Departamento de Letras
Departamento de Estudios Literarios

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e-ISSN: 1562-4072
  Volumen 7, número 19 / Enero-Junio 2020  
Revista electrónica semestral
de estudios y creación literaria
    UNIVERSIDAD DE GUADALAJARA    
Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades    

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Ni brillo ni fin

Lilian Reynoso Díaz

 

Uno a esta edad ya no puede exigir más que no sufrir a la hora de morirse. Después de todo lo que se batalla viviendo, nomás hace falta que ni morirse en paz se pueda. Pero por más que en misa digan que no hay que tenerle miedo a la muerte, porque es cuando uno se va al cielo, se me sigue enchinando el cuero de pensarlo. Yo no sé de dónde sacan otras señoras que ellas no le tienen miedo a la muerte, que tienen su conciencia limpia y en paz, se me hace que esas son puras mentiras.
Aunque yo esté viejita no me quiero ir ahorita, siento que me falta algo para estar a gusto conmigo misma, porque no pude hacer muchas cosas en mi juventud. No me casé con el muchacho que quise porque me robaron de jovencita, y así ya no puedes hacer lo que quieras porque ya pasas a ser propiedad de alguien, como quien dice. Ni regresarte a tu casa puedes, no vaya a ser que hasta tus papás piensen que eres una cualquiera. Y luego luego tu marido te hace un hijo tras otro y se te va la vida en ellos, en atender bien a tu hombre porque si no te suena. A veces aunque tengas todo como le gusta, te mete una friega nomás porque le dio la gana o por andar borracho.
Y así se te pasan muchos años, tus chiquillos crecen, las muchachas se casan con el novio que les conviene —ojalá yo haya tenido su suerte—, los hombres agarran a una muchachilla bonita o se van a trabajar al otro lado. Entonces te quedas sola con tu viejito, corajudo y todo yo así lo quería, porque nunca me faltó nada con él, pero la edad es cruel y al final se lleva a la gente que quieres. Dios sabe por qué hace las cosas.
 A mí me tocó ver que todas mis gentes se fueran, mis hijos no me visitan, nomás me marcan de vez en cuando y los que se fueron al norte me mandan dinero, pero me falta verles las caras para saber que todo está bien.
Ya lo único que hago es el quehacer de mi casa, regar las plantas y limpiarle a mis pájaros, pero ¿qué tanto rato me lleva hacer eso? Tengo más tiempo para pensar en las cosas feas de la vida, como la muerte, que en distraerme. ¡Ay, Dios, perdóname por pensar esas barbaridades!, pero ya no tengo nada más qué hacer. A veces me agarra la ansiedad y saco una silla para que me dé el aire. Afuera, el mundo se ve tan joven, lleno de colores, todo va más rápido y uno tiene que irle dejándo el lugar a los muchachos que saben de estas cosas, porque uno ya nomás está en calidad de bulto.
—¡Ya vete a chingar a otro lado!
—¡No ocupo que me grites las cosas, no estoy sordo!
La señora de enfrente diario se anda peleando con sus hijos y al que regaña más feo es al chico, él, que es un niño y no tiene la culpa de nada. Nomás se oyen los gritotes que pegan, que si la hija más grande no cuida a su bebé, que si el hijo de en medio no se aparece en días, y todos agarran al chamaco de su puerquito. Yo veo que entre grito y grito al él se le rosan sus ojos, y se sale a la calle para que no lo sigan regañando, nadie aguanta tanto escándalo. Está como yo, tenemos que salirnos un rato para que se nos pase el coraje y la tristeza.
Ahora pasó lo que nunca: se puso a llorar sentado en la banqueta. Otros días se va con sus amigos a andar en bicicleta, o a hacer vagancias a otro lado, pero hoy le ganó el llanto. Nunca me ha gustado ver llorar a las criaturas, así que me quité la desidia y fui a ver cómo estaba.
—¿Qué traes, mijo?
