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La poesía ha tenido en ciertos momentos envidia de la música; en otros, de la filosofía. ¿La ha sentido de la religión? Queda el hecho de que nunca, en la modernidad, ha querido, si en verdad es poesía, emular a una palabra de poder (en el mal sentido del término): no es cuestión de saber hacer, pero sí de aprender a estar. Un poema se encuentra orientado al goce, y a ninguna cosa realmente práctica o mundana. Se dan órdenes o estipulan cláusulas, se promulgan leyes o enuncian cánones: se dictan, en fin, instrucciones. La poesía deambula por otras praderas. Desea provocar algo, y lejos está la tentación del concepto, lejana o ajena la necesidad de conversión. No se sabe muy bien qué desea, pero poético es una especie de rapto por encima de las facultades normales.
Sin embargo, en nuestros tiempos todo tiende a normalizarse. Es el carácter paradójico de la época; las cosas cambian por más que nuestra sensibilidad sufra los embates del embotamiento. Lo poético da nombre a eso que lo atenúa o gracias a lo cual la sensibilidad se protege. Pero, ¿cómo lo logra? Paul Valéry (1871-1945) piensa que eso es tan difícil, o peor, que encontrar la cuadratura del círculo. El supuesto subyacente es que la poesía es una forma del pensamiento: no hay, propiamente, un pensamiento cuyo contenido o perfil sea de por sí poético. En eso Valéry es enteramente clásico. Nada existe, ningún elemento, ninguna materia, ningún tema, que esté por anticipado prohibido para expresarse rítmicamente, es decir: poéticamente.
Correspondió a Baudelaire el empeño por encontrar en lo poético una esencia y una pureza. Sea como fuere, a Valéry le interesa comprender: la poesía sólo es llamativa por las transformaciones a las que obliga al espíritu. Ni sentimentalismo, ni cursilería: si no hay inteligencia, desaparece lo poético. ¡Totalmente cierto! Bien entendido que este poder puede llegar a ser una amenaza para la literatura misma; él sabía cuán peligroso puede ser el "intelecto puro" para el acto de escribir. Monsieur Teste sólo puede existir, dice, unos pocos cuartos de hora. El molde de ese saber es Leonardo da Vinci, un verdadero arquetipo para el poeta. Basta echar una mirada al personaje para percatarse de su sufrimiento: "Es lo que llevo de desconocido en mí lo que me hace ser yo" (Valéry, 1980, p. 33). Monsieur Teste padece hasta lo ya comprendido por no saber a ciencia cierta que se ha comprendido. Una desconfianza inevitable por el lenguaje recorre todo su lenguaje. Un gigantesco embrollo, eso es lo que le parece la cultura, la simple aglomeración de los hombres. ¡Está hecha por intelectuales!
¿Qué es el yo de cada uno si no un frágil puente sobre el abismo? El desafío es permanecer lúcido en medio del caos y del egoísmo. El yo no tiene fondo. Discípulo de Mallarmé, lleva, sin caer en la neurosis como éste, hasta el extremo está encendida conciencia de la lengua. En uno de sus primeros poemas, del que siempre se arrepintió (La joven parca) anota que la escritura no es más que "una larga vacilación entre el sonido y el sentido" (Valverde, 2002, p. 494) El efecto es más contradictorio que ambivalente: escribir es sobrevivir a un choque provocado. Valéry no cree en la inspiración, pero sabe que un poeta no es tal si no lleva en sí una voluntad ajena.
El sentido del poema corresponde dárselo al lector, nunca al autor. Un poema, o mejor, un verso, es sólo un pre-texto para evocar, reflexionar, cavilar, experimentar. Por ello se encuentra tan cerca de la filosofía, con la cual sin embargo no se confunde. De ella toma Valéry "el color"; pero es más que suficiente, por más que la haga a un lado. El poema tiene independencia incluso del poeta, cuantimás de su "sentido". José María Valverde cuenta cómo asistió Valéry, mudo, a un curso sobre Le cimétier marin. Lo único que dijo, ante las exposiciones del académico, fue que no hay "verdadero" sentido de un texto. Una cosa es lo que el autor ha querido decir, otra lo que en efecto ha escrito.
