Dante Real
Qué compleja es la existencia de mi amigo Dante Ismael Real;
hoy, ante el recuerdo de su muerte, se nos hace más sencillo (a
los pocos que lo conocimos) concebir una vida tan unívoca, que sin
embargo, dejó más a la hora de su partida que en los veintiocho
años que vivió.
Fue un tipo raso, sin relieves, indolente al amor; para muchos un
pobre diablo. Si me preguntan, no sé por qué fue mi amigo,
o por qué es si es que no vuelvo a verlo. Se me ocurre que lo acepté
en primera instancia por conveniencia. Dante tenía mucha guita,
como tantos me acerqué a su humanidad aburrida a cambio de una vuelta
en su nueva coupé Torino. Me lo presentó Alfredo, un amigo
que lo conocía del barrio y que junto a Óscar Landú
tiempo después, habríamos de soportarlo hasta hoy, y quizás
para siempre. Alfredo me contó que a dos cuadras de su casa vivía
un tipo con mucha plata y que tenía una Torino nueva que prestaba
sin mucha insistencia. Entusiasmado por la noticia lo instigué para
que nos reuniera a fin de profundizar sobre la máquina. Pero no
me advirtió que Dante era incapaz de cualquier pasión y que,
menos aun, habrían de conmoverlo los motores. Cuando lo vi por primera
vez me impresionó, y seis días antes de su muerte se lo confesé:
nadie como él me había impactado en forma tan chocante; sus
facciones y su cuerpo no disentían en absoluto con la estética
estándar, era su mirada; una combinación de pusilánime
indiferencia y hastío permanente. No pude sacar de mi cabeza la
idea de que ese tipo estaba muerto, que vivía porque algún
caprichoso mandamiento celeste lo obligaba. Él, se aferraba a la
muerte en cada acción y no precisamente porque fuera un temerario
que la retara, por el contrario, era su cómplice; creo que desafiaba
a la vida con tanto espíritu fenecido en su interior, con tanta
agonía latente. Y sin embargo era sano, atractivo y sagaz; pero,
son esas, cualidades que a los muertos no les interesa, las llevaba como
una carga, como si le pesaran en los hombros. Renegaba de su falsa virtud
de organismo ideal; hubiera preferido, estoy seguro, un cuerpo esmirriado
y decadente, un intelecto menos lúcido, sin cabello, ojeroso. Óscar
decía que Dante era un espejismo que nos ocultaba su real apariencia;
Alfredo, más sarcástico, decía que era el muerto mejor
parecido que conoció en su vida.
Nunca le confesamos a Dante la sensación que nos causaba,
simplemente porque eran sensaciones, nada había de objetivo en ellas;
incluso algunas veces intentamos cotejar con otras personas que lo trataron,
y a nadie en absoluto le pareció un tipo más allá
de lo intranscendente, se limitaban a decir que era sólo un poco
parco y aburrido. Yo creía que ni el mismo Dante se percataba de
su naturaleza lúgubre, o no la declaraba, o quizás lo hacía
y no lo interpretábamos. Una vez Óscar me contó que
él le dijo, allá por el año 92, que estaba podrido
de luchar en vano, que en cualquier momento largaba todo. No fue difícil
para Óscar suponer que hablaba de su malograda carrera de abogado,
la que finalmente completó, no sin esfuerzo, en el 93. Hoy a menos
de un mes de su muerte sabemos que hablaba de otra cosa; ahora las cuentas
nos cierran: que terminara satisfactoriamente su carrera no fue más
que una falsa apariencia, él sabía que nunca podría
terminar su vida y por eso la abandonó a la mitad. Pero con los
muchachos vemos que no estuvo mal, hizo lo que tenía que hacer,
nunca sería feliz en vida como sí lo es muerto. Como aquellos
que dejan sus carreras para caminar las rutas, Dante dejó su vida
para caminar la muerte, y bien que lo hace.
