Departamento de Letras
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e-ISSN: 1562-4072
Volumen 8, número 21  / Enero-Diciembre 2021  
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El Portal.

Juan Pablo Fautsch


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Ranjit Laghari regresó a su casa después de un día cualquiera en la oficina, se tiró en el sillón a ver las noticias y se quedó dormido. En la madrugada el frío lo despertó y entonces fue hasta su recámara para dormir al lado de su esposa lo que quedara de la noche. Pero cuando el despertador sonó para avisar que una nueva jornada de trabajo debía comenzar, Ranjit sintió una punzada en el costado derecho y supo que algo andaba mal. Telefoneó a la oficina, explicó su situación, y después su esposa le hizo traer un médico, quien lo auscultó y no encontró nada extraño, pero como los dolores de Ranjit se intensificarán, lo mandó a hacerse unos análisis, y pidió que lo llamaran cuando estos estuvieran listos.
          Ranjit salió de la cama con mucho esfuerzo. Puesto que el dolor lo paralizaba, solo con una fuerte dosis de analgésico pudo acudir al laboratorio para hacerse todas las pruebas que el doctor requería. Una semana más tarde, de pie junto al lecho de Ranjit, el doctor, con rostro adusto leía: “enfermedad mortal”. La esposa y los hijos de Ranjit estaban desolados, el ahora enfermo tenía que comenzar lo más pronto posible todos los protocolos de curación requeridos para la enfermedad mortal, y seguirlos al pie de la letra si quería mantener alguna esperanza.
          Un año más tarde Ranjit parecía una especie de cadáver viviente. Había sido trasladado al ático de la casa, sus ahorros se habían esfumado y ahora la familia estaba ahogada con las deudas producto del largo y fatigoso tratamiento. Cansados del semimuerto, la familia había contratado a una enfermera de tiempo completo a la que ya no podían pagar el sueldo. Un día Ranjit entró en una crisis respiratoria, por lo que la enfermera llamó a la ambulancia, esta llegó deprisa, y tanto la esposa como los hijos vieron alejarse a eso que antes fue esposo y padre con una especie de alivio culposo. Esperaban que ya nunca regresara y así poder liberarse.
          La ambulancia avanzó lo más rápido que pudo. En su interior, Ranjit se debatía entre la vida y la muerte. Al llegar al hospital, los paramédicos entregaron al enfermo con premura, para que este fuera atendido de inmediato, pero al ser ingresado fue puesto en una larga lista de espera, debido a que el hospital se encontraba atestado. Ranjit no tenía seguro, ni identificaciones, ni estaba consciente como para responder ninguna pregunta, tampoco había familiar alguno que respondiera por él. Así que nadie presionó para que se le atendiera, de tal modo que fue olvidado en un pasillo del hospital. Los médicos iban y venían, atareados en su labor de salvar vidas. Pasaron una, dos y tres noches más, y Ranjit seguía en su esquina, tendido sobre una camilla y con la misma pijama que tuviera en su cama del ático. Pero a la cuarta noche algo sucedió, sintió un hambre tal, un antojo brutal de tacos y Coca-Cola que le devolvió el conocimiento y lo obligó a incorporarse y tratar de hablar con los médicos, pero nadie le hacía caso, ya que estaban muy ocupados. Entonces Ranjit se levantó por primera vez en varios meses y anduvo unos pasos como tanteando el terreno, para luego salir del hospital por su propio pie, sin ningún problema. Nadie se fijó en él, nadie preguntó y nadie lo buscó.
           Descalzo por la calle y con las manos metidas en los sobacos debido al frío, Ranjit aceleraba el paso. Las piedritas que se le incrustaban en las plantas no hacían más que despertarlo, llenarlo de vida. El hambre era la vida y la noche era efervescente. El hospital al que había sido llevado estaba en una zona céntrica, plena de antros y rollo nocturno, así que Ranjit escuchaba por ahí las risotadas en el umbral de un bar de homosexuales, luego allá el tufo del vómito y la cerveza en la acera lo golpeaban, y el humo de tabaco que expulsaba un corro de prostitutas reunidas fuera de un hotel lo envolvía como en una especie de sueño que se precipitaba en una desesperación por engullir unos tacos y una Coca-Cola. Por fin dobló en una calle y se encontró con un puesto afuera de un local. El olor de la tripita dorada, de la carne nadando en aceite y de la