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Ah, pinche güey, un día le presté cinco pesos y nunca me los devolvió. Así era el Johnny, pedía muchos favores, pero a la hora de que le pidieran uno nomás se hacía menso. Y así lo quería. Fuimos buenos amigos. Nos conocimos desde morritos, antes vivíamos en la misma cuadra y a diario nos juntábamos para jugar. Cómo nos encantaba prender cuetes. Nos la pasábamos machín en diciembre, cuando íbamos al puesto de mi abuelo (que nos los dejaba más baratos) para comprar que cebollitas, que chifladores, que bolas de humo; y claro, un montón de erre quinces. Prende y prende toda la noche hasta que se nos acababa el arsenal.
Había cerquitas de donde vivíamos había un terreno baldío, dizque maldito porque antes ahí había una casa en la que unos padres mataron a sus tres hijos. Pero de la casa ya no quedaba nada, a lo mucho uno que otro tabique medio enterrado en la tierra. Aunque de todas formas nos gustaba pensar que se aparecían los fantasmas de los hijos muertos entre los hierbajos crecidos y que se nos quedaban viendo. Ahí nos juntábamos para prender los cuetes. Nos llevábamos un surtido de esos soldaditos de plástico y los disponíamos como en un campo de batalla. Y después, pam, caían las bombas y los soldaditos salían volando en pedazos. Me acuerdo que un día Johnny se trajo un microondas que ya no servía. Ese estalló bien bonito. Si nos quedábamos sin cosas que explotar pues simplemente veíamos como los cuetes alzaban la tierra. Qué tiempos aquellos.
Ya cuando entramos a la secundaria Johnny se tuvo que mudar de la cuadra. Buscaban a su padre por meterse a vender mota donde no tenía que hacerlo. Sin embargo, nos seguimos viendo en la escuela y para los fines de semana pedíamos permiso para juntarnos e irnos por ahí. Fue en la secundaria, en segundo año si bien me acuerdo, cuando nos descontrolamos. Se le suben las hormonas a uno y hace cada pendejada. Un día estallamos un inodoro. Me traje a escondidas unos erre quinces que recién había hecho mi abuelo. Se lo enseñé a Johnny y a él se le ocurrió la idea. En el receso nos metimos al baño, yo le bajé al inodoro, para que no hubiera tanta agua y no se fuera a apagar la mecha, y él le prendió al cuete y lo tiró dentro. Salimos corriendo y aguantándonos la risa. A los pocos segundos se escuchó el estallido, tras, qué bonito suena la porcelana al quebrarse.
Nunca nos descubrieron. Y eso que el director entró a cada salón para regañar a todos los grupos y ver si podía sacar un culpable. Ni supe cómo le hicimos Johnny y yo para aguantarnos la risa. Al final no salió ningún culpable. Desde entonces pusieron a un maestro a cuidar los baños, dejaba entrar de a tres nada más, y te contaba el tiempo. Te decía algo así como cinco minutos, muchacho, y cinco minutos era lo que tenías.
También fue en la secundaria, en segundo año si me acuerdo bien, cuando nos empezaron a gustar las muchachas. Ah, pinche güey, que sinvergüenza era el Johnny, se le quedaba viendo a las piernas de las chamaquillas sin disimular, hasta les guiñaba el ojo y les aventaba una sonrisa. Yo era más tímido, me costaba hablarles y me ponía rojo como tomate cuando me acercaba a una que me gustaba. A Johnny siempre le fue mejor en cuanto a eso del amor, cada semana, si duraban un mes ya era milagroso, cambiaba de pareja. En serio, cada semana. Yo, en cambio, si lograba armar una conversación ya le estaba dando gracias a Dios.
Fue antes de entrar a tercer año cuando me pidió prestados los cinco pesos. Por esos tiempos andaba saliendo con una tal Patricia, o más bien, apenas se andaban conociendo. En un receso llegó conmigo bien agüitado, con las manos hasta el fondo de sus bolsillos y con la cabeza gacha.
