La gloria eres tú
No quería casarme con Narciso y cuando la abuela lo supiera, ahí mismo, le iba a dar el soponcio. Ella entró en el cuarto, sin tocar la puerta, mientras yo estaba acostado con el olor a sexo entre mis dedos. Abuela siguió con la letanía de la boda, dando vueltas al borde de la cama, pero no estaba dispuesto a complacerla. Entonces la vería buscar un pedazo de algodón para ensoparlo en alcohol y llevárselo a la nariz. Se levantaría colérica y con el abanico ventilaría sus pulmones. Luego, con la rabia a la altura de los dientes, diría con dulzura mirándome a los ojos: "¿Por qué rompes mis sueños, José María? ¿Qué van a pensar tus padres, allá en el cielo, si te unes a una mujer?"
Las recriminaciones vendrían durante muchos días. Rebotarían en el cuarto, bajarían cada peldaño de las escaleras y finalmente se mecerían en los sillones de la sala. Se escucharía en la mañana, que no era una buena abuela, que no había sabido educarme como Dios mandaba, etc., etc., etc.; y más tarde, que un nieto nunca debía desobedecer a los mayores, que ella se había sacrificado mucho para que yo fuera un homosexual y ahora me aparecía con que estaba enamorado de Alicia.
Papá sabe muy bien cuánto hice por alejar las tentaciones hacia las mujeres. Seguía letra por letra cada observación: "Hijo, esmérate en el cuidado de las uñas: un homosexual se reconoce por sus dedos finos y alargados". Yo limaba día tras día los veinte dedos que Dios me había dado. Nadie podía encontrar la menor imperfección en las manos ni en los pies.
Le debo tanto al viejo: él se esforzaba por enseñarme a caminar; más bien a flotar sobre la acera pero algo convertía mis pasos en torpes y pesados. Sin embargo, siempre recibía palmadas de aliento: "No te preocupes, Joseíto, es un problema de tiempo. Observa las pisadas, una y otra vez, hasta que te sientas ligero". Ese era el problema, por más que Papá entregase su paciencia y cariño, los ojos se me iban para los senos de Alicia que saltaban con una alegría indescriptible.
La muerte de Papá fue terrible. Aún no habíamos dejado el cementerio cuando mi madre sentenció: "Se acabó la mano suave, o entra por el aro o le rompo el lomo". Pude ver, tras el velo negro que cubría el rostro de mamá, unos ojos hinchados, vacíos de lágrimas, derramándose sobre el pecho.
La frase de mamá zumbaba en mis oídos de manera absurda y su aleteo cesó el día en que comprendí las oscuras palabras. Fue una tarde de domingo. Iba al cementerio a visitar a mi padre. Bajaba las escaleras con el hechizo de una alineación perfecta entre los botones de la camisa cuando mi brazo fue, bruscamente, secuestrado. Apenas toqué el picaporte de la puerta. En un batir de pestañas, estuve amarrado a un sillón de la sala. Mamá iracunda gritaba: "estoy cansada de verte con las cejas sin sacar", y la queja terminó con la pinza en el aire. Le supliqué que yo estaba cultivando la fragilidad pero ella, pinza en mano, comenzó a arrancar uno por uno los vellos de mi cara. "Nada de eso -esputó -, el rostro es la imagen del cuerpo y un homosexual de bien no tiene esas cejas tan peludas".
La suerte fue que Mamá murió pronto. De no ser así, qué habría sido de mí. La vi dentro de la mortaja con la boca cocida y al darle el beso de despedida le susurré que me perdonara. La pobre quería ver a su hijo convertido en un homosexual de bien pero yo no tenía la culpa: los labios de Alicia se abrían y se cerraban, como los pétalos de una flor, aunque estuviesen escondidos en la distancia.
Antes de cerrar el féretro, maldije una y mil veces el día en que le conté a mamá el sueño con Alicia. La muchacha se acercaba con el cabello ondulado por el viento y la saya se levantaba como una ola en la playa. Nos cogíamos de la mano y ella voluptuosa colocaba mis dedos debajo de sus pantaletas. Un cosquilleo recorrió todo mi cuerpo hasta convertirse en una risa nerviosa. Las carcajadas fueron tantas que se salieron del sueño. Al abrir los ojos, Mamá estaba a mi lado, curiosa, ansiosa de encontrar una respuesta a tamaño escándalo en medio de la noche. Me abrazó, como pocas veces lo hacía, y conmovido le confié el sueño. Ella no pronunció palabra alguna. Se levantó como un zombi y apagó la luz de la habitación.
