|
I
En la justamente voluminosa historia de la literatura de España el nombre de Francisco de Quevedo y Villegas siempre estará al lado de los de Lope de Vega, Cervantes y Luis de Góngora, sus enormes contemporáneos, y se le dedicará similar cantidad de páginas, fotocopia del retrato incluida, en los libros escolares de su país. Esto cambia cuando se trata de un listado de autores mundiales: Quevedo no está ahí, si acaso en las notas a pie de página. Para un sector de lectores esto no sólo es raro sino injusto. Numerosos escritores del siglo XX, luego de admirarlo, le aprovecharon los aportes que dejó en las sinuosidades de su prosa y en las peculiaridades de su versificación; la asimilación de dichos aportes pasó a formar parte de del estilo de cada uno de ellos, ahora están en la lista privilegiada del siglo XXI. Quevedo todavía no. En otras palabras, aunque Francisco de Quevedo, Caballero de la Tenaza, parecía fiel a su axioma “Sólo un dar me agrada, que es el dar en no dar nada”, nos dejó una herencia bien aprovechada por algunos escritores notables que, también siguiendo las palabras de Quevedo, entablaron con él una conversación silente, la cual fecundó y mejoró sus asuntos. Porque así entendía Quevedo la lectura de los clásicos, no un encuentro con un pasado ajeno, sino una profunda conversación que abría la posibilidad de apreciar y entender el mundo contemporáneo al lector que sabe escuchar con los ojos. Por supuesto que estoy aquí parafraseando el célebre soneto Desde la Torre, cuyos versos “Con pocos, pero doctos libros juntos/ Vivo en conversación con los difuntos/ Y escucho con mis ojos a los muertos”, me parecen el marco ideal para entablar aquí un diálogo, aunque sea disparejo, con grandes autores.
II
Entrado el primer tercio del siglo XX, Borges se dio cuenta de la ausencia de Quevedo en esa lista donde viven Homero, Sófocles, Lucrecio, Dante, Shakespeare, Cervantes, Góngora, Melville, Whitman, Kafka. Intentó resolver esta especie de “enigma” en dos ensayos escritos con una distancia de tres décadas, en el primero creía encontrar la causa del desaire en el nulo patetismo en la obra de Quevedo: “sus duras páginas no fomentan, ni siquiera toleran, el mejor desahogo sentimental.” En el segundo ensayo de Borges, que se ha vuelto muy citado por los que escribimos acerca de Quevedo, retoma el tema y lo complementa: “virtualmente Quevedo no es inferior a nadie, pero no ha dado con un símbolo que se apodere de la imaginación de la gente” (Borges, 1989, p. 38). El escritor argentino refiere que en la obra de nuestro autor español no hay parejas de amigos entrañables en busca de aventuras, “Ballena Blanca” ni “sórdidos laberintos” y a que del escritor, de su persona, tampoco tenemos una imagen edificante: “Góngora o Mallarmé, verbigracia, perduran como tipos del escritor que laboriosamente elabora una obra secreta; Whitman, como protagonista semidivino de Leaves of Grass. De Quevedo, en cambio, sólo perdura una imagen caricatural.” (Borges, 1989). Todo eso nos dice en la primera página de su ensayo, la mayoría de las siguientes están dedicadas, principalmente, a demostrar en qué consiste la peculiaridad y la grandeza de Quevedo. De esto trataré más adelante. Esa imagen “caricatural” del escritor, que nos llega hasta el siglo XXI, se la ganó tanto por esos auto retratos plasmados en sus obras como por los numerosos episodios chispeantes que sus biografías, bien fundamentadas o parcialmente apócrifas, encabezó y porque, además, sus obras más famosas son aquellas que recrean, también de manera caricaturesca, el ambiente caótico que vivía la España del primer tercio del siglo XVII. Quevedo, molesto por lo que ve a su alrededor, desahoga la bilis social mediante burlas despiadadas a los personajes que encarnan las lacras sociales. En el proceso no es de extrañar que arrastre más de algún inocente o, de menos, que trate con el mismo rasero mordaz a algunos personajes de culpas leves. Tomó como labor retratar los males que azotaban a la sociedad de su España, habitada por una caterva de esperpentos, lo hizo de una manera anti aperitiva y los resultados no son completamente agradables para quién elabora el canon de las grandes obras de arte.