—Güey, ¿no tienes cinco que me prestes? Ya cuando tenga te los pago —Me dijo.
—¿Pa’ qué o qué?
Me explicó que los necesitaba para completar un dinero y así poder invitarle unos chilaquiles a su morrita. Y para qué están los amigos si no para apoyarse. Me saqué una moneda de cinco y se la di. Se puso contento al instante.
—Muchas gracias, Miguelito, verás cómo mañana te los pago, eh.
Duró cuatro días con esa tipa antes de interesarse en otra. Qué se le podía hacer, así era el Johnny. No obstante, nuestro problema nació precisamente por eso. Un día mientras andábamos sentados en unas bancas nos pasó cerquita la Juanita; nos dejó con el aire revuelto con el aroma de su champú. Qué bonita era Juanita, con ese cabello siempre suelto, con esos lentes que la hacían lucir coqueta, con esa forma que tenía de mover las caderas. Le di un codazo al Johnny. Nos quedamos viendo el uno al otro. Entonces le dije que me gustaba Juanita y que iba a hacer todo lo posible para ver si terminábamos como novios. Dejamos de vernos. Sobre nosotros cayó un silencio terrible. En el aire todavía se olía la fragancia del champú. Johnny me dio un codazo y nos quedamos viendo otra vez. Entonces me dijo que a él también le gustaba y que iba a hacer todo lo posible para hacerla su chica.
Al principio pensé que lo había dicho en broma, hasta solté una risita. Pero al ver de nuevo sus ojos me di cuenta de que la cosa iba en serio. Muy en serio. Después de ese día dejamos de juntarnos. Era cada quien por su cuenta. De volada me puse bien nervioso, aparte del Johnny no tenía otro amigo a quien pedirle consejos, y aparte me sentía demasiado desconfiado de mí mismo. Terminé pidiéndole consejos a mi padre, quien me entretuvo toda una noche hablándome de cuando conoció mi mamá y de cómo la había conquistado. Yo le puse atención y hasta tomé notas.
Comencé con cuidar más mi imagen. Ahora me bañaba a diario y supuestamente me rasuraba también, aunque para el bigotillo de cuatro o cinco pelos que tenía pues eso salía sobrando. Incluso me metía al cuarto de mis padres cuando no me estaban viendo y agarraba un poco de las cremas de mi mamá. Nunca me había pegado tan fuerte el amor, y es que Juanita si me gustaba un buen. Empecé a practicar lo que le iba decir frente al espejo y me la pasaba recordando lo bonita que era.
Pero el pinche Johnny era un aventado. Eso nomás al día siguiente le habló, así como si nada, todo muy casual. Qué celos. Y peor aún porque en esos tiempos Johnny pasó a convertirse en Johnny Rayo; y a ese lo que nunca le faltaba era el dinero. Lo aprendió de su padre, él le enseñó a prepararla y a venderla. Si uno quería conseguirse unos toques se iba con Johnny a una de las esquinas del patio de fútbol, y ahí se la pasaban. A treinta pesos el gramo, aunque él sólo te vendía bolsitas de cincuenta o de cien gramos; o un tabique entero si se lo encargabas con antelación. Le comenzaron a decir Johnny Rayo porque las entregas te las hacía en el momento, nada de esperas. Le fue bien con su negocito, viciosos había muchos en la secundaria. Así que traía los bolsillos siempre llenos, y utilizó el dinero para apantallar a Juanita.
Sin embargo, yo no me deje. Me armé de valor y un receso fui a hablarle a Juanita. Descubrí que era una chica igual de tímida que yo y que amigos era lo que menos tenía. Así que me puse a jugar con ella. Jugamos a las traes y a las escondidas. Nos la pasamos de lujo. Al final de ese día me hice su amigo. Y con eso me bastó para sentirme desfallecer. Ah, todavía recuerdo lo mucho que le agradecí a Dios ese mismo día. Ya llevaba ventaja sobre Johnny Rayo y eso me dio un subidón de ánimos bien grande.
