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Cuentos
Mateo Febres Guzmán
¿Por qué negarlo?
Muy gris la tarde, es verdad, y yo que entro a esta tienda de antigüedades esperando que baje el tráfico y ni siquiera el crepúsculo pinta colores vistosos. La noche no llega y me doy, un poco para matar el tiempo, vueltas por las perchas de la tienda que aguarda inerte y casi vacía a la orilla de la calle, frente a una ciudad que poco o nada promete. ¿Qué es, a la final, una tienda de antigüedades sino la guarida de un tiempo que se niega a continuar?
Entra una señorita a la tienda; me sonríe. Luego entran tres o cuatro ancianos que de tanto ruido que hacen casi se me cae el polvo de un antiguo paraguas en el piso, que por lo demás parece recién barrido. Ni me doy cuenta y dos pequeños infantes con padres y niñera pasan al lado mío pidiendo disculpas; debieron haber llegado antes que yo, porque no los vi entrar y la campanita no sonó. Camino un poco por los tres pasillos que hay y basta entrar a una de las perchas para sentir una especie muy rara de calor, como si todo el mundo de pronto se aglomerara en un rincón muy limitado. Y qué pasa que corren los segundos y más gente entra a la tienda y me pregunto si de verdad hay algo interesante aquí adentro, algo que valga la pena, y poco a poco crece el gentío y el ruido; el llanto de un bebé, una tos con eco y las risas de los viejos que no descansan. La campanita de la puerta suena, irremediable, y la gente entra y el calor, maldita sea, se torna insoportable. Esta conjunción tan poco espontánea de hombres y mujeres da mucho que pensar; pues, aunque han pasado quizás unos diez minutos parece que afuera ya es de noche, el tráfico sigue igual, e incluso el sol amenaza con amanecer de repente, y hay tantas personas aquí que me ahogo, y la gente ni se inmuta, y el vapor ardiente y el sudor, y el tiempo que corre y camina a la vez, y algo se rompe en la otra percha, no soporto el ruido, la asfixia, mi pequeñez frente a su indiferencia, y la campanita sigue sonando, y busco jadeando la salida y no la puedo tan siquiera ver por tanta gente que hay; los vidrios están completamente empañados. Parece que va a estallar la cólera, y ni un solo segundo de silencio, ni uno solo. Intento moverme, pero ya la gente no se mueve, no hay espacio para caminar. Forcejeo, pero de poco sirve; los hombros de las poleras raspan mi quijada, algún bastón aplasta mi pie izquierdo y estoy a punto de desmayarme. Las lámparas que cuelgan del techo rozan mi cabeza y el bullicio hace temblar a los vidrios del mostrador,
y me pregunto dónde estará el dueño de la tienda y por qué deja que este suplicio se prolongue. Las mujeres ríen, los hombres y los viejos cuentan anécdotas, y todos inmóviles con la lámpara dándoles en la cabeza y nadie para de sudar. Me da un asco y ni siquiera puedo vomitar, no vaya a ser que alguien se moleste, y quiero llorar también pero no puedo, o es que tal vez ya llevo todo el rato llorando y nadie me avisa. No hay como avanzar, es imposible, este infierno, esta tienda de antigüedades y las personas que no dejan de hablar. Con tanto esfuerzo que hago me acerco un poco a la puerta, pero la campanita sigue sonando, y afuera llueve, y hay una multitud esperando ansiosa por entrar a la tienda. Me desplomo. Y mientras afuera parece que va a amanecer, la campanita suena, y suena, y la gente no deja de ingresar.
El atentado
Ya se estaba él quedando ciego desde hacía un tiempo, y empezó todo a las doce de la noche de ese viernes en que bebió aguardiente adulterado en la vereda de un boliche con un compadre suyo. Desde ese entonces él pensaba en el atentado como una especie de fantasía, y pensar en eso le daba el placer que se siente algunas veces cuando no se ha hecho aún algo que, en el fondo, se quiere hacer, aunque sea por un instante. Pero la ceguera empeoró todo.