Para Borges, no figurar en la nómina de autores universales resta gloria a Quevedo. Esta forma agridulce de ser y no estar es similar a la de ser nominado repetidas veces para un gran premio y jamás obtenerlo. Por nuestra parte, como lectores individuales, gracias a la observación de Borges echamos de menos el nombre “Quevedo” y el empleo de sus ingenios verbales en los ejemplos que Umberto Eco utilizó para ilustrar sus hallazgos en el ámbito de la teoría y la crítica literaria. Este autor italiano no tuvo empacho en utilizar todo tipo de textos literarios, desde obras sublimes a obras de dudoso mérito. En sus libros menciona a Cervantes y a Góngora, no así al autor de El buscón. No lo hace cuando habla de Dámaso Alonso ni cuando le dedica un homenaje a Borges (Eco, 2002). Menos extraña me parece esta ausencia en el canon de Harold Bloom.
Volviendo con Borges, éste revisa con cuidado la mayor parte de la obra del autor español, hace una selección y, luego de analizar el estilo de Quevedo escribe lo siguiente:
Logra su perfección en ese tratado [Marco Bruto] el más imponente de los estilos que Quevedo ejerció. El español, en sus páginas lapidarias, parece regresar al arduo latín de Séneca, de Tácito y de Lucano, al atormentado latín de la edad de plata. El ostentoso laconismo, el hipérbaton, el casi algebraico rigor, la oposición de términos, la aridez, la repetición de palabras, dan a ese texto una precisión ilusoria (Borges, 1989, p. 40).
Juan José Arreola conoce bien los dos trabajos de Borges dedicados a Quevedo, incluso el primero, Grandeza y menoscabo de Quevedo, es transcrito completo en el valioso libro Apuntes de Arreola en Zapotlán, en dichos trabajos Arreola cree encontrar la clave para determinar “los mecanismos estilísticos” de Borges (Preciado, 2014, p. 43). En otro libro, también básico para entender la poética de Arreola y que, además, está lleno de información para conocer al ingenio de Zapotlán, constatamos que el maestro siempre tuvo presente la relación Quevedo-Borges y afirma que éste partió de aquél. Nos referimos al denominado Arreola en voz Alta, el cual está compuesto por una serie de entrevistas compiladas por Efrén Rodríguez:
Su secreto, su fórmula estilística [de Borges] se me ha revelado como la luz del día con la lectura profunda del Marco Bruto de Quevedo, y de las notas que el argentino escribió sobre don Francisco. La grandeza de Borges reside en haber vuelto a las fuentes profundas de la prosa española que Quevedo reconstruyó, en el siglo XVII, basándose en el latín de la edad de plata, que el mismo Borges cita. Quevedo halló el esquema supremo de la lengua española en los periodos del Marco Bruto: allí está la clave. Si Quevedo encontró las raíces, el esquema de la construcción absoluta de la lengua castellana, los españoles se dedicaron esforzadamente en olvidarlo. (…) Borges redescubrió los mecanismos antiguos, es decir, partió de Quevedo (Rodríguez, 2000, p. 42).
Lo anterior lo dijo Arreola en una de las diversas entrevistas que le concedió a Emmanuel Carballo hacia 1965; en otra, fechada en 1971, realizada por Federico Campbell y también incluida en el libro de Efrén Rodríguez, dice lo siguiente:
Borges viene en línea recta del Quevedo del Marco Bruto. Uno de los primeros textos, y de hecho el primero que tuvo congratulación fuera de Buenos Aires, fue precisamente la “Grandeza y menoscabo de Quevedo” que le publicaron a Borges joven en la Revista de Occidente. (…) Al hablar de Quevedo, Borges nos dice dónde aprendió a escribir. Cuando él dice refiriéndose a Quevedo: “el ostentoso laconismo”, vemos que ésa es la definición de Borges, un laconismo que señorea los momentos de su prosa (Rodríguez, 2002, p. 124).
Arreola admiraba a Borges, lo consideraba un modelo a seguir, sin embargo, o tal vez por eso mismo, se tomó una serie de licencias con su figura y sus obras; desentrañar su estilo fue una forma de obsesión, una constante en su pensamiento, como lo apuntan las citas anteriores. El tema de la influencia quevediana en el autor argentino lo retoma ante el público español en 1992, durante unas charlas literarias frente a la televisión de Barcelona; las charlas las dirigió María Beneyto y parte de ellas se publicaron con el título de Confieso que aprendo mucho riéndome, lo declarado ahí es veinte años posterior a lo dicho en la entrevista concedida a Campbell. Ante María Beneyto, el gran maestro de Zapotlán abona al tema:
A Borges le costó decidirse por el castellano, su dominio y pertenencia a otras lenguas lo hizo dudar mucho. Lo pensó mucho y lo decidió en Madrid a los veinte años, pero nunca se lo perdonó. Hay párrafos en los que Borges, hablando de Quevedo, habla como Quevedo, y se puede ver hasta qué punto ha influido en su periodo sintáctico (Arreola, 2002, págs. 269-270).
