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e-ISSN: 1562-4072
  Volumen 7, número 19 / Enero-Junio 2020  
Revista electrónica semestral
de estudios y creación literaria
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La red oscura de Dios

Andrea Elizabeth Hernández Olivares

 

El convento lucía especialmente quedo esa mañana. Las faldas de las monjas rozaban el suelo con delicadeza. El santísimo estaba colocado encima de la mesa con mantel blanco. Los pájaros cantaban en el jardín, pero sus voces angelicales hacían eco en el interior del lugar.
             Las mujeres estaban colocadas una al lado de la otra. Mientras que la madre superiora guiaba a las dos novicias con su silencio y respeto, la más joven de ellas, Carolina, esbozó una prófuga sonrisa que, sin poder evitarlo, se convirtió en una aguda carcajada. Ella separó sus manos y cubrió su boca inmediatamente. La madre superiora la miró de reojo, sin apartar sus palmas, y siguió su rezo.
             – ¿Qué pasa? – susurró la hermana Estefanía.
             Carolina negó con la cabeza, cerró los ojos y volvió a reprimir una risita.
             – Vamos ¿tiene que ver con lo que me contaste anoche?– insistió la muchacha. Tras la nueva amenaza de ataque de risa, Estefanía entendió que, en efecto, había acertado – ¿Y dices que usaba un vestido rojo? ¿Es en serio?
             – ¡Por el amor de Dios, muchachas! ¡Silencio! – interrumpió la madre.
             Carolina y Estefanía soltaron una carcajada involuntaria. Ambas se sostuvieron de los reclinatorios sobre los que estaban hincadas y de sus ojos salieron lágrimas.
             – ¿Pero qué pasa con ustedes? ¿Es que no tienen respeto por Dios?
             – Sucede, madre – explicó Carolina después de haberse recuperado – Que anoche, Dios me perdone – se interrumpió, haciendo la señal de la cruz – mientras buscaba algo en internet, encontré uno de esos sitios ilegales de los que a veces habla el padre Josué en sus sermones.
             – ¿Y qué buscabas en ese sitio, sinvergüenza?
             – Más que buscarlo yo, era lo que me buscaba a mí. Me sentí atraída de repente, juro que no pude detenerme.
             – Que ya no le des más vueltas, hermana, cuéntale a la madre lo que viste – pidió Estefanía.
             – Bueno, que además de toparme cara a cara con la casa de Satanás, la tentación me llevó a abrir un archivo que, le juro que no miento, tenía el nombre del padre Josué.
             – Válgame Dios – la mayor comenzó a persignarse, pues ya se imaginaba lo que habría de escuchar.
             – La página me llevó a una serie de fotografías obscenas en donde se veía a varios hombres vestidos con túnicas de sacerdote copulando entre ellos.
             – ¡Ya basta! ¡Sucia! ¡No digas más!
             – Y, le juro madre…
             Estefanía rio, no pudiendo ocultar su emoción.
             – Le juro que en una de ellas se hallaba el mismísimo padre Josué, sin su túnica, pero usando un ajustado vestido rojo. ¡Se le notaba todo! ¡Todo!
             – Detente, niña, que no me lo creo.
             – No miento, madre, ¡jamás lo haría! Así como nunca negaría que la descargué en la computadora y qué con eso, Dios me perdone, chantajeé al padre para que nos soltara la mitad de lo que dan los buenos fieles en las limosnas, claro… todo para utilizarlo con fines beneficiosos para los necesitados que vienen a pedir refugio.
             – Bueno – suspiró la mujer, colocándose la mano con el rosario al pecho – El señor vio tus buenas intenciones, hermana. Ingresaste al territorio del demonio para conseguir de su sucio vasallo el bien de los inocentes.
             – Así es, madre. Le juro que ya me he desecho de esa prueba pecaminosa – respondió Carolina, tomando una de las manos de la mujer, y besándosela en señal de respeto.
             De lejos, Estefanía miraba a Carolina, y de ella a la madre superiora, y sonrió maliciosamente.

 

             
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