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Volumen 7, número 20  / Junio-Junio 2020  
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Insecto.

Julián Penagos - Carreño
julianpc@unisabana.edu.co

(COLOMBIA)

   
   

Pues en un cuarto en el cual Gregorio se hallase completamente
solo entre las paredes desnudas, seguramente no se atrevería
a entrar nadie excepto Grete.
Franz Kafka, La Metamorfosis

 

Grete está de pie en la habitación. Observa la luz del sol de primavera iluminando una cortina de lino amarilla sacudida por los golpes suaves de un viento tibio. Poco a poco, las notas de un violín empiezan a inundar la habitación. Ve a una mujer. Está de espaldas. Tiene puesto un vestido de sastre azul con lentejuelas. Sostiene el instrumento delante de un atril lleno de hojas con partituras, al lado de una cama de madera con sábanas blancas. Grete solo puede ver su brazo derecho, sosteniendo el arco, moviéndose al ritmo cadencioso de las cuerdas frotadas. Tiene la sensación de ser ella quien toca el violín. La lenta cadencia de la melodía acompañada por el compás leve del metrónomo, le van confirmando la impresión de estar, de nuevo, en el sueño. Grete se acerca a la mujer. Alarga sus brazos para tocarla. La mujer percibe su presencia. Aleja el mentón de la barbada. Su rostro queda al descubierto. Grete no alcanza a verlo pues despierta de manera abrupta.
            Escucha un ruido en la habitación contigua:
            ¡Rass! ¡Rass!
            El insecto Gregor, su hermano, sigue ahí.
             Grete se toma unos cuantos segundos antes de tomar conciencia de su realidad. Luego, abre los ojos. Su dormitorio es gris, a las paredes las cubre una gruesa capa de polvo. En frente, un espejo de cuerpo completo, la deja ver el reflejo de una cortina azul gruesa que esconde una ventana, por la que no puede entrar la luz del sol de la mañana del primer día de primavera.
            «¿Era yo la que tocaba el violín en el sueño?», se pregunta. 
            Por un momento, lo cree, pero al forzar su mente para recordar los detalles de las imágenes, se convence de que no lo es, pues la mujer del sueño tenía puesto un traje sastre con lentejuelas de seda azul hasta las rodillas. Su cuello estaba adornado por un collar de perlas que le daba varias vueltas y en la cabeza tenía un listón negro con botones de distintos colores.
            Grete se levanta de la cama para mirarse al espejo. Comprobar si realmente es ella, pues a pesar de lo inverosímil de la situación, duda. Sin embargo, ahí está: tiene puesta una blusa negra y una falda recta hasta los tobillos, oscura, sin corsé, sin gracia, sin elegancia. Duerme vestida.
            Ve un haz umbrío ensombreciendo su mirada. No puede evitar el suspiro de decepción al demostrarse su identidad. Quisiera ser esa “otra”, la del sueño. Ella es feliz. Tiene dos hijos, ofrece recitales de violín y está casada con un hombre que la ama. ¿Por qué Grete sabe todo esto? Porque no ha sido el primer sueño que ha tenido sobre “aquella que toca el violín”. De alguna manera, cada vez que la sueña, experimenta todos sus sentimientos, recuerdos y sensaciones. Lo que más le gusta es cuando “aquella que toca el violín” le comparte la felicidad de estar con un esposo amoroso, en el regocijo de un atardecer, en un parque, frente a un lago de aguas azules, tomados de la mano, sentados en un banco, mientras sus dos niños juegan, acariciados por la brisa de primavera.
            Sin embargo, al despertar, es obligada a volver a su realidad. La presencia del insecto anula la intención de la ensoñación. El olor agrio de sus miembros descompuestos y el sonido de sus patas raspando el piso al arrastrarlas descomponen su quimera. Entonces se lo imagina, negro, con sus antenas partidas, con el moho blanco sobre su caparazón y con sus grandes ojos globulares inclinados hacia los lados.  
            Mira hacia la ventana de la habitación.
            «¿Qué tocaba la mujer del sueño?»
            El adagio de la sonata número uno de Bach. Casi siempre era el mismo movimiento. Grete lo conoce bien, lo practicó mucho cuando tocaba el violín, hace mucho tiempo, pero ella nunca lo pudo hacer de manera tan magistral. El contrapunto era algo que nunca se le había facilitado. Desde lo del insecto, abandonó el instrumento para luego venderlo, por necesidad, a un padre que lo quería para regalárselo a su hijo.
            Mientras medita sobre el sueño, el insecto sigue haciendo ruidos en la habitación contigua.
            ¡Rass! ¡Rass!
            Es un sonido sordo de algo raspando las paredes. Como si Gregor tuviera uñas largas y éstas recorrieran de manera lenta, pegajosa e intencional la superficie de los muros.
