Alberto Constante
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El incendiado de Turín


…el loco y el santo son las dos especies humanas más interesantes… tienen estrecho parentesco con el genio.
                                                                                         Nietzsche

El 3 de enero de 1889, en Turín, se produjo la primera crisis que callaría a aquel que se llamaba a sí mismo Dionisos o el Crucificado, o ambos a la vez. Ya en Basilea, a Nietzsche se le había diagnosticado "parálisis progresiva". En Jena, los médicos supusieron una infección sifilítica que se remontaba hacia 1866. Paradójicamente, a fines del mismo mes de enero se publicaba El ocaso de los ídolos y en la primavera de ese mismo año, cuando Nietzsche parecía haberse olvidado de todo lo referente a su obra y de sí mismo, se publicaba Nietzsche contra Wagner.

    Sin absoluta certeza, el diagnóstico de "parálisis progresiva" es probable, como señala Deleuze. Pero, quizá, poco importa que se hubiera tratado de una demencia o de una sífilis, más bien que de una psicosis. Siempre será absurdo y estéril el intento de comprender la locura de Nietzsche por la de Hölderlin, la locura de Hölderlin por el suicidio de von Kleist, éste por el de Nerval y ambos por el silencio de Rimbaud. Aunque haya habido una especie de necesidad común a estos acontecimientos, aunque haya habido una suerte de ecuación común entre Nietzsche, Strinberg, Swedenborg, R. Roussel, Von Kleist o Artaud, todas estas vidas parecen consagradas a hilvanar y tejer un discurso insólito que enmascara, bajo los códices lingüísticos de la normalidad, las experiencias prohibidas que escribe la sinrazón.

    Esas vidas, se puede decir, obedecen a la noche, desean serlo ellas mismas y, al mismo tiempo, continuar afirmando, por el lenguaje, su acercamiento al día. Este compromiso carece de valor fuera del encuentro de las tendencias que lo hacen imposible; es necesario que la catástrofe esté alerta para que la perfección, la solidez de la obra, tenga un sentido. Si estas vidas se expresan en el lenguaje de la clara comunicación, se debe a que están comprometidas en una oscuridad que amenaza en cada momento con impedirles la comunicación de todo. Y aunque la locura de Nietzsche naciera en el seno de la razón como su última exigencia, el suicidio de von Kleist, Novalis y el de Nerval como consecuencia de una existencia vivida poéticamente, o el habla de Rimbaud exija ser divulgada, último eco de lo indecible, bajo el silencio que la sacrifica, ninguna de estas manifestaciones de la noche, como tampoco las de Hölderlin, Von Kleist, Virginia Woolf o Artaud, dejan otro rastro que una luz fugaz, que nos sume en la ilusión de un saber auténtico, muy lejos de una conciencia realmente clara. Porque frente a la mistificación ilustrada de una cultura de luces entendida como "naturaleza", resuena la voz de Sade: "Odio la naturaleza." Frente al racionalismo que distingue entre lo real y lo imaginario, cultura y vida, teatro y exigencia cotidiana, seguimos con inquietud el esfuerzo de Artaud por abolir estas distinciones, concibiendo el teatro como la mediación entre una vida que aspira a lo imposible y una cultura cadavérica que fija límites.

    Estos discursos que llevan un mensaje insólito, no racional, valiéndose de las mismas convenciones lingüísticas que los lenguajes racionales, plantean un problema: ¿es posible "comunicar" con la sinrazón? ¿Le ha sido a ésta restituido un lenguaje para afirmar, declarar, insultar a las luces ilustradas de la sana razón? Aunque el psicoanálisis ha dado de nuevo la palabra al loco, como dice Foucault, esa palabra sufre el filtraje necesario de un oído proveniente "del otro sector". El psicoanálisis es, desde este punto de vista, una "astucia" de la razón. A pesar de ello, ¿podemos afirmar que el loco tiene la palabra?

    Desde Nietzsche comenzamos a sospechar que nuestra problemática se ha invertido: no preguntamos ya al saber por la verdad de la sinrazón, sino que preguntamos a la sinrazón por la verdad de ese saber que esconde dos milenios de indigencia. Por ello, Nietzsche pudo decir:

¿Cómo ha aparecido la razón en el mundo? De una manera irracional, por azar. Será preciso adivinar este azar como un enigma.     Estas obras de la sinrazón, estas obras desde lo patológico plantean un problema urgente que aún no se ha resuelto. Pero nos permiten por lo menos aventurar una conclusión negativa: no vivimos, ni hemos vivido la experiencia cartesiana plasmada en las Meditaciones. No tomamos partido ya, decididamente, en virtud de la evidencia del cogito, por una razón que se escinde de esos locos que intentaban poner en jaque al saber. Éste carece ya de la coartada cartesiana de la "duda metódica".

