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Volumen 7, número 20  / Junio-Junio 2020  
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Las brujas de Mezquitán.

Jorge A. M. Trujillo
jorgeamtrujillo@hotmail.com

(MÉXICO)

   
   

Dicen por ahi, algunas personas medio locuaces, que dizque la riincarnación existe, y que cuando uno se petatea, en vez de yir al cielo o al infierno, regresa a la tierra pa’saldar sus pendientes, pa’prender todo aquello que necesita pa’evolucionar.  Hasta dicen, fíjese, que hay amistades y relaciones que pueden trascender la muerte. Yo la mera verdá no lo creyía, pos es algo que va en contra de nuestra Santa Madre Iglesia, y es que aquí en Guadalajara somos bien mochos, ¿vedá?, pero pos li voy a contar una historia que yo mismo miré con mis propios ojos. Ora sí que no es mentira nistoy fantasiando. Venga, venga, acérquese pa’contarle bien. Simiace que era allá como por noviembre, como por el día de los santos difuntos… péreme, péreme, yali estoy errando, ¿ve? Ah sí, ya me acordé bien, era octubre, antes del mentado jalogüín, sí, sí, así fue; aquella noche, me tocó echarle un ojo a una tumba bien especial…

            Resplandecía la luna llena con gran poderío iluminando los epitafios de las tumbas del cementerio de Mezquitán… aunque no hacía falta. Las atracciones de la “casa” del terror alejaban la oscuridad con sus luces artificiales. Desde el primero de octubre hasta Halloween, gente enmascarada, personas disfrazadas, muñecos, cables, alimañas de plástico, sangre falsa y toda clase de decoraciones baratas profanarían el camposanto, divirtiendo a los vivos y molestando a los muertos. El asunto rebasó los límites del descaro cuando un día, al hacer el repaso de los estragos que habían dejado los visitantes nocturnos, una tumba estaba medio desenterrada. Y no era una tumba cualquiera, sino una muy especial. En pleno siglo veintiuno, pocas personas podían ser enterradas en el cementerio de Mezquitán, y el señor Vega gozó de ese privilegio. Algunos decían que pudieron enterrarlo ahí debido a su influencia política; otros, que se debía a una herencia familiar. Pero entre los dimes y diretes, ya no se sabía cuál de todas las versiones era la verídica.
            Lo cierto fue que esa mañana, cuando la señora Rosaura limpiaba la tumba de su esposo, vio que la placa de mármol de otra sepultura, la que cubría los restos del señor Vega —según decía la lápida, pues ella no lo conocía—, estaba movida y rodeada por pequeños montículos de tierra. No cabía duda, alguien había intentado sacar el cuerpo.
            Indignada por la falta de cuidado en la colocación de esa losa fue a quejarse con don Epigmenio, el encargado del cementerio. Qué sorpresa se llevó el anciano al escuchar el reclamo de la señora. Ayer por la tarde, él mismo había colocado la baldosa apropiadamente. De seguro se trataba de otro descuido por parte de los administradores de la casa del terror. “No se preocupe, señora Rosaura; hoy mismo tomaré cartas en el asunto”. Y así fue. Don Epigmenio reportó el incidente y los encargados de la atracción asignaron a unos vigilantes para que se aseguraran de que nadie irrumpiera en las zonas restringidas.
            Lamentablemente, a la mañana siguiente, la tumba del señor Vega se encontraba profanada de nuevo. En esta ocasión, la cantidad de tierra apilada alrededor era mayor. “¡No es posible! Vigilamos toda la noche. No dejamos pasar a ningún borrachales”, se excusaron los guardias. No convencido ante tal respuesta, don Epigmenio decidió que la administración del cementerio tenía que tomar sus propias medidas, por lo que no dudó en ir a hablar con un gran amigo de él, Acacio, quien tiempo atrás, había sido el velador del cementerio.

***

Aún no salía el sol cuando la señora Rosaura ya estaba barriendo la banqueta de su florería. Una vez que hubo terminado, se dedicó a acomodar con devoción todos sus arreglos florales, pues le gustaba ser siempre la primera en estar lista.
            Esa mañana todo transcurría de manera similar a los días anteriores, excepto por un detalle: en la acera, un visitante silencioso esperaba impaciente.

