Departamento de Letras
Departamento de Estudios Literarios

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Guadalajara, Jal., México. CE: argos.cucsh@gmail.com
e-ISSN: 1562-4072
  Volumen 7, número 19 / Enero-Junio 2020  
Revista electrónica semestral
de estudios y creación literaria
    UNIVERSIDAD DE GUADALAJARA    
Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades    

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Cuentos de Medianoche

Tierra Favel

Hija de la medianoche

Helena solía dibujar siluetas de niños en los troncos de los árboles que eran talados. Ella creía que así curaba el dolor del árbol. “Te entrego un alma de niño para que alivie tu dolor”, cantaba mientras dibujaba con un pedazo de carbón la silueta sobre los anillos de un tronco. Temerosa de su padre, la niña se paseaba durante el día entero por los bosques, y a veces también por las noches, repartiendo siluetas en árboles talados.
             El bosque era inmenso y denso, pero Helena temía más a los gritos de su padre que a los aullidos de los lobos. En el bosque solía encontrar comida. Muy en el fondo había un altar donde la gente solía dejar alimentos al espíritu de la Medianoche, ella los devoraba como un animalito hambriento, en casa no siempre se comía, y al espíritu no parecía importarle.
             Los años pasaron, Helena se hizo mayor, seguía caminando por los bosques apoyada en un bastón. Ella vivió más que ningún hombre. Ella vio como los niños morían y los árboles talados renacían. El pueblo donde Helena vivía perecía lentamente, morían sus habitantes y allí donde antes había casas, poco a poco era poblado por árboles.
             Desde la distancia, oculta entre los árboles, Helena miraba a una madre sola arrullar a su hijo junto al fuego. A la medianoche, dibujo la última silueta de un niño en un árbol recién talado y de este modo, el último infante de su pueblo falleció. La madre del niño huyó de ese lugar maldito y con su partida murió el pueblo entero. Pero Helena se quedó. Lastimosamente camino a través del bosque, allí, en el altar del espíritu de la Medianoche, encontró como siempre, alimentos buenos y frescos. Comió el pan, bebió la leche, probo el queso y lloró. Años atrás, su casa había sido consumida por las llamas, había quedado huérfana, los pueblerinos la habían abandonado, la llamaban bruja ─igual como lo hacía su padre─. ¡Bruja! Y fue arrojada al bosque para que los lobos la devoraran o para que muriera de hambre, pero eso nunca sucedió. Ahora, ya vieja y cansada, y con su venganza conseguida, se arrodillo junto al altar y oró. Pidió al espíritu de la Medianoche una infancia eterna y feliz, un padre que la amara, pidió ya no ser odiada. Se acurruco en el hueco del árbol donde solía pasar las noches y no tardo en quedarse dormida, sabía qué era hora de partir, moriría al fin.
             “Helena”, escucho una voz llamándola, un olor a gardenia y el maullido de un gato. Sol, sus rayos daban de lleno en sus ojos, se despertó, una mano enguantada la ayudo a salir del hueco del árbol, sus harapientas ropas resbalaron, eran demasiado grandes para su pequeño cuerpo. Ya no era más una anciana, volvía a ser una niña pequeña. Un hombre alto, vestido elegantemente de negro sostenía su mano, un gato blanco maullaba a su lado. El sombrero que llevaba le impedía ver su rostro.
             El hombre la levanto en brazos y la cubrió con su saco, pues la pequeña estaba desnuda, camino con ella a través del bosque. “¿Quién eres?”, le pregunto la niña, aún bastante desconcertada. “No me tengas miedo, nos conocemos desde hace años, soy el espíritu de la Medianoche”. “¿Eres mi papá?”. El hombre lo pensó por un momento, para después responder, “Eso fue lo que pediste… fui yo quien te alimento y cuido de los lobos, así que sí, supongo, que soy tu padre”. La niña sonrío, ahora podía ver el rostro del hombre y no le daba miedo.
             Helena, la pequeña Helena sigue paseándose por los bosques, pero ya no viste harapos, sino hermosas ropas hechas de manta, con vivos colores, su capucha azul ondea a medida que corre entre los árboles como una llama azul bajo los rayos del sol. A veces un gato blanco la acompaña. Nadie la llama bruja, nadie la odia y ya no teme regresar a casa. Pero a veces aún sale por las noches, siempre con el permiso de papá y acompañada, unas veces por él y otra por el gato, llega hasta los lindes de los bosques y dibuja, en cada tronco de un árbol talado, la silueta de un niño. Su padre le ha dicho que eso estaba bien, que hay muy pocos árboles y demasiada gente.
             “Las personas siempre serán malas ─le decía su padre, el Hombre de Medianoche─, mientras que los árboles no conocen maldad”
             Y Helena escuchaba a su padre, ¿acaso no había sobrevivido gracias al bosque? Era una niña obediente a la que le gustaba ver, como los árboles que eran talados por los hombres, renacían cuando ella dibujaba en ellos, la silueta de un niño.

