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Volumen 7, número 20  / Junio-Junio 2020  
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La leyenda del príncipe vagabundo.

Proemio

Alex Guaderrama
alejandroguaderrama@outlook.com
(MÉXICO)

 

   
   

Antes de comenzar, quisiera hacer una pequeña aclaración: que aunque para algunos no lo parezca, en realidad es la primera vez que narro una historia. Mi vida entera la he pasado entre libros que contaban las grandes hazañas de mi pueblo, de aquellos personajes de mi pasado que me inspiraron con su ejemplo a ser quien soy ahora. Pero en realidad nunca tuve la oportunidad de contar mi propia historia. Siempre supuse que esta tarea pertenecía a alguien más; que con el paso de los años y conforme mi nombre fuese creciendo en estima dentro del corazón de mi pueblo, aquellas épicas leyendas y canciones vendrían por sí solas. Es un pensamiento demasiado soberbio, lo sé, pero así fui inculcado desde niño: que yo habría de crecer para servir al Imperio, para convertirme en alguien grande. Ahora, mirando hacia mi pasado y con una nueva visión de mi futuro, comprendo que las personas grandes no son aquellas que realizan actos heroicos o conducen a gigantescos ejércitos a la lid obteniendo siempre el triunfo, sino aquellas que concientes de sus propios defectos y debilidades, así como de sus muchas virtudes, son capaces de alcanzar la felicidad. Ésta es la mayor gloria a la que un ser humano o Licántropo puede aspirar.
            La historia de mi vida es bastante especial, no por el hecho de que haya nacido en una cuna de plata o que mi linaje así lo haya marcado. No. Mi vida es especial por el simple hecho de ser mía, porque yo la he construido paso a paso, algunas veces con tropiezos, otras con valerosos saltos, pero siempre con la confianza de que todo se puede lograr con un poco de fe, y que no hay mal tan grande ni pena más dolorosa que los amigos no puedan ayudar a aliviar.
            Desde el momento en que mi madre, la princesa Ainé, anunció que estaba encinta, la noticia fue motivo de gozo para todo el Imperio. Poderosos magos de todas las regiones de Asgard acudieron a su llamado. Ellos, con sus tablas y sus compases, me dibujaron un futuro sobre un lienzo basado en el movimiento de los planetas. Otros se dedicaron a hacer monótonas profecías consultando a las estrellas. En la ciudad, los nobles debatían el impacto político de mi concepción; en casa, en el Salón Imperial, las sirvientes de mi madre hacían esfuerzos por asegurar mi bienestar con bendiciones de todo tipo. Los mejores sanadores fueron llamados a garantizarme una exitosa llegada al mundo bajo pena de muerte de no lograrlo. Y en todas partes mi llegada era esperada como un rayo de esperanza tras los crueles eventos sucedidos meses atrás.
            Por supuesto, yo no sabía nada de esto. ¿Cómo hacerlo si era tan feliz en el vientre, tan inconsciente pero al mismo tiempo soñando con un millar de posibilidades?
Y finalmente se vino el día. 
            Mi primer llanto fue tan agudo que hizo reventar las ventanas de la habitación, mientras mi primer estornudo estuvo acompañado de diminutas chispas que terminaron por incendiar las cortinas que adornaban mi cuna. Pero a pesar de tener la vida resuelta hasta el día de mi muerte, porque incluso mi tumba ya había sido construida en fino mármol blanco con mi nombre grabado en letras de plata—algo escalofriante de ver, si me preguntan—yo fui un niño sano: diez dedos en las manos, diez en los pies, un par de orejas, una cola, ustedes saben, querido y adorado.
            Mi padre estaba muy orgulloso de mí. Dicen que saqué su carácter noble y compasivo, algo que pude comprobar en muchas ocasiones mientras estuvo conmigo. El príncipe Roldán era admirado por su capacidad de mando y sus actos de bondad. Durante su mandato, Eremón, la capital del Imperio del Este, alcanzó su mayor esplendor.