En una dirección esencial, lo que hace el poema es despedirse de la poesía, huir del lenguaje. Así se pueden escribir poemas memorables. Más fácil que decir cosas interesantes de su época, que a Valverde le parecen, las de Valéry, completamente sosas (p. 495). ¿Hay una filosofía en este poeta? Valéry está, con sus veintiséis mil páginas de cuadernos inéditos, por descubrirse. Más allá de la imagen cerebral y distante que se hizo de sí mismo, hay en verdad, semisepultado, todo un mundo de ideas. Valverde, que no experimenta por él simpatía alguna, extrae unas cuantas: la relación real del intelecto con la lengua, el verdadero deseo del cuerpo, la mística como un lenguaje privado, la negación de Dios como principio del poema, etcétera. Es una exageración decir, como lo hace el poeta, que el pensamiento es un mero agregado del ritmo, o que le es indiferente.
En Monsieur Teste las ideas brotan desde la primera oración, que es una plegaria dirigida a un "Señor" de la negrura y de la paz eterna; no de la muerte, puesto que no se requería haber estado vivo, sino de un antes nulo y glorioso. Antes de ser arrancado de ahí y ser arrojado a este "extraño carnaval" donde es tan difícil dar con el pensamiento supremo. "Confieso que he hecho un ídolo de mi mente, pero no he encontrado otros" (Valéry, 1980, p. 34). La inteligencia sólo ha servido para extraviarnos, para perdernos en ese carnaval. ¿Qué es la lucidez si no este estar "con los ojos desmesuradamente abiertos" hacia el límite? (p. 35). El hallazgo de la verdad nos enajena de ella. La identidad profunda no emana de un yo dueño de sí sino de un "ser mínimo" al que se debe obedecer "so pena desconocida". Ese ser no es, una vez más, la muerte en abstracto. Ese ser está muerto. El yo-pienso no ha hecho abstracción de su cuerpo: habla por él lo más inhábil y lo más incierto que hay en su cuerpo. ¿Qué podrá decir?
2
De la selección que efectúa José Ma. Valverde nos quedamos con una imagen del poeta francés que probablemente sea insuficiente mas en absoluto inexacta. Aunque, como pensador, es definitivamente mejor la semblanza que nos obsequia el filósofo judío-muniqués Karl Löwith (1897-1973). Se sabe cuál es la posición básica de éste, discípulo de Husserl y condiscípulo de Heidegger: Europa sólo ha sabido secularizar a la Biblia y, merced a una concepción escatológica de la historia, esperar al Mesías, llámesele Razón, Ciencia, Espíritu, Justicia o Proletariado. ¿Cuál es su avatar para los tiempos que corren? ¿Qué milagro sigue pendiente? Löwith leyó a instancias de un amigo los Cahiers de Válery y quedó fascinado. Dijo de él que era un pensador "absolutamente libre" y "absolutamente independiente" a quien lo único que parecía interesarle era "el poder impenetrable e infranqueable del ser no consciente y en sí insignificante" que cada uno es (Löwith, 2009, p. 10). Lo que cada uno es, no aquello que cree ser. Si esta afirmación de sí se logra, el resultado es inhumano.