            Intentando ignorar el ruido que produce su hermano, Grete decide iniciar sus labores del día. Estas consisten en hacerse algo de comer y contemplar la ciudad desde el balcón de su apartamento. Alcanza a oler el viento liviano flotando en la atmósfera anunciando la primavera. Corre hasta la sala. Pasa por alto el polvo y la suciedad de su alrededor. Su hogar está casi vacío y en ruinas. Observa la flor anémona colocada en el piso, afuera, en el balcón, dentro de una maceta de color azul. Sale. Toma la planta entre sus manos. Contempla sus pocos pétalos de rojo pálido cerrándose sobre un oscuro centro cremoso, sus pistilos cortos agrupados y decaídos, y su estigma café decolorado. Le ha tomado cariño, aunque nunca supo cómo llegó hasta ella. Hace poco menos de un año, una mañana, simplemente estaba allí, en el balcón. Esperándola. Grete la cuidó con esmero. Era una feliz variación en su rutina. La puso, con cuidado. en una maceta azul con tierra, la regó con suficiente agua, pero al pasar el tiempo, notó que la anémona se iba marchitando.
            Con la planta entre sus manos, piensa en la época en que todo sucedió. Cuando su hermano se convirtió en un insecto. Fue una terrible maldición para toda su familia. Medita sobre lo que representó para ella abandonar su anhelo de ir al conservatorio de música y verse obligada a trabajar en una tienda. Reflexiona sobre las dificultades económicas que vinieron después y la necesidad de convertir el apartamento en un hostal. Recuerda a aquellos inquilinos fastidiosos, que, por suerte, nunca notaron la presencia de su hermano (así lo cree ella). Se entristece al pensar en el compromiso de cuidar para siempre a Gregor; prodigarle un cariño que ya no sentía. Llegan a ella las imágenes de la muerte de sus padres debido al hambre, la tristeza y la desilusión.  Condena las noches llenas de desespero por la imposibilidad de abandonar el apartamento. Siente rencor por los días sin fin en los que tuvo que estar amarrada a Gregor. Odia el deber forzado de tolerar el ruido producido por él, un insecto inmortal. Todo eso medita Grete, produciendo con sus dientes, un sonido repetitivo y seco.
            El ruido se hace más insistente.
            ¡Rass! ¡Rass!
            El insecto sigue ahí, en la segunda habitación, en la que siempre ha estado.
            Pasa una media hora. Gregor no se detiene. Grete sospecha. Su hermano está más inquieto que otros días. De repente, el sonido se interrumpe de manera sorpresiva.  Grete, entonces, escucha un golpe sordo y luego otro, acompañado por un ¡crash! Como si unos vidrios se rompieran. Después, oye una puerta abrirse, a lo que le siguen los ecos de algún forcejeo, el jadeo de una mujer y un gruñido. Después de algunos minutos se hace un silencio tan abrumador, que le corta la respiración.
            Grete se esfuerza por respirar. Mueve sus dedos rápidamente, golpeando la superficie azul de la matera, produciendo un sonido sin ritmo.
«¿Qué ha pasado?»
            Hace mucho tiempo no entra a la habitación. De vez en cuando, vierte algunos desperdicios de frutas y vegetales por una pequeña rendija ubicada en la mitad inferior de la puerta. En cinco años no ha visto a su hermano - insecto.
            «¿Aún estará allí? ¿Alguien se lo habrá llevado?», se pregunta.
            Duda. Grete duda precisamente hoy, el primer día de la primavera, con la anémona en sus brazos.
            Deja la planta en el piso del balcón, no sin antes darle una última mirada suplicante. Se acerca poco a poco a la puerta, asegurada con tabiques y palos atravesados. Posa sus oídos sobre ella, primero el izquierdo, luego el derecho. No escucha nada. Va quitando las trabas con dificultad. Su corazón late rápido.             Empieza a pensar que, si el insecto no está, puede alcanzar la libertad. Cuando termina de quitar todo lo que impedía abrir la puerta, toma el pomo con sus dos manos y queda petrificada por un instante.
            «¿Y si está? ¿Y si continúa allí con su caparazón podrido y sus inútiles patas? ¿Qué haré?»
            De repente, viene a su mente la imagen de “aquella que toca el violín”. Decidida, gira la perilla.
            Abre la puerta. Un olor lúgubre la paraliza. Es una mezcla de polvo, carne en descomposición y anís. Se le revuelve el estómago. Retrocede para no vomitar. El aire de la primavera la reconforta. Toma fuerzas de nuevo. El cuarto está oscuro. Sin embargo, la luz del día alcanza a entrar, tímida, por una pequeña ventana situada al fondo de la habitación. Desde el umbral, Grete puede ver que todo está cubierto de tierra y apenas se alcanzan a distinguir algunas siluetas delineadas por sábanas sucias.
            Piensa en el sueño. En la sensación de ser ella la protagonista. De ser ella quien toca el violín llena de felicidad. En el fondo, contemplar ese panorama la hace creer que todo puede ser mejor, que, sin su hermano, lograría rehacer su vida.
            Entra en la habitación. Sus ojos demoran un poco en acostumbrarse a la leve oscuridad. Busca al insecto. Se pregunta sobre la apariencia actual de su hermano, si habrá cambiado algo, si de repente la transformación se hubiera reversado, pero eso es improbable, ya que, si fuera de nuevo un ser humano, hace mucho hubiera salido de la habitación.