—Qué le importa, vieja chismosa.
Ande pues, yo queriendo ser buena gente y me salen con eso, pero esas lágrimas no son de mentiras.
—Bueno pues, chilla enfrente de toda la gente para que aparte del regaño, se burlen de ti.
El chamaco nomás se espantó y volteó a ver si nadie lo miraba.
—Ándale, vente a mi casa, para que se te pase el coraje.
Como queriendo y no, me siguió a mi casa, ahí le di agua de limón y rollo para que se sonara los mocos. Verlo sentando en la mesa hizo que se me quitara la soledad un rato.
—Ahora sí, pasado el coraje ya dime qué traes.
—Pues nada, que mi jefa se la pasa regañándome, y mi hermana me grita todo el día y eso que yo le cuido a su chiquilla, la paseo y veo que no haga vagancias. Para acabarla mi mamá se apura más de mi hermano el marihuano que se va de la casa por días. Ah, y yo soy el recadero entre ella y mi papá.
—¿Qué te manda a que le digas?
—Que es un cabrón…
—Ya, ya no me digas más.
Válgame Dios, cómo tren a este niño. Parece que a la gente se le olvidó que los problemas de los grandes no le incumben a los hijos, pero a veces está muy difícil que ellos no se enteren. Yo me acuerdo que cuando me pegaba mi marido, mis hijos nomás se nos quedaban viendo, estaban tan asustados que ni chillar podían.
—Ay, mijo, a veces los grandes no nos damos cuenta del mal que le hacemos a los niños.
Le agarré su mano, la tenía engarruñada del coraje.
—Usted no sabe lo que se siente, ya nadie me quiere, yo lo único que quiero es irme y que no me busquen. A ver si llego a un lugar donde no me hagan sentir mal.
Él me contestó eso. Y yo sólo pensé: Vieras que como te sientes tú ahorita yo me siento igual, pero tengo menos valor de irme que tú.
—No digas esas cosas, mira, cuando te sientas así ten la confianza de venir conmigo para que te tranquilices.
Cuando sonrió me sentí una madre otra vez, sentí que después de muchos años estaba haciendo algo bien. No pude dormir bien pensando en lo que me contó el niño, cómo tan chiquito podía pensar esas barbaridades. La culpa es de su mamá, qué necesidad hay de traer a un niño de diez años cuidando a un bebé, y eso no es lo peor, que toda su familia se la pase grítele y grítele. ¿Qué con pelearse entre ellos no tienen suficiente?

Empecé a sentirme contenta porque el niño me saludaba todos los días cuando llegaba de la primaria, yo me sentaba en la puerta nomás a esperarlo, a veces llegaba con su sobrinita agarrada de la mano y me preguntaba si quería algo del mandado. Hasta una vez que me vio mala, porque se me había bajado la presión, me trajo una naranja con azúcar para que se me quitara.No es mal muchacho, es que su mamá está cegada por el coraje. Cuando oía que le gritaban mucho, el nomás venía y me tocaba la puerta y se pasaba, me platicaba sus cosas, yo también le contaba las mías y me escuchaba muy atento. Me sentía bien contenta en su compañía.
Una mañana, cuando el niño seguía en la escuela, vi que el hermano drogadicto llegó a su casa, y luego luego se oyeron los gritos.
—Ya ni la friegas, te vas de borracho y vienes nomás a pedirme dinero. Te pasas de huevón.
—Ya jefa, no sea gacha.
A esa mujer le hizo falta darle unas buenas nalgadas a sus hijos, ya andan todos descarrilados. Al rato, el niño llegó a mi casa a la hora de la salida de clases.
—Buenos días, señora.
—Hola mijito, ¿cómo te fue en la escuela?
—Ni para qué le cuento, me pusieron un reporte y mi mamá tiene que ir mañana a la escuela.