Tal es el carácter a la vez moderno-y-anacrónico del poeta, que escuchando con mínima atención se percibe en su pensamiento. El poeta es un solitario que, en ocasiones, y a entera voluntad, se da compañía. De su biografía hay extremadamente poco que comentar. Pero de sus ideas habría mucho por decir. Para empezar, que todo sea inteligible, ¿lo adscribe sin apelación a las filas del cartesianismo? Por confesión propia, y a pesar (o en virtud) de habérsele encargado una edición comentada y una selección de textos de Descartes, señala que no se puede pensar (filosóficamente) fuera del lenguaje. Tiene en común con su coterráneo el centramiento en el yo, la contraposición mecánica de la naturaleza y algo que Löwith declara como una "implicación antifilosófica" de la metafísica cartesiana. ¿No será Valéry un Descartes del cuerpo? ¿Nos saldrá con eso? La singularidad del filósofo coincide con su universalidad: lo que es verdad para él es tan profundo que lo es para todos. Su actualidad tiene que ver, por su parte, con esa realidad de sí que remonta toda la historia de la cultura y que hace una tabula rasa de todo lo aprendido. Semejante impulso de limpieza y claridad salta por encima de todas las épocas. Digamos que todos somos cartesianos por ello y en tal momento. La frase de la que partió no tiene sentido, pero sí enorme valor: ¿quién dice, que no sea un pedante, "pienso, luego soy"? Esta distinción entre sentido y valor resultará, según se verá, sumamente importante.
Su valor ha de ser medido en términos de lo que quiere, más allá o en vez de lo que significa. Quiere tomar posesión de sí. Es en verdad un gesto violento y escandaloso. ¡Típico de un filósofo, y más frecuente aún si éste es moderno! Para el poeta de la lucidez extrema, Descartes es ante todo una voluntad, el poder de una subjetividad. El poder, obviamente, de hacer, ayudado por las matemáticas, que el mundo le obedezca. En este preciso punto el poeta recula. Es un cartesiano arrepentido. El límite de Descartes es el cuerpo, que puede o puede no obedecer al ego. ¿Cómo pensar tal relación? ¿Quién tiene y sostiene a quién? Valéry articula entonces una hipótesis más o menos delirante (que Löwith sólo va a traducir casi sin comentarios del francés): no hay uno sino cuatro cuerpos; uno es tiempo, otro es espacio, otro es el de la ciencia (porque se halla desmembrado) y el cuarto, que sería para el poeta un no-cuerpo del que dependen todos los demás. Para Löwith esta división representa una verdadera despedida del mundo cartesiano. ¿Cuál de ellos se encuentra presente en el yo-pienso?
La conclusión provisional es que el yo-poetizo es lo único verdaderamente libre: quema lo que adoraba y adora lo que quemaba. Es el ser de lo literario, que es más, y no menos, real que el real filosófico. ¡Ni siquiera se demora en pensar qué y qué no le gustaría! Ese yo tampoco es autobiográfico. Escribió los Cahiers durante cincuenta años para sí mismo y nunca anotó cosas triviales, es decir, estrictamente biográficas. Por decir "estrictamente" he querido decir: abstractamente (y eso que en ellos nos topamos incluso con ecuaciones matemáticas). En esos cuadernos no hay una "teoría del hombre y su mundo", pero el filósofo puede descubrir, si quiere, una. Sin embargo, está necesariamente inconclusa. ¿Qué puede significar estar entre yo y yo si no una conciencia de la conciencia –y de aquello que ésta no abarca? Todo lo que un yo puede ser cabe en una mirada. Bien entendido, el carácter activo del mirar, no un ver meramente receptivo. Cada parte de sí quiere algo distinto. Mirar a algo o alguien (antes de ese mirar no era nada) que me mira tiene algo de milagroso.
Así, Valéry percibe en su maestro Mallarmé esa continencia ascética, esa perfección, esa especie de honestidad que también percibe en sí mismo. La literatura es una tontería si sólo quiere reducirlo todo a un asunto de vocación. Escribir no es un género o una simple posibilidad; sin ello no hay pensamiento. Es decir: la verdad está inserta en el lenguaje, pero entonces una de dos: o el lenguaje es puramente humano, con lo cual se achica la verdad a su escala, o en él se deposita todo aquello que un ser humano no es. Si esta segunda opción es verdad, el lenguaje es infinitamente mayor que el pensamiento, el cual vendría a tener una existencia incidental. Tal es la idea que extrae de su maestro. El pensamiento es un acontecimiento del lenguaje, que ni siquiera sabemos si se agota en una facultad humana. ¡No es sencillo reconocer que esta iluminación procede de una sola cabeza, la de Mallarmé! No sorprenderá demasiado que Valéry se haya, durante más de veinte años, alejado de la literatura. Era excesivo su culto. Por consiguiente, había que hacer de ella un mero ejercicio, un divertimento, un pasatiempo. ¿Lo logró?
