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La sombra
Jovany Escareño Davalos
Entre los sueños se suscita a veces el llamado de la realidad. Se aparecen las cosas como debajo de unas sombras a través de las cuales es imposible ver. Los sentidos, entonces, empiezan por entrar en el dilema de la verdad. Mientras más profundamente me dormía me di cuenta que el sueño me estaba dando una señal y me desperté sordamente con los ojos fijos en el techo con un largo zumbido atravesándome las orejas.
Me levanté a orinar al corral del burro que mi abuelo había comprado hace años en uno de esos días en que la gente peregrinaba hacia el otro pueblo en busca de comida. Tiempo después el burro murió de un susto que según Doña Mago le había dado Fulgencio. En lo hondo de la cama, arremolinado como concha en la arena de una playa oí pisadas de un animal cansado. Supuse que andaba todavía por ahí el burro, en altas horas de la noche, intentando descansar por fin en paz en el lugar de donde después nunca fue desamarrado. La noche en ese entonces era solo una oscura y pesada noche que aplastaba en sueño a todos, y donde grillos y grillos salían a cantarle a la luna como aves al sol de mediodía. Más adelante, en la casa grande se prendió una luz amarilla. Miré las escaleras esperando ver la sombra de mi tía Gloria pasando por la cocina, pero no vi nada. No hubo hasta entonces nada que me quitara el sueño. Nadie se asomó.
Regresé al cuarto de la pequeña casa y miré parpadear al foco repetidas veces. Tenía mucha sed. La jarra estaba vacía. Me senté y seguí viendo el foco y el infinito e intrincado vuelo de una palomilla al rededor del haz de luz. Había venido al pueblo para descansar un poco de la incesante actividad de la ciudad.
El sopor de la noche y el sudor que la caliente casa provocaba me llevó a salir de nuevo a lo fresco. El viento paseaba por las hileras de árboles que había en el jardín de la casa de Socorro. Una hilera bien acomodada de guamuchileros. Un sonido de hojas iba y venía y se mezclaba con el sonido que los grillos producían. Me limpié algo del sudor de la frente con una manga de la playera. La luna se colgaba a lo lejos, se veía venir, blanquearse y desaparecer sobre las nubes negras de la noche. Un crujir de hojas se oía siempre y cada noche en el corral lateral de la pequeña casa de adobe, donde vivió el burro de mi abuelo atado a un poste.
El burro lo compró mi abuelo en Tototlán, tierra que dio y trajo siempre más que esta. Lo traía para cargar los costales de la siembra. Se lo dieron a cambio de maíz y la deuda le duró para toda la vida, porque era un burro miedoso y no duró los años que él esperaba que viviera. Por el otro lado del terreno se podía subir por un camino que llegaba hasta las parcelas de don José. Se repartían cada costal de frijol y maíz como pago al uso de sus tierras. Mi abuelo debía casi todo, menos el terreno de las dos casas.
Yo siempre pregunté dónde era Tototlán, porque nunca me quedó claro de dónde era mi madre. Solo conocía la carretera y las dos entradas de terracería para entrar al pueblo. Por una entrada había un camino largo que llegaba a la plaza de San Isidro. A los costados imaginaba que reverdecían varias veces al año los matorrales que se convertirían en las altas ruedas de paja que siempre vi.
Mi padre me dijo que por una de las entradas al pueblo, una noche que llegaron de la ciudad mi abuelo los recogió a caballo. Más tarde, teniendo como pura luz la de la noche un gruñir hizo correr al caballo hasta el pueblo. Mi padre y mi abuelo no alcanzaron al caballo que llevaba a mi mamá con mi hermano en brazos. Me dijo además que había sido un gruñido ronco y grande, que no volvió aparecer jamás por el camino, ni por la noche, ni en su vida. Desde entonces siempre llegaban cuando el sol salía.
Esto iba recordando yo cuando unos gritos a lo lejos interrumpieron la noche. Un golpeteo de fierro contra las rocas de la calle sonaba casi a la par que una voz que clamaba en repetidas veces el nombre de Irineo.
A un lado de la casa se escucharon de nuevo los ruidos del corral, y el poste de donde hace meses estaba amarrado el burro se oía resistir contra un jaloneo.
Miré a ambos lados de la calle y una brisa rumorosa me pasó por la cara. Los sonidos del corral dejaron de escucharse. En la calle no aluzó otra luz ni salió nadie a ver qué había pasado. La noche siguió su rumbo, sorda y callada, caída y desparramada sobre los techos y los guamuchileros de los corrales.