    Nuestra duda sobre la seguridad y certidumbre de la razón ya no es metódica, no es una treta, ni una astucia mediante la cual la razón resurge fortalecida. Y es que las sombras que ésta conjuraba: locura, onirismo, fantasía, imaginación, nos intimidaban realmente, no sólo metódicamente. El sabio Lie Tseu decía que "Los sabios de la antigüedad se olvidaban de sí mismos durante la vigilia. Cuando dormían no soñaban. ¿Para qué habrían de hablar en el vacío?" Se sabía que todas las fábulas y los mitos enseñaban a no complacerse con las facultades imaginativas; "de fábula en fábula –escribió W.H. Auden en su prefacio a los cuentos de los hermanos Grimm -, aprendemos que el deseo es un sucedáneo de la acción; pero los deseos, por más que estén dirigidos al mal o al bien, son tremendamente reales y no se les alimenta impunemente".

    Todos estos locos a los que nos hemos referido ya no son sombras que conjura la meditación y el soliloquio del filósofo racionalista. Las obras de Hölderlin como las de Nerval, Sade o Nietzsche siguen hablando a pesar del silencio a que quiso someterlas la razón. Y, cuando al fin callan, su mutismo nos indica que su discurso deja Iugar a la verdad última. Hölderlin, Novalis, Roussel o Nietzsche sólo callan para siempre cuando se rompen las barreras entre la razón y la sinrazón e invitan a los espectadores a una experiencia en la que los contrarios han sido superados en una síntesis superior. Hoy, podemos decir que leemos las Meditaciones Metafísicas de Descartes "al revés".

    Las sombras y los meandros del engaño y el artificio están del otro lado, del lado del cogito. No es otro el significado que Nietzsche dio a aquellas palabras impresas en Aurora:

Si a pesar de ese formidable yugo de la moralidad de las costumbres, bajo el cual han vivido todas las sociedades humanas; si durante miles de años antes de nuestra era, y aun en el curso de ésta hasta nuestros días (nosotros mismos vivimos en un pequeño mundo de excepción y, en cierto modo, en la zona mala), las ideas nuevas y divergentes, las apreciaciones y los instintos contrarios han surgido siempre renacientes, no fue porque estuviesen bajo la égida de un salvoconducto terrible: casi en todas partes la locura es la que allana el camino de la idea nueva, la que rompe la barrera de una costumbre, de una superstición venerada. ¿Comprendéis por qué ha sido precisa la ayuda de la locura? ¿De algo que fuese tan terrorífico e incalculable, en la voz y en la actitud, como los caprichos demoníacos de la tempestad y el mar y, por consiguiente, de algo que fuese al mismo tiempo digno de temor y de respeto? ¿De algo que mostrase, como las convulsiones y los espumarajos del epiléptico, el signo visible de una manifestación absolutamente involuntaria; de algo que pareciera imprimir al alienado el sello de alguna divinidad de la que él fuese máscara y portavoz; de algo que inspirase aun al promotor de una idea nueva la veneración y el temor de sí mismo, y no ya los remordimientos, y que le impulsase a ser el profeta y el mártir de esta idea?     ¿Cuál fue esa nueva idea por la que ese loco llamado Nietzsche se convirtió en profeta y mártir, esa idea que lo llevó al silencio que lo acogió y que al mismo tiempo fue un insignificante accidente con relación al silencio que nosotros podríamos pensar fue deliberado? La palabra del loco, su discurso y su obra, constituye la preparación y hasta el supuesto de subversión de toda palabra y discurso, de toda obra y cultura. Y es que el silencio recluido, una vez provisto de lenguaje terminaría por señalar de un modo inequívoco ese "grado cero" en el que la razón raciocinante, el saber, el logos, la identidad, la coherencia, dejan ver la inanidad de su surgimiento, la nihilidad en la que se asienta su esplendor, porque Nietzsche quebrantó el orden, "subvirtió - como apuntó Foucault -, la relación de lo próximo y lo lejano".