Johnny intentó ligar con ella otras tres o cuatro ocasiones. Para ya terminar con todo decidí declarármele a la Juanita. Pero quería hacerlo especial, inolvidable, así que le pedí a mi abuelo que me enseñara a armar cuetes. Mi papá no había querido seguirle los pasos, le había llamado más la atención la carpintería y de eso terminó viviendo. Pero a mí lo que me llamaba la atención eran los fuegos artificiales. El abuelo me enseñó un montón de técnicas: cómo y para qué utilizar la pólvora blanca y la pólvora negra, cómo añadir otros polvos para crear fuegos de colores y un sinfín de cosas más. Ya para diciembre, a unos cuantos días que se acabara la secundaria para siempre, me traje a Juanita al terreno baldío que antes frecuentaba con Johnny. Ahí le enseñé la cebollita que le había hecho; era más grandes que las comunes, aparte de que era de colores, primero lanzaba lucecitas moradas, después azules y terminaba con unas verdes. Le encantó. Entonces le dije que si quería ser mi novia y me dijo que sí. Y fin de todo aquello. Johnny Rayo tuvo que resignarse, aunque en los últimos recreos que tuve nunca dejó de aventarme miradas feas. Pero eso qué podía importarme. Yo era feliz con mi Juanita.
Nuestra relación duró, tuvimos unas cuantas disputas, pero nada grave. Aguantamos toda la prepa juntos. Ya para cuando estábamos en la universidad decidimos dejar de estudiar para casarnos. Le había seguido el legado a mi abuelo y a fin de año siempre me conseguía un buen dinero con la venta de cuetes, y es que nunca faltaban niños traviesos, ni jóvenes imprudentes, ni adultos que aún conservaran las ganas de prender fuegos artificiales. Juanita y yo llevamos una buena vida. Ella puso una tienda de abarrotes, de la cual sacábamos abasto para aguantar hasta el siguiente fin de año.
Me olvidé de Johnny Rayo. El tipo entró a la misma prepa que yo, incluso anduvimos en el mismo grupo. Pero ya ni nos dirigíamos la palabra. Al menos él no me la dirigía a mí, no me podía creer que albergara tanto pinche resentimiento. Nomás para joderlo le empecé a decir cada que me lo topaba que me debía cinco pesos. Resistió hasta segundo semestre. No es que quisiera dejar de estudiar, pero se armó un escándalo con el rumor ese de que vendía marihuana, y cuando se descubrió (un alumno se encontró enterrado, por pura casualidad, un tabique en una jardinera; ahí era donde escondía la merca el Johnny Rayo) pues los directivos mandaron a llamar a Johnny para decirle que ya no era bienvenido a esta institución. Y pues se fue. Ni adiós dijo. Y ni modo, qué se le puede hacer, así es la vida.
Sin embargo, Johnny Rayo volvió aparecerse. Un día por la mañana, una mañana bien helada de noviembre, tocaron el timbre de mi casa. Fui a abrir listo para mandar a la verga a esos de la compañía telefónica, que ah cómo andaban chingue y chingue por esos tiempos. Pero abrí la puerta y ante mí se me apareció el Johnny, cambiadísimo; más alto, con barba cuidada y como más guapo. Me saludó:
—Qué onda, Miguelito, cómo andas, ¿si te trata bien la vida o qué?
—Ah, pinche Johnny creí que estabas muerto, cabrón. Pásale, güey.
Lo dejé entrar a mi casa. Habían pasado años desde que no veía y pensaba que en tanto tiempo el resentimiento que me había tenido pues ya era cosa del pasado, aparte no tenía por qué juzgarlo de antemano. Lo senté en el sillón de la sala, me fui a por unas cervezas y luego me senté con él. Entonces nos pusimos al tanto. Juanita se pasó por la sala una vez y saludó al invitado, ni lo reconoció. Pero al Johnny vi cómo se le iluminaron los ojos. A Juanita lo hermosa nunca se le había quitado. En ese momento supe que no lo había superado, en sus ojos brillaba algo así como los celos, sí es que tal cosa puede brillar en los ojos. Le dije que qué traía, que la plática era entre nosotros dos. Se volvió hacia mí y la expresión de su cara cambió. Se le fue el color y me clavó una mirada de muerto. Me entró el miedo no sé por qué. Pero después, al escuchar lo que vino a decirme, se me pasó. El que tenía miedo era él.