Mi amistad con Dante fue extraña, por mi personalidad jocosa
poco hubiera tenido que hacer a mi lado; nunca comprendí por qué
he pasado tantos años pendiente de un sujeto que con su sola presencia
me incomodaba. Para mí, tanto como a Óscar y Alfredo, nos
parecía un tipo macabro, inocentemente macabro. Su índole
óbita sin embargo, no se reflejaba en la desesperación o
en largas depresiones, simplemente usaba a la vida pacientemente como una
parada de colectivo: un sitio de espera para llegar a otro lado. Y esto
nos parecía atrayente, casi diría que lo estudiábamos;
era como tener a la muerte en una camilla de disección. No nos daba
pena, aprendimos a convivir con él de manera natural, como quien
tiene un amigo ciego: con el tiempo ya no se lo considera como un ciego,
pero sí amigo.
A Dante lo llevábamos de farra y, mientras nosotros nos divertíamos,
él amenizaba su espera fumando, viendo como nosotros tratábamos
de sacarle el jugo a nuestra existencia bailando, contando chistes verdes
o cortejando minitas. Su única joda era jugar al solitario. Practicaba
sólo una versión, esa en la que uno va descubriendo los naipes
hasta que sale un rey, luego otro, otro más, y es siempre el último
el que decide sí se completa exitosamente el ciclo o hay que empezar
de nuevo. Quizás fuera una casualidad, o quizás no, pero
siempre que lo veía jugar se quedaba con el rey de espadas en la
mano y siempre le faltaban destapar dos cartas, siempre las mismas: el
tres de espadas y el uno de basto, cartas que respetaban su lugar ordinal
en la fila y que nunca se revelaban precisamente porque no había
con qué cambiarlas. Cuando veía este resultado, se indignaba
(pero trataba de no manifestarlo) y revolvía las cuatro filas y
volvía a comenzar. La última vez que lo vi jugar al solitario
(tres días antes del 28 de octubre), lo terminó exitosamente
y destapó en último lugar, coronando su éxito, al
rey de espadas. Resopló aliviado se calzó su abrigo y salió
para su casa como urgido.
Sólo le conocimos dos novias: Laura Bellone y Cyntia Manchado.
Con Laura salió dos meses y la dejó por Cyntia; nos dijo
que se sintió nacer a su lado. Estuvo con ella cuatro o cinco meses.
Después, de imprevisto, la dejó; esta vez por nadie. Un día
le pregunté a Cyntia, que lo amaba con locura, por qué había
tomado esa determinación y me expresó que no le dio mayores
explicaciones pese a que las pidió con vehemencia; sólo le
dijo que a su lado se sentía confundido, como que perdía
identidad y que jamás podría ser feliz con alguien como ella,
tenía entonces 26 años. Sé, y no me hace falta suponer
nada, que la chica realmente lo confundía, no era una simple excusa
como la que muchos utilizamos para despegarnos de alguien a quien no queremos;
Cyntia era el motivo que él tenía para quedarse, un grillete
que lo ataba y que, con el tiempo, podrían retenerlo definitivamente.
Después, jamás volvió a enamorarse, ni enamorar a
nadie.
Dante era hijo único y sus padres gente normal. Nada nos dejaba
suponer que eran en algún sentido parecidos a su hijo, por el contrario,
siempre optimistas, intentaban sacarle provecho a la vida. Murieron ambos
hace dos años sin muchas cuentas que saldar, y lo hicieron como
lo hace por lo general la gente que no lo desea: sufriendo y apenados por
el mundo que dejan. Doña María, su madre, me invitaba todos
los sábados a comer empanadas y su viejo, Don Eduardo Real, me convidaba
seguido a salir de pesca. Con los dos me llevaba bien y era uno más
de la familia; puede que me adoptaran inconscientemente porque había
un hueco que su hijo no llenaba, y eso para personas tan familieras como
ellos era una gran frustración: Dante no les daba alegrías,
ni penas, apenas les daba su presencia corpórea, algo que para el
resto de las familias es suficiente, para los Real, que supongo tenían
una sensación similar a la nuestra, no bastaba. Más de una
vez me preguntaron si Dante no los quería, si en alguna oportunidad
nos había confesado que eran malos padres o algo por el estilo,
y la verdad es que jamás nos dijo nada, ni bueno, ni malo, sólo
obviada a sus progenitores como lo hacía con las mujeres, los maestros,
sus compañeros y a todos; nunca emitía juicios de ninguna
índole, seguramente porque las valoraciones en este mundo para él
estaban de más.
