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Operación “Operación”
Daniel Frini
Si has encontrado este relato, no fue por casualidad. Eres un elegido. Por favor, memorízalo; y después, lo destruyes. Quémalo, cómelo, disuélvelo en ácido, haz lo que quieras; pero no dejes, por ningún motivo, que caiga en manos de Ellos.
Lo que vas a leer debe ser transmitido de boca en boca a las generaciones venideras. Ya no podremos ponerlo por escrito. El riesgo es muy grande y hay muchos involucrados cuyas vidas peligran.
Lamentablemente, la tuya también.
A partir de ahora, deberás tener especial cuidado con quienes te rodean y a quién cuentas esto. No podrás confiar ni en los que amas. Los agentes del Tirano están por todas partes, y no vacilarán en matarte. No tienes la posibilidad de elegir. Si has llegado a este punto de la lectura, tu vida ya está en juego. Por lo tanto, ¿qué más da?
El Tirano
La dictadura del Generalísimo es terrible; y el adjetivo no refleja el horror. Claro está, el Tirano se cuida muy bien de que se conozcan sus atrocidades. Es común leer en los diarios acerca de los contingentes de prisioneros enviados a colaborar en la cosecha de algodón, para paliar el hambre de nuestros hermanos del Norte, o a prestar ayuda en las minas de carbón para dar calor a los pobres del Sur; pero lo cierto es, aunque no lo creas —sin embargo, quizá te hayan llegado rumores—, que no hay tal cosa. Ni campos de algodón, ni minas de carbón. Los prisioneros y disidentes han sido eliminados.
La Guerra en La Montaña también es dudosa. Aunque el Tirano se cansa de aparecer en los televisores, en maratónicas arengas, declamando los éxitos de los valientes soldados de la Patria; te habrán llegado noticias acerca de los discursos del Dictador del Otro Lado, que son exactamente iguales a los del Generalísimo. Creemos que la mentira de la Guerra es conveniente a los dos y justifica la muerte, en batallas inventadas, de quienes no piensan igual al Tirano acá, o al Dictador allá.
Y, aunque no lo creas, tampoco ha habido Peste. La muerte de miles de personas en la Llanura no ha sido culpa de ninguna enfermedad. ¿No te parece curioso que no haya muerto ningún médico cercano al gobierno ayudando a los enfermos? Piénsalo un poco. Te lo aseguramos, desde la Capital no ha salido ninguno de los doctores muertos como héroes; todos han sido eliminados acá, por oponerse al Tirano. Además, la Peste es la mejor explicación para la creación de las Fronteras Internas. ¿A quién se le ocurriría marchar adonde lo espera una muerte segura? Pues bien, tenemos fundadas razones para suponer que la Llanura no ha sido azotada por ninguna enfermedad, pero sí ha habido una insurrección en contra del Tirano y no se han escatimado esfuerzos para acallarla; aunque esto supusiera la eliminación de todos los habitantes de la provincia.
Estarás diciendo como yo, cuando tuve las primeras noticias: ¡no puede ser!, ¡el Generalísimo no parece tan malo, si hasta tiene cara de bonachón y campechano!, ¡no pueden matarse tantas personas sin que nadie se entere ni diga nada! Pues bien, debes creernos. Los crímenes del Tirano son monstruosos, repugnantes y bárbaros. No debes engañarte por las imágenes que lo muestran jugando con sus nietos, o compartiendo una copa de vino con los obreros de la Fábrica. El tirano es cruel, sanguinario e implacable; y no admite, ni soporta, la oposición.
Pero donde el Generalísimo se ha mostrado más sutil y taimado ha sido, justamente, en la orquestación de las campañas para eliminar los brotes de futuros actos de disidencia. Como es sabido, la disidencia empieza cuando el hombre puede pensar. Esto ocurre cuando tiene las herramientas, es decir, las Artes.
En un primer momento, el Tirano impuso la Censura, pero se dio cuenta, pronto, que Esta no era más que un dique lleno de agujeros, y muy costoso de mantener en pie. Decidió, entonces, que la Censura sería obsoleta, si no hubiese nada para censurar. En algún punto resolvió que no era factible deshacerse de los artistas, —actores, poetas, músicos, pintores, bailarines, escritores—, aunque más no fuera por razones técnicas; pero sí era perfectamente posible eliminar a quienes los inspiraban. Para su mente afiebrada, su lógica era impecable: sin inspiración no hay artes, sin artes no hay artistas; sin artistas, no es necesaria la Censura.
Así fue que decidió matar a las Musas.
El Coronel
Un día de otoño de hace varios años, el Generalísimo llamó a su despacho al Coronel; hombre leal al Tirano, no del todo iluminado, pero implacable y temerario. Le encomendó la tarea, dándole carta blanca, una dotación ilimitada de dinero y la posibilidad de llevar a trabajar con él a quién quisiera.
De esa manera se originó el Grupo.
El Coronel contrató a los Profesores, helenistas de renombre, para que le explicasen quiénes eran las Musas y cómo podían esconderse; y a los Arqueólogos para que le explicasen, basándose en los documentos aportados por los Profesores, dónde se las podía ubicar; y con ellos formó la Oficina del Grupo.
Por otro lado, reclutó a los mejores soldados y mercenarios que pudo encontrar en el ejército del Tirano (y se dice que, incluso, en las fuerzas armadas del Dictador del Otro Lado) y con ellos formó el Frente de Tareas del Grupo, para actuar como fuerzas de choque y eliminar los objetivos marcados.