Al otro día nos levantamos temprano para visitar al médico. Mi madre quería algo que pudiera curar a su hijo. El médico no le dio muchas esperanzas: "Señora, son cosas del destino; si Dios quiere que sea como es, nada ni nadie puede impedirlo". No obstante inyecciones fueron e inyecciones vinieron durante varias semanas para aligerar mi andar, afinar la voz y moderar la pasión por las mujeres.
La tapa de madera cubrió, para siempre, el rostro de mamá. Ante mis ojos quedaba sólo un color pálido brillante y la certeza que detrás de esa cubierta pulimentada yacía la que deseó curar a su hijo con todas las fuerzas de su corazón.
Por eso mamá firmó aquel papel. El médico lo había sacado de un gacetero en el consultorio. Decía una serie de "por cuántos" y al final tenía una línea de autorización. En el acto, fui conducido a una habitación inmensamente blanca atado de pies y manos. El médico entró silbando una canción y colocó unos cables en mi cabeza que estaban conectados a un aparato. Aplicó la corriente después de mostrar el retrato de Alicia por encima de sus hombros. Él estaba seguro que la descarga eléctrica era el remedio santo para curar mis deseos por la joven.
Después que mamá se fue, yo pasé a mejor vida: quedé bajo la tutela de abuela. Al menos a ella pude convencer de mi rápida rehabilitación. Simulé gestos más frágiles y una caída de ojos insuperable. La abuela, al comprobar los avances, dio el consentimiento. No fui más al hospital pero los temores de avivar su inquietud permanecieron a mi lado. Para aplacarlos, entregué las mejores horas del día a refinar mis ademanes.
Si tomaba té, la mano al sostener la taza, levantaba ligeramente el meñique para indicar delicadeza; si conversaba con alguna persona, ovillaba y desovillaba mi cabello a modo de ingenuidad; o si caminaba por el parque trataba de hacerlo con salticos, estirando la punta de los pies, en busca de gracia. Los pasos eran tan delicados que gané en el barrio el halago de "fru-flu" y abuela orgullosa celebraba con los vecinos mi pronta recuperación.
Todo estaba bajo control pero un incidente inusitado sacudió los instintos guardados. Fue la tarde en que Alicia mostró, casi al descuido, sus pequeños senos. Estábamos abuela y yo en el parque mientras la muchacha patinaba a lo lejos. Yo simulaba que no la miraba para evitar que abuela se preocupase. Alicia pasó cerca de nosotros y el cabello flotaba como lo había visto en el sueño. De pronto, "cataplún", rodó por el suelo y uno de sus senos se escapó de la blusa. La abuela se santiguó y tapó mi rostro con las manos. No dije nada, por temor a las inyecciones, pero aquel seno empezó a seguirme a todas partes.
A la hora de ir a la cama, la teta crecía ante mis ojos como una montaña. La veía reflejada, al subir las escaleras, deslizándose por la pared. Me seguía, sin tropezar con los escalones, hasta el cuarto; cerraba la puerta y dejaba a un lado la serenidad de su silueta. Ansiosa quería entrar en mi boca y yo no sabía qué hacer. Gracias a Dios, llegó Alicia y la teta al escuchar la voz de su dueña, se hizo pequeña, gelatinosa, indefensa como una oruga a la luz del sol. Pude sostenerla en la palma de la mano y un deseo incontenible sacudió mi pecho. El deseo fue más allá del ombligo en el momento en que Alicia acercaba sus labios a los míos. Ya estaban a la distancia del aliento cuando abuela me despertó para ir a la escuela. Aproveché, que ella salió del cuarto, y cerré de nuevo los ojos. Deseaba con pasión encontrar la mirada de Alicia y aunque busqué tras la oscuridad de mis párpados, no volví a divisarla y lleno de fastidio abandoné la cama.
Algo malo estaba ocurriendo en mí pero era mejor disimular. Una tarde abuela por poco me sorprende ante el espejo contrayendo los músculos y hablando con voz gruesa a una Alicia imaginaria que miraba desde el cristal. "¿Qué estás haciendo José María?". Y con mis ojos caídos y la voz aflautada le dije: "Nada, estirándome las pestañas".
