Alejandro Cargnelutti
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Dante Real





Qué compleja es la existencia de mi amigo Dante Ismael Real; hoy, ante el recuerdo de su muerte, se nos hace más sencillo (a los pocos que lo conocimos) concebir una vida tan unívoca, que sin embargo, dejó más a la hora de su partida que en los veintiocho años que vivió.

Fue un tipo raso, sin relieves, indolente al amor; para muchos un pobre diablo. Si me preguntan, no sé por qué fue mi amigo, o por qué es si es que no vuelvo a verlo. Se me ocurre que lo acepté en primera instancia por conveniencia. Dante tenía mucha guita, como tantos me acerqué a su humanidad aburrida a cambio de una vuelta en su nueva coupé Torino. Me lo presentó Alfredo, un amigo que lo conocía del barrio y que junto a Óscar Landú tiempo después, habríamos de soportarlo hasta hoy, y quizás para siempre. Alfredo me contó que a dos cuadras de su casa vivía un tipo con mucha plata y que tenía una Torino nueva que prestaba sin mucha insistencia. Entusiasmado por la noticia lo instigué para que nos reuniera a fin de profundizar sobre la máquina. Pero no me advirtió que Dante era incapaz de cualquier pasión y que, menos aun, habrían de conmoverlo los motores. Cuando lo vi por primera vez me impresionó, y seis días antes de su muerte se lo confesé: nadie como él me había impactado en forma tan chocante; sus facciones y su cuerpo no disentían en absoluto con la estética estándar, era su mirada; una combinación de pusilánime indiferencia y hastío permanente. No pude sacar de mi cabeza la idea de que ese tipo estaba muerto, que vivía porque algún caprichoso mandamiento celeste lo obligaba. Él, se aferraba a la muerte en cada acción y no precisamente porque fuera un temerario que la retara, por el contrario, era su cómplice; creo que desafiaba a la vida con tanto espíritu fenecido en su interior, con tanta agonía latente. Y sin embargo era sano, atractivo y sagaz; pero, son esas, cualidades que a los muertos no les interesa, las llevaba como una carga, como si le pesaran en los hombros. Renegaba de su falsa virtud de organismo ideal; hubiera preferido, estoy seguro, un cuerpo esmirriado y decadente, un intelecto menos lúcido, sin cabello, ojeroso. Óscar decía que Dante era un espejismo que nos ocultaba su real apariencia; Alfredo, más sarcástico, decía que era el muerto mejor parecido que conoció en su vida.

Nunca le confesamos a Dante la sensación que nos causaba, simplemente porque eran sensaciones, nada había de objetivo en ellas; incluso algunas veces intentamos cotejar con otras personas que lo trataron, y a nadie en absoluto le pareció un tipo más allá de lo intranscendente, se limitaban a decir que era sólo un poco parco y aburrido. Yo creía que ni el mismo Dante se percataba de su naturaleza lúgubre, o no la declaraba, o quizás lo hacía y no lo interpretábamos. Una vez Óscar me contó que él le dijo, allá por el año 92, que estaba podrido de luchar en vano, que en cualquier momento largaba todo. No fue difícil para Óscar suponer que hablaba de su malograda carrera de abogado, la que finalmente completó, no sin esfuerzo, en el 93. Hoy a menos de un mes de su muerte sabemos que hablaba de otra cosa; ahora las cuentas nos cierran: que terminara satisfactoriamente su carrera no fue más que una falsa apariencia, él sabía que nunca podría terminar su vida y por eso la abandonó a la mitad. Pero con los muchachos vemos que no estuvo mal, hizo lo que tenía que hacer, nunca sería feliz en vida como sí lo es muerto. Como aquellos que dejan sus carreras para caminar las rutas, Dante dejó su vida para caminar la muerte, y bien que lo hace.

Mi amistad con Dante fue extraña, por mi personalidad jocosa poco hubiera tenido que hacer a mi lado; nunca comprendí por qué he pasado tantos años pendiente de un sujeto que con su sola presencia me incomodaba. Para mí, tanto como a Óscar y Alfredo, nos parecía un tipo macabro, inocentemente macabro. Su índole óbita sin embargo, no se reflejaba en la desesperación o en largas depresiones, simplemente usaba a la vida pacientemente como una parada de colectivo: un sitio de espera para llegar a otro lado. Y esto nos parecía atrayente, casi diría que lo estudiábamos; era como tener a la muerte en una camilla de disección. No nos daba pena, aprendimos a convivir con él de manera natural, como quien tiene un amigo ciego: con el tiempo ya no se lo considera como un ciego, pero sí amigo.

A Dante lo llevábamos de farra y, mientras nosotros nos divertíamos, él amenizaba su espera fumando, viendo como nosotros tratábamos de sacarle el jugo a nuestra existencia bailando, contando chistes verdes o cortejando minitas. Su única joda era jugar al solitario. Practicaba sólo una versión, esa en la que uno va descubriendo los naipes hasta que sale un rey, luego otro, otro más, y es siempre el último el que decide sí se completa exitosamente el ciclo o hay que empezar de nuevo. Quizás fuera una casualidad, o quizás no, pero siempre que lo veía jugar se quedaba con el rey de espadas en la mano y siempre le faltaban destapar dos cartas, siempre las mismas: el tres de espadas y el uno de basto, cartas que respetaban su lugar ordinal en la fila y que nunca se revelaban precisamente porque no había con qué cambiarlas. Cuando veía este resultado, se indignaba (pero trataba de no manifestarlo) y revolvía las cuatro filas y volvía a comenzar. La última vez que lo vi jugar al solitario (tres días antes del 28 de octubre), lo terminó exitosamente y destapó en último lugar, coronando su éxito, al rey de espadas. Resopló aliviado se calzó su abrigo y salió para su casa como urgido.