Una vez los hubo reunido, habló con ellos durante horas. Les explicó cuáles eran los objetivos ordenados por el Generalísimo y la razón de porqué debían llevarse a cabo; cómo pensaba que debía hacerse el trabajo, la disponibilidad de medios y la logística a emplear. Les pidió a los Profesores que explicasen quiénes eran los blancos, los peligros a los que podían enfrentarse y cómo podía reaccionar cada uno de los objetivos. Les dijo a los Arqueólogos que detallasen cuáles eran los lugares donde debían buscarlas y sus características. Mencionó la necesidad de guardar en el más absoluto secreto la misión del Grupo; y dijo, expresamente, que era necesario amputar —esa fue la palabra que utilizó— a cualquier miembro de la Sociedad, incluidos ellos, que pusiese en peligro el cometido del Grupo. Luego dijo:
—¿Alguna pregunta?
Entonces, el Sapo inquirió:
—Mi Coronel ¿cómo se va a llamar la misión?
—Se llamará Operación… —y el Coronel se dio cuenta, con total claridad, de la disyuntiva en la que se encontraba. En primer lugar, temió que se tratase de una trampa urdida por el Tirano. No por nada, curtido en infinidad de combates reales y ficticios, había llegado tan lejos en su carrera. Por otra parte, dedujo que, aunque fuese nada más que una intriga; estaba en un punto que podía acarrearle problemas en el futuro, y hacerlo caer en las garras del Generalísimo. Ponerle nombre a una obra o una tarea, cualquiera de la que se trate, implica un acto de inspiración; e, incluso, aunque el Coronel pudiera afirmar de manera tajante que allí no veía ninguna Musa agazapada para sugerirle una denominación, desconfiaba aún de las formas que estas pudieran tomar; y si no, al menos, de la lealtad actual o futura de sus hombres. El problema no era menor. El tema, se percató, podría incluso minar su autoridad sobre los hombres del Grupo, quienes alegarían que tan simple tarea había sido una mera sugestión del enemigo, nada menos que hacia el Jefe; y en una etapa tan temprana de la misión. La mente del Coronel trabajaba a todo vapor. Tampoco era posible posponer; ni, mucho menos, dudar. Con voz firme, continuó:
—Se llamará Operación «Operación» —y ni siquiera así estuvo seguro de haberse librado de cualquier amenaza.
La reunión continuó durante todo el día.
Al anochecer, el Coronel envió sus perros al mundo.
Euterpe
La de Ánimo Placentero
Musa de la Música y la Poesía Lírica
La primera en morir fue Euterpe, unos diez u once meses después de iniciada la Operación. Les tocó en suerte a Tavito y el Pelado encontrarla en un pub irlandés del centro de Tokio, completamente borracha, después de varias rondas de Cork Dry.
La Oficina había marcado cinco probables ubicaciones: Viena, donde el Grupo mató a cincuenta y siete muchachas; New Orleans, donde se asesinaron ciento doce personas, cuarenta y cinco de las cuales eran integrantes de un coro —recordarás el accidente del puente Pontchartrain—; Londres, setenta y dos personas; Nuakchot, capital de Mauritania, trescientos noventa y nueve, entre ellas las de la tragedia del Kebbé; y, finalmente, Tokio.
Allá llegaron Tavito y el Pelado, a mediados de abril, con precisas instrucciones de atentar contra los grupos musicales del festival Hinamatsuri, el 3 de marzo siguiente. No fue necesario, debido a que, por absoluta coincidencia, encontraron a la Musa unos tres o cuatro días antes del festival. Ella misma les confesó quien era.
Los dos hombres del Frente de Tareas debían reunirse con un contacto japonés para coordinar la entrega de los explosivos, en el «Dubliners» de Toshima-ku. Llegaron temprano, se sentaron en una mesa ubicada en un rincón, de frente a la puerta de entrada, desde la que dominaban todo el local. Con una Guinnes cada uno, se entretuvieron prestando atención a las conversaciones de los parroquianos en las mesas vecinas, hasta que los sorprendió un:
―¡Canann rud éigin, Euterpe!
Tavito y el Pelado se miraron, incrédulos, al escuchar el nombre. Buscaron con la mirada a la destinataria del grito; y vieron, a su derecha y casi en el otro extremo del local, a una joven con una corona de flores en sus cabellos oscuros, que subía a una mesa y comenzaba a desgranar, lentamente, la Grace, de Séan O’Meara:
«As we gather in the chapel here in old Kilmainham Jail
I think about these past few weeks, oh will they say we’ve failed?»
La voz de la muchacha era extraordinaria, melodiosa, y denotaba una sabiduría de siglos. Se acercaron a ella abriéndose paso entre los que coreaban:
«Oh, Grace just hold me in your arms and let this moment linger
They’ll take me out at dawn and I will die…»
Euterpe apenas se sostenía en pie. Cuando la canción terminó, y todos en el pub gritaban festejando y vitoreando a la cantante, entre Tavito y el Pelado la ayudaron a bajar y la llevaron con ellos a su mesa. Allí le convidaron con varias vueltas de gin; y trataron de sonsacarle algún dato que confirmase lo que sospechaban.
―¿Quién te enseñó a cantar así? —preguntó el Pelado.