Completamente infeliz, las cosas en la casa no iban bien, el sueldo de su esposa junto con el suyo no alcanzaba para llegar a fin de mes, y algunas veces en la casa solamente había pan para los niños y una Coca Cola o una horchata, y había sucedido varias veces ya que él y su mujer se dormían con el estómago vacío, sin haber probado bocado en todo el día. Esas noches eran ínfimas y miserables. Se escuchaba toda la noche el ladrido de los perros en jauría del terreno de al lado, pero aún más fuerte era el ladrido del estómago de cada uno, abriendo una brecha en medio de la cama, que en tiempos remotos habría su mujer heredado de sus padres.
Lo peor era el trabajo. Muy probablemente, por la situación económica, en total declive y decadencia, habría que sortear el año entrante entre los dos hijos quién iría a la escuela. El primero tenía siete años, y cursaba el primer grado de primaria. El segundo iba a cumplir seis años, y todavía no podía hablar del todo. Así estaban las cosas, y ni él ni la mujer sabían cómo manejar la situación en la que se encontraban. Ella se pasaba el día entero haciendo de empleada en casas de por ahí, pero había días en que no la contrataba nadie, y esos días la volvían visiblemente loca. Algunas veces conseguía un pastel o unos chicles, y tenía que ir afuera de la iglesia a las seis de la tarde para intentar vender. Había encanecido al mismo ritmo en el que él se había quedado calvo. Los dos se habían arrugado, en más de una manera, al mismo tiempo también. Ni él ni ella eran capaces de recordar la última vez en la que el uno o el otro había sonreído. Las noches eran aciagas, y en la casa últimamente, desde que la situación cayó en descenso, reinaba el silencio sobre todo. Sin embargo, lo peor era el trabajo. Él hacía de chofer de un trencito infantil, que paseaba a los niños en una plaza comercial de la ciudad, a diez pesos cada ronda. Los niños se subían a un vagón y él se encargaba de conducir alrededor de los pasillos de la plaza, que consistía en un supermercado, prácticamente, una barbería, una óptica, y una cafetería. Si llegara alguien a enterarse de su incipiente ceguera, de seguro lo echarían. Lo vestían con un maltrecho traje y un gorro de conductor de tren que le cubría la cabeza calva. Luego, no pasaba nada. Él hacía su trabajo con el gesto más lejano a una sonrisa en sus facciones, arrugado y ceñudo, con un pequeño aire de malignidad en las pupilas. Esto, él creía, disuadía algunas veces a las madres de subir a sus hijos a que dieran una vuelta en el trencito mientras iban a hacer las compras. Para colmo, los gestos de su rostro, infeliz ya casi por naturaleza, ahuyentaban a los clientes, sin que éstos supieran que de eso dependería la comida de sus hijos y de su mujer en esa noche. Estaba harto de ser quien era, pero no podía tampoco hacer nada.
Mientras él daba vueltas en el tren, tenía que hacerlo silbar aplastando un botón al lado del volante para entretener a los niños. En los vagones de atrás había una bocina pequeña de la que emanaban canciones infantiles en repetición. Todo el día se pasaba oyendo esas canciones, y él, que cada día se sumía más en la ceguera, no hacía más últimamente que darle vueltas a la idea del atentado. Tendría que ser algo sonoro, que rompiera de una vez por todas el silencio de su alma, que contrastaba fuertemente con el ruido intenso de su mente y de su espíritu, que, sin saberlo necesariamente atormentado, estaba poseído por la decadencia y la miseria. Sobre sus ojos se cernía, cada día un poco más, el telón de leche blanca sobre su mirada. Nunca había sido una persona proclive a la autocompasión, ni tan siquiera a la reflexión más nimia, pero podía darse cuenta de que su vida carecía de sentido. Y esa sensación se acrecentaba conforme daba vueltas en el tren, haciendo sonar el silbato, y con las cancioncitas infantiles cuya repetición le estaba volviendo loco. Pensaba en el atentado como una única puerta hacia la salvación de su propia miseria, pero le faltaba mucha valentía para poder llevarlo a cabo.
