Juan Jacinto Muñoz
felbe@correo.cop.es

 

La cabeza de cerdo

 

 

 

I

 

Fue entonces la primera vez que los vio, sí, en ese instante, cuando todo el mundo de repente hizo un silencio al mismo tiempo. Notó algo en sus caras, en sus gestos, en sus bocas que no paraban de engullir, algo malévolo. Y tuvo la absoluta certeza de que todos eran diferentes, todos guardaban en su interior un extraño y común secreto, todos menos él.

 

 

II

 

Sólo una vez había sentido algo parecido, fue de niño. Su padre lo había llevado al museo, él no quería ir pero su padre le dijo: "Vendrás donde yo te diga. Te llevaré a todos los museos de Madrid hasta que la cultura te entre por los ojos"; en realidad la cultura le entró a base de correazos.

Aquella fue la única vez, que él recuerde, que sintió algo parecido a lo que experimentó aquella noche. En aquel museo, contrariado, tragándose los resuellos y conteniéndose las lágrimas y el hipo, contempló fascinado las pinturas negras de Francisco de Goya y Lucientes. Cuando llegó en su paso por la galería a la alucinante pintura de los Dos viejos comiendo sopa, cuando se apoderó de él la fuerza del negro, la fuerza de aquellos trazos, cuando lo subyugó a su voluntad la deformidad y la decrepitud de aquellos rostros, la malicia de los ojos, un sentimiento subconsciente, asentando en lo hondo de su espíritu, ya le advirtió: "Este cuadro se yergue sobre un poder ultraterreno". Ésa fue la única vez que sintió algo parecido a lo de aquella noche cenando.

Después de eso creció entre los niños de Goya, entre los críos de sus grabados y aguafuertes. "Hay madres que rompen á sus hijos el culo á zapatazos si quiebran un cantaro, y no les castigarán por un verdadero delito". Fueron sus hermanos y amigos, compartió con ellos ilusión, dolor y castigos. Las majas y mozas fueron su primer amor, las hermosas bailarinas sus primeros deleites, y las alcahuetas sus últimos vicios. Cuando cumplió veintitrés años llegó Sara y lo sacó de su mundo irreal de carboncillos y aguatintas bruñidas.

 

 

III

 

–¿Es que no puedes dejar de moverte así delante de todos?

–Hago lo que quiero.

–No me cabe duda, ¿pero es que yo no cuento para nada? ¿Sabes lo que siento cuanto te veo contonearte delante de todos los hombres del barco como si yo no existiera?

–Me lo estoy pasando bien. No me apetece pasarme la vida con alguien que lo único que hace es decirme qué tengo que hacer y amargarme el rato cuando me lo estoy pasando mejor.

–Si sólo te lo pasas bien provocando a los hombres yo soy el primero que no quiere pasar la vida a tu lado. Ahí te quedas.

Salió de la sala de fiestas indignado, furioso, con la firme idea de asestarle un golpe insensato al primero que se interpusiera entre él y la cubierta.

En realidad no estaba enfadado con Sara, andaba muy nervioso desde aquella misma tarde, desde que vio a aquel cerdo volando por los aires. Y ahora lo estaba pagando con ella.

No era aquella la idea que tenía de su luna de miel. No había estado tanto tiempo preparando aquel crucero para que ahora se pasaran todo el tiempo discutiendo.

Respiraría profundamente, renovando sus pulmones con la brisa marina, contaría todas las estrellas que le alcanzara la vista, y entraría de nuevo a la sala de fiestas dispuesto a arreglarlo todo con Sara.

 

 

IV

 

El sol empieza a ponerse. El cielo está precioso, pero comienza a hacer frío. Sara se va al camarote a buscar un chal con el que abrigarse. Él continúa en la hamaca, entorna los ojos para dejar volar su fantasía como nunca le dejaron hacer en casa. Recuerda por un momento a su padre quemándole su colección de grabados de Goya, casi cincuenta de Los Caprichos sin contar los bocetos. "Estas pinturas son demoníacas. No te he educado para que seas un depravado". "Papá, son reproducciones de obras de arte, por favor, no...". "¿Arte? ¿Esto es arte? ¡Libertinaje, eso es lo que es!". Recuerda la correa golpeando su trasero. Recuerda por un momento un zapato golpeando su trasero, y su padre ya no es su padre, es su madre. "¡Inútil, eres un inútil!". La puesta de sol está preciosa. Imagina, deja volar su imaginación libremente, a su gusto. Imagina batallas navales, tormentas, naufragios. Oxidadas nubes de acero quejándose en sus roces, relampagueando en el cielo, tronando, tronando infernalmente una y otra vez. Pero además de su imaginación hay algo más que vuela, algo más que truena con insistencia. Es un helicóptero, un helicóptero aterrizando en la cubierta de popa que ha venido para interrumpir su imaginación y que lleva atado de sus patines de aterrizaje un enorme cerdo.