―Mis padres…
—¿Y quiénes son ellos? ―continuó Tavito.
—La titánide Mnemósine y Zeus, el mayor de los dioses ―dijo ella, hablando repentinamente en griego; y arqueando sus cejas con un dejo de sorpresa, como insinuando «¿De verdad ustedes no saben eso?».
Los dos hombres, atónitos, no podían creer en su suerte. Se demoraron unos minutos más, y luego salieron llevando a Euterpe entre ambos, sujeta por los hombros y arrastrando sus pies. Caminaron por Meiji Dori hasta el Río Arakawa, en un recorrido de más de cuatro mil metros, deteniéndose de tanto en tanto a tomar alguna otra copa en los bares de la avenida, de manera tal que ella se mantuviese alegre e inocente, en la nebulosa de la borrachera. Eligieron un camino largo para cerciorarse de que nadie los hubiese seguido. En tal caso, se hubiesen comportado ellos también como ebrios, y dejado para después lo que estaban a punto de hacer.
Cuando llegaron al río, Tavito buscó una zona poco iluminada en el parque de la ribera. Euterpe no paraba de reírse; y ambos, fingiendo, le seguían la corriente pidiéndole que hiciera silencio. Ella tapó su boca con la mano, mientras se esforzaba por mantenerse callada, pero sin lograrlo. El pelado miró en todas direcciones, y cuando estuvo seguro de que nadie los veía, le hizo una seña a Tavito, apenas esbozada con su cabeza. En medio de la risa alcohólica de Euterpe, la empujaron al agua y entre los dos mantuvieron su cabeza sumergida. Ella murió enseguida, sin oponer resistencia.
El Pelado contactó a la embajada, y esa misma noche ambos abandonaron Japón.
Erato
La Apasionada
Musa de la Poesía Amorosa
Habían pasado más de dos años de la muerte de Euterpe cuando mataron a Erato.
Dentro del Grupo, a la euforia inicial por el asesinato de la primera Musa y la comprobación de la merma en nuevos aportes a la música —una clara alusión a la inexistencia de quién inspire a los creadores— le siguió una etapa donde el fastidio comenzó a ganar terreno y los ánimos se exasperaron.
El Tirano exigía resultados y el Coronel no encontraba cómo contrarrestar la confusión que iba ganando terreno. Ninguno de los integrantes del Grupo albergaba dudas acerca de que la Oficina era la única responsable; y en tal caso, el Coronel actuó con mano dura: del plantel inicial de Profesores y Arqueólogos solo quedaron cinco integrantes. El resto fue cesanteado; lo que, en ese contexto, no constituía más que un eufemismo para la eliminación.
Mientras tanto, las huestes del Enemigo habían recibido con estupor la noticia de la muerte de Euterpe, y aunque no entendían cómo podía haber sido tan ingenua, la lloraron con hondo pesar. Las demás Musas tomaron la resolución de encontrar un reemplazo para la muerta, pero antes percibieron la necesidad de preservarse ellas mismas hasta que pasase la tormenta.
Fue un integrante del Frente de Tareas, el Topo, quien aportó la primera pista. No está claro cómo se enteró de la existencia de la comunidad Ecstasy, en las Islas Canarias, cuyos integrantes profesaban el eratismo, una corriente pseudocristiana que anhelaba una sociedad orgiástica, basada en el amor.
El Coronel se aferró con uñas y dientes a ese pequeño faro que se le aparecía en, se le antojaba, un huracán que amenazaba con hundirlo. Dio órdenes de montar un operativo de seguimiento y escuchas a cualquiera que creyesen relacionado con la secta. Al poco tiempo, se enteraron de la difusa existencia de una mujer a la que llamaban «Chispa de Estrellas», a la que parecían adorar.
La Oficina propuso, y el Coronel ordenó, un plan de intrusión de agentes encubiertos dentro de Ecstasy. La tarea recayó en Félix, Papucho y el Sapo.
Llegaron al aeropuerto de Lanzarote, en Playa Honda, un lunes hacia el final de la primavera; alquilaron un auto, tomaron por la quinientos cuatro hasta Puerto del Carmen, se hospedaron en el Hotel Beatriz, y dedicaron hasta el viernes a tratar de contactar con algún integrante de la Comunidad. Descubrieron, luego de mucho insistir, que los eratistas se reunían en un campo cercano a Órzola, en la punta norte de la isla.
Si bien encontraron el lugar y la gente enseguida; les llevó dos largos meses ganarse la confianza necesaria para ser admitidos, en calidad de novicios. Pronto se sintieron a gusto: Ectasy era, antes que nada, una comunidad nudista, conformada por una treintena de hombres y más de ciento cincuenta mujeres. Además, practicaban, e incentivaban el amor libre en cualquier lugar, a cualquier hora, en privado o en público; y sin que nadie, nunca, pusiese ninguna objeción.
La lucha más dura fue contra ellos mismos y a punto estuvieron de caer en la trampa del Enemigo. Les llevó más de cinco semanas despertar de la orgía continua, reponerse y recordar la misión. El temor a la ira del Coronel fue más fuerte.
Sabían que una de las mujeres de la Comunidad era «Chispa de Estrellas»; pero, quizá por ser solo iniciados, ninguna de ellas les fue presentada como tal, y tampoco fueron testigos de ceremonias especiales de ningún tipo. Si bien los tres sospechaban de una tal Nina, que hablaba castellano con un acento que identificaron como del centro de Europa —incluso el Sapo llegó a afirmar que era griego—, decidieron cortar por lo sano y matarlos a todos.