3
¿Puro deporte, la escritura? Tampoco. La misión es pensar el lenguaje, y no es tarea fácil. La filosofía es imaginada por Valéry como un pez fuera del agua. ¡Pero no todos los filósofos vuelan! La gente suele no entender lo que dice entender, y decir que piensa cuando en realidad dice por decir. El poeta piensa, sin decirlo, como filósofo analítico: el filósofo en general olvida la naturaleza convencional de las palabras. El alma tiene una base material, lo cual lo emparenta con Lucrecio y Epicuro. Existen palabras –por ejemplo, "alma"– que sólo tienen una existencia discursiva. Por lo tanto, el pensamiento se halla atado al lenguaje. Liberarlo de ello es el comienzo de la filosofía. Pero sólo el comienzo. Cuando se cree que el signo expresa la cosa, la filosofía incurre en falacias sin fin. Su metafísica es poesía en el peor sentido de la palabra: acrobacia verbal, juego de abstracciones.
En tal predicamento, la filosofía ni sabe ni puede nada; no tiene modo de descubrir ni la rotación de la tierra ni la existencia de la electricidad. No puede porque sólo da vueltas sobre sí misma. En el cuaderno 9, escribe: "Deberíamos saber que lo que fuere que pudieran enseñarnos el espíritu y el lenguaje, sólo puede surgir por la relación con lo que no es lenguaje y espíritu" (Löwith, p. 72). ¡Las palabras, palabras son! ¿Qué es, en tal situación, comprender, si no emplear una palabra conocida para algo que permanece desconocido y siempre nuevo? Si eso pasa con el filósofo, ¿qué no pasará con el poeta? Valéry es aquí un escéptico hecho y derecho; como Wittgenstein, primero hay que saber para qué sirven y qué hacen las palabras. Ya después veremos. Conciencia del poder y el impoder del lenguaje: es lo primero, lo básico.
El trasfondo sería spinozista: el hombre no se define por una esencia moral, necesariamente abstracta, sino por un poder concreto. Un ser es aquello que puede. No se sabe, no se puede saber por anticipado. Lo que sí sabe Valéry es que existe una gran diferencia entre el pensamiento y el lenguaje; éste, para empezar y terminar, no es personal. Las palabras son siempre de otro. Por ello son, igual que cualquier mortal, dignas de toda nuestra desconfianza. ¿Hay una barrera en donde esta desconfianza se detiene? No. Siempre estamos parloteando. No hay un sí-mismo desnudo. No hay un yo mudo. De hecho, ni siquiera existe un yo que se agote en lo que de él pueda saber: "lo que llevo en mí que no conozco es lo que me constituye" (p. 81), dice en Monsieur Teste. Nadie que realmente exista es producto de la imaginación; es obra de infinidad de circunstancias que no están en manos de ningún sujeto. He ahí, en pleno, el anti-humanismo de Válery: si lo que ocurre no está en nuestro poder, ¿qué pretendemos al hacer de todo, una función propia?