—Andabas de vago otra vez…
Él se veía preocupado, pero no tanto como yo me sentía. ¿Cómo le iba a ir diciéndole eso a su mamá ahorita que su hermano había llegado a la casa? No sabía si decirle, de todas formas él se daría cuenta.
—Al rato le cuento cómo me fue.
—Ándale pues.
No pasó ni media hora cuando se escucharon golpes y cosas cayéndose, en ese rato me espanté, crucé la calle para asomarme tantito en la ventana y para ver qué pasaba.
—¡Ya ni la chingas! ¿No ves que ando bien estresada como para que me llegues con estas cosas?
—No estés gritando, amá, me estresas. Y ya hiciste que la niña se pusiera a llorar.
La hija mayor se quejó, luego se salió cargando a su bebé, y detrás de ella el hijo de en medio con su cajetilla de cigarros. Dejaron la puerta abierta casi casi para que toda la colonia se diera cuenta. Ni se dieron cuenta de que yo estaba allí, entonces fui y me paré en la entrada.
—¡Estás igual de idiota que tu padre!
Su mamá le gritaba esas cosas, comenzó a jalarle las orejas muy feo, casi se las arrancaba. En ese momento me asusté mucho con lo que estaba viendo, quizás así se sentían mis niños cuando veían a su papá pegarme.
—¡Ya no me vas a volver a ver más! ¡Y tampoco quiero verlos a ustedes!
El niño veía a su mamá con rabia de animal endiablado, se safó de ella y se fue corriendo de la sala para irse más adentro. A mí me dio mucho miedo pensar que se haría daño con algo del puro coraje que él traía.
—¡Mijo, mijo! ¡Vente! ¿A dónde vas?
—Vieja chismosa, no se meta en lo que no le importa.
—Si no supiste criar a tus hijos ni cómo tratarlos, cállate la boca.
Pues mírala, esta igualada. La dejé en la sala haciendo chilito con la cola y me metí a seguir al niño, le gritaba y nomás no me contestaba. Subí las escaleras de la azotea, me tronaban las rodillas a cada escalón, pero me aguanté. Lo vi parado en el borde de la casa, volteando para abajo, ni mis cinco hijos hicieron algo así como para que yo supiera qué decirle o hacer en esa situación. Entonces caminé despacito hacia él.
—Mijo, voltéate. Camina para atrás.
Escuché que se sorbía los mocos y vi que temblaba del coraje.
—¿Para qué? Si ni mi mamá, ni mi papá me quieren y nomás hago enojar a mis hermanos.
El corazón me latía bien fuerte, me retumbaba por todo el cuerpo y se me cerraba la garganta de la impotencia.
—Tú no debes andarte preocupando por ellos, ya están echados a perder, ya no tienen vuelta atrás. Pero tú no eres así como ellos, tú estás chiquito, eres buena gente.
Volteó a verme y se limpió los mocos en el brazo. Tenía la cara como de jitomate, se me quedó viendo con los mismos ojos que vi en todos mis hijos, ojitos te ratoncito asustado, es una mirada en la que no hay pecado.
—Si a ti te pasa algo yo me voy a poner muy triste, mijo, porque te quiero mucho.
Corrió para conmigo y por primera vez me dio un abrazote, sentí que con su cuerpo calientito me decía “yo también te quiero”, y a mi corazón llegó una paz y una tranquilidad, como si me hubieran liberado de algo. Ya no sentía miedo, sentía que ya estaba lista.
II
“En esta vida todo se regresa, y algún día pagarás todas las dagas que has hecho” eso me decía siempre mi mamá cuando me regañaba. Yo estaba bien chamaca y la neta no creía en esas cosas, se me hacían imaginaciones de señora amargada. Qué pendeja estaba, es que de joven no piensas en lo que haces, te sientes la reina del mundo porque tus jefes te mantienen o les sacas dinero sin que se den cuenta, y así te compras tus cosas para verte más acá en frente de tus compas.
