volviera, en cómo lloraría si escuchara de pronto pasos acercándose, y supiera que es otro y no yo quien volvió por ella.
            Me armé de valor, y con lágrimas en mis ojos, salí de mi escondite. Justo cuando la mujer descorría un poco las cortinas para mirar hacia el interior, jalé del gatillo.  El estruendo de la bala saliendo por el cañón me ensordeció tanto que por unos minutos no escuché nada más que un pitido.
            Fallé, pero el ataque los había dejado perplejos.
            – ¡Lárguense si no quieren que les pegue un tiro en la frente ahora mismo! ¡Eso fue sólo una advertencia, a la próxima que vea sus cabezas les voy a lanzar uno que los dejará tiesos en el piso! –Las siluetas no se movieron, parecía que susurraban entre sí – ¿¡Qué parte de quédense en sus casas no entendieron!? ¡Aléjense o en lugar de tres enfermos habrá tres muertos! –disparé una segunda vez, la bala rozó los barrotes de la ventana y se perdió. Entonces huyeron. Sus pasos resonaron, pesados, hasta que desaparecieron.
            Salí con cuidado, y corroboré que no había nadie. Me asomé con cautela por las demás ventanas de la sala. Los vi corriendo lejos, volviéndose posteriormente tres siluetas diminutas. Mis piernas finalmente fallaron y caí de rodillas sobre la alfombra.
            Tenía miedo de pensar, de recordar. Sentí que la pistola me quemaba la mano, y la solté. Entonces lloré. Me llevé las manos al rostro y solté los más agudos y vergonzosos suspiros. Me sentí patético. Era patético.
            De pronto, unas manos suaves acariciaron las mías. Descubrí mi rosto, húmedo por las lágrimas, y me topé con la tierna mirada de Ana. Sin decir nada, se arrodilló frente a mí y me sonrió. Su rostro también brillaba por el llanto.
            Estiré mi brazo y la pegué a mí. Apreté su pequeño cuerpo contra mi pecho, esperando que sintiera el palpitar de mi corazón. Su calor corporal me reconfortó.             Entonces todo cayó sobre mí con gran crueldad. Tal vez mamá nunca volvería, tal vez esto nunca terminaría, pero Ana y yo nos teníamos el uno al otro. Sentirla así, tan pequeña, tan suave, temblando al igual que yo, me hizo entender cuál era mi misión. Protegería a esa niña con mi vida.
            Mientras los primeros rayos del sol entraban por la ventana rota, una voz alterada por la radio invadió el silencio ocasional del vecindario.
            “Recuerden no salir de sus casas a menos que sea absolutamente necesario. Que sólo una persona salga a comprar el mandado. Guantes y cubrebocas gratis en esta unidad. Acérquense si están heridos o si algún familiar es sospechoso de tener COVID.
            Recuerden no salir de sus casas a menos que sea absolutamente necesario…”.

 

 
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