***

No había persona que conociera mejor el camposanto de Mezquitán como el viejo Acacio. Durante años se encargó de vigilar las tumbas para evitar cualquier daño o injuria, por mínima que fuera: mantenía a raya a las alimañas, regañaba a los adolescentes disidentes que encontraban diversión al pintarrajear las tumbas, cortaba la maleza y la mala hierba, amedrentaba a los ladrones e, inclusive, llegó a ahuyentar a las entidades de la oscuridad con viejos y religiosos remedios.
            —No me diga eso, Acacio, ¿cree que han regresado?
            —Pos no cabe duda, mi Epi. Éstas son las purititas fechas inqui el diablo haci de las suyas, ¿vedá? Los muertos andan y venen, los fantasmas mueven cosas, los diablillos hacin sus vagancias pero, más que naida, las brujas vagan a sus anchas.
            —¿Y hay brujas en Mezquitán?
            —Uuuu, que si no. Son las piores. Las brujas de Mezquitán andan en busca de las pertenencias y cuerpos de los difuntos y los usan pa’ser sus conjuros y sus mejunjes, y más orita que nos pisa los talones el jalogüín. No’mbre, pos qué le digo, irá usté a creyer que antiantier vino la mamá de La Tuerta, ya sabe quién, ¿edá?, una de esas viejas brujas del San JuandiDios. Que dizque fíjese que ocupaba unos huesos de humano pa’la escuela de la niña, ¿usté creye? Sabrá la Santa Trinidad pa’qué los quiría. Y eso que ya nostoy en el pantión y aun así vino a mi casa a pedirme el favor —hubo un silencio mientras Acacio dio una última fumada a su cigarro—. ¿Pos cómo ve, mi Epi?
            —Chin, pues qué le digo. Me es difícil creer que quieran los huesos del señor Vega, pero si usted lo dice, no lo discutiré —dijo Epigmenio vacilante; no se atrevía a mencionar las verdaderas razones por las que había ido a visitar a su viejo amigo, pero tras recordar la tumba profanada, reunió la fuerza para preguntar—: Pues me da pena, Acacio… sé que está retirado y que sólo se dedica a sus plantas y a sus nietos… no me gustaría interrumpir su descanso, la verdad no sé cómo pedírselo, verá, lo he estado pensando…, y… usted es la persona más apropiada para… bueno…
            —A’pos qué Epi tan vergonzoso, puesun —lo interrumpió Acacio—. No se diga más. Usté dígame qué noche quere que le vaya a velar la tumba del mentado señor Vega, que Dios lo tenga en su santa gloria, ¿vedá?, y yo estaré ai, al pie del cañón. Pero sólo porque somos viejos amigos, ¿eh? No creya que me gusta lidiar con la familia de La Tuerta y las demás brujas de esa calaña.

***

Cuando la señora Rosaura colocó el último jarrón de flores en su lugar, sintió que alguien la observaba. Asustada, volteó de inmediato. Cuando se dio cuenta de quién se trataba, su rostro de angustia cambió por uno más alegre.
            —¿Otra vez tú? Pero si toda la semana te he dado de comer y ahí me lo dejas; nomás puro desperdicio.
            El visitante recién llegado permaneció en silencio. Sólo la miró detenidamente para después desviar su atención hacia el florero de cempasúchiles.
            —Ah, mira nomás. Ya vi qué es lo que quieres.

***

Esa noche la fila de la taquilla era inmensa. Decenas de personas, en su mayoría jóvenes, se mostraban impacientes. Todos querían entrar a la casa del terror al mismo tiempo; todos querían ser los primeros. Los guardias tuvieron que esforzarse más duro para poner orden en aquella algarabía. Ningún otro agravio a las tumbas sería tolerado por la administración del cementerio. Ya habían dado su última advertencia: un daño más y se verían forzados en revocar el permiso de la atracción.
            A pesar de las constantes exhortaciones en relación con el cuidado de las tumbas y el buen comportamiento de los visitantes, un grupo de jóvenes —que ya venían alcoholizados— se salieron del área asignada y comenzaron a pasearse entre las lápidas a manera de juego. Luego de unos minutos de pisar y brincar sepulturas, un muchacho se tropezó y aterrizó en una tumba deteriorada en demasía; el golpe fue tan duro, que la cruz de piedra que ornamentaba el sagrado receptáculo se desplomó sin problemas y causó un ruido estruendoso.
            Inerte en el piso, y lleno de restos de la otrora cruz, el joven no paraba de reír y sus camaradas no dejaban de burlarse de él. Sin embargo, la diversión se les terminó cuando de entre un mausoleo las sombras comenzaron a alargase debido a una luz misteriosa que surgía, aparentemente, de un vejestorio.
            —¡No mames, güey! Es una puta bruja, de las brujas de Mezquitán —dijo uno de los muchachos que de inmediato se puso pálido como la placa de mármol que tenía a sus pies—. Ira, está embrujando al Mofles; sabe qué le está echando. Grábala, grábala, saca tu cel.
            Cuando la luz amarillenta se acentuó en la oscuridad, se dieron cuenta que no se trataba de algo sobrenatural, sino que era la farola de un anciano que decía salmodias mientras arrojaba sal de grano y limadura de hierro al muchacho que se encontraba en el piso. Cuando Acacio abrió los ojos, se dio cuenta que no era una bruja lo que había destruido la tumba, sino un simple adolescente.
            —¡Muchachos cabrones! Ya verán loqui les voy’hacer. ¡Jijos de su chinchunchán!
            Acacio había creído que aquel alboroto fue provocado por las brujas de Mezquitán, pero al igual que aquellos adolescentes, se equivocó. Entre burlas y gritos, los muchachos huyeron corriendo para perderse entre la multitud que visitaba la casa del terror.
            Una vez que hubo aglomerado las piezas de la rota cruz junto a la tumba, Acacio regresó a vigilar la lápida del señor Vega. Se sentó en su banquito y encendió su cigarro para protegerse un poco del frío que se incrementaba cada vez más. Mientras fumaba, comenzó a escuchar las voces de los difuntos —así llamaba a los reiterados ruidos inusuales que acompañaban la vigilia del camposanto—, cuyas quejas se las llevaba el viento y las convertía en murmullos que apenas hacían eco en los vivos que, a pocos metros, pagaban para que los asustaran.
            Cuando el anciano arrojó la colilla, ésta chocó con algo que de inmediato se movió. Aquel ser comenzó a correr con rapidez entre las tumbas aledañas, causando alboroto y un repetido vuelo de tierra y piedras por todas partes. En el ajetreo, Acacio se puso de pie, apagó su farola y se escondió detrás de un mausoleo. Desde las sombras, observó cómo aquel monstruo se detuvo y, tras unos segundos, comenzó a olisquear descontroladamente en busca de algo. Al no dar con lo que deseaba, empezó a rugir con ira.
            «Santa Virgen di’la vela perpetua. Es un cancerbero del infierno… y mi’stá buscando», pensó Acacio mientras se persignaba. Con sumo cuidado, destapó la botella de agua bendita que llevaba consigo. Justo cuando estaba decidido a lanzarle el sagrado líquido, se detuvo, pues a la luz de la luna, y a pesar de su vista, claramente vio que aquel ser no era un peligro, sino todo lo contrario.