Cuando creces y ya no estás tan morrilla, quieres que los muchachos empiecen a hacerte caso, yo me acuerdo que me salía con unos chorcitos y ropa cortita a la calle, porque me quería ligar al Frank. Él y su bandita se juntaban en una esquina, y para entrarle al cotorreo empecé a tomar y fumar junto con ellos. A mi mamá no le gustaba, pero llegaba bien cansada de trabajar, así que no me decía nada. Por mucho tiempo me salía con la bandita del Frank, hasta que nos hicimos novios, y tres meses después Oh sorpresa. “Mugre chamaca, tenías que salir con tu domingo siete.” Mi mamá se veía bien triste, pero ¿qué podía decirle yo? El Frank y yo tuvimos que juntarnos, mi mamá me mandó a casa de mi suegra porque ella no iba a poder cuidarme. A la señora no le caía muy bien, yo escuchaba que murmuraba cosas, según para que no la oyera. “Una chamaca cuidando de un bebé, por su facha no dudaría que sea de otro y se lo quiso enjaretar a mi hijo”, pero se aguantaba de decírmelo en mi cara y se le pasó cuando nació mi niña.
No supe lo que eran las cosas bellas hasta que la tuve en mis brazos, ella me miraba con sus ojotes y yo me sentía bien contenta, Francisco también. Cuando estábamos los tres juntos el mundo se sentía feliz, completo, como si todos los días fuera domingo por la mañana. Él y yo le echábamos muchas ganas para que a nuestra niña no le faltara nada, y en un descuido, dos años después nos llegó otro chamaco. Sí estábamos contentos, pero ya habíamos aprendido que la vida no estaba tan fácil, en ese rato pensaba en lo que me decía mi mamá. Ella empezó a cuidarnos a los niños porque mi suegra se murió, mis hijos tenían nueve y siete años, todavía eran muy vagos.
Francisco se vino abajo después de lo de su mamá, estaba triste casi siempre y se estresaba mucho, yo no sabía cómo contentarlo. En uno de esos intentos quedé embarazada otra vez, él se puso muy enojado, “¿Por qué no te cuidaste? De por sí la tenemos difícil con dos chamacos y tuviste que embarazarte otra vez” me dijo.  Le contesté que lo hicimos entre los dos, no nomás yo. Ya qué le íbamos a hacer. Después de que nació el bebé todo se puso más pesado, yo no podía cuidar tres chiquillos al mismo tiempo: el bebé llorando y los otros dos haciendo desmadre. “No mamen, ya van a empezar con su escándalo” eso decía Francisco y mejor se salía a fumar. Cuánto coraje me daba eso, en vez de ayudarme se largaba. “A ver, sálganse los dos un rato a la calle a jugar, luego vienen” le decía a los niños, nomás así podía quedarme a cuidar al bebé, chillaba tanto, ya no hallaba con qué callarlo.
Mientras el bebé crecía, mis hijos pasaban más tiempo en la calle, igual que mi esposo, los tres se volvieron unos vagos. Él volvió a juntarse con una bandita, mis hijos tenían la suya de puros muchachitos. Ya ni la friegan, parecen perros callejeros, y yo aquí con este mocoso que me vuelve loca, todo el rato pidiéndome de comer o quebrando cosas. “Mami, quiero dulces, mami, quiero esto, quiero lo otro. Mami, mami, mami…” Cómo chingan los mocosos. Viendo ahorita a mi hija que ya está grandecita, qué no daría yo por volver a estar como ella, sin tres escuincles y un marido que vale madres. Pero en esta vida todo se paga…
Una noche no volvió Francisco, ni a la siguiente, ni a la otra y así. Me marcaron y me dijeron que él estaba en la penal por haber hecho  unos fraudes, y ahora yo tenía que pagar sus deudas porque firmó a mi nombre. Cabrón, mejor te hubieran matado, me sale más barato el funeral que tu pinche chistecito. Ni modo, tuve que encontrar un trabajo de lo que fuera para mantener a mis hijos y pagar las deudas. Conseguí chamba en una tortillería, y a veces veía pasar a mi hija y a mi hijo de en medio con su bandita. Ella iba muy agarradita de un cholo, pero me las va a pagar, la mocosa.