La que después fue llamada «Matanza de la Playa de la Cantería» se llevó a cabo en la primera semana de julio. La policía española nunca creyó la explicación de esos tres espectros flacos, ojerosos y desnudos: la muerte de más de ciento ochenta personas era consecuencia lamentable de un juego erótico —producir asfixia para incrementar el placer sexual— que se les había escapado de control. Si, los habían ahorcado con las manos. Puesto que estando desnudos, no quedaban muchas otras opciones.
Aunque ellos nunca lo supieron, Erato fue la trigésimo sexta mujer en morir; y no era Nina.
Félix, Papucho y el Sapo aún están recluidos en el Centro de Detención Madrid 2, en Alcalá de Henares, condenados a cuarenta años de prisión. En todo este tiempo jamás hablaron acerca del Grupo.
Polimnia
La de Muchas Alabanzas
Musa de la Danza, la Geometría y la Poesía Sacra
Las cosas se aceleraron luego de la muerte de Erato, y todo se hizo más fácil para el Grupo. El Coronel, envalentonado, se presentó ante el Tirano quien le expresó «el más sincero agradecimiento de parte del pueblo de la Patria».
Quizá el Enemigo experimentó un sentimiento de derrota que minó su ánimo y lo llevó a cometer errores fundamentales, pero lo cierto es que las Musas creyeron que sus escondites habían sido descubiertos y decidieron reubicarse; lo que no hizo más que exponerlas.
Un informante avisó a uno de los Arqueólogos que tal vez Polimnia podría encontrarse en Boston, Estados Unidos. Luego del Análisis de la Situación correspondiente, la Oficina llegó a la conclusión de que la Musa debía encontrarse en un Centro de Estudios donde las matemáticas tuviesen un papel preponderante, y cerca de algún lugar religioso donde pudiese cantar himnos a los dioses. Aconsejaron al Coronel, quien envió al Topo, el Cucaracha y Tomasito, a buscarla al Instituto Tecnológico de Massachusetts.
El Cucaracha no pudo, siquiera, entrar a la Unión. Fue detenido por posesión de estupefacientes apenas pisó la aduana del Aeropuerto Logan. Fueron inflexibles. Nadie atendió sus razones. Fue juzgado y condenado a diez años de prisión que cumplió en la cárcel de Suffolk County.
Como los miembros del Frente de Tareas, por norma, siempre viajaban separados, los otros dos no tuvieron mayores inconvenientes.
El Topo y Tomasito encontraron a Polimnia mendigando en la puerta de la MIT Chapel, detrás del Bexley Hall y cerca del Auditorio Kresge, en Amherst Street. No se parecía en nada a una gran Musa. Estaba vestida con una especie de quitón blanco, muy sucio; su pelo estaba greñoso y cortado con tijeras, de manera descuidada; cubierto, al igual que su cara, con algo parecido a un velo; recostada contra la puerta de la Capilla, a sus pies una lata vieja de sopa de tomates Amy’s donde esperaba que las almas buenas le dejasen algunas monedas; en actitud meditativa y con su mano estirada y abierta, invitando a la caridad.
El Topo y Tomasito se le acercaron. Ella se dio cuenta de quiénes eran y se supo perdida. No intentó huir. Los miró y les sonrió con un cansancio de milenios. Sus dientes blanquísimos la entregaron. Ellos sacaron sendos cuchillos de combate Botero Black y le asestaron doscientas noventa y seis puñaladas.
La sangre de Polimnia los cubrió de pies a cabeza. Se alejaron hacia el río, cruzando el jardín del McCormick Hall; apenas se lavaron, tratando de quitarse la sangre, y se fueron caminando hacia el Charles Rivers Black Path, cruzaron el puente de Harvard hacia el sur, y nunca más se supo de ellos.
Después de salir de prisión, el Cucaracha se casó con una india iroquesa, y se fue a vivir a los Grandes Lagos con los Mohawks.
Terpsícores
La que Deleita en el Baile
Musa de la Danza, la Poesía Ligera y el Canto Coral
A pesar de ser, en cuestiones de seguridad personal, la más descuidada de las Musas; no fue hasta que la delató una compañera de baile, celosa de su maestría, que el Grupo se enteró dónde podían encontrar a Terpsícores. La traidora les dijo que podían verla en el Ballet Mariinski de San Petersburgo. Contó, además, que era incontrastable el hecho, aunque algunos se empeñaban en tacharlo de leyenda, de que cada tantos años la Musa pasaba una temporada allí e incluso había sido maestra de Marius Petipá y Agrippina Vaganova. Ella, continuó, era la primera bailarina del ballet, y Terpsícores quería adueñarse de ese puesto.
El Coronel envió a Tavito, Manucho y el Zorrino, que se jactaba de ser un muy buen bailarín de salsa.
La idea era dar un golpe rápido: entrar, matar, salir. Llegaron a Rusia un día frío de diciembre; y fueron, sin siquiera pasar por algún hotel, a la puerta del Teatro. Como pudieron, se hicieron entender por el conserje, diciendo que eran fanáticos del ballet y querían ver a la Musa, que era su inspiradora. Para hacerlo todo aún más real, el Zorrino improvisó unos pasos mientras cantaba, a capella, unas estrofas de Esa Niña, de Jerry Rivera, en plena escalinata de entrada, sobre la nieve y frente a los rusos que caminaban por la Teatral’naya Ploshchad y sonreían con sorna.