Abuela era, en ocasiones, sorprendente. Sabía hacer temblar al más pinto de la paloma con un gesto suave, casi imperceptible. Una vez insinuó: "¿Piensas ya en el amor?" Y ante mi evasiva, me presentó, al otro día, a Narciso. El joven era delgado, con una barba acicalada, que a momentos peinaba con esmero. Ni un pelo sobresalía del otro. "No dejes escapar la felicidad, José María; fíjate en sus grandes ojos".
No sabía cómo esquivar la persistencia de abuela. Ella sólo soñaba con la boda. A cada momento alababa las buenas costumbres de Narciso. Él pronunciaba todas las "r" y estaba a la caza de cualquier "s" perdida al final de cualquier palabra. "Eso es -decía abuela delante del joven -, finura y perfección".
Una noche el muchacho llegó con un ramillete de flores. Aproveché el acto de ternura y en medio de la entrega propuse que las citas amorosas podrían ser en casa del galán. La abuela tosió con recelos pero, al ver los ojos conmovidos de Narciso, aceptó. Ahora, eso sí, siempre y cuando él también nos visitase. De la alegría, abracé a mi prometido y ese gesto emocionó mucho a la anfitriona que ya me veía en el altar.
Alicia vivía puerta con puerta a la casa de Narciso. Sus padres estaban de viaje y ella se sentía feliz: nadie le estaría corrigiendo los modales y podía abandonarse a ademanes menos varoniles. Con el pretexto de traer panetela, entraba en la sala con un escote que le doblaba, a cualquiera, las piernas. Narciso trataba de alejarla pero al ver la insistencia de ella y mis pupilas salirse de las cuencas de los ojos, puso su mano en la cintura a manera de jarra y exclamó: "si la prefieres a ella, al menos aumenta mi alcancía".
Así fue, monedas tras monedas, que el joven se fue convirtiendo en mi cómplice. "Ten mucho cuidado, Josi, si tu abuela se entera nos mata"; pero ella estaba en las nubes. Yo paseaba con él por el parque, hablándole casi al oído, de Alicia. La amaba desde pequeño. Era mi sueño. No podía abandonar la idea de acariciar su piel, de escuchar su voz y sobre todo de tocar sus senos. Abuela desde lejos suspiraba al vernos como dos tórtolos cogidos de la mano.
Narciso, en breve, se convirtió en mi amigo. Él sufría conmigo pues sabía que, cuando los padres de Alicia regresaran, terminaría los encuentros con la muchacha. Entonces quiso prepararme para el desenlace y evitar la caída en el hueco.
Las lecciones de salvación comenzaron en el cuarto de estudio. Narciso tenía un librero larguísimo de extremo a extremo de la pared, ubicado al fondo de la habitación. Abrió el manual de Homosexología de la vida cotidiana que descansaba sobre el escritorio. Este volumen contenía, según él, las mil maneras de aquietar los instintos. "La mujer -leía en voz alta -, fue creada para la maternidad y al hombre para el amor". Ese era el punto de partida. Sin él, se escaparía la esencia del cariño del que tanto hablaba mi guía espiritual.
La segunda clase fue en el comedor con platos variados y una Biblia en la mesa. Una fuente gigante adornada con plátanos, piñas, manzanas, melones y uvas estaba guarnecida a su alrededor con otros platos rebosados en camarones y carnes de ave. Narciso cogió una manzana y con la otra mano apretó la Biblia contra el pecho. Aseguró que en sus páginas estaba la verdad y sólo la verdad. Leyó un pasaje que hablaba bien claro del pecado del hombre. Adán había sido expulsado del paraíso por acostarse con Eva. "El hombre debe amar al hombre mismo para regresar al paraíso". Esto lo afirmaba con unas "r" alargadas y sonoras que seguían la gestualidad de las manos. El aliento y el timbre de su voz eran molestos sobre todo cuando se acercaba a mi silla para mostrarme la palabra de Dios.
Varias fueron las sesiones para aliviar mi depresión. Los padres de Alicia regresaron y ella no pudo traernos más meriendas. Pocas veces la veía tras la ventana mientras Narciso comentaba sobre las aventuras de Farreluque al encontrarse con Miquito de nalgas sobre la cama. La novela tenía eso que él llamaba el encanto de la poesía pero mis pensamientos se alejaban del escarseo amoroso entre el fálico Farreluque y el dócil Miquito y se entregaban a las caricias de Alicia. "Josi, olvídate de ella. No dejes que la pena te venza".