—¿Por qué chingados no te quedaste cuidando a tu hermano?
—Ay, amá, es que ya no lo aguantaba. Ocupaba que me diera el aire.
—¿Y no podías llevártelo contigo para que no estuviera solo en la casa?
—No manches, má, también me harto de andar cuidando chiquillos.
—Cabrona, no andes diciendo eso porque cuando tengas a los tuyos no vas a saber qué hacer con ellos. Y no creas que no he visto con quien sales bien agarradita, vas que vuelas para allá.
Nomás me escondía la mirada y no me dijo nada, pero dicho y hecho, meses después me salió con que iba a ser abuela. Al menos ya tenía dieciocho años cuando salió embarazada, yo apenas tenía dieciséis, pero ni ella ni yo seguimos estudiando. Ella no terminó la prepa, y yo ni acabé la secundaria, mi otro chamaco, el grande, ni a la escuela iba. Se hacía la pinta todos los días para irse a meter no sé cuántas porquerías, y yo no iba a estarlo correteando, así me salía más barato, menos dinero qué gastar en la escuela. Y aún así las deudas no se acaban, mi hija panzona, el otro niño en la primaria, ocupando un puño de útiles y es tan desmadroso que a cada rato se anda rompiendo el uniforme, mugre mocoso. Y el otro, que ya nomás agarra la casa como hotel.
Cuando nació mi nieta, mi hija tuvo que meterse a trabajar también. Yo no tenía a nadie más para cuidar a mi nieta, así que no me quedó otra opción más que dejar a la niña con mi hijo el chico, para que la cuidara cuando el saliera de la primaria, total ya no está tan chico. Así fuimos viviendo, mi hija y yo trabajando, el de en medio apareciéndose de vez en cuando, y el chiquillo cuidando a la niña.
Cada día sentía que éramos más pobres, y entre deudas y visitas a la penal yo ya no aguantaba mi cabeza. No quería saber de nadie más, quería llegar, comer y descansar, pero a ese mocoso no se le ocurría hacer nada de comer.
—¿Entonces que le diste de comer a la niña? —le decía.
—Le di de lo que había en el refri.
Bueno para nada, como su padre, todos los hombres son así.
—Ya quítate, pues. Haz algo útil y tráeme unos cigarros de la tienda.
 Yo no comía, nomás fumaba y miraba por la ventana, esperando a ver si me llegaba una solución para todo, y cuando apenas me iba a quedar dormida en el sillón, escuché un ruidajo.
—A ver, ¿qué desmadre te traes?
—Es que se me calló el plato y se me quebró.
—Mira nomás, hiciste un cochinero.
—Fue un accidente…
—Todo es un accidente contigo, ¡todo!
Para acabarla de fregar se puso a llorar en ese ratito, ni hombre parece.
—¡Ya vete a chingar a otro lado!
—¡No ocupo que me grites, no estoy sordo!
Por fin se salió, un día todos me van a volver loca, parece que es lo único que quieren hacer. Como sea, después de ese día, el niño se salía de la casa cuando lo regañaba y se estaba fuera por mucho rato. A mí me daba chance de relajarme, pero a la vez sentía que él se iba a hacer marihuano como el otro. ¿Y si se hacía, qué? Yo no voy a andar detrás de la gente cuidando lo que hacen.
Una mañana vi a bajo de la puerta un sobre, cuando lo abrí vi que era una nota de embargo. No me chinguen, que no están viendo cómo está uno, ellos nomás quieren dinero. Me sentía de la fregada, así que no fui a trabajar y mejor me quedé cuidando a mi nieta, mientras el niño estaba en la primaria y mi hija trabajando. Andaba viendo la tele con la niña, cuando oigo que me chiflaban y me gritaban “Jefa, jefa.” Era mi hijo de en medio.