III
En el afán de conocer mejor lo que admiramos invertimos mucho de nuestro esfuerzo. Arreola estudió el Marco Bruto, incluso impartió clases en la Universidad de Guadalajara acerca de esta obra, tal vez para entender mejor a dos de sus escritores favoritos, ya que, es bien sabido, consideraba a Borges uno de sus maestros literarios y, como se reitera en las citas anteriores, para Arreola no existía duda, Quevedo estaba integrado a la escritura del gran argentino, idea que no fue compartida por Octavio Paz: “Aunque en su juventud lo deslumbraron [a Borges] las opulencias verbales y los laberintos sintácticos de Quevedo y de Browne, no se parece a ellos (Paz, 1994 p. 215). La aseveración anterior no es extraña, Arreola y Paz, espíritus opuestos, están lejos de coincidir en muchos temas.
En su juventud, Octavio Paz admiró desmedidamente a don Francisco de Quevedo y, ya maduro, en la conferencia al recibir el Nobel, en 1990, dijo ser descendiente de Lope y de Quevedo, escribió en varias ocasiones acerca de ellos. En su ensayo Quevedo, Heráclito y algunos sonetos (Paz, 1994) nos dice: “Quevedo no es un autor sino muchos; el Quevedo que yo leía en esos años y al que trataba vanamente de imitar era el poeta cristiano y estoico de los poemas al paso del tiempo, al pecado y a la muerte.” (Paz, 1994, p. 125). Para Paz, Quevedo es un pensador adelantado a su tiempo:
El sabernos caídos sigue siendo el fondo –casi siempre no dicho- de nuestras ideas y nociones sobre la existencia humana, incluso en tradiciones intelectuales tan hostiles o ajenas a la religión cristiana como el marxismo y el psicoanálisis. Pero es un saber cercenado: le falta la otra mitad, la visión del ser divino. Quevedo es uno de los primeros poetas europeos en que comienza a hacerse visible esta escisión (Paz, 1994, p. 126).
En un rapto de honestidad, Octavio Paz cuenta de sus inicios como ensayista y lo fecundo que le resultó la lectura de Quevedo y cómo le fue perdiendo estimación:
A mí me impresionaron tanto los poemas de Quevedo que un ensayo de esos días (“Poesía de la soledad y poesía de comunión”, lejano origen de El arco y la lira) es en buena parte una glosa de Lágrimas de un penitente. Escogí otros versos de esa misma colección –algunos con un leve sabor blasfemo- como epígrafes de poemas míos y hasta de un libro. Recuerdo todo esto con un poco de tristeza. Sigo leyendo y admirando al gran poeta y al gran retórico, pero no siento ya la simpatía de antes por su figura. Los estudios de Raimundo Lida sobre sus manejos me hicieron ver los recovecos de un intrigante con frecuencia sin escrúpulos, un oportunista que cambió de bando varias veces, un escritor cuyos ataques y adulaciones estaban dictados por el interés (Paz, 1994, p. 129).
Curiosamente, Octavio Paz hace reflexiones respecto a la figura y obra del español que podrían pasar por palabras que lectores del presente le harían a nuestro premio Nobel, en la siguiente cita, salvo el tema de las mujeres, bastaría cambiar el nombre de Quevedo por el de Octavio Paz:
En sus escritos políticos su admirable retórica es humo para no dejar ver la realidad. Falla moral pero también intelectual: el conceptismo oculta a la realidad, siempre irregular, con la simetría de los conceptos. El Quevedo político y el Quevedo moralista me decepcionaron y esta decepción me limpió los ojos. Vi entonces el reverso de la medalla su genio tétrico y verbalista, su crueldad, su carácter pendenciero y envidioso, su odio a las mujeres, su falta de naturalidad (Paz, 1994, p. 129).