Existen cosas necesarias e innecesarias para el hombre, y cosas propicias y amenazantes, pero no tienen en sí mismas nada que ver con nosotros. Es más anti-humanista la poesía que la ciencia, pues a ésta, aunque lo sea en apariencia, le interesa ponerlo todo a nuestra disposición. Se entiende la superioridad de esta postura: el humanismo es neciamente infantil frente a ella. Se trata de una conducta pactada, que se resquebraja a la primera provocación. El "espiritualismo", opuesto al materialismo, es la doctrina (esto le respondió el poeta a Teilhard de Chardin) que menos espíritu demanda. ¿Es esto filosofía? El poeta no lo aceptaría, y no por santa modestia. Es, sin duda, un pensamiento, pero personal e inacabado. "El hombre", a semejanza del lenguaje, ha sido adoptado por los filósofos con suprema confianza e ingenuidad. No es cuestión de hacer poesía científica; pero tampoco de confundirla con la filosofía o la religión. Es una forma, y el espíritu (los anglos dirían la "mente") no tiene otra manera de expresarse que como poesía. Valéry cree que, en todo caso, la filosofía es una especie de poesía inconsciente: más le valdría asumirse como una construcción idiosincrática, es decir, vagarosa y confusa, y abandonar sus pretensiones de verdad. Sigue siendo en el cuaderno número 9 donde se lee: "¿Quién consulta hoy a los filósofos verdaderamente con la esperanza de encontrar en ellos algo más que [...] un adiestramiento a la razón?" (p. 95).
Se refuta una pretensión de verdad, no una obra de arte. Ante la eficacia y el acoso de las ciencias, la filosofía no tiene, según el poeta, mucho espacio por conquistar o por contemplar. Esta disminución de su poder hace de ella, mal que le pese, una especie, un tipo, una modalidad de la literatura. Dice Löwith: "El filósofo no se ve como un poeta ni pretende hechizar con palabras sonoras; más bien pregunta con toda seriedad por la esencia de las cosas como si no supiera nada del origen metafórico y social de nuestras palabras" (p. 104). Debería contentarse con una reducción del lenguaje, porque las palabras se vuelven seres vivos que pueden llegar a ser monstruosos. Por lo mismo, la poesía debe parecerse más a la música que a la ciencia; no es poesía si permite su traducción, su conversión en prosa. Se asemeja más a un lenguaje dentro del lenguaje; a una forma lingüística no hecha para comunicar, para transmitir información, pues al servir se evapora o se anula para dar lugar a otra cosa.
Es algo análogo (y el propio Valéry lo propone) a la diferencia entre caminar y danzar: la poesía es un arte, hablar no necesariamente. La poesía, como la danza, no va (no quiere ir) a ninguna parte. Este carácter intransitivo determina que el poeta lo identifique con lo no humano. Ser humano significa para Valéry descender a la imitación, la rivalidad, el miedo, la agresión, la brutalidad. El poeta, o la bailarina, se parecen más a una medusa que a un ser humano. Porque un ser humano que sólo se tiene a sí mismo no es humano: "No siento desprecio por los seres humanos. Al contrario. Pero sí por el ser humano. Ese monstruo que yo no hubiera inventado" (p. 117).
4
El caso de Valéry es interesante por muchas razones. Es el ejemplo de un filósofo no filósofo, de un pensador sin formación filosófica: sin pre-juicios. Tal posición lo convierte en un extranjero eterno, en un recién llegado perpetuo. La idea antigua de que sin asombro no hay pensamiento está en él llevada a su exasperación. La idea, muy moderna, de que pensar es moverse de lo conocido a lo desconocido y de lo familiar a lo siniestro, está presente en cada página del poeta-pensador. Hay una especie de Alzheimer en el mirar filosófico: ya no se reconoce nada. ¿Cuál es el "método" de Valéry? Sólo saber que el yo es el límite del mundo. El límite de lo reconocible. El extrañamiento o la extranjería derivan de una invención que hace al hombre poderoso y miserable a la vez: la invención de la ausencia. Es nuestra diferencia con el resto de los animales, que sienten miedo ante la presencia de algo o de alguien. ¿Qué es el yo puro sino esta ausencia total de relación? El poeta hace referencia a este vacío cuando tiene el tiempo de pensar. Hacer del yo un cero absoluto es la condición para comenzar a pensar. ¿Teología? Escasamente, pues no hay un escape a la trascendencia. La totalidad de Valéry es sin Dios, y su "padrino" es Voltaire. Sin su incredulidad nada hubiera sido posible.