            Alza todas las sabanas, dejando al descubierto antiguos muebles. Revuelca el polvo. Tose. Le arden los ojos. Busca en los rincones. Mira debajo de un sofá viejo y roído. Una última sábana cubre un bulto gigantesco. Se acerca. Toma las puntas con las manos. Al destaparla…no es él, es solo una mesa. Se desespera. Revisa la ventana, sus vidrios siguen intactos. Saca los muebles, uno por uno: un armario, un escritorio, los largueros de una cama, tres sillas, dos sofás, cuatro mesas…Se cansa, jadea, no lo encuentra. Da una última mirada a la habitación. Está vacía. No hay nada. No hay insecto.
            «¿Se ha ido? ¿Se lo han llevado? ¿Quién? No importa», piensa.
            No se da cuenta, pero sonríe. Está demasiado cansada, pero los grilletes parecen haber desaparecido.
            Grete se sienta en uno de los sofás a pensar en sus futuras acciones, ahora que su hermano - insecto no está. Irse, viajar, vivir, ser libre. La entusiasma su nueva situación. Con ilusión observa la anémona, esta parece abrir sus pétalos lentamente. Se va quedando dormida, perdida en la ilusión. 
            Sueña. Sueña con la habitación iluminada por un sol tenue donde la “otra” toca el violín. Esta vez, se escucha el presto de la sonata. De repente, la mujer voltea. Grete alcanza a ver su rostro.
            Sí, es ella. Es…ella misma.
            ─¿Qué haces aquí? ─pregunta la Grete del sueño un poco sorprendida por la presencia de su otro yo.
            ─Vengo a ser parte de esta vida —responde —a ser parte de ti “hermana”.
            La Grete del sueño sonríe lastimosa.
            Las imágenes y los sonidos se han hecho más claros. Un viento fuerte irrumpe en la habitación. Desordena las hojas llenas de partituras. Hace volar la cortina amarilla dejando ver una repisa, sobre ella, hay una maceta y dentro, una planta, una anémona florida.
            —¿Te gusta mi flor, “hermana”? —le pregunta la Grete del sueño, al notar que la otra no puede dejar de verla —me la regaló mi esposo.
            —Tengo una igual, pero no florece —contesta.
            Un silencio espeso las envuelve a las dos. Es interrumpido por la Grete del sueño, quien organiza las partituras, para continuar tocando el violín.
            —No puedes ser parte de esta vida —dijo mientras alzaba el arco.
            —¿Por qué? —pregunta Grete, tomándola del brazo, evitándole continuar con la tonada.
            —Tomaste tu decisión.
            —¿Cuál?
            —La que cambió todo.
            —¿Cuál?
            —¿Recuerdas, hace años, cuando estabas tocando el violín para los inquilinos?
            —Sí.
            —¿Recuerdas, que los inquilinos se mostraban indiferentes a tu música?
            —Sí, fueron muy groseros.
            —Recuerdas, ¿quién apareció en la puerta de la habitación, a punto de entrar en la sala?
            —Mi hermano Gregor, el insecto.
            —¿Tu lo viste cierto?
            —Sí, tenía que evitar que los inquilinos lo vieran.
            —Lo ahuyentaste ¿Cierto?
            —Con una mirada y un ademán de mis manos, mientras tomaba una pausa en lo que estaba tocando. Debía evitar que lo vieran, hubiera sido el final de todo.
            Se produce otro silencio, este más incómodo que el anterior.
            —Tú lo has dicho, la verdad es que…fue el final de todo.
            —Pero el insecto retrocedió. Volvió a su habitación. Los inquilinos no notaron su presencia. 
            —No, eso no pasó así. Tú tomaste la decisión. Todo esto es tu responsabilidad. Recuérdalo…
            Grete la mira contrariada, no entiende lo que quiere decirle. La que toca el violín acerca su rostro hacia ella, como si la cercanía la obligara a comprender sus palabras.
            —En realidad, los inquilinos lo vieron. Reclamaron airados. Padre los echó de inmediato. Después, tú, entre sollozos, exigías que tu hermano también se fuera. Cuando volvió a la habitación, cerraste la puerta de un portazo. Allí murió al instante.
            Se aleja de ella, esperando alguna reacción. Luego, la mira fijamente.
             ─Mi querida “hermana”, el insecto murió hace mucho tiempo.
            De repente, el ruido en la habitación vacía vuelve a producirse:
            ¡Rass!, ¡Rass!
            El insecto Gregor, su hermano, sigue allí. 
            Despierta. Abre los ojos. Grete no logra entender este último sueño. Está sudando. No puede respirar bien. Siente un peso enorme en su pecho. Observa el balcón. No alcanza a ver a la anémona. Está segura. No ha florecido. No sabe cuándo se hizo de noche. No quiere pensar lo inevitable. Se queda allí, congelada, mirando dentro del agujero de su propia oscuridad.

 

     
           
 
 
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