No se sabe con exactitud qué tanto de lo anterior se puede decir con certeza del autor español, caben muchos matices en ello, lo extenso de la biografía de Quevedo, como la de Cervantes, es más producto de la interpretación de unos pocos datos fidedignos que de un conocimiento real de sus acciones públicas; estudios recientes muestran cómo se le adjudican al autor de El buscón eventos ocurridos en Italia mientras él estaba en España. De cualquier manera, es un extremo de la crítica juzgar la obra por la persona, a pesar de que Dámaso Alonso, hablando de Quevedo, dijo: “Porque la obra es el documento más verídico, generoso, amplio y coherente de la vida de un escritor.” (2019). Los lectores de Quevedo no tememos los extremos. Por otra parte, Octavio Paz reconoce el valor del autor español cuando dice: “El soneto de Quevedo operó sobre mi conciencia –mi caso no debe ser único– como un verdadero reactivo”, pero en el cierre de su ensayo insiste en lo negativo:
Aunque Lope de Vega tampoco es irreprochable, sus flaquezas son verdaderas flaquezas, fallas de la voluntad y no del entendimiento. De ahí que lo perdonemos más fácilmente. En Quevedo hay algo demoníaco: el orgullo (¿el rencor?) de la inteligencia. Por esto, sin duda, nos atrae tanto a los modernos. Escribo sin alegría lo que pienso y con el temor de ser ingrato. Pero necesitaba decirlo: Quevedo fue uno de mis dioses (Paz, 1994, p. 136).
En cuanto a la parte controversial del ensayo paciano, la fuerza que toda personalidad reconocida ejerce en la cultura es de considerarse, también las licencias que se toma cuando ejerce juicios y asevera como generales creencias individuales. Al hablar de alguno de los grandes autores del siglo de oro español se vuelve obligado hacer comparaciones con los otros. Son constantes las comparaciones y valoraciones entre Lope de Vega y Quevedo, como las que hace Octavio Paz en la última cita anotada; sin embargo, a diferencia de éste, otros autores se inclinan por Quevedo (Crosby, 1992; Arreola, 2002 y Dámaso Alonso, 2019). Aunque la ética no es un criterio para valorar la calidad de un escritor, como curiosidad anoto que Arreola, comparando también a Lope de Vega con nuestro autor, consideraba a “Quevedo un hombre dual, pero no era un canalla como Lope… (Arreola, 2002, p. 85)”. A pesar de que muchos lo han subido a la balanza de lo negativo, de lo “demoniaco”, como le llama Octavio Paz, Arreola siempre tuvo un salmo para Quevedo.
Como todo admirador de autores que desea en éstos una conducta ejemplar, para matizar la mala fama que sus textos y algunas de sus acciones les han granjeado, quisiéramos considerar como absolutamente ciertas las historias siguientes:
Nuestro autor, misógino irredento, presenció dentro de una iglesia como un hombre ofendía a una mujer, lo invitó a salir del recinto, lo desafió a duelo y luego de abatirlo salió huyendo de la justicia.
Fue por un poema, el que comienza con el verso Católica, sacra y real majestad, y al cual, por algunas estrofas flojas y la falta de fortaleza de estilo algunos estudiosos ponen en duda sea de su autoría, que visitó la cárcel por casi cuatro años. A diferencia de otros encarcelamientos a nobles y servidores de la corona, esta última cárcel de Quevedo fue tal que prácticamente pasó de su celda a la tumba, pues sano ya no lo fue más. En dicho poema encontramos versos como los siguientes:
A cien reyes juntos nunca ha tributado/España las sumas que a vuestro reinado./ Y el pueblo doliente llega a recelar/no le echen gabela sobre el respirar./ Familias sin pan y viudas sin tocas/ esperan hambrientas y mudas sus bocas./ Los ricos repiten por mayores modos/: “Ya todo se acaba, pues hurtemos todos” (Quevedo, 1981, págs. 1382-1383).
En estos versos hay reconvenciones suficientes para hacer enojar a un poderoso que presume de un gobierno sin máculas. Probablemente el poema no sea de la autoría de nuestro autor, pero este halo de inconformidad contra una forma de gobierno y sus resultados estaban ya en la Epístola satírica y sensoria, además, en sus cartas Quevedo da muestra de su sensibilidad hacia las clases desposeídas, veamos lo que le escribió en la epístola XXIX:
El pueblo hambriento no sabe temer, porque sólo tema la hambre, y en padeciéndola, no pude sufrirla. (…) ¿Cómo quieres que no esté revuelto el mundo, cuando infinitos miserables piden a pocos poderosos todo lo que les falta viendo que les sobra mucho? (…) Nunca es principio de la ruina de gran monarquía cosa grande, que dándole cuidado la advirtiera, sino cosas tan pequeñas que o las desprecia su confianza o no alcanza a verlas desde su cumbre (Quevedo, 1990, p. 412).
Esta faceta de Quevedo no es de las más comentadas ni conocidas, las razones pueden ser tan diversas como las inquietudes que le ocuparon en la vida.
IV Quevedo festivo.