Sólo le conocimos dos novias: Laura Bellone y Cyntia Manchado. Con Laura salió dos meses y la dejó por Cyntia; nos dijo que se sintió nacer a su lado. Estuvo con ella cuatro o cinco meses. Después, de imprevisto, la dejó; esta vez por nadie. Un día le pregunté a Cyntia, que lo amaba con locura, por qué había tomado esa determinación y me expresó que no le dio mayores explicaciones pese a que las pidió con vehemencia; sólo le dijo que a su lado se sentía confundido, como que perdía identidad y que jamás podría ser feliz con alguien como ella, tenía entonces 26 años. Sé, y no me hace falta suponer nada, que la chica realmente lo confundía, no era una simple excusa como la que muchos utilizamos para despegarnos de alguien a quien no queremos; Cyntia era el motivo que él tenía para quedarse, un grillete que lo ataba y que, con el tiempo, podrían retenerlo definitivamente. Después, jamás volvió a enamorarse, ni enamorar a nadie.

Dante era hijo único y sus padres gente normal. Nada nos dejaba suponer que eran en algún sentido parecidos a su hijo, por el contrario, siempre optimistas, intentaban sacarle provecho a la vida. Murieron ambos hace dos años sin muchas cuentas que saldar, y lo hicieron como lo hace por lo general la gente que no lo desea: sufriendo y apenados por el mundo que dejan. Doña María, su madre, me invitaba todos los sábados a comer empanadas y su viejo, Don Eduardo Real, me convidaba seguido a salir de pesca. Con los dos me llevaba bien y era uno más de la familia; puede que me adoptaran inconscientemente porque había un hueco que su hijo no llenaba, y eso para personas tan familieras como ellos era una gran frustración: Dante no les daba alegrías, ni penas, apenas les daba su presencia corpórea, algo que para el resto de las familias es suficiente, para los Real, que supongo tenían una sensación similar a la nuestra, no bastaba. Más de una vez me preguntaron si Dante no los quería, si en alguna oportunidad nos había confesado que eran malos padres o algo por el estilo, y la verdad es que jamás nos dijo nada, ni bueno, ni malo, sólo obviada a sus progenitores como lo hacía con las mujeres, los maestros, sus compañeros y a todos; nunca emitía juicios de ninguna índole, seguramente porque las valoraciones en este mundo para él estaban de más.

La última vez que lo vi fue el 26 de octubre a la noche; estábamos en casa con Alfredo y Óscar, mirábamos Boca-River y Dante llegó de imprevisto, estaba extrañamente distendido, se sentó en el sillón, se apropió de un platito de maníes y como nunca bebió cerveza a nuestro ritmo. Con los muchachos nos extrañábamos de ver esta alegre versión de Dante; más de una vez se sobresaltó por las acciones del partido y festejó el triunfo de Boca como si el fútbol le hubiera interesado alguna vez; llegó a decir que otra vez le rompimos el orto a las gallinas y propuso salir a festejar al centro. Tal es la sorpresa que nos causó que accedimos a la invitación y al regreso, con los últimos resabios de euforia, tomamos un par de cervezas más antes de encargar unas empanadas; estábamos un poco borrachos por lo que no prestamos demasiada atención a lo que hacía Dante. Él, ahora recuerdo, se pasaba por mi casa admirando con una sonrisa nostálgica todos los rincones que de alguna manera le eran familiares; la cocina, matriz de tantas pizzas, el garage donde jugábamos a los dados, mi habitación donde tronaba Pink Floyd, y se detuvo especialmente a contemplar la mesita ratona que usaba para sus solitarios. Entre los juegos de mesa apiñados sobre la mueble buscó los naipes ya endebles de partidas de truco y chinchón (y solitarios), sacó el rey de espadas, lo miró como si le hubiera ganado una revancha y lo puso otra vez en su lugar en el mazo y éste junto al T.E.G.. Nos miró y enfiló a la puerta apresurado, desde el pórtico se despidió diciendo: "Bueno muchachos, ya perdí mucho tiempo, me voy, nos vemos", y se marchó simplemente.

Lo encontró su primo Gustavo en el galpón de las herramientas el 28 de octubre por la tarde. Cuando abrió el portón y lo vio pendulando por la corriente de aire que acababa de entrar, no pudo menos que salir corriendo, socavando con gritos la tranquilidad del atardecer pueblerino. Fui el cuarto en enterarse, antes lo hicieron Óscar y Obdulio, el vecino inmediato de la casa de los Real que llamó a la policía. Para cuando ésta llegó, Óscar, Alfredo y yo estábamos en el galpón esperando a las autoridades para entregarles el sobre que dejara en el banquillo de trabajo. En él, consignaba que fue su decisión y que se debía a un amor frustrado; nada más mentiroso, nada que suene más que a excusa barata, pero perfectamente creíble.

El doctor De Napoli, quien lo descolgó de la viga, dijo condescendiente que murió de pena; pero yo sé que sólo pudo morir ahorcado: estaba mejor muerto, porque al menos así no tenía que ocultar su razón de ser. Hay quienes no vienen al mundo para vivir, que nacen equivocados, y uno de ellos era precisamente mi amigo Dante Real, que nos acompaña aquí y nos espera allá, para ser, y a nuestras respectivas llegadas, el rey de la fiesta, el bufón, el tipo alocado. Y entonces, seguramente nosotros, jugaremos al solitario una y otra vez con el rey de espada burlándose de nuestro destino de almas errabundas, hasta que en algún momento también, completemos las cuatro filas. Y así...



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