Fernando-Carlos Vevia Romero
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Nostalgia de la conversación


Toda la vida sólo escuchando. ¿A quién? A la autoridad en todas sus formas; las más burdas y las más sutiles. Luego, más tarde, sólo oír. Oír, no escuchar. Con órdenes estrictas a las neuronas para no almacenar la información oída. Con los músculos faciales entrenados para poner cara interesante, mientras la conciencia dormita.

    Luego resultó que es mucho peor hablar. Decir, decir, decir. Mover la lengua, los pulmones, las cuerdas vocales... Sentir la señal roja que se prende en el cerebro y advierte:" ¡Atención! ¡Exceso de estupideces!".

    Hablar de la realidad del mundo que desconozco; de la realidad de los libros que desconozco, de la realidad de los seres humanos que desconozco. Refugio en el silencio para disminuir el número de sandeces dichas por minuto.

    Con chips implantados en el cerebro desde el nacimiento. La ciencia-ficción nos imagina como monstruos del futuro y no se da cuenta de que desde siempre hemos tenido los chips implantados en el cerebro. Para decir lo que unos pocos piensan, para ser feroces, fanáticos, intransigentes. Como buenos robots-esclavos-animales bien-domados. Como hormigas disciplinadas, tocar las antenitas de la otra hormiguita, para que circule la información grabada, repetida hasta el infinito. La información que no altera el costosísimo orden del rebaño.

    ¿Ha leído usted el último libro de Fulanorty? Y usted, ¿no sabe hablar sin preguntar si he leído un libro? Digiera usted el libro y luego me lo platica cuando las ideas ya sean suyas; cuando haya aprendido a defenderlas o al menos a mantenerlas. No me arroje a la cabeza la autoridad de otros. Así no podemos conversar.

    Mantener abierto el canal de comunicación no es conversar. Es cosa muy buena, pero todavía no llega a conversación.

    ¿Qué es, pues, la conversación? ¿Cómo es que tengo nostalgia de la conversación si no sé lo que es? Estar a gusto con otro cerebro, eso es lo primero. Que todos los signos informen: sí, amistad, bueno, no-peligro, no-ataque, no-trampas.

    Después, que fluya ese -Yo- que yo no conozco. ¡Aquí está el cordero con su madre! como decía uno de esos alteradores de refranes, que nos alegran la vida (los alteradores, no los refranes). Quería decir "¡ahí está la madre del cordero!", es decir: el punto difícil, el punto peligroso, el que explica todas las dificultades. La dificultad para conversar con los otros, no son los otros, soy yo. (¡Piensa en eso, Schopenhauer!).

    Eso de "estar a gusto con otro cerebro es una pedantería insoportable" del autor de estas líneas. Nadie está a gusto con otro cerebro. Se está a gusto con otra persona que, en primer lugar, es cuerpo y, los cuerpos agradables suelen favorecer (no siempre) las conversaciones.

    Ese -Yo- del que las poetisas y los poetas sacan cosas tan bellas, tan bellamente dolorosas, tan dolorosamente bellas (Cada una y cada uno de su respectivo -Yo-, por supuesto). ¿Cómo puedo no sacar nada de mi -Yo-? ¿Por qué es un cardo borriquero, es decir un cardo del campo, que se comen los borricos a pesar de las espinas? ¿Por qué ese silencio tan hueco, tan vacío, tan apagado, tan hostil? ¿Quién puede conversar con ese -Yo-? Sea usted realista, estimado autor de estas líneas.

    Psicoanalicemos pues, al -Yo- de este autor. ¿Cuál es su imagen de una buena conversación? Pues estar sentado (prohibida la flojera, hay que hacer ejercicio) con los amigos, con una humeante taza de café (prohibido el café, porque produce insomnio), pasando agradablemente el tiempo (prohibido perder el tiempo, ¡hay tantas cosas que hacer!) ...Interrumpe el analista: "con tantas prohibiciones de su Super-Yo, no va usted a ninguna parte".

    La conclusión es que psicoanalizar es mucho peor, porque a la conciencia de todas las miserias que uno ya tiene de por sí, se añaden los nombres técnicos y las regañadas puestas por el psicoanalista.

    Sócrates conversaba muy bien, según parece. Nunca me he cansado de leer sus conversaciones. Era un genio de la conversación, pero no un modelo. Si me acuerdo veinte minutos más tarde del dato que le quería comentar a mi interlocutor. Así no se puede. Sócrates estaba siempre en acto. Puedes estar en desacuerdo; sientes que así es, pero no vienen las palabras y las ideas que podían dar seguimiento a la conversación.

    El placer que produce la lectura de los escritores griegos antiguos se refuerza, porque están antes de todas nuestras polémicas, antes del "paquete" enorme de la moral occidental, antes del marxismo, antes del capitalismo, antes de Freud, antes de los doctorados en educación... Hablaban de lo que querían y como les daba la gana. Y la gana de muchos de ellos, era una gana muy sana. De gente alegre con la vida y todo eso.

    Nostalgia de la conversación. Es lo que dije. No quería demostrar nada, ni probar nada, ni criticar a nadie. Sólo quería decir que tengo nostalgia de la conversación.


Fernando Carlos Vevia Romero. Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas, España. Coordinador del Doctorado en Letras de la Universidad de Guadalajara. Profesor e Investigador del Departamento de Letras. Ensayista.



 
Argos 17/ Ensayo