El Enemigo, alertado, avisó a Terpsícores, que fue sacada por una puerta lateral. Alcanzaron a verla cuando la subían a un auto
—Un Moskvitch Aleko del noventa y nueve —dijo Manucho, que sabía mucho de vehículos rusos.
—¿Tomaste la patente? ―preguntó Tavito.
—Por supuesto ¿con quién te crees que estás hablando? Pero da igual, porque no entiendo las letras que usan acá.
Desde San Petersburgo la siguieron, como rastreadores, primero a Helsinski, luego Varsovia, Bucarest, Ankara, Amman, El Cairo, Khartum y finalmente la pequeña aldea massai de Embiti, en Kenia, a doscientos cincuenta kilómetros de Nairobi, la capital. Cuando la alcanzaron, la tribu celebraba la asunción de un nuevo jefe, y las mujeres formaban un círculo a su alrededor; moviéndose de manera cadenciosa. El hombre, con su cabeza pintada de rojo, daba unos espectaculares saltos con su cuerpo rígido, las manos pegadas a los costados, las rodillas juntas y un atado de pasto fresco bajo sus brazos. Todas las mujeres vestían la típica swuka roja y pesados collares de cuentas que golpeaban rítmicamente sobre sus hombros, mientras aceleraban el ritmo del movimiento de sus caderas. Entre ellas, destacada por su piel pálida, estaba Terpsícores.
Bailaron durante horas, hasta quedar exhaustos. En ese momento, la Musa vio al grupo y, de manera solapada, dejó la rueda y trató de salir de la pequeña aldea. Tavito, Manucho y el Zorrino la vigilaban de cerca y la siguieron. Anochecía. Ya en la sabana, ella corrió lo más rápido que pudo y los tres la seguían a no más de cincuenta o sesenta metros. No se sabe cuánto duró la persecución; pero diez días después encontraron los cuatro cadáveres a kilómetro y medio de donde se había realizado el baile. Se cree que los mataron los leones y, luego, las hienas dejaron las osamentas casi peladas. Los huesos de Terpsícores tenían un brillo especial.
Melpómene
La melodiosa
Musa de la Tragedia, en el teatro
El Grupo creyó, desde el principio, que sería muy fácil ubicar a Melpómene y Talía. La Oficina mandó a buscarlas por todos los grandes teatros del mundo: el San Carlos en Nápoles, La Fenice en Venecia, el Covent Garden y el Haymarket Royal en Londres, el Wiener Straatsoper en Viena, la Scala en Milán, la Ópera en París, el Bolshoi en Moscú, el Berliner Ensemble en Berlín, el Metropolitan en Nueva York, el Liceo en Barcelona; siguieron por Broadway, Holliwood, Cinecittà e, incluso, Bollywood en Bombay. Nunca las encontraron.
Por recomendación de uno de los Arqueólogos, el Coronel decidió reunirse con el Propagandista del Tirano para que le expresara su parecer. Este lo envió, con las correspondientes loas al gobierno, al despacho del Director, cineasta oficial del Generalísimo, quien le pidió un tiempo prudencial para ver qué podía averiguar entre sus subordinados. El Coronel no se hacía muchas ilusiones y pronto se olvidó de esta pista.
Sin embargo, pasados más de dos años, recibió un llamado de la Secretaría de Cine, invitándolo a una reunión con el Director; que tenía información para brindarle.
—Hay actores que hacen cualquier cosa por un papel —dijo el cineasta apenas el Coronel entró a su despacho, sin siquiera saludarlo —. Son ratas. Todos son unas ratas. Nunca se podrá alabar suficientemente al Generalísimo con gente así.
—¿Qué me consiguió? —preguntó el Coronel.
—Mire. Hay un actorcito, bastante maricón, que está actuando en una obrita menor, insensible a las necesidades de la Patria, que se llama algo así como… —hizo una breve pausa, mientras acomodaba sus anteojos y leía en un breve borrador que estaba sobre su escritorio —…ah, ¡acá está! «Esperando a Godot» —pronunció la «t» bien marcada, de manera deliberada —, de Samuel Be…bec…kett, ¡de Samuel Beckett! Un alemán, creo. Este actorcito dice…—buscó con la mirada en el apunte—, y cito textual «que el declarante afirma conocer unas señoritas que ha visto trabajando, afirma que le parecen extranjeras por como hablan, y que actúan muy bien. Dice que una es muy buena para la comedia y la otra para la tragedia. Preguntado sobre si conoce los nombres, el declarante afirma que una dijo llamarse Talía, y que de la otra no recuerda el nombre pero le decían Melpa. El declarante afirma que hace dos meses que no las ve y que cree que salieron del país. Preguntado sobre el nombre del teatro donde trabajaban el declarante dice que no se acuerda pero que queda en el bajo, cerca de la autopista. Preguntado sobre si sabe adónde fueron, el declarante afirma que oyó decir que acá se estaban ocultando, pero las iban a descubrir, entonces se marchaban y cree que a Australia», etc., etc. ¿qué le parece?
—Le agradezco, señor Director —dijo el Coronel, mientras se levantaba para retirarse.