 

 

V

 

Porcofobia. Sufrió de inmediato un intenso ataque de porcofobia. Inundaron su cabeza de inmediato las palabras del Antiguo Testamento, del Libro del Génesis y del Levítico, condenando al cerdo como ser impuro, como bestia que contamina todo lo que prueba o toca. Aquello era increíble, no podía ser cierto, era una obscenidad inmoderada, un sacrilegio perverso venido directamente de los cielos. Aquel cerdo desfigurado allí volando, suspendido en medio de ningún sitio...

Se puso realmente nervioso, a punto estuvo de darle otra vez un acceso de epilepsia. Buscó a Sara por todas partes, con los ojos, que eran lo único no petrificado de su cuerpo, pero no estaba: le había dejado como siempre solo en el peor momento. Sara nunca se hacía cargo de que él necesitaba de un especial cuidado, era una egoísta.

Aquel cerdo mitológico siguió acercándose y acercándose, su cabeza crecía y crecía, y lo miraba agónica, hasta aterrizar justo a su lado. "El cerdo es un animal sucio que se revuelca en su propia orina y se come sus excrementos".

Cuando llegó Sara y él la acusó de haberle abandonado, ella se irritó mucho, incluso llegó a decirle que se volviera con su psicóloga, que ella no se había casado con ningún niño ni desvalido, mientras las hélices del helicóptero se encargaban de seguir distribuyendo por todo el barco el olor a cerdo que aún quedaba en el aire.

 

 

VI

 

–Su hijo sufre un trastorno neurótico, posiblemente postraumático –fue el diagnóstico de la doctora.

–Quiere decir que está loco –sentenció la madre.

–No, quiero decir que su hijo, a partir de algunas experiencias traumáticas, ha ido desarrollando ciertas fobias y manías que son las salidas que su mente da a la ansiedad.

–Mi hijo es un degenerado que se pasa el día tocándose, y no tiene otra vuelta de hoja –declaró el padre–. Y lo último que ha hecho ha sido insultar a una maestra y pegarle y salir chillando de clase y por eso estamos aquí. Pero no crea que va a disculparle ni a convencernos de que nosotros somos los que tenemos la culpa soltándonos ese rollo; no creo que mi hijo tenga nada que no pueda arreglarse con una buena zurra.

–Señor y señora Caparrós, les rogaría efusivamente que me dejaran continuar por un tiempo con el tratamiento de su hijo.

 

 

VII

 

Entró a la sala de fiestas, iba a pedirle disculpas a Sara, no podían pasar así la luna de miel, no podía enfadarse con ella por cualquier cosa, era la segunda vez que discutían en unas pocas horas.

En cuanto ella lo vio, perdido en medio de las parejas bailando, se abrazó a él, no hicieron falta más palabras.

–¿Quieres que te traiga un poco de ponche, querida? Dentro de poco servirán la cena y hay que ir abriendo apetito.

Fue a buscar el ponche, pero no lo encontró, las poncheras de la mesa estaban vacías. De nuevo se apoderó de él una rabia injustificada. Aceleró su paso hacia las cocinas dispuesto a enfrentarse con todos los camareros y cocineros que hiciera falta. Cuando entró en la cocina se arrepintió de haberlo hecho.

En la cocina estaban en plena matanza del cerdo. Habían atado a aquel animal de las patas traseras y lo habían elevado en el aire: aquel cerdo parecía haber sido creado para surcar los cielos, cada vez que lo había visto había sido separado del suelo. Pero esta vez no le dio tiempo apenas a pensar en eso, en cuanto entró en la cocina y se cerró la puerta tras de sí vio cómo un enorme cuchillo se clavaba en el cuello de aquel cerdo invertido, se revolvía violentamente en su interior, y daba paso a una gruesa cascada de sangre.

La sangre caía sin reservas, copiosa, oscura, yendo a parar a una cubeta de plástico que había debajo y salpicando a todos los que antes habían estado lidiando con la bestia.

El olor a sangre anegó todo. Él se sintió tan mareado que se tuvo que sentar en una silla para no caer al suelo. Allí, paralizado, sin poder siquiera cerrar los ojos, se vio obligado a observar todo el proceso de desuello del cerdo. Vio cómo le arrancaron la piel y le dejaron al descubierto su carne cruda y maloliente, sus órganos tibios, su costillar enorme. Vio cómo despedazaron su cuerpo, cómo esculpieron chuletas y costillas, cómo embalsamaron chorizos y longanizas, cómo se cuajó la sangre de la cubeta y se volvió negra, mientras la cabeza del cerdo lo observaba todo con su mueca de espanto y su lengua y orejas recién cortadas.

 

 

VIII

 

Sara se preguntaba dónde se habría metido ahora, si se habría perdido por el barco, si se habría caído por la borda, o si le habría dado otro arrebato paranoico. Cuando lo vio se lo encontró blanco, con la vista extraviada y con dos tazas de ponche vacías.

