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Una papaya se había mudado al piso de abajo del frutero, entre las rejillas vio cómo barría la entrada de su nueva casa, su caja con libros, sus cuadros con acuarelas, también vio su tez naranja y sus largas caderas. Ella alzó la vista y vio a un plátano flacucho que llevaba lentes; no respondió a la sonrisa amarilla que la saludaba desde arriba. Alrededor no había mucho que ver: otras frutas, la barra de la cocina, unas llaves, recibos de luz y de agua. La piña, que tenía ascendencia transgénica y por lo mismo estaba algo neuras, al ver a su vecino contemplando a la recién llegada, dijo en voz alta, en un tono medio ácido, medio amargo:
–Todos son iguales…
Él no se aguantaba las ganas de conocerla:
–Hola, ¿eres de por aquí?, yo soy de Veracruz, ¿vienes del súper o del mercado?, ¿cómo te llamas?
Ella no contestó. Él se animó a bajar, colgándose como chango o, mejor dicho, como plátano.
–¿Qué te parece el lugar?, no es un frutero lujoso, pero está bien, ¿verdad?, casi nuevos, cerca de la mesa y con vista.
No lo pelaron, pero no se desanimó.
–Bueno… sólo quería darte la bienvenida, había visto que antes vivías en la mesa, pero bueno, por acá ando por si se te ofrece algo, pero no me dejes colgado –dijo cerrándole un ojo.
–¿Nos conocemos?
–Dicen que hay algunos países muy lejanos, donde el cielo está siempre gris y llueve todo el año, el día transcurre en blanco y negro, la luz es una sombra delgada y el agua está triste. Ahí el oro es codiciado por costumbre, la gente no se da cuenta de que si le gusta algún collar o algún anillo es por la jovialidad de los colores. Todo el mundo anda estreñido, pues comen hule espuma, arroz plástico, zapatos viejos y pergaminos. Un día apareció un hombre llamado Evodio con una fruta desconocida. Todos se acercaron, llamados por la curiosidad y el olor… uno de ellos, un anciano muy sabio, dijo “su nombre científico es aipapayus papayiux; recuerdo haber visto algo en un libro que me comí hace mucho”. La gente estaba sorprendida, de boca en boca viajó la noticia de que alguien había encontrado una papayiux. Todas las personas querían saber de qué se trataba, verla, olerla, querían acariciarla y probarla, pues parecía como si sus sentidos hubieran surgido con ella, los metales preciosos no podían compararse con este milagro. “Quiero una fortuna a cambio”, decía aquel hombre. Los primeros en aproximarse fueron las personas con dinero, que la querían para revenderla. Los científicos también se acercaron, querían estudiarla para poder aislar sus propiedades y en algún momento ponérselo a las más variadas cosas: perfumes, calcomanías, sandalias, desodorantes para baño.
La mujer más rica, que padecía de estreñimiento, escuchó del hombre y su fruto, y quiso comprarla. Fue a verlo, él le pidió a cambio una gran suma de dinero y, lo más importante, no podía comprarla con otros fines más que comerla. Ella se negó y se fue.
Más tarde, en casa, no terminó su ensalada de billetes, a pesar de estar frescos y crujientes, se le atoraban en la garganta y le caían como bomba en el estómago. Siempre se sentía cansada, insatisfecha, desasosegada incluso. Agachando la cabeza reconoció su derrota. Fue a verlo y accedió a darle lo que pedía. Partieron la papaya y se comió una parte. Ella sintió algo raro, una dulzura que le inundaba la boca, que se escurría entre sus mejillas, en la lengua, que le bañaba los dientes, una alegría almibarada que no podía ser detenida en la boca y le mojaba el esófago y de ahí pasaba al estómago y más abajo… como ganas de ir al baño…
…cuando salió, se sintió doblemente liberada. Le pidió al hombre que dejaran todo y que fueran a buscar más papayiux. Ha pasado tiempo, pero la gente recuerda la historia de aquel fruto tan dulce.