En este punto nos permitimos un paréntesis, porque tratar de Quevedo, leer una antología variada de sus obras, directamente las festivas o textos acerca de sus andanzas y no reírse un poco parece que va contra la naturaleza de su espíritu; no hemos recordado ni podido encontrar el sitio donde alguien -¿Alfonso Reyes?- comparaba a Quevedo con las cosquillas: primero te hace reír, luego termina por enojarte; de cualquier manera, es innegable la originalidad de la vis risueña de don Francisco de Quevedo con la cual confeccionó chistes y sistemas para provocar risa que todavía funcionan, basta mencionar el popular Libro de todas las cosas y muchas más (que, lamentablemente, en realidad son unas cuantas cuartillas), donde da consejos valiosos para vivir mejor y tener éxito social de una manera que todavía funcionaría para hacer parodia de alguna revista de modas actual:
Tabla de proposiciones:
- Para que se anden tras ti todas las mujeres hermosas; y si fueres mujer, los hombres ricos y galanes. (…)
- Para que, con sólo haber hablado a una mujer, te siga a donde quiera que fueres.
- Para hacerte invisible y aunque entres entre mucha gente ninguno te pueda ver.
Tabla de soluciones:
- Ándate tú delante dellas. (…)
- Húrtala lo que tuviere y te seguirá hasta el final del mundo, sin dejarte a sol ni sombra.
- Sé entremetido, hablador, mentiroso, tramposo, miserable y nadie te podrá ver más que el diablo (Quevedo, 1981, pp. 871-872).
Tal vez porque ocuparse de estas bromas, y hacer oscuras reflexiones como las del ensayo Gracias y desgracias del ojo del culo, son temas que distraen de los graves e importantes que trató Quevedo, no son tocados por Borges ni por Octavio Paz, tampoco por los académicos de caras largas, mas es ahí, en estas obras menores, donde la singularidad quevediana vuela ligera a pesar de la cáustica que cargan algunas de sus ingeniosas observaciones, por ejemplo, en el Tratado de la adivinación y en el Capítulo de los Agüeros hace una crítica a la ignorancia supersticiosa de la gente, que aún hoy se guía por horóscopos, las rayas de las manos, señales celestes y manuales de superación personal. Tomo un ejemplo de Quiromancia o arte de adivinar por las rayas de las manos en un capítulo breve:
Todas las rayas que vieres en las manos, o curioso lector, significan que la mano se dobla por la palma y no por arriba, y que se dobla por las junturas; y por eso están las grandes en las coyunturas y désas, como es cuero delicado, resultan las otras menudas. (Quevedo, 1981, pp. 878-879).
Esto sería suficiente para mostrar un punto de vista ante un tema, pero no sería Quevedo el que es si no llevara esta reflexión a un nivel corporal más íntimo:
Y para ver que esto es así, mira que en el pescuezo y frente, caderas, corvas y codos y sangraduras y nalgas, por donde se arruga el pellejo y en las plantas de los pies hay rayas. Y así había de haber, si fuera verdad (como hay quirománticos), nalguimánticos, y frontimánticos y codimánticos y pescuecimánticos y piedimánticos (Quevedo, 1981, p. 879).
Su ingenio, que no dejó títere con cabeza del retablo de maravillas de su tiempo, provocó ámpulas y pruritos entre sus contemporáneos, por eso lo llamó Pacheco de Narváez “maestro de errores, doctor en desvergüenzas, licenciado en bufonerías, bachiller en suciedades, catedrático de vicios y protodiablo entre los hombres” (García, 2003, p. 47); “perro de los ingenios de Castilla, / docto en pullas, cual mozo de camino”, don Luis de Góngora.
Es interesante conocer lo que grandes escritores dicen de un autor que, como es el caso, mal que bien sigue presente entre los nombres de los autores clásicos. Lo que digan de Quevedo debe interpretarse desde esa perspectiva: se trata de grandes escritores hablando, desde una base literaria, de un autor modelo para autores que hoy, a su vez, son modelos de escritores. Borges, Octavio Paz y Juan José Arreola tienen un estilo particular identificable, al grado que se puede hablar de lo borgiano, paciano y arreoleano. Los autores que inspiraron estos tres neologismos en formación, menos y más agradecidos con Quevedo, a su manera le rinden homenaje perpetuo en sus propias obras. Los tres tienen, como críticos de literatura, algo más en común: su poco interés en seguir reglas del estudio objetivo y sistemático del escrito que comentan, su afán no es analizarlo concienzudamente ni fundamentar sus fuentes. Tampoco se detuvieron en “fijar el texto”, no buscaron apegarse a una edición crítica que diera cuenta de las variantes entre los textos para ajustarse lo mejor posible a la versión final del autor. Al tratar de aplicar este requisito metodológico en las obras de Quevedo se acude a una empresa que la crítica especializada considera inacabada aún hoy en día, donde se han sumado a las primeras, decenas de, ediciones de la obra quevediana. Por fortuna para el investigador académico, en cuanto a la poesía hoy se cuenta con la edición de José Manuel Blecua (1999), que abarca tres tomos, material invaluable para incursionar en la obra del conceptista del siglo de oro. El valor del trabajo de Blecua es más de elogiarse cuando se sabe de la dificultad de tal empresa ya que las ediciones de la obra del poeta español han sufrido percances que rayan en lo increíble, como lo muestra el minucioso estudio de Santiago Fernández Mosquera llamado La edición anotada de la poesía de Quevedo: breve historia y perspectivas de futuro (Fernández, 2019).