A una semana de haber yo nacido, se llevó a cabo una concurrida ceremonia en el templo princip            al dedicado al dios Heimdal, patrono del Imperio. En medio de cantos y oraciones fui bautizado con el nombre de Adrian, como parte de una larga tradición familiar de agregar "an" al final del nombre. Desde Bodian el Mensajero hasta Burian el Grande, pasando por Lorcan el Pequeño Salvaje e incluso la reina Cian por cuya memoria fueron nombradas las aguas del mar más bello—Cian Mannán—todos ellos llevaron el sufijo con honor. Casi al final, un joven se acercó a mi madre pidiéndole que aceptase su bendición. Aquel muchacho no era un ser cualquiera, sino Ocelus, el mejor Sanador de todo Asgard. El joven dibujó una luna creciente en mi frente como símbolo de la luz que desde ese momento me protegería. A lo largo de los años, su bendición me ha protegido en innumerables ocasiones, pero ya habrá tiempo de hablar de ello.  
            Lejos de aquellas primeras muestras de rareza, por llamarlas de algún modo, mis poderes permanecieron dormidos. Ninguno sospechaba que yo había heredado los dones de mi madre. De vez en cuando me parecía ver las sombras de soldados que habían dado su vida en el Salón Imperial y cuyos espíritus todavía le recorrían protegiendo a sus habitaciones, o incluso podía escuchar lo que los demás pensaban cuando me acercaba mucho a ellos. Pero nada de esto me parecía extraño. Como niño yo creía que esto era algo natural en todos y nunca tuve la necesidad de comunicarlo. Mi madre me mostraba este otro mundo con cautela, poco a poco, como se le instruye a un niño a leer. Por las noches solía llevarme a caminar por el bosque para conversar con los árboles, seres infinitamente sabios, ahora comprendo, o simplemente para jugar siguiendo una esfera de luz que creaba de la nada. Supongo que ella esperaba que yo creciera libre de todo prejuicio. La magia era parte del mundo y yo debía aprender a convivir con ella en lugar de temerla, como lo hacían muchos a nuestro alrededor. Si en su interior ella guardaba el anhelo de verme convertido en un Mago, nunca dio muestras de ello. Mi madre deseaba que yo siguiese mi camino con lealtad, cualquiera que este fuese.
            El primer encuentro de mis padres con mis dones vino de modo inesperado. Una tormenta azotó la ciudad. Los ríos se desbordaron inundando calles y hogares por igual. Los puentes que separaban la isla de tierra firme se vinieron abajo, y al final muchas vidas se perdieron. En medio de la confusión fui arrebatado de mis padres, tan sólo para aparecer entre los brazos de la Gente Marina. Las Ondinas y los Tritones, místicas criaturas del agua, se habían congregado para observarme crear burbujas enteras de mi boca. Estas salían flotando en el aire para deleite de los presentes, quienes no comprendían cómo un niño Licántropo era capaz de tal cosa. Ellos se encargaron de reunirme con mi madre, quien no podía creer lo que estaba viendo. Y aunque la noticia fue tomada con agrado por su parte, no lo fue así con mi padre.
            En cuanto tuve edad suficiente para resistir la faena diaria de un ejercicio, mi padre encomendó mi crianza a su mejor amigo y guardaespaldas: Cámulos. El valiente General, en ocasiones llamado El Rojo debido a su inusual cabellera, se convirtió en mi primer y más querido maestro. Él se encargó de guiarme en el camino de las armas, enseñándome a pelear con la espada tanto con la lanza, al tiempo que me mostraba tácticas de guerra que pacientemente ilustraba sobre un viejo tablero de ajedrez.
            El ajedrez Licántropo es un juego bastante común no sólo en Licaón, sino en todos los reinos donde habite nuestra raza. Para aquellos que no lo conocen, déjenme decirles que es bastante interesante. Las piezas son las siguientes: el Humano, también llamado “el Sacrificio”. Creo que su nombre lo dice todo; el Enano o Labrador; el Elfo o Guardián, cuya función es proteger al resto de las piezas; y finalmente están los Hombres Lobo, quienes gobiernan sobre el resto. También tenemos otras piezas como el Sacerdote, que interviene ante los dioses; el Hechicero, maestro de la magia; y la Torre, la única pieza que no representa un ser vivo. A diferencia de los tableros humanos, nuestro juego no incluye un rey o una reina. La figura de autoridad está marcada por el dios protector de cada bando. Derrotar el enemigo es símbolo de la supremacía del dios propio.  
            Fue durante esas largas tardes intentando adentrarme en la mente de mi maestro en las que aprendí a valorar a mi contrincante. Con su juego, Cámulos me enseñaba a confiar en mis instintos, a desarrollar mi pensamiento, así como a mantener mi espíritu tranquilo ante las adversidades de una situación.  