–¡¿Qué?! –dijo y se rio.
–Nada, sólo quería saludarte, perdón por haberme extendido, cuídate y recuerda que en papaya cerrada no entran moscas.
Ella se quedó pensando, el plátano, chiveado, ya se había ido.
No pasó mucho rato antes de que las mentadas moscas llegaran. Se paseaban en su Audi alrededor del frutero, a ver qué ligaban, vestidas con ropa de marca, tenían restos de caca en las patas y en el alma, y le decían a las que se encontraban, en este caso unas ciruelas muy jóvenes:
–Chst, chst, hola, ¿acaban de llegar?, ¿por qué tan serias?, ¿no quieren un aventón?
Las pobres ciruelitas entre risitas aceptaban subirse, sin preocuparse por su aciago futuro. La papaya se acercó y les dijo que estaban muy chiquitas para andar aceptando aventones de desconocidos, las moscas le soltaron que no se pusiera celosa, que si quería también podía subirse. Con una mirada les dijo que se largaran, el coche dio un arrancón.
Las horas pasaron, que en el mundo de las frutas son largas como días, cuando volvió a encontrarse al plátano.
–¿Tienes mucho viviendo aquí?
–Pues no en realidad, soy el último que queda, todos mis compañeros consiguieron una beca de post licuado.
–¿De dónde eres?
–De Cosamaloapan, ¿y tú?
–De Soledad de Doblado.
El plátano era cotorrón porque desde que era un dedo chiquito en la penca escuchaba a los loros que pasaban, y algo de ese espíritu pícaro y caluroso se le pegó. Le contó a la papaya que entre los que conoció había uno que se llamaba Tico Ramírez, quien era muy broncudo, pero malo para pelear, por lo que estaba desplumado, particularmente de la cabeza. Los amigos con los que jugaba futbol le mandaron a hacer una playera que decía Buitre Ramírez, o se burlaban diciendo que no había que hacerlo enojar “porque era de pocas plumas”.
Comenzaron a llevarse más. Aunque ella llegó con una actitud desconfiada, poco a poco se fue sintiendo más cómoda. Se llevaban muy bien, por lo que pasaron de ser amigos a ser novios, el plátano se declaró y ella contestó que sí, “todos somos seductores, pero sólo algunos lo publican” dijo Rius. El dueño de la casa no se explicaba por qué cada mañana lo encontraba junto a la papaya a pesar de que lo dejaba en la barra durante la noche para llevárselo a su trabajo.
–Oye –le dijo muy arrimado a ella–, ¿cuándo hacemos vamos a un coctelito?
La papaya se rio:
–¿Tenías que anticiparlo? Jaja, ¿no crees que el momento se dará solo?
Aquél sintió que se agitaba el potasio de sus venas:
–Ya verás, prepararé algo bonito, un tazón de porcelana con sábanas de miel virgen o yogurt, tú escoges; únicamente tú y yo, s o l i t o s.
–Bueno, veremos, de lengua me como un plátano…
Se quedó pensando, “¿cómo le voy a hacer para quedarnos solos?”. Fue a donde estaban los huevos y le pidió a un par que le ayudaran. Ellos aceptaron a cambio de que él les presentara a unas rebanadas de jamón que también acababan de llegar al refrigerador y con las cuales querían hacer chanwis.
Ideó un plan y lo puso en marcha. Primero le cayó a la sandía. Esperó a que entrara a un callejón oscuro y simulando ser una pistola le recargó la puntita en la espalda, como estaba la situación en el país, la pobre sandía se puso pálida y se desmayó. Ya nunca recuperó el color, por lo que fue a dar a la basura.
Al mango lo agarró en el camión, se puso de acuerdo con los huevos para, en una hora pico, darle varios magullones. El pobre se bajó sobándose las costillas. Tampoco aguantó mucho cuando comenzó a echarse a perder.