 

Micifuz

He estado prisionero muchísimo tiempo. Desde que nací pude hablar, hablar con los humanos y hablar con esos otros a quien el hombre llama: animales. Pero este poder de comprensión, también fue mi condena. Los primeros años de mi vida fui venerado, cuidado, incluso temido. Ame a mi cuidador humano, yo me paseaba, libre. Entonces, un día todo cambio, sangre, muerte, prisión. Me hacían hablar con seres con carne y sin ella, pero yo quería libertad y un día deje de hablar, el Hombre ahora solo escuchaba mis maullidos de dolor cada vez que me torturaba, en un vano intento de hacerme hablar, no había más palabras, solo dolor, dolor y lágrimas de sangre que manchaban los ojos de la coraza que me rodeaba. Durante años vino la tortura, la ignorancia de quién era yo, ahora me torturaban solo por ver mi sangre, solo por escucharme, maldita turba enardecida. Y entonces un día todo acabo.
             Durante muchos años “descanse” sepultado en el olvido, imposible escapar, quería huir, pero no podía y temía ser encontrado de nuevo, torturado de nuevo… Y así fue… Un hombre ya mayor compro la estatua que era mi prisión, y él sabía quién era. Y el dolor y la tortura vinieron de nuevo, pero yo no hablaría, no había Hombre en este mundo con quien quisiera hacerlo.
             Podía verla a través de mis ojos de amarillo cristal. Una ciudad caótica, sucia, contaminada. De inmensurables edificios, altos y feos, negros y sucios como la ciudad misma. Los humanos de esta ciudad portaban máscaras, podía escuchar su respiración entrecortada. Avanzaba en manos de mi torturador, íbamos en una extraña máquina que zumbaba, con cuatro ruedas, avanzaba sin ser tirada por caballos y emitía un aire pestilente. Por fin, llegamos, la maquina se detuvo, unos grandes pilares le impedían el paso. Al salir mi torturador se quitó la máscara que portaba y respiro, otros individuos, que le acompañaban hicieron lo mismo. Y yo percibí un cambio, el aire limpio, el negro concreto dio paso al adoquín, no había más edificios inmensos, solo árboles, enormes y hermosos árboles. Las lámparas, con forma de dragón, iluminaban el camino y la noche. Una luna de un blanco increíble se abrió paso entre las nubes, y por una vez lo sentí, esperanza antes que miedo.
             Mi torturador hizo una señal de alto a sus acompañantes “Desde aquí seguiré solo, estamos en la puerta de sus fronteras, él me ha dado permiso solo a mí, no crucen el umbral por ningún motivo, o acabarán como ellos”. Y señalo unos árboles que yacían junto a las lámparas de dragón, árboles retorcidos, árboles que temblaban, árboles con formas humanas. “Tengan paciencia, deberé caminar hasta donde vive, él detesta las maquinas, pero regresaré con lo que hemos venido a buscar: la inmortalidad”. Y emprendimos la marcha.
             12 campanadas resonaron cuando entramos al edificio de piedra, rodeados por el viento, la noche y la luz de las lámparas de los dragones. A lo lejos, unos vigías, montados sobre caballos de metal, nos observaban.
             “Hombre de Medianoche”, exclamo mi torturador con un gran respeto mientras me colocaba sobre una mesa de piedra, frente a él. Y pude verlo, alto, delgado, vestido de negro, un sombrero ocultaba su rostro envolviéndolo en una negra penumbra, una bufanda azul rodeaba su cuello, y la tela ondeaba, como si fuese mecida por el viento, a lo lejos escuchaba el agua de una fuente. “Es un gato de porcelana china, mi señor, tienen cientos y cientos de años de antigüedad”, pero Medianoche no lo escucho, presento ante él una copa con un cristalino vino azul. “¿Tu vida, o la copa de vino?” fueron sus palabras. Mi torturador, nervioso, siguió hablando “Hay un espíritu prisionero en ella, la porcelana puede…”. Y Medianoche repitió, por segunda vez “¿Tu vida o la copa de vino?”