Después regresé a la casa, tiritando ya por el frío de la madrugada. El foco dejó de parpadear. El pozo estaba lejos y decidí acostarme nuevamente y esperar hasta mañana. En la noche los relojes no marcan nunca nada. Es el gallo el que marca el amanecer antes que el sol. Aquí los relojes no sirven para nada, decía mi abuelo. Yo veo el sol y las estrellas y siento en el aire el clima del día. El golpeteo de la ventana marca el mediodía. El anochecer dentro de la casa se marcaba por la aparición de las arañas y los alacranes.
A la noche siguiente el golpeteo del poste de madera del corral me despertó. Había sido el día un día pesado, lleno de sol y de caminos largos por el monte para llegar al río. Me costó levantarme. Sospechaba en un inicio que sería de nuevo el burro tratando de sacarse del poste del corral. Cuando el burro se murió nadie se atrevió a desamarrarlo del poste y darle santa sepultura en honor a Don Miguel. Dicen que mi abuelo, después del horrible olor que se le pasaba por las paredes de la casa se decidió a hacerle un hoyo hondo sobre la tierra del corral y que nunca se atrevió a soltarlo del poste por el coraje de haberse muerto antes, mucho antes de lo que él había esperado. Yo había intentado otras noches ayudarlo, creyendo que el burro seguía como siempre en su corral, pero fue en vano, los años habían pasado por allí como una tromba y por más que cavé no hubo nada. Ni un hueso. La tierra y los gusanos se tragaron hasta el último hilo de la soga. El ser humano, comprendí en ese momento, es incapaz de ver más allá de lo físico, si había algo enterrado no podía verlo. No había soga, ni lazo ni nada que lo atara.
Me vestí lentamente, amodorrado, como envainado todavía por el sueño. Ya me había acostumbrado a escucharlo pisar o acostarse sobre las hojas secas. A veces olvidaba que había muerto y salía a ver cómo estaba, las otras veces era la sorpresa de ver que ya no estaba, que al igual que mi abuelo se había ido para siempre. Vi de nuevo a los árboles de Socorro sacudirse y sacar de entre sus ramas pájaros oscuros, que no sé qué son ni lo que hacen tan tarde. Caminé hasta la reja del muro de piedra y solo vi oscuro hacia ambos lados. Salí a la mitad de la calle, a medianoche y con la luna llena aluzando el sonido de las vacas desveladas y mis pasos sobre la tierra. Escuché a la orilla de la casa la inquietud del burro. A lo lejos una jauría de perros ladraba. Llegaba tan poca luz al pueblo que de noche no se veían más que los pies y las manos y los sonidos del camino. Cuarenta pasos o unos pocos más y un bofe después indicaba la llegada a la otra calle. El camino formaba una ese. A veces las gallinas de la casa de la segunda curva se desvelaban picoteando las piedras del corral. Dos o tres veces las vi quedarse dormidas con el pico enterrado. De cualquiera forma, en la esquina el rumor del picoteo se oía siempre que pasaba.
Los perros se callaron y el ruido de metal contra piedras comenzó a sonar a la mitad de la calle. No salió nadie a ver. A nadie parecía interesarle ver el abatimiento entre los hombres, como si hubieran acostumbrado a sus oídos a escuchar algo natural, como es ya natural el viento que pega en las ventanas y levanta la tierra del camino, como los perros, el viento contra los árboles y el cantar de los gallos.
El del machete chocó contra las piedras su filosa arma, el otro no dejó de esquivar y de saltar con los pies, los ojos y el miedo. Entre los dos parecía librarse una venganza. Se movían poco a poco desde lo lejos hacia donde yo estaba. Caminé varios pasos hacia atrás viendo que se pegaban al muro de piedra que se levantaba sobre las casas. Miraba con cierta duda y temor al hombre del machete que en variadas ocasiones gritó furioso el nombre de Irineo. Con la punta del arma el hombre señaló la cabeza de Irineo y amenazó y juró una y otra vez matarlo hoy y cada noche que se lo encontrara. Miró en dirección mía y no supe responder con nada.
El hombre, de dos tajos, le cortó una pierna y una mano y los vi caer y disiparse en la espesa niebla de la noche.
La calle se alumbró por el foco de dos o tres casas. La luna, que había salido un momento, volvió a ocultarse y los grillos, también, habían guardado aliento para más tarde. Vi en el suelo un resto de sangre que escurría entre las piedras del camino.
Crucé la reja, el muro de piedras y entré en la casa. Un azote se escuchó en el corral. Cerré la puerta y me hundí en la cama. No dejé de pensar por varios minutos en la pelea, la facilidad con que el machete había pasado por la carne y por el hueso. Después, recuerdo, me quedé dormido pensando en los ojos del machetero.
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