No consiguió sacarle una palabra. Sabía que no comería, por el aspecto que tenía debía de haber perdido todo el apetito, pero a pesar de todo fueron a cambiarse para la cena.

 

 

IX

 

Fue entonces la primera vez que los vio, sí, en ese instante, cuando todo el mundo de repente hizo un silencio al mismo tiempo.

Estaban sentados en una gran mesa alargada, vestida con un mantel funcional y pálido y con el servicio puesto. Sara estaba a su izquierda, frente a él y a su derecha se alineaban decenas de absolutos desconocidos. Hasta entonces no había notado nada, pero en aquel momento, en aquel instante extraordinario lo advirtió. Todos eran diferentes, todos salvo él escondían en su interior un extraño y aterrador secreto. Lo advirtió cuando todo el mundo dejó de hablar al mismo tiempo, cuando todo el mundo dejó de hablar para pasar a engullir, a tragar ávidamente aquellos trozos de carne recién trinchada.

La carne se repartía por todos los platos alineados en la mesa, de forma idéntica. Era la carne de aquel cerdo recién degollado. En su mente se dibujaban las imágenes como si alguien las proyectara desde el exterior: el cerdo volando en el cielo oceánico, colgando de helicóptero hacedor de estridencias, el cerdo colgando del techo de la cocina y la sangre brotando de su cuello obeso, el cerdo dividido en cientos de trozos de carne cruda aún palpitando, en chuletas, vísceras y cabeza, el cerdo repartido en decenas de platos disfrazado de guisos comibles. La muerte servida en platos.

Aquella gente era diferente, lo notaba, notaba en sus rostros algo malévolo, monstruoso. Lo notaba en sus gestos, en sus maneras, en su ansia al comerse aquella carne. Las palabras de Maimónides se repetían en su cabeza: "Dios ha prohibido el cerdo como medida de salud pública, su efecto es malo y perjudicial para el cuerpo". Aquellas personas eran como los viejos que una vez vio en su infancia en aquella pintura de Goya, tenían algo de sobrenatural, de demoníaco. Como aquellos Dos viejos comiendo sopa, con las cuencas de sus ojos vacías, con sus huecas miradas de avaricia, con sus sonrisas del averno.

Estaba claro: aquellas personas no eran personas, eran monstruos. La visión en su infancia de aquel cuadro mágico era sólo un aviso, un anuncio de lo que de verdad había detrás de los rostros de la gente. Todo era un complot, un complot mundial para apoderarse del mundo. Aquellos seres perversos se escondían tras su apariencia inocente pero en realidad lo que querían era apoderarse del mundo. Y nadie se había dado cuenta. Nadie, sólo él. Pero ya había visto a aquellos seres, ya los había descubierto, y ahora tendría que hacer algo para combatirlos, para eliminarlos y salvar a Sara.

De pronto tuvo una visión aún más intensa, contempló delante de sí al mismo Saturno devorando a sus hijos, no pudo soportarlo más y abandonó el comedor.

 

 

X

 

Despertó en su camarote, en la cama y con el traje de dormir puesto. Sara lo debía de haber acostado, no sería la primera vez. Se levantó y comprobó que la puerta estaba bien cerrada. Tenía que tener cuidado, en el barco no había ni una sola persona normal, todos eran diablos, repugnantes diablos porcinos, y si él los había reconocido a ellos, ellos también habrían notado su presencia.

Aquello explicaba muchas cosas, su padre también era un demonio, un demonio comedor de cerdos, y su madre un maldito engendro devorador de puercos. Aquello explicaba muchas cosas.

Ahora tenía que hacer algo, posiblemente huir, porque de seguro que ya no podría hacer nada contra aquel ejército incontrolable, contra aquella inmensa confabulación que quizá le había rodeado desde pequeño. Todos, todos eran monstruos.

Llamaron a la puerta.

–¿Quién es? –Preguntó.

–Soy yo, cariño.

Dejó entrar a Sara.

–Acuéstate en la cama. Te he traído un caldo caliente para ver si te recuperas. Tómatelo todo.

Se recostó en la cama. Dio un gran sorbo al tazón de caldo. Inspiró su aroma. Se relajó. Notó como el calor del líquido le reconfortaba por dentro. Volvió a dar otro gran sorbo se sopa. Miró el fondo del tazón. Entre los restos de consomé distinguió unas hebras, unas briznas, unas briznas de carne: ¡aquel caldo había sido hecho con los restos del cerdo muerto!

Miró aterrorizado a Sara. Sara lo miraba satisfecha y le sonreía. Le sonreía cariñosamente, no, pérfidamente, mostrando una hilera de colmillos puntiagudos tras sus labios, y le miraba con las cuencas de sus ojos negras. Sara era también una de ellos, y ahora, ahora también lo había convertido a él.

Ya era irremediable. Ahora él tendría que dar cuenta de ambos antes de que el mal aún fuera peor.

 

 

 

Regreso a la página de Argos 9/ Narrativa