O eso suponía él, hasta que un día, me parece que fue un jueves o un miércoles, el trencito había recogido más niños de lo usual, e iba casi lleno. Las risas de los niños y los gritos se confundían suavemente, bifurcándose, con el ruido interno que él llevaba y que no lo dejaba descansar. La ceguera crecía día a día, y ese día había llegado al punto en el que, lejos de distinguir ya los colores, se limitaba nada más a determinar alguna que otra sombra frente suyo. Casi no veía. Desdichado y en derrota, hambriento y lejano del hombre que fue un día, comprendió que era el momento de hacer el acto último, sabiendo que no podía posponerlo ni un segundo más. Fue entonces que se sacó el gorro y lo tiró al suelo de la plaza. El trencito, negro con rojo, silbó por última vez, al tiempo en que, cargado de la pureza de los niños divirtiéndose, apretó a fondo el acelerador, sin dar marcha atrás, hasta estamparse, a unos veinte o treinta kilómetros por hora, con los vitrales de la óptica, que tenía esa semana, no recuerdo si diez o quince, un porcentaje de descuento en lentes y armazones.
Nieve
Siempre fueron tres: Mamá, Papá, e Hija. Cuando era niña, Hija jugaba a los peluches y dormía con una muñeca de vestido verde y pelo castaño. Hija se divertía jugando a ser mamá de la muñeca. Papá por muchos años fue taxista en una ciudad andina que apenas despertaba hacia la industria para mantener a la familia, y Mamá fue un tiempo profesora en una escuela para señoritas. Vivieron en los límites de la pobreza varios años sin llegar nunca a ser pobres realmente; sobrevivían, y acaso por esto eran felices. Con el tiempo, Hija se entusiasmó bastante con el trabajo de Mamá, y, habiendo ya cumplido algunos años, la acompañaba hacia la escuela en los días de vacación. Hija admiraba a Mamá, que, acabada la jornada, le regalaba un chocolate o un refresco de toronja. Volvían juntas, agarradas de la mano, hacia el hogar.
Hija de repente crece un día y jamás vuelve. A los catorce o quince años, absorbida por la vorágine de la primeriza juventud, fuma su primer cigarro en la cima de una resbaladera de metal en un parque del vecindario. Habiéndolo acabado se desliza y vuelve hasta el hogar. Pocos meses después, una mañana en que ha escapado del colegio, busca entre las cosas de Papá y encuentra una botella de aguardiente entre calcetines arrugados y camisas. Bebe hasta poco más de la mitad. Comienzan los mareos y la liviandad. Hija sonríe. Mamá no llega sino mucho después, y se percata de que Hija ha bebido por primera vez. Con un aguijonazo fuerte en el centro del pecho, Mamá guarda el secreto y ha preferido no decirle nada.
La adolescencia de Hija es, bajo todo concepto, atormentada. En muy corto tiempo ha comenzado a beber mucho y a probar algunas drogas. Papá y Mamá, en la urgencia de poner el pan sobre la mesa, han descuidado un poco a Hija, que se torna más violenta cada día y más aislada. De un día para el otro, Papá se ha vuelto como un desconocido para Hija. Extrañado éste, no comprende por qué Hija está tan flaca ni a qué se deben sus ojeras. La crueldad con la que Hija a veces le responde lo desconcierta; piensa que fue ayer nomás que con Hija iban riendo por las calles de la ciudad, ella de copiloto, jugando a que su taxi era una nave espacial.
Mamá deja el trabajo para estar más tiempo con su hija. Se percata, sin embargo, de que Hija casi nunca está, pues ha dejado de ir al colegio para dedicarse de lleno a vender drogas en el norte de la ciudad, y a consumirlas. Mamá lleva un buen rato desesperada. Súbitamente ha envejecido. Las noches en que Hija no llega a dormir son su agonía, y a veces se pregunta en qué momento se le ha ido todo esto de las manos. La respuesta, al igual que la alegría, le es esquiva.