V
En un punto y aparte de la forma de crítica que aplicaron Arreola, Borges y Octavio Paz a nuestro autor español, se encuentra el analista puro, con formación sólida en los aportes recientes que la teoría literaria ha hecho al estudio particular de las obras, este tipo de crítico lo representa, para mí, José Pascual Buxó. A pesar de la sobreabundancia de ensayos académicos que publican las revistas universitarias, pocos encontramos como el que Buxó realizó en Los tres sentidos de la poesía. Ahí tenemos una muestra diferente de lo que aportó Quevedo a la literatura.
José Pascual Buxó es un autor entre tantos de los no suficientemente aprovechados, su libro Las figuraciones del sentido es un muestrario de lo mucho que pueden nutrir la semiótica y la lingüística a la crítica literaria. Los capítulos son verdaderas síntesis del conocimiento sistemático del lenguaje verbal, en la sapiencia académica con que están escritos se desliza una fina ironía con la cual Buxó muestra conocer bien las tendencias de aquellos que nutren la “genealogía de la soberbia intelectual”, como llama Enrique Serna al oropel verbal sin fondo; el semiólogo conoce el medio en que se desenvuelven los estudios del arte, las insanias, las simulaciones de la inepta cultura (Velarde dixit) y lo deja claro en el prólogo de este libro:
Semiótica y semiología son términos que, desde hace tiempo, aparecen con insistencia en numerosos trabajos académicos que tratan de la teoría y la crítica de arte, en particular del arte verbal o literario. Ello no significa, sin embargo, que tales vocablos sean siempre utilizados en el mismo sentido, ni siquiera que lleguen a tener un sentido cada vez que se echa mano de ellos (Buxó, 1997, p. 9).
El maestro de semiótica no da valoraciones, utiliza poemas de Quevedo para ilustrar temas literarios y, particularmente, en su ensayo Los tres sentidos de la poesía da muestra contundente de cómo un poema del gran autor español, un poema entre los satíricos, y por tanto entre los menos citados por la elite académica, puede contener la visión de mundo, tal vez la ideología, del complejo escritor del siglo de oro. Mediante el análisis nos descubre sentidos que no con facilidad habríamos percibido solos. El poema en cuestión es el que empieza con el verso “Rostro de blanca nieve, fondo en grajo”, y cuyo encabezado sintetiza su contenido: “Pinta el aquí fue Troya de la hermosura”, no se podría decir que es un poema olvidado, ya que lo recogen varias antologías, de ésas que no se pretenden exhaustivas, entre ellas las de José María Pozuelo y la de James O. Crosby, ambas con notas explicativas a nivel del sentido literal, con pocas interpretaciones. Buxó, apegado a principios estructurales básicos, no antepone la biografía ni el contexto socio-histórico al estudio del poema, se dirige al centro del texto y luego de dar una descripción del sentido evidente procede a realizar comparaciones contrastivas entre la forma de generar poesía de Garcilaso de la Vega, Góngora y Quevedo. Anoto el soneto de este último:
112
[Pinta el “Aquí fue Troya” de la Hermosura]
Rostro de blanca nieve, fondo en grajo;
la tizne, presumida de ser ceja;
la piel, que está en un tris de ser pelleja;
la plata, que se trueca ya en cascajo;
habla casi fregona de estropajo;
el aliño, imitado a la corneja;
tez que, con pringue y arrebol, semeja
clavel almidonado de gargajo.
En las guedejas, vuelto el oro orujo,
y ya merecedor de cola el ojo,
sin esperar más beso que el del brujo.