cebolla fresca lo movió a lágrimas. Ranjit se hincó frente al puesto de tacos y comenzó a sollozar por unos segundos, luego, lleno de una especie de alivio y agradecimiento, se acercó al puesto con tranquilidad, pidió 4 de tripa, dos de labio y una coca bien fría, tomó asiento dentro del local y esperó sus tacos mientras miraba un resumen del partido en el televisor que estaba frente a él. Cuando le sirvieron el plato y su refresco volvió a sentir ganas de llorar, pero esta vez se tragó sus lágrimas y comió muy despacio. Al terminar pidió otros cuatro de asada y entonces se sintió satisfecho y lleno de paz. Los clientes de la taquería se habían ido, era casi la una de la madrugada y Ranjit seguía allí sentado, en el televisor daban un infomercial sobre un cubre-sofá y los empleados del lugar ya comenzaban a levantar las mesas, de repente Ranjit recordó que no llevaba ni un peso encima, así que se levantó y fue hacia quien le parecía el jefe de ahí y le explicó el asunto. Instantes después, Ranjit se encontraba con un trapeador en la mano, ayudando a los empleados a dejar el local lo más limpio posible para evitar ratas y cucarachas. Al terminar esa labor, Ranjit volvió a hablar con el jefe: “no tengo donde pasar la noche”.
          Nunca había dormido en un lugar sin ventanas, por eso cuando cerraron la cortina de metal se sintió un poco asustado, algo claustrofóbico. En realidad, no había tenido tiempo para reflexionar en lo que le había sucedido, lo intentó un poco, pero no duraron mucho sus consideraciones, se había quedado profundamente dormido sobre unas mantas al lado del carrito que ponían afuera del local, y que seguía oliendo fuertemente a pastor. A la mañana siguiente lo encontraron dormido y tuvieron que despertarlo. Ranjit salió a la calle y anduvo como un vagabundo lúcido, maravillado de las fuentes y los pájaros, de los coches y los edificios, de respirar y sentirlo todo. Estuvo mucho rato sentado en la banca de un parque, solo así, sintiendo y respirando, luego volvió sobre sus pasos hasta el puesto de tacos: “Hola, soy yo de nuevo, ¿de casualidad tendrán algo que pueda hacer para ganarme unos pesos?”. Esa misma tarde comenzó a limpiar las mesas, tomar las órdenes y llevar los refrescos. Y eso hizo durante varios meses. Consiguió un pequeño cuarto a unas cuadras de la taquería y allí permaneció agradecido y feliz hasta que sintió la necesidad de moverse, de comenzar algo nuevo, de reingresar a un carril que hacía mucho había abandonado.
          La oportunidad apareció cuando, justo enfrente de la taquería, un pequeño espacio que perteneciera a una estética masculina de poca monta se desocupó debido a la exagerada demanda del servicio. Ahí, donde antes había putas, Ranjit proyectó un pequeño bar para los clientes de la estética – que se mudaba a la planta alta de un edificio – y los de la taquería, a quienes, después de follar y comer, pudiera antojárseles una cerveza. Así, con la ayuda de su patrón, que le prestó un dinero, el otrora despojo humano, el moribundo, abrió un humilde y reducido bar, con 4 mesas, un refrigerador lleno de cervezas y una bolsa gigante de churritos y salsa picante. Y en efecto, los satisfechos clientes de la taquería y la estética se regodeaban en la felicidad del estómago lleno y la satisfacción del deseo en el bar de Ranjit, al que llamó “la India”, no en alusión a ninguna mujer nativa de América, sino porque él mismo era indio, es decir, de la India, el país.
          La India pronto comenzó a ser un espacio preferido en la Zona Rosa, donde se ubicaba. La comunidad gay lo prefería, las prostitutas acudían a relajarse, y los comerciantes y vendedores aparecían por ahí al cerrar sus negocios. El bar tenía algo que nadie más ofrecía: una carencia de oferta, es decir, no se podía comprar otra cosa más que una sola marca de cerveza, de un solo tamaño. Y este hecho, que podría parecer de signo contrario a la abundancia, era parte de lo que atraía a tanta gente, harta de tantas opciones para escoger. Otro de los atractivos de la India era el roce con los demás clientes, al ser este un bar diminuto, era casi imposible no estar hombro con hombro con algún desconocido, lo que favorecía la sensación de intimidad y la creación de nuevas amistades. Algo más, en la India no había música, ni rockola ni radio ni nada, así que las conversaciones en tono bajo eran lo común, esto le imbuía al bar donde se juntaban de forma ecléctica estratos, tribus y minorías tan distintas entre sí, un aire extravagante bastante peculiar.