. En su desesperación el humano saco una aguja de oro y plata, y temblé de miedo, sabía que vendría, y maullé de pánico, de dolor, pero la aguja no llego a atravesar el cristal de mis ojos pues un movimiento de su mano fue suficiente, Medianoche mando a volar a mi torturador hasta hacerlo chocar contra la fuente. “Sus ojos sangran, mi señor, yo solo quería mostrarle que era verdad, hay un espíritu atrapado…”, el humano gimoteaba. “¡Cállate! –le grito Medianoche-, ¿Qué quieres a cambio del gato?” y mi torturador respondió: “El vino, mi señor, una botella de tu inmortal vino azul”. Y el humano partió, con su botella de vino azul. Medianoche paso sus enguantados dedos por mis rígidas orejas y me susurro “Tenías tanto miedo que incluso lograste ocultarte de mí, pequeño Micifuz”, y lo supe al ver sus ojos azules, por fin podría ser libre.
             Olor a tierra, a árboles, a viento y a agua. La porcelana se quebró en medio de un montón de tierra y unas manos me tomaron, yo maullaba de felicidad mientras sus brazos me mecían, sobre su cabeza, más allá de sus ojos azules y su sombrero negro, vi árboles, grandes y hermosos, no árboles torturados, sino un glorioso bosque. Él limpio mi pelaje blanco y me llevo a casa, me dio leche, y por primera vez, en mucho, mucho tiempo, pude dormir.
             Y un día, Medianoche me pregunto “¿Quieres saber que ha sido del hombre que te hizo daño?” y se quitó su sombrero, al hacerlo un inmenso bosque nació, la luna brillaba en todo su esplendor sobre nuestras cabezas, y a los lejos lo vi. Mi torturador y sus acompañantes, bebiendo el vino azul en medio de un gran patio de cantera, a la mañana siguiente en su lugar solo había árboles retorcidos y con forma humana, árboles que temblaban, junto a ellos otro humano vestido con sotana los observaba, desconcertado, una botella de vino vacía yacía en el piso. Y observe la agonía de los árboles que eran talados lentamente, de su corteza exhumaba una resina tan roja como la sangre y los árboles temblaban, mientras a lo lejos, el humano con sotana rezaba y pedía perdón a sus hermanos.
             “La mayoría son idiotas, Micifuz, siempre escogen la copa de vino” me decía mi amo y mi señor, mientras acariciaba mi pelaje blanco, yo miraba y ronroneaba, complacido.
             He aprendido tantas cosas de Medianoche, espíritu de vida, de tierra, de agua, de viento, de fuego, de salud y vida eterna, él es un oasis en medio de una jungla de concreto; de vez en cuando me deja jugar con su sombrero, yo lo hago caer de su cabeza y al hacerlo aparece el bosque, y puedo vagar por este bosque con la misma libertad con la que lo hago por las tierras de mi Señor, él me permite ir a donde quiera. Me interno en el bosque de la noche eterna, de la luz de luna y cazo. Pero ya no persigo al ratón ni al pájaro, con la leche me es suficiente, ahora persigo a las almas de todos aquellos que me han torturado, animas en pena, las llama mi señor. Es fácil, en el bosque de la noche eterna no hay fronteras, me muevo a través de él con la misma facilidad como lo hago en las tierras de mi amo, hay portales por todos lados.
             Persigo a las ánimas y les rasgo los ojos, las hago llorar lágrimas de sangre del mismo modo en que ellas lo hicieron alguna vez conmigo, cuando aún vestían sus ropas de carne. Lo malo, es que estas ánimas les sacan unos tremendos sustos a los infortunados que logran verlas u oírlas; a los lejos escucho la voz de Medianoche, llamándome, dejo mi cacería y acudo a él. Bebo leche en una taza de té. Mis ojos, antes amarillos, ahora son de un azul intenso, como los de mi amo, un azul inmortal. Mi amo se pone el sombrero y el bosque desaparece, ladeo la cabeza y con un maullido le suplico que se lo quite, “Aún no he terminado de cazar, mi señor”, pero él se niega y cuando lo hace, ni la más mona de mis miradas surte efecto. “La gente está demasiado asustada Micifuz, déjalo, esas animas están atrapadas, no irán a ninguna parte” Y yo me tiendo en su regazo y sueño, sueños de ratones y de leche, de caricias amorosas y de persecuciones de ánimas en pena, a las que hago que les sangren los ojos.

             
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