            Aunque yo crecía feliz bajo la sombra de mi maestro, mi madre creyó conveniente que también me educase en la magia. Conforme iba pasando el tiempo y mi cuerpo se iba desarrollando con todos los contratiempos de la pubertad, mis poderes, así como mis inquietudes, se fueron manifestando. Había ocasiones en las que no deseaba salir de mi habitación, agobiado por las cosas que escuchaba en las cabezas de los sirvientes. En momentos mi carácter me llevaba a destruir las cosas con el simple pensamiento, para luego arrepentirme de ello. Yo tenía miedo de mí mismo, de la luz que brotaba de mis manos, de los espíritus que me llamaban buscando consuelo, incluso del deseo natural por otros como yo que conllevaba mi desarrollo. Las noches eran una pesadilla, sin mencionar los momentos en que no podía más y dejaba que el instinto me llevase, brindándome el descanso que tanto necesitaba.
            Ya que mi padre había mostrado un abierto rechazo hacia mis dones, optamos por mantener en secreto nuestras sesiones de magia. En aquellas frías habitaciones fui enseñado a comunicarme con el mundo espiritual, a ver y no sólo escuchar los pensamientos de las personas, y hasta a influir en sus recuerdos. Aquello requería la ayuda de un verdadero guía. El resto, decía mi madre, podía aprenderlo de los libros.
            Aunque no me guste admitirlo, en gran parte debido a la semilla de orgullo que cargo como regalo de mis ancestros, siento que el rechazo de mi padre tuvo un impacto en muchas de mis decisiones, tanto en su momento como en el futuro. Desde niño, esa necesidad de aprobación por parte de los adultos varones ha tomado muchos nombres. Ya fuese mi maestro Cámulos, el general Ómen, de quien recibí la cicatriz que llevo sobre mi rostro, mi maestro Gareth, hasta el mismo Owen, a quien mencionaré más adelante, todos son y han sido de alguna manera personificaciones del cariño de un padre que por mucho tiempo estuvo alejado de mí. Momentos antes de su muerte, mi padre me expresó lo mucho que me quería y que lamentaba no haberme apoyado más. Sin embargo ya era demasiado tarde. El daño ya estaba hecho.
            El funeral de mi padre se llevó a cabo bajo un hermoso día soleado, los cuales son escasos y muy preciados en Asgard. Se dice que cada una de nuestras victorias es acompañada del brillo del sol, un regalo para nosotros de los dioses mismos. Gente de todas las razas acudió a darle una última despedida a uno de los gobernantes más benévolos que Eremón haya tenido. A su lado yacía su mejor amigo, Cámulos, quien también había dado su vida por defenderme. Y aunque el día estuvo lleno de triunfo, para mí se sentía como una cruel derrota. En un sólo día me despedía de mis dos figuras paternas, un golpe que en ese entonces, estaba seguro no poder superar.
            El Salón Imperial se sentía solo. Los pasillos estaban desiertos. Las horas transcurrían sin ninguna expectativa. El Trono me parecía un lugar ajeno a mí. La corona me quedaba grande. Y todo esto no hacía más que sumarse a mi ya creciente desesperanza, como el eco interminable de una voz con un mismo origen. 
            ¿Qué hacía yo, un niño, jugando a ser el heredero de todo un Imperio?
            Mi madre no podía comprenderme, nadie podía en su momento. Ella había sido una mujer que para poder alcanzar la paz en su alma había sacrificado no sólo sus propios ojos, sino la mayoría de sus emociones. Había ocasiones en las que sin ser fría, se mostraba indiferente ante muchas cosas. En ocasiones se le podía encontrar en su jardín privado, sola e inmóvil, sin mostrar reacción alguna a lo que sucedía a su alrededor. Era como si su mente pudiese separarse por completo de su cuerpo al punto de no sentir nada, ni el roce de la lluvia o el frío de la nieve. Eso, me dijo en una ocasión, más que una consecuencia de una decisión, era un estado de conciencia, como el sueño, que le permitía entre otras cosas, descansar. Al igual que yo, durante su sueño, mi madre era capaz de escuchar los deseos y ansiedades del pueblo en una cacofonía que no cesaba sino hasta el momento de despertar.