—Tome. Llévese unas entraditas para darle a su gente. Son para asistir al estreno de mi nueva película «Los enfermeros las prefieren en bolas». El Generalísimo va a estar presente….
El Coronel las tomó y se retiró. Apenas llegó a la calle las rompió. Toda manifestación de arte es peligrosa. Ya le llegaría su momento al Director.
Más adelante veremos qué pasó con Talía
Concentrémonos, ahora, en el final de Melpómene.
El Coronel envió al Mudo, a Serapio y al Coso, a Sidney. Se reunieron en el aeropuerto Kingsford Smith, desde donde fueron hasta The Rocks. Se alojaron en una suite del hotel Quay West, en Gloucester Street, e inmediatamente se dirigieron al complejo de la Casa de la Ópera, por la calle Alfred. Pasaron semanas buscando en el Concert Hall, el Opera Theatre, la Sala de Música, el Drama Theatre, las salas de grabaciones, los camerinos y las salas de ensayo, turnándose en la vigilancia. Finalmente, alguien les señaló una mujer de mediana edad a la que en el mundillo del teatro conocían como Meme; comenzaron a seguirla, aunque más no fuera para justificar la prolongada estadía.
Fueron Serapio y el Coso quienes fueron tras ella ese día. Después de más de cinco horas de caminata, llegaron al Prince Alfred Park, en Parramatta. Ellos pensaron que la Musa, si lo era, podría dirigirse al Riverside Theatre. Sin embargo, entró en una galería, y se dirigió a un pequeño local under. Parecía distraída pensando en sus cosas. Serapio, más por instinto que por haberlo planeado, la llamó:
—Melpómene.
Ella, sin darse cuenta de la trampa, giró la cabeza y contestó:
—¿Si?
Los dos hombres se miraron un segundo, y la atacaron. El Coso la tomó por los hombros y la empujó contra una vidriera. El cristal se rompió con un ruido apagado. Serapio recogió un trozo de vidrio y se ensañó con la garganta. Todo duró apenas segundos. Los pocos que salieron del local, alertados por el ruido, se encontraron con la cabeza de Melpómene separada de su cuerpo, que aún se movía con espasmos.
Serapio y el Coso atravesaron el parque a toda carrera y se refugiaron en la catedral de Saint Patrick, sobre Mardsen Street. Curiosamente, nadie los vio. Desde allí llamaron al Mudo, quien les llevó ropas limpias. Se cambiaron dentro de un confesionario. Sin pasar por el hotel, fueron al aeropuerto y abandonaron Australia.
Talía
Florecer
Musa de la Comedia, en el teatro, y de la Poesía Idílica
Lo más extraño con esta Musa fue su nombre tan común y tan especial a la vez.
La Oficina evaluó el tema después del asesinato de Melpómene, entrevió la enorme cantidad de recursos necesarios para encontrarla, contando solo con su nombre como pista; y transmitió sus opiniones al Coronel. Este, pragmático como siempre, decidió aplicar lo que llamó «Estrategia de Contrasaturación»; y matar a todas las Talías. Los hombres del Grupo se dedicaron desde entonces, y sistemáticamente, a eliminarlas a todas. La matanza lleva años y aún continua; y azota Centroamérica, México, España y toda Europa y hasta las Filipinas. Recordarás este hecho por lo curioso y la cantidad de teorías que se tejieron para explicar el fenómeno. No hay forma de saber cuántas mujeres murieron.
El Grupo nunca lo supo, pero la Musa murió en manos de un integrante del Frente de Operaciones, del que poco se sabe, el Bollito. Fue hace tres años, en la primera noche de Carnaval, y en una plaza de un barrio pobre de Manaos. Literalmente, le borró la cara golpeándola con un palo.
Nunca más hemos vuelto a oír hablar del Bollito.
Calíope
La de voz bella
Musa de la Poesía Épica y la Elocuencia
Los Arqueólogos tuvieron un golpe de suerte. En el Volumen dieciséis de la catorceava edición de la Encyclopaedia Britannica, de mil novecientos cuarenta y ocho, encontraron una fotografía de Joseph Goebbels junto a un grupo de colaboradores, cuyos nombres figuraban en el epígrafe. Entre ellos, estaba Fräulein Kalliope.
Con esto, no solo podían ubicarla en la Alemania Nazi más o menos en mil novecientos cuarenta y cuatro; sino que, más importante aún, tenían una fotografía.
En la Oficina utilizaron los programas de reconocimiento facial más avanzados; y así fue posible seguir su camino por la historia y encontrarla en la Unión Soviética de Stalin, con Franco en España, en la China de Mao, con el Khmer Rouge de Pol Pot y en los gobiernos de los Bush en Estados Unidos.
Cierto día, uno de los Profesores encargado de controlar los avances de la computadora, leyó el informe de la probable ubicación actual de la Musa. La taza de café que sostenía en su mano cayó al piso. Atónito, corrió por los pasillos sin prestar atención a nada ni nadie y llevándose todo por delante. Llegó, jadeante, a la oficina del Coronel y abrió la puerta de golpe y sin pedir autorización para entrar. La Secretaria se levantó de las rodillas del Coronel como impulsada por un resorte. Acomodándose la ropa, abandonó la oficina.
—Vea mi amigo —alcanzó a murmurar el Coronel —, tiene que golpear antes de…
—¡Calíope está acá! —gritó el profesor, sin aliento.