***

La señora Rosaura no comprendía por qué un perro, en vez de querer comida o agua, prefería aquello. Durante días, el animal estuvo yendo a la florería con la esperanza de que la florista le diera una flor de cempasúchil; aguardaba con diligencia en la acera tratando de llamar la atención de la dependienta, hasta que, por fin, lo logró. Algo extrañada, colocó la flor en el piso y el perro, moviendo la cola en agradecimiento, la tomó con el hocico y se fue a toda carrera. Mientras se alejaba, preguntas como, ¿quién era el dueño del animal?, ¿cómo se llamaba el perro?, pero, sobre todo, ¿por qué deseaba esa flor con tanta insistencia?, taladraron su cabeza.
            No fue sino hasta dos días después, mientras platicaba con el viejo Acacio, que se enteró que aquel perro pertenecía al finado señor Vega y que había sido el animal quien, durante varias noches, intentó desenterrar a su amo. El anciano le contó el percance que había acontecido y cómo es que él, al ver al perro poner la flor de cempasúchil en la placa de mármol, se abstuvo de ahuyentarlo pues supo que aquel animal sentía un gran afecto por su dueño, al grado de querer sacarlo del mundo de los muertos para regresarlo a su lado. Los lamentos que escuchaban diversas personas durante la noche, no eran más que los aullidos de tristeza y desconsuelo que padecía el perro.

***

Y pos así fue, ¿vedá? Lo qui andaba tras los huesos del señor Vega no era ninguna vieja bruja, sino su querido chucho, el Bambolino. ¿Qué no me creye? Ta’güeno, usté sabe simiace caso o no, pero pos le digo la mera verdá (eso es lo’qui me dijeron). El animal, desdi que murió el señor Vega, iba al pantión de Mezquitán pa’tratar de sacar al desdichado hombre. Y no era cualquer animal, pos estaba bien juerte. No’mbre, pos yo qué le digo, si’asta movió la placa de mármol y rimovió la tierra.
            Y pos güeno, desdi esa noche yo ya creyo que pos todo eso es verdá, ¿edá? Ya sabe, eso de la riincarnación y de que las amistades pueden durar más allá de la muerte. Pos ire, no va usté a creyerme pero, ¿pos no se va muriendo el pobre animal a los pocos días? La gente dice por ai, dicen, yo ni sé bien, que jue por culpa de la tristeza que sintió porque se le murió el amo. Pos será el sereno, pero el perro está bien muerto, al igual que el señor Vega. Pos no sé usté, pero a mí simiace que están allá arriba los dos con el mero mero, con el jefe Chuy.
            Ya que yo me petatie —Dios guarde la hora, deje me santiguo—… ya le diré si es verdá o no, que el señor Vega y el Bambolino se reunieron... o güeno, si la huesuda viene primero por usté, ya usté me dirá.

 

     
           
 
 
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