—Y ahora tú, ¿qué haces aquí? ¿ya se te bajó o qué pedo?
Ni lo saludé, nomás le dije eso.
—Pos ya ve— me contestó el muy sin vergüenza.
—Ya dime qué quieres, porque no creo que vengas a ver mi lindo rostro.
—Pues una lanita para curármela, un quinientón o qué.
—Ya ni la friegas, te vas de borracho y nomás llegas a pedirme dinero. Te pasas de huevón.
—Ya jefa, no sea gacha.
Me di cuenta de que la vieja de enfrente se nos quedaba viendo, cómo me cae gorda la gente chismosa. Jalé a mi hijo para adentro de la casa para que no se asomaran más viejas argüenderas.
—Mira, dinero es lo que menos tengo ahorita, si quieres curártela cómete algo de la cocina.
¡Dios mío, qué hice para merecerme esto! Más que hijos parecen castigos. Ya andaba bien a gusto cuando llegó el mocoso de la escuela, con su cara de fuchi.
—Y ahora tú qué traes, ¿me vas a pedir dinero tú también?
En eso abrió la puerta mi hija.
—Métete con tu chiquilla para que la bañes, anda bien mugrosa.
Si no le ordeno las cosas no las hace. Luego me volteé otra vez con el niño.
—Ya dime qué traes, te quedas como menso sin decir nada —en eso estiró la mano y me enseñó un papel.
—Me hicieron un reporte, mañana tienes que ir a la escuela…
Parece que el día de hoy todos se empeñan en hacerme enojar, estuve a punto de meterle un golpe, pero luego me iba a salir más cara la curación. Mejor le di una patada a la mesita que estaba en la sala, hasta una patita le quebré. Pero eso sólo hizo que me diera más coraje.
—¡Ya ni la chingas! ¿No ves que tengo más asuntos en qué preocuparme para que llegues con tus cosas?
Él y la niña se pusieron a llorar, no aguantan nada, la verdad. En eso me di cuenta de que la misma señora chismosa de hace rato se asomaba por la ventana, yo sentía que me reventaban las venas del cuerpo y se me torcían los dientes. Si le gusta tanto el chisme, le voy a dar su show a la vieja.
—¡Estás igual de idiota que tu padre!
Ahora sí ya no me aguanté y le di su jalón de orejas al mocoso, le hubiera arrancado toda la cabeza si me dejan.
—No estés gritando, amá, me estresas— empezó a dar lata mi hija.
Me sentía tan embravecida que nomás podía gritar “¡Lárguense, lárguense todos!” Y así le hicieron.
—¡Ya no vas a verme nunca más! ¡Y yo tampoco quiero verlos a ustedes!
Ni alcancé a contestarle cuando el chamaco ya se me había safado y salió corriendo.   
—¡Mijo, mijo! ¡Vente! ¿A dónde vas? —gritó la doña.
—Vieja chismosa, no se meta en lo que no le importa—le contesté.
—Si no supiste criar a tus hijos mejor cállate la boca—y ella también se metió corriendo.
Vieja perra, llega a regañarme como si fuera su casa, como si fuera mi madre. Me salí a la calle, en frente estaba mi hijo fumando junto a mi hija y su bebé, volteaban para arriba. Levanté la cabeza y vi a mi hijo parado en el borde de la casa, viéndome, yo le regresé una mirada directa a los ojos y pensé: “Aviéntate, aviéntate mocoso. Aviéntense todos de una vez.” Pero se volteó, oí la voz de la doña que le decía algo y él se regresó corriendo, entonces mis hijos se metieron a la casa otra vez, y yo me quedé parada en la calle. Los veía desde la ventana. Sí es verdad que todos los males se te regresan, les salen patas, viven contigo y te siguen a todos lados...

 

             
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