    Ante la creencia de que nuestro presente se apoya sobre intenciones profundas y necesidades estables, Nietzsche revolvió en las decadencias, afrontó las viejas épocas con la sospecha de un ronroneo bárbaro e inconfesable; sumergiéndose para captar las perspectivas, desplegar las dispersiones y las diferencias para mostrarnos, al mismo tiempo, que la existencia se nos da sin referencias ni coordenadas originarias, en miríadas de sucesos perdidos. Ya Ezra Pound había señalado que "nuestra época exigía una imagen de su acelerada mueca"; quizás ésa fue la tarea que Nietzsche se impuso cuando se invistió de Zaratustra para hablarnos del Eterno Retorno de lo Mismo, porque ya la pura interpretación del mito suscita su aparición en el espacio del lenguaje y, al mostrarse, entrega su propio sentido como uno de los puntos claves en ese pantheon nietzscheano.

    El Eterno Retorno de lo Mismo, el mito pagano en el que se halla, como refiere Klossowski, "uno de los mil nombres que tiene la divinidad para las miradas de una humanidad desaparecida", junto con Zaratustra, son sólo dos nombres que, junto con el espacio del que surgieron, se han quedado sin lugar en el mundo pero, justamente, a partir de esos signos, puede aparecer una leyenda, "el pensamiento más grave", y a partir de esa historia, un mundo que se refleja en ella sobre el inmueble escenario de la realidad, sobre el silencio de una naturaleza que, ajena al tiempo, vive siempre en presente.

    Devorado por el tiempo, el espacio del mito se ha perdido. Las acciones míticas no son sucesivas, sino simultáneas, forman una sola imagen en la que está, en presente, la totalidad de lo real, la totalidad circunscrita por un ámbito sereno y maligno que sólo corresponde al mito del Eterno Retorno. Pero en este espacio absoluto, las diferentes acciones crean un sistema de relaciones. Al meditar sobre esas relaciones, Zaratustra preserva su unidad absoluta en el campo del mito y al mismo tiempo las separa de él, llevándolas al tiempo, al campo de la vida donde toda identidad ha de quedar quebrantada, perdida, suprimiendo la línea divisoria que imperceptiblemente separa el mundo razonado, el mundo del orden y la serenidad del mundo de lo subterráneo, pulsional e irritante.

    Hay que encontrar un centro de coherencia, un signo único que -como señaló Klossowski- "valga por todos los significados del mundo". Porque aunque buscar la coherencia en el interior del desorden vivido no sea más que oscilar, resbalar, tambalearse entre los signos y lo vivido, según una mayor o menor, una más o menos débil intensidad de la designación. Finalmente, para Nietzsche, no hay otro camino que el del Eterno Retorno de lo Mismo.

    El éxtasis de Sils Maria no fue sino la eclosión de un pensamiento que se desarrolló enmedio de una perversa lucha entre las fuerzas instintivas que guiaban a Nietzsche y el propósito de mantenerse dentro de los límites de la razón hasta que ese pensamiento, "el más grave de todos", se ve obligado a aceptar su supremacía sobre el propio ser que lo piensa y al obedecerlo este ser se anula, perdiéndose en la oscuridad y el mutismo de la locura, o arribando al ilimitado e intangible mundo de la luz de los gnósticos.

    La doctrina del Eterno Retorno implicaba, por sí misma, la anulación de todas las identidades e incluso para enunciarlas el pensamiento tiene que recurrir a la estratagema, a la fabulación, al enmascaramiento, para que sea Zaratustra, un falso profeta, quien anuncie la "buena nueva" en términos ya no de verdad sino de simulacros de verdad, en esa forma aforística que se corresponde con una visión plural del mundo y del hombre, concreción lingüística de un estado pulsional. Pluralidad de fuerzas y de sentidos que no configuran un orden pacífico, sino que reproducen, en cada nivel de la realidad, el mismo juego de tensiones, de dominio y sometimiento, de mutuo reconocimiento, de aproximación o compensación.

    Frente al individuo y al hipotético saber de sí que cree alcanzar como sujeto, basado en el supuesto de la unidad de su yo, el Eterno Retorno de lo Mismo lo destruye apoyándose en los mismos principios. No hay una verdad para sí del sujeto; en el mejor de los casos, la autoconciencia sólo es un ejercicio de veracidad tan obstinado como controvertido. Y una veracidad a ultranza logra hundir en el escarnio hasta el prestigio del "conócete a ti mismo". El yo es una pluralidad tan irreductible como el universo. "Ser sujeto -señaló Nietzsche en La voluntad de poder- es la ficción de creer que muchos estados similares son, en nosotros, el efecto de un mismo sustrato; pero somos nosotros quienes hemos creado 'la identidad' de estos estados...". Porque, en definitiva, el "yo" está compuesto por una pluralidad de flujos, a su vez comprensibles como diversas intensidades de "fulguraciones de voluntad de poder". Desde Nietzsche, podemos decir que la identidad se trama en su agonía. Nuestra época es la de las identidades vacantes porque la identidad no es más que una mascarada, cuya utilización paródica y bufa ha creado el disfraz y la coartada de la continuidad, de la coherencia y el progreso, ideas que tuvieron su asiento en la aparente firmeza del cogito, ergo sum.

