Martín Ruiz
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Querida Amaia:



Podría palpar la tierra
de esta isla desierta
por si guardara el calor de tu pisada.
Acaso elegir mi poesía
más frágil, para verme quebrado
en cada golpe de verso donde te amo.
O tal vez pasear a solas con el silencio,
saboreando la brisa
por si trajera el brillo de tu mirada
y el eco lejano de una risa.

 
Porque pienso que si las piedras
con las que cada día tropiezo hablaran,
te contarían el vacío que deja
el recuerdo de tus caricias;
que si las espigas de cebada
que señalan mi ventana volaran,
desgranarían sobre tu cama
cada puesta de sol que han sembrado
esperando la luz de tu sonrisa;
que si los lirios del campo
pudieran llegar hasta tu regazo,
se chivarían de todas las veces
que han estado a punto de ser arrancados
para sentir el calor de tus manos.

 
Pero ni las piedras hablan,
ni las espigas vuelan,
ni las flores andan,
ni tú puedes escucharlas.

 
Y yo -además- debo resistir sin su ayuda,
defender esta orilla solitaria,
mi penitencia anacoreta.
Lo sé, no puedo cobijarme
en tus brazos -como otras veces-
esperando la calma.
Sé que debo encorsetarme los ojos
con lecturas de José Hierro

 
desde mi isla desierta
lejos del mar y las gaviotas
de la brisa y sus caricias.
Sin playa y sin olas
sin música de espumas
a solas con el silencio.

  Regreso a la página de Argos 9/ Poesía