La última vez que lo vi fue el 26 de octubre a la noche; estábamos
en casa con Alfredo y Óscar, mirábamos Boca-River y Dante
llegó de imprevisto, estaba extrañamente distendido, se sentó
en el sillón, se apropió de un platito de maníes y
como nunca bebió cerveza a nuestro ritmo. Con los muchachos nos
extrañábamos de ver esta alegre versión de Dante;
más de una vez se sobresaltó por las acciones del partido
y festejó el triunfo de Boca como si el fútbol le hubiera
interesado alguna vez; llegó a decir que otra vez le rompimos el
orto a las gallinas y propuso salir a festejar al centro. Tal es la sorpresa
que nos causó que accedimos a la invitación y al regreso,
con los últimos resabios de euforia, tomamos un par de cervezas
más antes de encargar unas empanadas; estábamos un poco borrachos
por lo que no prestamos demasiada atención a lo que hacía
Dante. Él, ahora recuerdo, se pasaba por mi casa admirando con una
sonrisa nostálgica todos los rincones que de alguna manera le eran
familiares; la cocina, matriz de tantas pizzas, el garage donde jugábamos
a los dados, mi habitación donde tronaba Pink Floyd, y se detuvo
especialmente a contemplar la mesita ratona que usaba para sus solitarios.
Entre los juegos de mesa apiñados sobre la mueble buscó los
naipes ya endebles de partidas de truco y chinchón (y solitarios),
sacó el rey de espadas, lo miró como si le hubiera ganado
una revancha y lo puso otra vez en su lugar en el mazo y éste junto
al T.E.G.. Nos miró y enfiló a la puerta apresurado, desde
el pórtico se despidió diciendo: "Bueno muchachos, ya
perdí mucho tiempo, me voy, nos vemos", y se marchó
simplemente.
Lo encontró su primo Gustavo en el galpón de las herramientas
el 28 de octubre por la tarde. Cuando abrió el portón y lo
vio pendulando por la corriente de aire que acababa de entrar, no pudo
menos que salir corriendo, socavando con gritos la tranquilidad del atardecer
pueblerino. Fui el cuarto en enterarse, antes lo hicieron Óscar
y Obdulio, el vecino inmediato de la casa de los Real que llamó
a la policía. Para cuando ésta llegó, Óscar,
Alfredo y yo estábamos en el galpón esperando a las autoridades
para entregarles el sobre que dejara en el banquillo de trabajo. En él,
consignaba que fue su decisión y que se debía a un amor frustrado;
nada más mentiroso, nada que suene más que a excusa barata,
pero perfectamente creíble.
El doctor De Napoli, quien lo descolgó de la viga, dijo condescendiente
que murió de pena; pero yo sé que sólo pudo morir
ahorcado: estaba mejor muerto, porque al menos así no tenía
que ocultar su razón de ser. Hay quienes no vienen al mundo para
vivir, que nacen equivocados, y uno de ellos era precisamente mi amigo
Dante Real, que nos acompaña aquí y nos espera allá,
para ser, y a nuestras respectivas llegadas, el rey de la fiesta, el bufón,
el tipo alocado. Y entonces, seguramente nosotros, jugaremos al solitario
una y otra vez con el rey de espada burlándose de nuestro destino
de almas errabundas, hasta que en algún momento también,
completemos las cuatro filas. Y así...