    Para nadie es desconocido que la transmutación de todos los valores -operación nietzscheana de una tremenda desmesura- terminaría con una afirmación del caos original que condena al silencio al "incendiado de Turín", como lo llamó Klossowski. Hay pues un acto sacrificial, una inmolación a que obliga el pensamiento "más grave", en donde el sacrificio es convertido en triunfo al encontrar la culminación del pensamiento y la afirmación de la doctrina que pretendió Nietzsche comunicar en su propia entrega a las fuerzas que él mismo despertó y que lo condujeron al sacrificio de su propia identidad. Nietzsche desdibujó su propio rostro para que en su lugar se afirmara el signo único que destruye todas las identidades personales, y que con el nombre de Eterno Retorno de lo Mismo afirma la eternidad de la vida que siempre regresa y siempre se repite. Sils Maria fue el lugar en el cual Nietzsche percibió ese instante de suprema coincidencia en que se reiniciaba el círculo de la repetición y, al presentarse en su propio pensamiento, lo despojaba de él y entregaba ese pensamiento a la vida sin más forma que la de la fuerza de su propia voluntad.

    No se trataba entonces de colocar en el mundo una mentira que tuviera la categoría de verdad, sino de mostrar la existencia vital de una realidad que no puede comprobarse en términos racionales, pero cuya aceptación transforma la categoría misma de la realidad. Por ello Nietzsche niega su propia identidad y asume una de sus máscaras, la de un falso profeta que pondrá en el mundo una falsa verdad: Zaratustra y el Eterno Retorno. La doctrina es acéfala. Ningún dios preside el horizonte que se vuelve hacia sí mismo; ningún dios anuncia otra verdad que la verdad, sin verdad de la vida que se repite inalterablemente, siempre, en un perverso y maravilloso espectáculo de Eterno Retorno constituyéndose, a la vez, en una exigencia ética que cambia el sentido de la vida: "actúa como si fueras a volver a vivir todo lo que has vivido porque de todos modos así ocurrirá".

    Pero, precisamente, en el caso de que esto fuera así, la posibilidad de existencia de esta nueva doctrina, que no acepta otro dios que a la vida misma en su perversa eternidad a través de la repetición, no descansa en la memoria de lo vivido que garantiza un tiempo lineal, la continuidad, la coherencia, el progreso, sino en el olvido, a través del cual se crea ese Eterno Retorno al que Klossowski llamó el "círculo vicioso".

    Encerrado dentro de ese círculo en el que siempre vuelve a encontrarse a sí mismo, el pensamiento tiene que renunciar a las categorías que tradicionalmente lo definen como pensamiento. No es el pensamiento de alguien, porque no afirma ninguna identidad particular, porque no aspira a crear un sentido, un horizonte ni un sistema sino a expresar la ausencia de todo sentido y de todo horizonte, es decir, un puro sinsentido: no hay ya un orden simbólico, ni una esfera de signos; no puede haber ni simulacro, ni simulación porque todo ha caído bajo la sombra de un encadenamiento determinante que no pertenece al orden simbólico (es decir, al de un sujeto y un discurso, como señala Baudrillard), sino el puramente arbitrario de una regla del juego. Todo se encadena fuera del sujeto y por tanto del lado de su desaparición. La primera víctima sacrificada de ese pensamiento es aquel que lo enuncia y cuya identidad se pierde en el hecho mismo de enunciarlo. El maligno poder de la seducción encerrado en las apariencias se denuncia abiertamente en la incoherencia del mundo que Nietzsche nos descubrió.