—Está bien pinche jodida la situación, Miguelito —Empezó Johnny—. Bien pinche jodida. ¿Si te acuerdas de que yo vendía mota, no? Por supuesto que sí, a ti no se te pasa ningún detalle. Pues mira, seguí en ese negocio y, no te voy a mentir, me fue a toda madre. Pero hace poco, güey, yo estaba vendiendo ahí en mi esquina y que de la nada me llega una camioneta llena de cabrones armados acá con cuernos de chivo, Miguelito, ¿te imaginas el susto que me llevé? Y que me meten a la camioneta. “No te queremos ver más aquí, si te volvemos a atrapar vendiendo mota te pegamos un tiro, eh” Me dice el que venía en el asiento del copiloto. Y así terminé el viaje, me tiran a la calle y se van.
—No mames, Johnny, qué no fue eso lo mismo que le dijeron a tu padre, qué no por eso tuviste que mudarte de la cuadra cuando éramos niños.
—Pues sí, güey. Y al igual que mi padre no les hice caso, seguí vendiendo por otra semana. Entonces hace poco unos tipos en una moto que llegan acá conmigo y que me disparan. Quién sabe cuántos balazos me tiraron. Me libré de la muerte por pura suerte. Aquí está el pedo: me están buscando y ocupo donde esconderme. Ándale, güey, no seas malo, déjame quedarme en tu casa, por lo menos unos seis meses, después me largo. Tú vives lejos de donde vendía mota, así que ni han de sospechar que me vine hasta acá. ¿Qué dices, si me haces el favor?
Me la pensé. Nos abrimos varias cervezas más y hablamos de otras cosas, aunque él habló por hablar y yo escuché por escuchar. En realidad, él estaba esperando la respuesta y no pensando. Al final le dije que podía quedarse, que nos sobraba una habitación (la que en algún futuro seria la habitación de nuestro hijo) y que podía quedarse ahí. De inmediato le volvió el color a la cara y se puso alegré. No dejó de agradecérmelo. Eso sí, le dije que era temporada alta para la venta de cuetes y que Juanita y yo íbamos a andar ocupadísimos con eso, que tendría que ponerse a hacer tareas del hogar para ser de ayuda. No dijo que no pero tampoco soltó un sí muy convencido.
Me vino para mejor el cambio. Tenerlo ahí me removía mucho los recuerdos. Pensaba que en cualquier momento me iba a decir que saliéramos a prender cuetes y que íbamos a terminar dejando caer las bombas sobre los soldaditos de plástico allá en aquel terreno baldío. Incluso se me vino la idea de enseñarle a armar cuetes, a ver si así dejaba la mala vida y se dedicaba a algo que no le dejara tantos problemas. Pero él no quiso que le enseñara. Y más tarde entre en razón de que no prestaba mucha atención cuando platicábamos, porque los ojos los tenía surcando las piernas de Juanita, o imaginándose cómo se verían las piernas de Juanita porque en esos tiempos usaba muchas faldas largas. Ah, pinche güey, se le notaban todas sus intenciones en la cara. Lo hubiese podido largar a la calle, pero no pude, temía que lo mataran. Y cuando de verdad lo quise largar a la calle pues ya era muy tarde.
Juanita se me escabullía por las noches. Al principio pensé que era el frío de enero el que me invadía en sueños, pero después descubrí que era el frío que dejaba Juanita al levantarse de la cama. Bien astuta que era, se aprovechó de que tenía el sueño pesado (y digo que lo tenía porque ahora cualquier cosa me espanta el sueño). Se iba con Johnny Rayo al almacén, que era un cuarto con paredes más gruesas que las demás, por eso de que ahí era donde guardaba la pólvora para los cuetes. En caso de que pasara un accidente tenía la creencia de que con esas paredes gruesas podría reducir los daños. Pero resultó que lo único para lo que sirvieron esas paredes fue para sofocar los sonidos que hacían esos dos por la noche.