Dos colmillos comidos de gorgojo,
una boca con cámaras y pujo,
a la que rosa fue vuelven abrojo. (Quevedo, 1990, pp. 371-372)
El retrato despiadado que aquí hace Quevedo de una mujer, apenas ayer bella, hoy, entrada en años, a la que la vida no ha respetado físicamente, es sólo un pretexto, nos explicará Buxó, para exponer una circunstancia que afecta a los seres vivos: los estragos que, rápidamente, sufre la materia de la que estamos compuestos los humanos. Para Buxó (1997), el regocijo producido mediante el ingenio quevedesco que se ensaña una vez más con las limitantes del cuerpo humano y la insensibilidad del tiempo, es sólo una capa superficial de sentido que nos encamina hacia el “sentido medulado” de lo efímero de la belleza, de la brevedad de la vida vigorosa y tersa:
La boca que un tiempo contuvo miel y leche bajo su lengua, que exhalaba perfumes y otras donosuras, paraíso de los sentidos, hoy no huele mejor que el desgraciado tercer ojo cuando se le aplica la penitencia de tener que desalojar deprisa una pitanza de ajos y chorizos. Luego que los lectores fuimos expuestos a dicha descripción Buxó intenta consolarnos: “No nos alarmemos. Esta sátira no usa de la procacidad como un fin en sí misma, sino como recurso metalógico que permite el acceso a su sentido más profundo”. (Buxó, 1997, p. 165).
Las temáticas implicadas en el poema fueron tratadas por los grandes poetas previos y contemporáneos de nuestro autor, pero sólo son llevadas al extremo de su realidad, en éste y otros poemas, por Quevedo, el cual, sin salirse de la “doctrina de la erudición poética” y cumpliendo el “compromiso de mejorar los resultados anteriormente obtenidos- invierte el modelo ideológico” (p. 163). Para Buxó (1997), en Aquí fue Troya se lleva el tópico del carpe diem, que fue renacentista en Garcilaso, manierista en Góngora, a un barroco donde la visión del mundo deja toda esperanza de que lo terrenal supere lo celestial, ya que, en este Valle de Lágrimas, lo demuestran los innumerable personajes dantes-cómicos de Quevedo, todo está mal, con tendencia a empeorar. Sin la lectura analítica de Buxó el texto transcrito arriba no sería sino uno más entre los satíricos, los cuales, si acaso, nos delatarían el nivel denotativo, ése que repudian algunos académicos de estómago frágil. Dados los tiempos que corren, recalco que el poema de Quevedo no es una diatriba a la mujer, como verá una lectura rápida, si tal manera de leer es posible con nuestro autor, sino una reflexión acerca de lo efímero de la vida a través de la descripción de los estragos físicos que conlleva la vejez, la cual no respeta género.
A diferencia de numerosos lectores, el también poeta José Pascual Buxó encarna al estudioso que evita hacer del texto –y del autor- un pretexto de sus necesidades expresivas y de reconocimiento público. Por ello, en este ensayo y los que acompañan al libro Figuraciones del sentido, sale en defensa del texto literario necesariamente expuesto a cualquier lectura, por lerda o preparada que esté, y a sus deslices interpretativos:
Objeto de tales reducciones (instintivas o programáticas que ellas sean), el texto literario es apenas un estímulo para que el crítico o analista descubran sus propias ideas obsesivas o muestren su relativa competencia en el campo de las reducciones formalizadas (Buxó, 1997, p. 10).
En las palabras anteriores no encontramos que Buxó tenga fe en la proliferación de una crítica dialógica, como la que soñaba Todorov, pero nos da una muestra de lo que puede llegar a ser ésta.
Conclusiones.
Valiente, truculento, ingenioso, festivo, socarrón, agudo, despiadado, erudito, excelso, carnavalesco, escatológico, oscuro, conceptista, éstos y todos los adjetivos acumulados en los numerosos estudios que se le dedican, menos uno: superficial.
Los derechos de los lectores, grandes lectores de Quevedo, citados aquí los ejercieron sin empacho al abordar la obra y figura de Quevedo. Loas y diatribas, fundamentadas o viscerales. La fuerza de la recepción en Quevedo es tal que sigue siendo imposible la valoración objetiva de su obra, basta notar que mientras Paz elogia sus poemas, Borges, en la antología que hace para el volumen de su biblioteca personal, no incluye poemas sino La hora de todos y Marco Bruto. Arreola no distingue géneros, toma de cada uno aquello que va con su gusto, con su inclinación espiritual: el epistolario, los poemas, sus prosas imaginativas. Dámaso Alonso, aunque está lejos de desdeñar la prosa quevediana, cree que es en los sonetos donde Quevedo muestra ser inalcanzable. A nuestro parecer, los lectores que mejor aportan a la, sino cabal sí mejor, comprensión de un texto son aquellos que, como José Pascual Buxó, ponen a prueba su sapiencia y sensibilidad contrastándolas con los sistemas de lectura que combinan los diferentes enfoques y rigores de las ciencias del lenguaje verbal. Ante tales lectores, lejos de concluir totalmente con nuestras palabras, nos apoyamos en las de los ya citados:
Borges:
Para el escritor argentino Quevedo no fue un filósofo ni un teólogo, sino un autor esencialmente de literatura: “Para gustar de Quevedo hay que ser (en acto o en potencia) un hombre de letras; inversamente, nadie que no tenga vocación literaria puede no gustar de Quevedo”. Nunca dejó de admirarlo, de recordarlo, al contrario, casi de manera espontánea, pasado ya de los ochenta años de edad, Borges dijo en una entrevista:
Borges. Sí, yo quise ser Saavedra Fajardo, o Quevedo (Borges el memorioso, 1983, p. 120).