El rostro de Hija es escalofriante. Pálida, su mirada se ha pasmado, como una mecha empapada de sudores nocturnos y de picazón; se ilumina solamente con la ira o con la droga, que son lo único que le produce sensación. Sus ojeras, indelebles, se agigantan cada día, y en la línea de la quijada un brote repugnante de granos y espinillas. Sus dientes, ennegrecidos y enfermos, han ido adquiriendo una forma diferente que poco a poco se asemejan, más y más, a los de un cadáver. Su cabello, que Mamá peinó con tanto ahínco en las mañanas frías de la escuela, constituye una mota espeluznante, y su abdomen se ha tornado un jardín yermo de costillas. No es ya sino un fantasma que deambula por los recovecos más siniestros de la sórdida ciudad.
Un viejo regordete de zapatos sucios le propone a Hija ser su amante a cambio de un poco de droga y algo de dinero. Hija acepta, sin darse casi cuenta, y deja de ser virgen una noche en un motel con cucarachas. No hubo nunca tiempo para el amor. Antaño había soñado con formar una familia y enseñarle todo a un hijo suyo a quien daría la entereza de su amor y su paciencia. Nada de eso importa ya; hace mucho que dejó de haber cabida para este tipo de cuestiones en el anhelo personal de Hija, que ahora constituye exclusivamente la inmediatez de la siguiente dosis. Mamá y Papá transitan, alienados ya, sin dirigirse la palabra en la merienda, el infierno y sus pasillos silenciosos. Los dos se han hecho viejos, y les es inconcebible toda prerrogativa de retorno hacia los días familiares en que sonreír no era un pecado imperdonable.
Para el cumpleaños de Papá una tarde, Mamá compra un pastel con una vela. Papá llega en el taxi, y los dos se sientan a la mesa. Se miran en silencio por un rato. Saben que no les queda nada. La vela no se enciende nunca, y el pastel se pudre por semanas en la mesa sin haber sido tocado. La noche de su cumpleaños, Papá se va a dormir en medio de las lágrimas; Mamá ha preferido no decirle nada.
Sigue pasando el tiempo. Mamá y Papá no saben si es que Hija sigue viva o está muerta. Papá tiene la esperanza de que sea un día Hija quien se suba al taxi en lugar de alguien más. Pero siempre son otros los que se suben a su taxi.
Hija pasa las noches en las bancas de los parques o en tugurios de una ciudad lejana. Ya no piensa en nada, y desde hace bastante que ha olvidado el rostro de sus padres. Una mañana de lluvia interminable, hija es arrestada. Luego de haber sido pillada en pleno canje por unos policías, es esposada e introducida en la patrulla. En el trayecto, los gendarmes platican sobre las más recientes novedades futbolísticas. Tranquilizada por el golpeteo de la lluvia impávida contra la ventana, Hija se queda dormida hasta llegar a la penitenciaría. Por primera vez desde hace años, Hija consigue descansar.
A través de los barrotes tiene vista al patio central del pabellón. Papá murió hace un par de años, y Mamá se encuentra en un asilo, desquiciada por la tristeza y el dolor. En el gris de la pared está el pequeño fragmento de un espejo roto. Desgarrado su espíritu por la soledad y culpa del encierro, Hija se adentra en él un día y toca, con dedos temblorosos, las primeras arrugas de su rostro. Entre los gritos y el silencio de la prisión, algunas veces Hija mira al horizonte. En la distancia hay un volcán inmenso cubierto por la nieve. Los años pasarían allí, y allí pasaron.