En esas andaba, cuando le cortaron una rebanada a la papaya. “¡Quiero!”, dijo el plátano con los ojos al verla pasar en bikini rumbo al refrigerador, pero bueno, si quedaba lejos de él, al menos tampoco tenía que preocuparse por las moscas. Él fue a visitarla de noche y ya se estaba quitando la cáscara para meterse a bañar. “Espera”, dijo ella, “con paciencia todo es más delicioso… mejor acuéstate junto a mí”.
Si un par de huevos lo ayudaban en su labor, ahora, después de ese atisbo frutal, ya no necesitó más ayuda. Al melón lo animó a perseguir su carrera como corredor, y lo ayudó a inscribirse en una carrera de melones, donde tuvo una terrible magulladura.
A la mañana siguiente le quitaron otro pedazo a la papaya, quedaba expuesta a la mitad, el plátano casi rompe la cáscara de la sorpresa cuando se encendió el foco del refri, ¡era una exhibicionista! Lo miraba y se reía.
–Dame una probadita, ¿no? –pidió pasándole un dedo por la pierna.
–Aguarda y acuérdate que depende de ti, habías prometido un lugar bonito, si cumples, iremos y podrás saber lo dulce que soy. No hay mayor dulzura que la de quien quiere entregarse.
El plátano ya no dormía, no podía acostarse. Se recargaba en el frutero como un fusil haciendo guardia, atento, como la antena amarilla de los sueños húmedos. Si pensaba mucho en ella por su frente escurría una gota que parecía sudor, que parecía lágrima, y que le daba a su cáscara una textura pegajosa. “Concéntrate… ¡concéntrate!”, se decía a sí mismo.
Las manzanas se veían tan saludables y tan seguras de sí mismas que tuvo que espiarlas para conocer su talón de Aquiles. Descubrió que tenían una pasión secreta por la música norteña. Para hacerlas quedar mal bastó preguntarles:
–Oigan, ¿y cómo se mata el gusano?
Aquéllas, al escuchar esa pregunta, no pudieron evitar responder:
–¡Se mata así, así, así! –al tiempo que movían su cuerpecito. El dueño de la casa, al verlas bailando a esos ritmos, pensó “qué asco, éstas ya se echaron a perder…”, y las tiró.
Por fin, después de informarse con los trastes sobre cuándo desayunaban coctel de frutas, supo que sería al siguiente día, sábado, que no había prisas por la escuela ni por el trabajo. Pensó en la papaya, cuando la vio le atrajo, pero conforme la conocía y estaba con ella, le gustaba más, veía cómo se unían su manera de ser y sus rasgos, su risa en su boca o su voz en sus palabras, se la imaginaba peladita, se chupó el dedo al acordarse como un infante al acordarse de la curva de su cadera, que era única porque era la de ella. Casi podía saborearla, su perfume, que era tan fuerte, sólo lo emocionaba más, había incluso soñado cómo se quitaba poco a poco la cáscara y se acostaba en el platón, él se la quitaría también y se iría empapando del jugo que escurría de aquella carne naranja y sabrosa, una lluvia de miel los mojaría uniéndolos.
Se daba cuenta de que, al acercarse la posibilidad, menos podía dejar de pensar en ella y de vislumbrar tantas y tantas cosas: el plátano se enroscaba y se estiraba como una espantasuegras.
Creemos en los indicios porque algún suceso parece sintetizar lo que sentimos. Al dueño de la casa lo visitó para comer la chica que le gustaba. Como no tenía postre, le ofreció el plátano, el último que quedaba:
–También tengo papaya, por si gustas.
–¿Por qué está tan recto? Jajaja, parece un pepino amarillo… a lo mejor está pensando en ella −señalando a la papaya−, ¿podemos hacer un coctel?
–Sólo tengo estas dos frutas, las demás se echaron a perder. También tengo un poco de miel.
–Pues no es una mezcla que se me hubiese ocurrido, pero si han aguantado a lo mejor es que esperaban juntarse.
Ella cortó las frutas en un platón, las mezcló y les puso miel:
–Mira, prueba... ¿a esto sabrá el amor?
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