          Al tiempo que el bar se apuntalaba y el negocio florecía, Ranjit cambiaba desde dentro. En muy raras ocasiones pensaba en su vida pasada, y su familia tan solo aparecía por su mente en breves y brumosas ocasiones. Una noche, en la India, Ranjit conoció a un tipo que le pareció guapo, muy guapo. Mientras tomaba unas cervezas para llevarlas a la mesa donde estaba aquel hombre, recordó que, de niño, le atraía un compañerito de su clase, pero que, al enterarse su padre, este le propinó tal golpiza que el gusto por los niños quedó reprimido por años, hasta esa noche en la India. Al parecer Mario, que así se llamaba el tipo que le atraía, le dedicaba miradas que se traducían en un coqueteo recíproco. Ranjit no se acobardó, había atravesado por los límites de la muerte y del dolor, no se negaría ya nunca ningún placer, ninguna oportunidad para descubrir. No hace falta entrar en detalles, no pasó mucho tiempo para que Ranjit y Mario iniciaran una relación un tanto extraordinaria, puesto que Ranjit no había perdido su gusto por las hembras, y al tiempo que se dedicaba a disfrutar su nueva experiencia homosexual, se hizo de una novia, mesera de aquella taquería que otrora le salvara del hambre y el frío. Ella se llamaba Estela.
          Al cabo de unos meses bastante intensos, por decir lo menos, el trío decidió que vivir en el mismo apartamento era lo mejor para el buen cuidado y manutención de su amor. Ranjit, Mario y Estela, ahora dentro de una relación escandalosa, dedicaban cada mañana a disfrutarse. Mario, que nunca había probado a una mujer, por vez primera experimentó en el cuerpo de Estela, y le fue tomando gusto. Ranjit también, nuevo en las artes amatorias masculinas, tuvo mucho que aprender. Las habladurías pronto cesaron, y el trío se convirtió en una sociedad indestructible que manejaba la India. El bar prosperó, su relación prosperó y la felicidad inundaba de tal manera a Ranjit, que en ocasiones le parecía que vivía en un sueño, y que se pasaba por esta vida, más que a pie, a flote. Ranjit se había convertido en un ser ligero, lleno de agradecimiento y de mil placeres para degustar y compartir.
          Tal era el estado de ligereza y felicidad de Ranjit, quien vivía tal y como se le ocurría que era la mejor forma. Una mañana, después de hacer el amor con Mario y Elena, y de retozar algunas horas en la cama, bajó las escaleras de su departamento, dejando los cuerpos de sus amantes que dormitaban, y se dirigió a satisfacer un antojo de café y dona. Ya en la calle, la felicidad de Ranjit se hizo cada vez más potente y su cuerpo más ligero. Compró la dona y el café, y también un cigarro, se sentó en una banca a contemplar los carros pasar mientras su felicidad crecía sin control, pero de una manera suave y pacífica. Sentía el dulce de la dona rosa en su lengua, y el contraste con el amargo del café. Luego encendió el cigarro y agradeció todo lo que había sucedido en su vida, pero más que nada el tiempo presente. Y fue en ese instante que, en medio de la avenida, tomaron forma unas escaleras que llevaban hacia una especie de portal, a unos metros de altura. Los carros pasaban, la gente pasaba, y nadie se percataba de la escalera ni de la apertura hacia algo que no estaba allí. Ranjit se desconcertó por unos momentos, y buscaba en los transeúntes y en los automovilistas algún signo de que aquellos también se percataban de lo que había aparecido, aparentemente a la vista de todos. Pero todos continuaron con su vida habitual, entonces Ranjit comprendió y, por última vez en su vida, se habría de armar de valor, valor para decidir.
          Volvió a su departamento y entró a su recámara, los cuerpos de Mario y Estela continuaban allí, plácidos y desnudos. Ranjit se acercó a ellos y los besó en la mejilla, con un amor inmenso, y entre lágrimas les dijo adiós. Luego volvió a la avenida, a la banca donde disfrutara la dona, el café y el cigarrillo. El portal seguía allí, pero nadie podía verlo. Y tampoco pudo ver nadie a Ranjit subir por aquellas escaleras en medio del tráfico y cruzar el portal hacia su nueva vida.
          Lo que sucedió con Ranjit al cruzar el umbral, es tema de otra historia.            

     

 

 
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