Desquicio tropical
Llueve todo el tiempo. La neblina mismo es lluvia pequeñita, enmarañada como pelusa entre las altas copas de los árboles, y el frío que hace es caluroso. El agua a veces acaricia y otras veces muerde. Ese día se adentraron al inmenso bosque en el balde de una camioneta vieja, sondeando caminos ascendentes en zigzag llenos de lodo, buscando las cascadas. En el trayecto iban riendo y abrazados, sacando fotografías con una vieja Kodak y entre chiste y chiste se acordaban de la inmensidad de aquella vida que, de alguna forma, recorrieron juntos hasta llegar a ese lugar que palpitaba. Las dos mujeres no se conocían sino hasta la noche anterior; los dos llevaban años siendo amigos. Habían crecido juntos en una ciudad de la que ambos habían partido y que les perteneció alguna vez, cuando el agrio limón de la tristeza no se exprimía todavía sobre las cosas que pasaban. Ahora, después de años sin verse, volvían a un lugar desconocido que ya ninguno de los dos lograba reconocer. Ya no era la casa, ciertamente, que fue antes; cuando se es tan joven el dolor es postergable, y se comete a veces el error de creer que el mañana nunca llega. Pero llega, y cuando llega, todo el tiempo llueve.
Decidieron ir a las cascadas para bañarse con las aguas bravas de los ríos. La ciudad se había vuelto pegajosa como un chicle. La idea del viaje fue espontánea, y, de un momento a otro, se vieron montados en el lomo de una furgoneta ronroneante, en la que fueron apretados y felices, compartiendo diálogos hermosos y canciones, fumando cigarrillos y visitando nuevamente, con la mirada, la carretera y sus paisajes variopintos, infinitos.
Todos crecieron. En el trayecto desde el pueblo a las cascadas era necesario agacharse algunas veces, en el balde de la camioneta, para no golpearse con las ramas de los árboles más bajos y más próximos. No había nadie en el camino. El motor del coche era lo único que se oía en el vacío eco de los despeñaderos tropicales. Más allá de eso, los grillos, las aves y los sapos reinaban sobre el silencio como absolutos soberanos con sus cantos. Le pagaron al chofer luego de apearse, y fueron hacia la cabina solitaria en la que habrían de cruzar en un rudimentario y tembloroso teleférico sin techo pintado de amarillo. La niebla hacía imposible visibilizar el otro acantilado, desde donde emprenderían el sendero a las cascadas. Entre ellos y lo que aguardaba del otro lado, solamente el precipicio.
La altura era inaudita y el silencio era total. Los hombres fueron fumando un cigarrillo, intentando divisar el paisaje subyacente que cubría como un manto la neblina blanca. El viaje amarillo en la cabina voladora hacia el lugar donde yacían las cascadas duró unos tres minutos que se les hicieron verdaderamente eternos. La cabina tambaleaba con el más pequeño de los movimientos, y casi no podían ver los rostros de sus compañeros. En la invisibilidad, y por el frío, una de ellas abrazó al hombre que tenía al lado, y la otra hizo lo mismo, casi instintivamente. Vieron de pronto a un viejo que a la distancia parecía estar flotando sobre la neblina. Poco después se dieron cuenta de que habían llegado. El viejo les tendió la mano para que bajasen del transporte, y les indicó el camino hacia las cascadas. Confundidos un poco por el silencio y el final abrupto de las risas derramadas de camino ahí, se pusieron en marcha a través de las arterias lodosas y selváticas del trópico, buscando las cascadas.
Lo que pudo haber sido una caminata ágil y conversada fue en realidad una resbaladiza absorción vegetal hacia el centro de la salvajada. Acompañada solamente por el incesante golpeteo de la garúa sobre las hojas y por el sonido empantanado de las botas sobre el suelo, los cuatro descendieron sin intercambiar palabra, y agitados. Uno de los hombres resbalaba, el otro lo ayudaba a no caerse. Lo mismo las mujeres, pero todo enmarcado en la inmutabilidad de ese silencio rítmico que transpiraba ansiedad pura y una angustia que crecía, como nacida de la nada. Llegó a tener uno de ellos la impresión, absurda y cierta, de que algo latía debajo del lodo, de que algo serpenteaba subterráneamente esos caminos conforme iban acercándose hacia el río, que comenzaba a hacer presente su rumor.