—¿Cómo dice?
—¡Mire! —se apuró el Profesor, tirando un dossier sobre la mesa —¡Mire! ¡Es ella! ¡En el Ministerio de Propaganda!
El Coronel tomó el informe y lo hojeó, con curiosidad. Conocía los resultados previos del programa de computación, así que le fue muy fácil reconocerla. No cabían dudas. De manera urgente, envió a Tomasito y al Pomo a buscarla. La historia oficial dice que Calíope se retiró del Ministerio por una indisposición pasajera.
Nunca hemos vuelto a saber de ella.
Como corolario ¿has notado que, de un tiempo a esta parte, los discursos del Tirano son del todo incoherentes; y por otro lado, además, ya nadie le hace himnos ensalzando su figura?
Urania
La Celestial
Musa de Astronomía y la Astrología, las Matemáticas y las Ciencia Exactas
El Coronel creía que todo era tan simple como sumar dos más dos: si Polimnia tenía que ver con la Geometría y Urania con las Matemáticas; y a Polimnia la habían encontrado en Massachusetts, entonces Urania también debía estar por allí. Por la misma época en que Tavito, Manucho y el Zorrino andaban cazando a Terpsícores en África, el coronel mandó a Osvaldito y al Rengo a los Estados Unidos.
Los dos entraron, a sangre y fuego, en la Escuela de Matemáticas y Ciencia John O’Brian, en el Malcom X Boulevard, de Boston, donde mataron a quinientas setenta y dos personas, entre profesores y alumnos, antes de que los equipos de armas tácticas especiales los acribillasen. Pero la Musa no estuvo entre los muertos.
En esos días, el Torito acompañó a su anciana madre, que desde mucho tiempo antes le insistía en que la llevara a visitar a la Yumára, una tía abuela lejana, por la que el Torito sentía, desde niño, un temor rayano en la insania. Yumára era gitana —algo que él se esmeraba por ocultar—, y tenía un porte y una figura que aún hoy hacían que al Torito se le erizasen los pelos de la nuca. La encontraron en el geriátrico, sentada junto a un gran ventanal. Apenas entraron, su madre la saludó:
—May lashó, Yumára.
—May nais, m’hija —y agregó, dirigiéndose al Torito —. Y buen día para vos también, bahktaló.
—¿Suertudo? —dijo el Torito—. ¿Por qué?
—Vas a encontrar a la que estás buscando.
—¿Y cómo sabés a quién busco, vieja?
Ella abrió su boca desdentada en una mueca que podía pasar por risa y agregó:
—O drabarimós, m’hijo.
—Sí —contestó el Torito—, la adivinación. ¿Y sabés dónde está la que busco?
—Tenés que buscarla en México. Anda escondiéndose con los Rrom de allá, pero ella no es gitana. Es una gazhé que, cada tanto, se oculta entre nosotros desde antes que saliéramos de Parathiatar, hace como mil años.
—Ajá.
—Vos la querés matar; y está bien, si es la voluntad de O Del. Pero oíme bien lo que te digo, m’hijo: cuando estés cerca de ella, pensá en otra cosa —y se quedó callada.
—¿Cómo, vieja? ¿Qué me querés decir?
Pero la Yumára no habló más. Su rostro, gris, pareció secarse y sus ojos se quedaron quietos, como si hubiese perdido todo rastro de vida. Madre e hijo se quedaron con la gitana unos cuantos minutos más, pero no intercambiaron palabras.
Apenas el Torito dejó a su madre, voló a reunirse con el Coronel. Le dijo que tenía un muy buen dato acerca de dónde encontrar a Urania, y debía ir a México.
—Está bien —contestó el Coronel —. Andá. Llevate al Petardo con vos.
Una semana después, los dos se encontraban en el Aeropuerto Jara, de Veracruz. Les llevó otra semana contactar a los gitanos, y obtener algún dato interesante. Una Gachí les comentó acerca de una Ruspí que vivía oculta por el lado de Tuxtla.
—Es un rumor, chavorés —les dijo—, pero es mejor que nada.
—Nais tuke —agradeció el Torito.
—Delante de mi hablás en cristiano, ¿estamos? —lo amenazó, al oído, el Petardo.
Alquilaron un auto en el Avis de Collado; tomaron Enríquez hasta Lerdo de Tejada, luego Hidalgo hasta Cabada, por la Nacional llegaron a Santiago, y desde allí fueron a San Andrés Tuxtla por la Costanera.
Otros gitanos los guiaron hasta Soriana, en el centro.
Un alaquinó que trabajaba en la vereda les señaló a una mujer sentada a una mesa, casi en la esquina. En medio de la muchedumbre, se acercaron hasta unos veinte metros de donde estaba ella, con su típico traje, las cartas de Tarot a un costado, invitando a los transeúntes a conocer su suerte.
—¿Qué hacemos? —dijo el Petardo.
—Acercate a tantearla.
—¿Y qué le digo?
—Lo que se te ocurra, boludo.
El Petardo caminó hacia ella. Cuando estaba solo a unos pasos, la mujer levantó la mirada hacia él, espantada. Al tiempo que salía corriendo, hizo una seña a dos Rrom que estaban ocultos tras una pequeña columna. El Petardo se quedó inmóvil por unos segundos, indeciso entre seguirla o volver con el Torito. Fue suficiente para que los dos extraños se acercaran por detrás y lo apuñalaran, sin llamar la atención.