    La realidad puede ser incongruente o terrible hasta el grado de que en el Eterno Retorno de lo Mismo se reproduzca un sueño sin sentido, la malvada creación de un demiurgo falsamente seducido por un engañoso poder. Por ello, poner el olvido de sí en lugar de la memoria de sí como base de una concepción o intuición de lo que es la realidad, es aceptar esa realidad acéfala y con ello la pérdida de sí mismo a través de la locura. Dionisos y el Crucificado son las figuras o máscaras, cuyos nombres Nietzsche adopta para dirigirse al mundo en el último periodo turinés; que precede a la definitiva disolución de su identidad en el silencio opresor de la oscuridad de la locura, porque en esa figura están los flujos y reflujos, las euforias y depresiones, las fuerzas subterráneas e instintivas a las que el pensamiento no puede dejar de obedecer para constituirse en tanto pensamiento y en las que Nietzsche reconcilia a todos los contrarios, hace resucitar a todos los dioses idos de la religión politeísta como al dios muerto de la religión monoteísta para afirmar la ausencia de centro, por lo cual pudo decir: "Soy todos los nombres de la historia y este reconocimiento partirá en dos la historia de la humanidad" y más tarde, en la última carta que este loco escribiera, sin fecha y sin destinatario, volvería a afirmar: "Lo que resulta desagradable y hiere a mi modestia es que, en el fondo, yo soy cada uno de los nombres de la historia."

    De ser así, la coherencia, el sentido, el proyecto y todas aquellas argucias que, por sí mismas, entrega la unidad física de cada ente, constituyéndolo como el ser en el que se da una determinada identidad, es siempre ilusoria; el sujeto, el yo o la autoconciencia constituye el fetiche perverso en el cual la modernidad ha basado sus ilusiones sistemáticas, todo ser se pierde en el olvido de la muerte si el reconocimiento de ese carácter ilusorio que es su propia identidad no lo precipita antes en la destrucción de sí mismo a través de la locura que no es otra cosa que la agonía de la identidad, la agonía de Narciso.

    Nietzsche ha destruido todo, incluso aquella coherencia que es capaz de entregar el código de signos que es el lenguaje, y que el "loco de Turín" muestra como enemigo de la vida al tiempo que lo sustituye por un signo único que él ha creado y lo enuncia como la posibilidad del Eterno Retorno y en el que, a partir de la muerte de Dios, nos muestra la ausencia del centro del mundo, anulando toda posibilidad de coherencia, y expresando a la voluntad de poder como el único elemento capaz de hacer que la vida se afirme a sí misma. Nietzsche ha destruido todo, incluso a sí mismo. Por ello, cuando nos acercamos a ese rastro vital que son sus obras, renunciando de antemano a someterlo al imperio de un sistema, de una coherencia, de una racionalidad extrema, de lo que quiso decir y de lo que no dijo, siempre nos queda la sensación de haber tocado lo inconmensurable, que todo lo que decimos no es más que un intento fallido de falsear algo incomprensible, de enmascarar lo dicho por una interpretación malévola que nos salve de lo agónico, ¿será porque no podemos soportar, como el corazón de Poe, el sonido acusador de los latidos del nuestro?

    Kant, el excepcional Kant, que sabía imponer al pensamiento los límites de lo pensable y a la experiencia los marcos de toda "experiencia posible" había dicho que "no se puede adquirir un conocimiento instintivo de otro mundo sin sacrificar una parte del entendimiento que nos es necesario para éste". Años después, Jaspers, en su libro Genio y locura, daba continuidad al gesto kantiano cuando señalaba que su intención era "determinar en qué punto la inteligencia tropieza con las barreras de lo incomprensible". Nueva astucia de la razón, un nuevo otorgamiento de la palabra al loco para que sea escuchada por el oído perverso y racional de la psiquiatría.

    Como quiera que sea, sabemos que cualquier respuesta que ensayemos no tendrá más fruto que el girar sobre sí misma y hablará más de un yo agónico, de la fragmentación de Narciso en una multiplicidad de espejos, que del propio Nietzsche o de su locura; hablará quizás de ese cobarde Narciso agónico que se resiste a perderse y aún mantiene su fraudulenta e ilusoria identidad, en el terror a hundir -como decía Nietzsche- los ojos en el abismo por riesgo a que él nos observe y nos contemple.


Alberto Isauro Constante. Es catedrático de la UNAM y del Tecnológico de Monterrey; Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México; Posdoctorado por la Universidad Autónoma de Bellaterra, Barcelona, España, con estudios de doctorado por London School of Economics.
    Ha publicado los siguientes libros: El retorno al fundamento del pensar, (Martin Heidegger) UNAM, 1987. El pensar de la errancia, Instituto Mexiquense de Cultura, Edo de México, 1992;  La obscenidad de lo transparente, CNA, 1994; La mirada de Orfeo, Aquesta Terra Comunicación, 1997 y Un funesto deseo de Luz, Ed. Nueva Imagen, 2000. En prensa tiene El menor infractor, Memoria de un olvido, 2001; y Martín Heidegger, en el camino del Pensar, Ed. Porrúa, 2001.



 
 
Argos 17/ Ensayo