Jaime del Palacio
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La mirada del otro



    "Apenas me voy y ya extraño el sabor de tu saliva, cuando mi lengua se desliza entre tus labios y se pelea con tu lengua. Me gusta tocarte el paladar con la punta. Me gusta mirar el brillo de tu saliva en la orilla de tu boca y apagarlo en la mía. Me gusta acariciarte el cuello y buscarte los pulmones debajo de los pechos. ¿No sientes cómo salta tu clítoris? Brinca como un corazón. Pulsa como una ranita cuando lo toco con suavidad. ¿No lo sientes? Lo tomo entre el índice y el pulgar y le doy vueltas como a la cabeza de un reloj delicado mientras tus pezones endurecen y se vuelven trozos de pizarra."

    Su sola voz me hace pensar en sus muslos delante de mí. El sexo duro y doblado hacia el lado izquierdo, puntiagudo, sin circuncidar, como el de esos hombres en las vasijas griegas que persiguen a muchachitos. Le recorro el capuchón con la mano y acerco mi nariz a la cabeza para percibir la fragancia agria, y comienzo a lamer, sorprendida de cuánto disfruto esas pequeñas convulsiones. Con la otra mano le acaricio los muslos duros y me hago la ilusión de tenerlo a todo él dentro de mí.

    Saboreo su sexo y en mi mente hay siempre la misma imagen de un río que corriera lento, moroso. Me detengo por instantes en la ribera. Rodeo la cabeza de su miembro con la lengua en movimientos circulares y de tanto en tanto chupo con fuerza, como si quisiera exprimirle toda la humedad del cuerpo. Su jadeo, las rodillas que tiemblan, sus manos sosteniéndome el rostro para que no lo abandone.

    —Por eso me casé con su madre, niños —dijo Gerardo—. Su mirada es un libro abierto. En cuanto me vio con esos ojos de basilisco, me mató. ¿Qué te preocupa ahora? ¿Qué resentimiento estás guardando?

    —Si vuelves a poner tus zapatos llenos de lodo sobre mi alfombra... —dije y me vi el índice apuntando a mi hijo menor con un gesto ridículo.

    —"Mi alfombra..." —imitó la vocecita que comenzaba a enronquecer—. Somos nosotros los que la limpiamos.

    Los ojos de mi hijo menor me miraron desde el nivel del plato que tenía enfrente mientras seguía comiendo casi sin levantar la cuchara; él es también un libro abierto, sólo que en una página en la que se lee una palabra: sorna.

    —No respondas así a tu madre —dijo Gerardo—. Ustedes son increíbles. Lo tienen todo. Para ustedes todo es fácil.

    —No irás a comenzar —dijo el otro, que comía de un plato de cereal—. Yo no tengo nada qué ver en el asunto. Me voy. ¿Puedo usar tu coche, mamá? Te lo regreso a las doce.

    —Eres un cínico —dije.

    —Gracias, mamá, yo también te quiero.

    Gerardo me miró con un enojo fingido.

    —Lo adoras —dijo—; no puedes negarlo. ¡Tienes una mirada tan chismosa! También tengo que irme.

    —Yo igual; ya voy a llegar tarde —dijo el menor y se levantó de improviso; la cuchara hizo un ruido de campana al caer al suelo y el plato se libró por un milagro de los dioses del hogar, que son mis amigos.

    Un minuto después me había quedado sola en la cocina.

    "Mi alfombra...". Escuché de nuevo la voz de mi hijo menor y sonreí. Más, mucho más que la escuela en la que trabajo, la cara airada de mi hijo mayor cuando se queja de la rigidez de su padre me da una suave sensación de existencia que agradezco al cielo. Las protestas del más chico, sus extrañas preguntas para las que suelo no tener respuesta, lo han justificado todo. Mis hijos son un lugar seguro. Todo lo demás, en cambio... No sé qué haría si perdiera esta vida. Me gusta lamer la cadena. Gerardo lo sabe. Siempre dice que lo sabe todo de mí.

    Disfruto de una mañana libre entre semana, aunque disfrutar tiene, al menos en mi caso, un significado particular. Nunca fui, como mi madre, el ama de casa explotada por el universo masculino de mi familia, ni siquiera durante los primeros años de mi matrimonio, tal vez por eso deseo con tanta frecuencia ser sólo un ama de casa. Ordeno las habitaciones; me ocupo de la ropa de los niños, de la de Gerardo. Con frecuencia, cuando es necesario y Gerardo no puede hacerlo, hago las compras en el supermercado. Entonces miro las vitrinas. Compro algo; me siento culpable. Cuando todos vuelven, por la tarde, exijo que participen en la limpieza. Lo hacen. De mala gana. De cualquier modo se quejan de los extravíos, de las ausencias. Alguien tiene que ser el responsable.

    Por mi causa las cosas ocurren o no.

    Es bueno tener ese poder sobre el mundo.

    Por lo demás, hago lo que quiero. Salgo todas las mañanas a enfrentarme con mis treinta monstruos menores de cinco años y regreso, exhausta, a las cinco de la tarde. De tarde en tarde voy a algún concierto, sin mi marido, que no resiste la música. Con frecuencia vamos al cine. Recibimos amigos... Eso es lo que quiero; eso es lo que debo querer. No elegí esta libertad. Pertenezco a una generación que no luchó por conquistarla y que si hubiera podido elegir tal vez no la habría querido.

    Me dispuse a limpiar mi alfombra; no sabía que esa tarde llegaría la carta.