            Sin importar cuántas explicaciones me diese ella para su comportamiento, yo siento que mi madre en realidad no buscaba alcanzar la paz de su mente o el descanso de su cuerpo, sino el alivio en su corazón. Aunque casi no lo mencionase, yo estoy seguro que extrañaba a mi padre tanto o quizás más que yo. Tal vez lo que ella intentaba hacer en realidad era desprenderse de su cuerpo tan desdichado para finalmente reunirse con mi padre, en donde quiera que estuviese su espíritu. Sobre los aires o navegando por el mar, mi madre le buscaba día con día con la esperanza de volver a verle aunque fuese por un instante.
Y todo esto puedo entenderlo porque estoy seguro que si un día ella llegase a faltar, yo haría lo mismo.
            En ocasiones llegué a resentir su falta de apoyo. Antes que buscarla prefería pasar mi tiempo en mi habitación lamentando mi pérdida. Durante esos días me di cuenta de lo poderosas que podían llegar a ser mis emociones. Mis ojos eran capaces de manifestarlas cambiando de color acorde a ellas; el clima parecía querer imitarlas. La lluvia caía y caía sobre la ciudad y yo sin poder controlar mi llanto. Sabía que tarde o temprano tendría que asumir mis responsabilidades como gobernante, sin embargo hacía todo lo posible por retrasar la llegada de aquel momento.
            En ocasiones mi tío Yuri, el hermano de mi padre, intervenía, pero no hacía más que agravar la situación. Aunque sus intenciones son buenas la mayor parte del tiempo, mi tío no es la persona más adecuada cuando se trata de ser paciente con alguien. Mi padre solía contarme historias de ambos cuando eran niños, de cómo Yuri siempre estaba metiéndose en problemas con otros muchachos y cómo mi padre siempre terminaba interviniendo para defenderle. En ese momento me mostraba una sonrisa, diciéndome cómo por más que uno odiase a sus hermanos menores, era imposible separarse de ellos.
            Mi tío Yuri nunca se casó. Nadie sabe la razón, y tengo la sospecha de que no quieren averiguarla. Era un hombre bastante apuesto, lleno de aquella vitalidad juvenil pero al mismo tiempo lleno de una atractiva madurez. Sus ojos eran del color de la amatista, tan extraños como cautivadores. Sus cabellos oscuros salpicados de nieve caían sobre su rostro como prueba del inevitable paso de los años. Supongo que el amor se perdió en el camino, tal vez nunca hubo espacio para él, o quizás simplemente fue reemplazado por un sentimiento mucho más fuerte llamado deber. A partir de la muerte de mi padre, Yuri se dedicó a cuidar de mi madre en el estricto sentido de un hermano.
            Era verdad que yo aprendía mucho a su lado. En ocasiones llegaba a ser divertido cabalgar juntos por los bosques mientras me narraba una leyenda o alguna anécdota sobre mi padre. Había ocasiones en las que sólo se quejaba durante horas, escucharle era encontrar el lado oscuro del mundo. Tan elocuente era su estilo de contar sus problemas, la mayoría de ellos imaginarios, como graciosos sus modos de resolverlos. Pero en aquellos días de llanto no estaba de humor para escucharle. Fue la primera y tal vez la única ocasión en que le vi molesto conmigo. Pegó un grito y me arrojó de la cama, amenazándome con matarme si no reaccionaba. Al ver la escena, mi madre invocó un hechizo que terminó por derrumbar un par de paredes. Mi tío Yuri salió vivo sólo gracias a que él también había aprendido magia durante los años que pasó custodiando las ruinas malditas de una fortaleza. Cuando la nube de polvo se disipó, encontramos a mi tío yaciendo inconsciente en el suelo. Un halo de luz protectora le envolvía todavía, aunque su fuerza iba disminuyendo rápidamente. Muchos años han pasado y los sirvientes todavía justifican lo sucedido. Ellos aseguran que mi madre no vio de quién se trataba cuando lanzó el hechizo, su instinto protector se había apoderado de ella. Mi madre nunca ha confirmado ni negado ésta versión, pero yo estoy seguro que ella tenía toda la intención de reducir a mi tío a cenizas, aunque a nadie le guste admitirlo.
            Algo bueno resultó de aquello. Me di cuenta de que todavía me faltaba mucho para convertirme en un gobernante digno de mi pueblo. Para ello debía entrenarme, estudiar, crecer, pero sobre todo, madurar. Aunque, olvidando aquel otro lado de mi ser, ¿cómo podría yo hacer las pases conmigo mismo? Nunca antes Licaón había sido liderado por un ser mágico. ¿Acaso sería yo capaz de hacer historia?