Cuando el Torito quiso reaccionar, ya era tarde. No había nadie a quién perseguir. A sabiendas de lo mucho que tendría por explicar, se alejó de allí. El cuerpo del Petardo quedó tirado sobre la mesa de la adivina, hasta bien entrada la noche.
En su habitación del Hotel del Parque, el Torito estuvo pensando durante días. Finalmente, entendió la advertencia de la Yumára: Urania adivinaba cuándo venían a matarla. Lo leyó en el Petardo, avisó a sus monrrés gitanos; quienes la protegieron.
Tuvo que empezar, otra vez, de cero. Más aún, ahora el pueblo Rrom sabía que querían matar a una protegida. El Torito recurrió a todo lo gitano que podía quedar en su sangre: Habló de un regalo enviado por la Yumára, habló de la nostalgia Rromá, exprimió su cerebro para recordar cuanta palabra kalderari le hubiese quedado grabada en su niñez. Finalmente, lo guiaron hasta la Musa, que estaba con sus cartas en una plaza, por la zona de Chichipilco.
Estudió el terreno todo el día. Detectó a los gitanos que podían actuar si lo descubrían —una treintena—, analizó las posibles vías de escape; pensó en matarla desde lejos, pero lo desechó porque se sabía mal tirador. Decidió que el mejor momento era al anochecer, cuando la plaza se llenaba de gente. Esperó al otro día.
A la hora prevista, caminó despreocupado. Cuando estaba a veinte pasos de la Musa comenzó a recitar, entre dientes, el «Padre Nuestro», tal como se lo enseñara su abuela Saray
Amaro Dad, savo san ade bolipe,
Teyavel arasno tiro lov…
Pasó por detrás de Urania, y noto solo una pequeña inclinación de su cabeza. Tal vez, una sonrisa. Se percató que ella no sospechaba nada.
Teyavel tiro rayan,
En un instante, su mano estaba vacía. Al siguiente, sostenía una bayoneta Lorenz
Teyavel tiro kam…
La Musa giró la cabeza, entendiendo de repente.
Sir pe bolipe, ad’a i pe phu…
La hoja de la bayoneta, de unos cuarenta centímetros de largo, entró por el ojo derecho de Urania, atravesó su boca y su garganta, y tocó su corazón.
Torito se perdió entre la gente.
Esta vez fue la Musa quien quedó tendida sobre su mesa. Tampoco nadie vio nada.
Clío
La que Celebra
Musa de la Historia y la Poesía Heroica
Clío murió en una pobre granja, cercana a Salgótarján, en la actual Hungría, en mil trescientos cuarenta y ocho; cuando la Peste Negra asoló a Europa.
Era, en realidad, una vieja amargada. Todo el día estaba despotricando en contra del presente y el futuro.
—¡En mi época esto no se veía!
—¡Mirá si en mi juventud íbamos a andar con semejantes sombreros!
—¡Qué me van a venir a comparar los actuales con mis tiempos!
Las otras Musas eran blancos constantes de sus críticas y quejas; y muy especialmente, Erato:
—¡Puta de Mierda! ¡Vestite, por lo menos! ¡Si en mi época te agarraban los guardianes, dormías adentro por un año!
De verdad, nadie lloró su muerte.
Las demás Musas se reunieron para encontrar una sucesora; pero por una cosa u otra, después de transcurridos casi siete siglos no habían logrado ponerse de acuerdo. Con más errores que aciertos, entre todas iban inspirando en los hombres las tareas que debiera haber sugerido Clío. Dejaron tantas lagunas que, sin proponérselo, hicieron que nosotros, los Historiadores, pudiésemos sobrevivir sin demasiada ayuda de ellas.
Por supuesto que hemos cometido errores —solo a modo de ejemplo, habrás escuchado ese axioma que reza «la historia la escriben los que ganan, entonces hay otra historia»—; pero en este momento de oscuridad, no solo somos el remedo de la única Musa que no han podido matar los esbirros del Coronel y el Generalísimo; sino que, además, sobre nuestros hombros recae la tarea de encontrar a quienes reemplacen a las muertas. Pero eso será en el futuro.
Hoy el Tirano sabe que con nosotros sobre la faz de la tierra, él no podrá escribir su versión de la historia y negar las atrocidades que comete. Entiende que no dominará a su pueblo mientras quede uno solo que recuerde y enseñe como, de verdad, ocurrieron los hechos. A estas alturas ―sin saber que Clío ha muerto— intuye que aquella Musa que se le escapó lo hizo multiplicándose como las cabezas de la Hidra; y, más temprano que tarde, llegará a la conclusión de que tampoco será necesario ejercer censura sobre los músicos si no hay quién escuche su música, sobre los escritores si no tienen quién los lea, sobre los pintores si no hay quién contemple sus obras. En suma, no será necesaria la Censura sobre las Artes si no hay nadie que pueda disfrutarlas. Entonces ideará algún mecanismo técnico y empezará a eliminar a los habitantes de la República. No será la primera vez que pasa.
Hoy, amigo, solo nos interesa que la Historia sobreviva. Has sido elegido, y es tu obligación preservarla y enseñarla a tus hijos y a los hijos de tus hijos.
Ahora, nosotros, los Historiadores, somos el Enemigo.
Ahora, tú eres Clío.
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