Los esfuerzos fueron en vano. Por más que habló de los deseos incontrolables de Oscar Wilde, del amor sublime de Uchida, de las invenciones eróticas de Arenas, la voz de Alicia continuaba susurrándome en los oídos. Si antes, uno de sus senos se aparecía en sueños, ahora eran dos las tetas las que se veían a la hora de soñar. Se movían jubilosas detrás de mis párpados y mientras Narciso hablaba de los amores de Patroclo por Ulises, las dos tetas me cargaban y me llevaban a los brazos de Alicia, que se bañaba desnuda en la ribera del río.
Una tarde leyó con pasión la escena de una novela que recién había comprado. El preso, luego de resistirse a las peticiones amorosas del otro encarcelado, se rindió en sus brazos en un tierno beso. No le escuchaba. Mis oídos estaban tras la puerta. Veían el andar elegante de Alicia y sus pasos delicados. Escucharon el timbre y dejando al lector de novelas con la palabra en la boca, fueron abrir la puerta. Allí estaba abuela. Se emocionó mucho al vernos solos con nuestras lecturas. Nos abrazó e insistió una vez más en la fecha de la boda. Él vaciló y le respondió que aún era muy pronto. Faltaba conocernos un poco más y abuela partió, refunfuñando, rumbo a la casa.
Sentí que Narciso era un amigo de verdad y conmovido lo abracé en el medio de la sala. Este, frenético de alegría, me dio un beso en los labios. Un buche ácido me subió a la boca y mis manos estuvieron a punto de golpearlo.
Cerré con rabia la puerta y, de repente, como una aparición, Alicia estaba en el pasillo. Tendió la mano hacia mí y susurró que los padres se habían marchado de nuevo. Entramos en la casa y la joven, sin perder tiempo, se quitó la blusa. Nos tendimos sobre la cama y por primera vez, besé los senos que tantas veces me habían perseguido. Reí al comprobar que no eran gelatinosos sino duros y tiernos.
Regresé a casa con el olor de Alicia prendido en el cuerpo. Abuela esperaba impaciente con el rostro de pocos amigos. Subió conmigo las escaleras hasta el cuarto. Hablaba, blababa, bababa de los ademanes toscos, que recién yo había adquirido; pero el olor, entre los dedos, devolvía a Alicia desnuda, a horcajadas sobre mi sexo. Sus senos, como si estuviesen en el estrado de una orquesta, la dirigían y ella danzaba, galopaba, cantaba hasta escuchar el último acorde.
La abuela, al ver mi indiferencia, dictaminó una visita al médico. El corrientazo saltó en la cabeza y se me helaron los pies. Tuve unas ganas inmensas de ir al baño y de aliviar el revoltijo en el estómago pero aguanté, había llegado el momento de hablar con abuela: "Nunca me casaré con Narciso". La vieja se aferró a los trozos de algodón y mientras buscaba el alcohol, levantó el dedo de las sentencias: "Dios te va a castigar, José María. Estás traicionando la memoria de tus padres".
Me hubiese gustado decirle que papá y mamá descansarían tranquilos en el cielo pero estaba harto de fingir. Recé por ellos pues jamás volvería a estirarme las pestañas, ni a caminar en la punta de los pies. Nunca podría ser un homosexual hecho y derecho pues la voz del destino me susurraba una y otra vez: "tetas, tetas, tetas".
Jorge Luis Llópiz Cudel, narrador y ensayista, nació en Cuba en 1960 y se licenció en Filología en la Universidad de La Habana. Ha publicado el libro de ensayo La región olvidada de José Lezama Lima (La Habana-Buenos Aires: Abril, 1994) y sus cuentos han aparecido en la Revista Hispano Cubana de Madrid, en la compilación Dorado mundo y otros cuentos (Ciudad de México: Unión, 1994), así como en las ediciones electrónicas: Argos, Letralia y La Habana Elegante. Dio a conocer sus ensayos literarios y cinematográficos en diversas revistas cubanas. También ha impartido clases y talleres en la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños (Cuba) y en la Facultad de Periodismo de la Universidad de la Habana. Desde 1995 reside en Estados Unidos donde ha trabajado para diferentes canales de televisión en Miami, y actualmente es redactor de la librería electrónica Espiral.com.