(…) hay personas que me han asegurado que pueden vivir veinticuatro horas sin pensar en Kipling o en Quevedo. O en Lugones. (Sonríe). Yo no les creo, pero parece que…
Carrizo. Debieran psicoanalizarse, ¿no?
Borges. (Ríe). Sí, sí. (Borges el memorioso, 1983, p. 205).
Octavio Paz: “Quevedo fue uno de mis dioses.” Es difícil glosar la contundencia de esta oración.
Dámaso Alonso. Aunque no está en la lista de autores hispanoamericanos propuesta en este ensayo, lo cito por la fuerza que sus estudios del Siglo de Oro tienen en los lectores contemporáneos. Para este autor, logró don Francisco de Quevedo el soneto más hermoso de nuestro idioma:
[no es] Lope, sino Quevedo, el más alto poeta de amor de la literatura española. Digo “el más alto” y no el más fértil, o el más vario, o el más brillantemente vital. Sí, ya sé que esto no se suele decir. Para mí, es evidente. Bastaría el famosísimo soneto del estremecedor final «polvo serán, mas polvo enamorado» para probarlo. (Alonso, 2019).
José Pascual Buxó. Nos muestra cómo don Francisco lleva a un más allá ideológico los tópicos de su tiempo, para Buxó, es el primero que da cuenta, en la poesía, de cómo se separa “el mundo inferior del superior, lo espiritual de lo mundano, hace [Quevedo] del cuerpo y sus afanes el lugar diabólico de una contradicción insuperable (Epistolario, 1989, p. 166)”. Tarea imposible para Garcilaso y Góngora, por no citar poetas menores.
Y para cerrar con la pasión del polvo enamorado, el maestro contundente, Arreola: El más grande escritor de la lengua castellana no es Cervantes, ni Lope, ni la chingada… ¡Es Quevedo! (Preciado, 2014, p.88).
Referencias:
Alonso, D. (2019). El desgarrón afectivo en la poesía de Quevedo. En La poesía amorosa de Quevedo Centro Virtual Cervantes,
https://cvc.cervantes.es/literatura/quevedo_critica/p_amorosa/alonso.htm
Arreola, J. J. (2002). Arreola en voz alta, compilación y presentación de Efrén Rodríguez, México: Sello Bermejo, CONACULTA.
Blecua, J. M. (1999). Francisco de Quevedo. Obra poética., Madrid: España Castalia.
Borges, J. L. (1989). Obras completas, tomo II, 18ava. Edición, Buenos Aires, Argentina: Emecé Editores.
Borges el memorioso. Conversaciones de Jorge Luis Borges con Antonio Carrizo. (1983). México: FCE.
Buxó, J. P. (1997). Las figuraciones del sentido. Ensayos de poética semiológica, México: FCE.
Crosby, J. O. (1992). Poesía varia, España: Cátedra.
Eco, U. (2002). Sobre literatura, Barcelona: España, Océano.
Epistolario. (1989). México: Cien del Mundo. CNCA.
Fernández, S. (2019). La edición anotada de la poesía de Quevedo Biblioteca Virtual Cervantes, http://www.biblioteca.org.ar/libros/200411.pdf, consulta el 6
de abril de 2019.
García, F. (2003). Quevedo, México: FCE, Tierra Firme.
Paz, O. (1994). Fundación y disidencia. Dominio hispánico. Obras completas del autor 3, México: Fondo de Cultura Económica.
Preciado, V. (2014). Apuntes de Arreola en Zapotlán, Guadalajara, Jalisco: Rayuela.
Quevedo, F. (1990). Poesía varia. Edición de James O Crosby, Madrid, Rei México, Letras Hispánicas.
Quevedo, F. (1981). Obras, Madrid: España, EDAF.
Rodríguez, E. (2000). Arreola en voz alta, México: Sello Bermejo, CONACULTA |
|
|