El frío se iba haciendo menos perceptible conforme iban bajando. Desde una cierta altura se lograba entrever apenas los primeros destellos de blancura del agua furiosa que caía en la cascada. Poco después llegaron hasta el río, y la desesperación, creciente y leve, se pasmó ante el paisaje que tenían frente. Dos cascadas se cernían ante la mirada de los cuatro. La primera, a media distancia y en la altura, era delgada y muy veloz en su fluir. La otra, en primer plano y muy cerca de donde terminaba el sendero, era anchurosa y acababa con la niebla en su rugido blanco de espuma, torrencial. Del otro lado del río continuaban los árboles, el lodo y los arbustos.
Habiendo llegado, se libraron más o menos de la claustrofobia que los había acompañado mientras duró el trayecto. Las mujeres fueron las primeras en entrar al río, para lo cual se desnudaron casi por completo, conservando solamente finas tangas de color rosa la una y amarillo la otra. Bajo la escasa pero tangible luz del sol que atravesaba el colchón de plumas de la lluvia y la neblina, hacían correr el agua por sus cuerpos, limpiándose y purificándose del aroma enajenante que la ciudad impone tantas veces sin que uno se dé cuenta. Hicieron lo propio los hombres, que se desnudaron por completo sin mirarse, aguantando arduamente el clima gélido de las aguas que había erizado a las mujeres los pezones, y comenzaron a hacer cuencos con las manos, dejando caer chorros de agua cristalina sobre el torso, sobre la espalda, sobre la distancia que separaba aquel momento y a sus años de la juventud. Las cascadas fluían irreverentes y reventadoras, con la fuerza de un volcán. El agua caía bruscamente sobre tres grandes piedras, y formaba, más adelante, algo de espuma cerca de la orilla. De la cascada más cercana se desprendía un rocío violento, atronador, que contribuía a mojar aún más a las figuras que en el río se bañaban, un poco sanándose de la mediocridad, y un poco rezagándose de ese hermético terror que los acompañó desde el momento en que atravesaron el vacío blanco del enorme bosque en la cabina teleférica hasta penetrar en sus entrañas a través de chaquiñanes descendientes que los llevaron hacia allí.
En ese momento de absoluta desnudez sintieron paz. Y fue en ese momento, que duro tan poco después de tanto tiempo, que el miedo sobrevino nuevamente ante la imposibilidad de explicar lo inexplicable.
Frente a ellos, desde donde el bosque continuaba sin sendero, se movía una figura lentamente hasta plantarse, vertical, sobre la orilla. Su mirada era un cuchillo sembrado de tierra negra, ubicado fijamente en la mirada de los cuatro; su nariz era plana y alargada, y el grueso de sus labios era descomunal. Las ceñudas cejas, perfectamente horizontales, dejaban, junto con la fiereza de sus ojos, adivinar una emoción atroz y grave, nacida acaso de la cólera o simplemente de la díscola locura. Su plexo ancho y descubierto, tostado por un sol difícil de percibir detrás de la sangre que lo cubría, tenía una cicatriz que iba del costillar izquierdo al pectoral derecho. Sus mejillas y su larga cabellera tenían sangre también, al igual que sus manos, enormes y alargadas, que brillaban con la luz de un escarlata grotesco y visceral; de las puntas de sus dedos caían todavía gotas frescas. La barba rala y salomónica resplandecía bermellón cuando inclinó levemente la cabeza hacia un lado, mirándolos aún, como inquiriendo, como dudando. Ellos, todavía desnudos en el río, intentaron gritar, pero fue en vano; a la hora del espanto fue imposible proferir quejido alguno. El hombre, primitivo y salvaje, miró de pronto hacia la cascada. Antes de que se pudieran dar cuenta, y sin poder huir, llegó el fluido levemente rojo de la sangre que caía en la cascada distante, y luego en la cercana, hasta llegar a sus pies, sumergidos en el agua. De inmediato, como deslizándose suavemente por una resbaladera en cualquier parque, fueron viniendo los cadáveres multitudinarios de otras mujeres, otros hombres, y otros niños
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