            La única forma que conocía de hacer todo esto sin olvidar la búsqueda de mi propia felicidad, era aceptar todo lo que era, olvidando todo aquello que los demás creían que yo debía ser. Sin importar cuánto tiempo me llevase, me habría de convertir en un Mago, y, llegado el momento, habría de regresar a Eremón para reclamar el Trono que por derecho me pertenecía.
            La decisión fue sencilla de tomar. Aceptarla no estaba en los planes tanto de mi tío como de mi abuelo. El Emperador Burian el Grande había amenazado con dejar su hogar en Belenus para hablar conmigo y convencerme de mi error, pues aunque se había hecho un esfuerzo por mantener el asunto en secreto, los rumores ya comenzaban a rondar por todas partes. ¿Qué sucedería con el Imperio? ¿Qué con sus ciudades, su gente, sus costumbres? ¿Quién habría de heredar la Corona ahora que el joven príncipe había desertado? El conflicto estaba por llegar.
            Así que una noche sin luna, poco antes de la llegada de mi abuelo, mi madre me llevó a su habitación, y cerró la puerta tras de sí. Ella me tomó entre sus brazos diciéndome que estaba muy orgullosa de mí, y que sin importar qué sucediera o a dónde fuera, ella me habría de seguir amando. Sus cabellos negros acariciaron mi rostro, el perfume de sus ropas, a calor de hogar, a flores invernales, me acompañó durante días. Mi madre nunca pudo verme porque ella era ciega. Pero yo estaba seguro que me consideraba bello, pues entre caricias me decía que era el vivo rostro de mi padre. De su frente retiró la Corona de Eremón, y la colocó gentil sobre la mía. Después, me entregó un sobre cuidadosamente sellado. La carta iba dirigida hacia un poderoso maestro que habitaba en el otro extremo del continente, hacia occidente. Él se encargaría de brindarme toda la ayuda necesaria.
            Finalmente, ella puso en mis manos la espada que siempre me ha acompañado en mis aventuras. Se trataba de una hoja curva de aproximadamente un metro de largo. Su hermosa empuñadura del color del marfil se ajustaba a la perfección a mis pequeñas manos.
            —Su nombre es Eslabón —explicó con solemnidad—. Fue forjada como un símbolo de unidad entre los pueblos por mi propio abuelo, mucho antes de que nuestro propio reino fuese conquistado por el Emperador Burian. Mi madre solía decirme que había sido creada a partir del aliento del Pilar del Este, Yue, el Dragón Blanco.
            —Madre, ¿cómo puedo sostener algo que fue construido gracias al mismo ser que le quitó la vida a mi padre? —le cuestioné con preocupación.
            —Yue fue corrompido poco antes de su muerte —narraba—. Sus acciones estaban controladas por la Hechicera Tamahune. Es por eso que fue necesario vencerle, para que éste pudiese volver a nacer puro, como lo ha hecho a lo largo de muchas vidas. No sufras por aquellos que ahora habitan en el Valhala. Que esta espada no represente temor para ti —me pidió, apretando mis manos con las suyas—, pues nunca ha sido utilizada en batalla. Su pureza es tal que es capaz incluso de cortar a través de las sombras.
            Un beso en la frente y estaba listo para partir.
            —Ve, niño —susurró—. Ve, mi Príncipe Vagabundo.
            Entre ella y yo ideamos un plan. Si realmente deseaba escapar, necesitaba de toda la ayuda posible. El Emperador había enviado a La Legión a custodiar el Salón Imperial, por lo que todos los accesos conocidos estaban obstruidos. Mientras mi madre se dirigía a su torre, yo me abría paso entre las decenas de guerreros que buscaban aprisionarme. Tenía que parecer que había luchado, de lo contrario habrían acusado a mi madre de complicidad. En realidad no deseaba herirlos, pero no me dejaban opción. Un hechizo sencillo para calentar sus armaduras fue suficiente para dejarlos inmovilizados. Corrí con desesperación por lo que me parecieron horas, mientras las paredes se derrumbaban y las habitaciones estallaban en un intento por bloquearles el paso. Cuando mi madre logró terminar su hechizo, la ciudad entera cayó dormida. Los soldados se desplomaron inertes, dejándome el camino libre. Tomé un bote del puerto, cargado con comida suficiente como para llevarme hasta Ishtar, en el sur. Esa sería mi primera parada. Lentamente, como navegando entre sueños, la corriente me fue llevando cada vez más lejos, hasta que mi ciudad fue un mero recuerdo en mi corazón.

 

     
           
 
 
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