En suma, para poder pensar es imprescindible la tabula rasa sin la cual pasamos lo falso por lo verdadero y lo ilegítimo por lo honesto. Pero no es lo que normalmente hacemos. Pensar es anormal. De todo el Nuevo Testamento, el poeta se quedó con un aforismo: "No saben lo que hacen": si la gente supiera lo que hace, simplemente no lo haría. ¿Qué hace entonces? Gastarse en el vacío. Valéry dice en Variedad: "El papel de lo inexistente existe; la función de lo imaginario es real" (p. 148). La excepcionalidad del hombre tiene que ver con esta insatisfacción, aparte de un pensamiento que sólo es posible "hablando consigo mismo". El sujeto interviene en el azar al que pertenece, por eso pensar es restituirle a ese azar todos sus derechos. No es aconsejable olvidar ese hecho. Anticipándose a muchos, y en particular a Clément Rosset, Valéry sostiene que lo real es literalmente insoportable. "Lo real, en estado puro, hace que el corazón se detenga al instante. [...] El universo no soporta un instante no ser más que lo que es" (p. 166). A ello obedece que el poeta dé por hecho que la lucidez es extraña, anómala: ver las cosas como son es letal, aburrido, tedioso... Lo único que hace vivible la vida es lo que ya no es y lo que todavía no es: lo posible. Lo cual implica una profunda desvalorización del espíritu frente a necesidades como la alimentación o el amor. Es un aguafiestas.
Si la lucidez es contemplar cuanto hay sin ilusiones, la vida entera sufre una suerte de licuefacción. Y lo mismo, obviamente, le ocurre a la historia. Si no fuera por la ciencia, ¿cómo soportar los tiempos modernos, que le ceden cada vez más espacio a la vulgaridad? Pero incluso el progreso científico ha caído en esa facilidad; se ha ganado solamente una nueva esclavitud. "No hay progreso que no coadyuve a su más completa servidumbre", se lee en Miradas al mundo actual (Valéry, 1954, p. 64). Su crítica al mundo moderno no muestra, propiamente, nada original. Su diferencia está en otra parte; en el sometimiento de la emoción a un método radical, iluminista, de análisis. Su recorrido literario, se sabe, va del clasicismo al simbolismo, de Poe a Mallarmé, pasando por Baudelaire. Pero veinte años de silencio no pasan en balde. ¿Hasta dónde la poesía puede ser un ejercicio sin concesiones de la lucidez? Hasta donde el "hombre", el sujeto, sea capaz de borrarse. Es el santo y seña de su actualidad.
La poesía no es la floración de emociones, ni la expresión de una particularidad. Es lo opuesto al romanticismo: "Gran sacerdote de la aridez, de la exactitud y del vacío, Valéry ha construido con cada una de sus líneas escritas el adamantino mito de sí mismo que debía reflejarse en una idea de literatura absoluta, es decir carente de vínculos extraestéticos tanto con su actor como con su lector" (Berardinelli, 1984, p. 29). Poesía fría, como en música se dirá de su contemporáneo Eric Satie. La lucidez es algo que afecta al sujeto, al concepto, no a su realidad. Por lo mismo, es impotente: no tiene nada de ética ni de política, pues ni el amor ni la acción son alcanzados por ella. ¿Qué queda si no un juego de espejos reproducido al infinito? ¿Es el destino de toda lucidez?. Referencias: Berardinelli, A. (1984). Literatura, La cultura del 900, México: Siglo XXI.
Löwith, K. (2009). Paul Valéry. Rasgos centrales de su pensamiento filosófico, Buenos Aires: Katz.
Valéry, P. (1954), Miradas al mundo actual, Buenos Aires: Losada.
Valéry, P. (1980). Monsieur Teste. Barcelona: Montesinos.
Valverde, J. M. (2002). Historia de la literatura universal 8, Barcelona: Barsa/Planeta.
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