Una vez dejaron la puerta entreabierta, y supe que la dejaron entreabierta porque de lo contrario no se le habría escapado ningún gemido a ese cuarto. Esa noche lloré. Lo hice en silencio para que no fueran a pensar que me había despertado. Sabía que ya no estaba tan guapo como antes. La adultez me pegó duro. Con Juanita tuvo consideración, arruinar su belleza habría sido imperdonable, pero conmigo pareció desquitarse al doble. Me puse panzón y eso de andar tratando con la pólvora cada año me dejo con una tos que no se iba por más medicamentos que tomara. A comparación del Johnny Rayo si estaba bien madreado. ¿Y pues quién iba a sufrir las consecuencias? Yo. La casa había quedado al nombre de Juanita, era cuestión de que se le acabara el amor por mí y entonces me pondría de patitas en la calle.
No me quedó de otra más que hablarle de frente a frente.
—Ya sé lo que te traes, Johnny.
Se hizo pendejo y se le quedo viendo al aire de la sala. Juanita había salido a comprar el mandado.
—Sé que se acostaron. Lo hicieron en el almacén. Los escuché, así que de esta no te puedes salir con mentiras —Se quedó calladísimo—. Mira, lo que me hiciste estuvo culero, eso no se hacen los amigos, ¿no crees? Pero estoy dispuesto a perdonarte, a Juanita yo la quiero un montón, la amo como tú no podrás amarla jamás. Así que déjala en paz, oíste. Olvídate de ella. Porque si te vuelvo a descubrir es el fin, ahí termina nuestra amistad.
Asintió en silencio, con la cabeza, justo como un perro regañado. Esa noche intenté hacer el amor con Juanita, pero ella no quiso y ni para qué insistirle. Ni para qué. Tardaron cinco días en volver a hacerlo. Mismo lugar, ni siquiera le cambiaron o se fueron a buscar un motel. Ah, pinche Johnny Rayo, muy bueno el cabrón para pedir favores, pero… Ese tipo ya no era mi amigo, desde esa vez en que nos dijimos que nos gustaba la misma persona dejamos de serlos. Qué orgullo tan grande se cargaba como para no superar la derrota en tantísimos años.
Decidí prender un último cuete. En el almacén me quedaba un barril lleno a la mitad de pólvora blanca, la que no suelta tanto humo, la que nomás arrasa con todo al sentir el calor de la llama. Me armé una mecha grande, lo suficiente para conectar el almacén con mi cuarto. Hice lo mejor que pude para camuflarla con el suelo; utilicé un color negro para que se perdiera entre los espacios de las baldosas. Después esperé. Una noche sentí el frío y me desperté, mis noches de sueño pesado se habían acabado. Me saqué el encendedor con el que me había acostumbrado a dormir, busqué el inicio de la mecha y le prendí fuego. Se alzó una chispita enclenque, un puntito naranja que apenas e iluminaba, pero que corría con ganas. Del cuarto pasó a la sala, de la sala al pasillo, y del pasillo al almacén.
La casa se sacudió y gran parte de ella colapsó. La explosión me dejo con los oídos trabados en una sola nota aguda y estridente. Creo que los escuché gritar, a Johnny y a Juanita, pero de eso no estoy seguro del todo. Tal vez fue pura alucinación. No sé, estaba aturdido. Lo que sí sé es que a ellos los tuvieron que sacar en pedacitos. A mí me llevaron al hospital para tratarme unas cuantas heridas insignificantes, rasguños de escombros y quemaduras de primer grado, nada serio. Los policías me tomaron declaración, al igual que la prensa. Pero al final todo se resolvió. Un accidente. El estallido había sido un accidente, uno desafortunado e imprevisto. Pero un accidente y nada más.
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