    "Me gusta mojar mis dedos en tu sexo y hacerte probar tu propio sabor y probarlo yo. El centro del membrillo. ¿Has probado la goma del membrillo? Fría, delgada. Es como si tu sexo se derritiera en tu boca y en la mía como un algodón de azúcar. Y sé que te gusta porque chupas mis dedos como si quisieras devorarte. Y en ese momento me encanta compartir ese sabor y recorro con mi lengua tus labios y mis dedos y tu propia lengua."

    Me aparto por un momento y miro curiosa la rayita de la punta y, abajo, el frenillo que sostiene el prepucio, y bajo la piel con la mano desde la base. La cabeza se cubre y la rodea el misterio. Vuelvo a tomarla en mi boca y la descubro adentro para sentir el movimiento de la piel, la desnudez, la fuerza y el desamparo. Salta como un pez. Sé que debo ser muy cuidadosa. Me detengo; suspendo todo movimiento de mis labios y mi lengua y aguardo, como un gato, inmóvil. Entonces, poco a poco, todo parece distenderse. El tiempo se afloja. La membrana de sus testículos en mi mano comienza a recuperar su flexibilidad y la dureza del sexo parece perderse apenas, imperceptiblemente.

    Es el momento de arrojarme sobre él.

    Cuando nos casamos, yo siempre estaba triste. Apenas ahora, después de la carta, tengo la sospecha de una explicación. Quería a mi marido y además le tenía gratitud: al fin y al cabo me había arrancado de la casa de mi padre. No teníamos dinero, pero en todo caso era el suficiente para no pasar apreturas. Todos los fines de semana hacíamos la fiesta con amigos. Yo entonces no trabajaba. Gerardo acababa de salir de la universidad y yo había renunciado a mis estudios. La causa de mi tristeza no era por supuesto esa renuncia. Hay decisiones de las que me he arrepentido toda la vida, pero ese fue uno de mis grandes aciertos. ¿Qué hubiera hecho con una carrera comercial? ¿Qué habría hecho de mi incompetencia aun para las operaciones aritméticas más elementales? Más tarde logré seguir estudios de educadora y rara vez he tenido una satisfacción más intensa que en el momento en que uno de mis niños se prende de mis piernas y no me suelta cuando llegan a buscarlo.

    Pero siempre estaba triste. Tenía miedo de todo. Aún recuerdo con escalofríos esa época, más todavía que cuando estuve en la clínica, rodeada de locos, loca yo misma. Estábamos recién casados y yo no podía soportar quedarme en la estrechez del departamento oscuro. Sencillamente no podía. A veces convencía a Gerardo de acompañarlo a su trabajo. Yo me quedaba en el coche y él salía de tanto en tanto a tomar café conmigo. Lo hice durante varios meses. Llevaba novelas para leer y a menudo sólo fingía que las leía; inventaba incluso los argumentos para contárselos a mi esposo. Pero no leía; no podía concentrarme. A veces tenía ganas de salir del coche y pasear por las calles iluminadas, pero algo incomprensible me lo impedía. No era ni siquiera sufrimiento; era apatía. Pensaba: "Voy a salir". Pero para eso tenía que mover mi mano derecha hasta la manija. Luego, hacer un esfuerzo para abrir la puerta; mover la pierna derecha y poner el pie en el suelo, girar el cuerpo hacia allí e impulsarme hacia afuera. Entonces otro pensamiento interrumpía la cadena: "Pero la manija estará fría... Y el seguro está puesto; tendría que quitarlo con la mano izquierda, y para eso tengo que darme toda la vuelta...". La llegada de mi marido, el ruido de un vehículo, el grito de un niño me distraían y entonces olvidaba la intención de salir, que se mudaba por la de leer, que se transformaba en la de ir al cine al día siguiente.

    En una ocasión, recuerdo, sentí unos ojos que me miraban insistentes sobre mi oreja derecha. Me di la vuelta y vi al perro que estaba encerrado en un coche en la acera opuesta, a unos metros detrás de mí. Nuestras miradas se encontraron. Su cabeza era grande y gris. Sus ojos inteligentes, errabundos, veían alternativamente hacia adelante y hacia mí. Tenía el ceño un poco triste, resignado. Me puse a llorar.

    —Se te quitarán al fin esos caprichos de niña mimada —dijo Gerardo cuando quedé embarazada.

    En todo caso no fueron mimos lo que me sobró en la vida. Cinco hermanas en una familia de emigrantes de provincia, un padre jugador y autoritario, y una madre sometida hasta la abyección, dejaban poco tiempo para caricias.

    "Adoro acariciar tus nalgas. Son como una pieza de seda morena tibia que se repliega ahí, en el lugar exacto en el que se unen con tus muslos. Meto la mano en esa zona, entre tus piernas, en la raya de tus nalgas, y abro con las yemas los labios y recorro la superficie mojada y resbalosa y luego subo los dedos donde termina tu sexo. Ese punto me enloquece. Es el lugar donde todo se une; el nudo que lo amarra todo. Y tu culo, ¿sientes cómo pongo en sus pliegues el dedo medio para sentir su pulso? ¡Cómo se hunde mi falange en esa oscuridad absoluta! ¡No sabes cuánto quisiera tocarlo con la lengua! Pero no me dejas, ¿por qué no me dejas?"

    Cuando tengo la regla lo hago eyacular en mi boca. Al principio se sentía avergonzado como si nunca le hubiera ocurrido. Después, lo sospecho aún, él comenzó también a preferirlo. No habría imaginado que el sabor acre de su semen me enloqueciera a ese grado. Los espasmos contra mi paladar, la tentación de mordisquearlo como un murciélago y hacerlo sentir la presencia de la muerte por un instante mientras yo mantengo la total conciencia de mis actos, de cada uno de mis movimientos. En esos momentos todo parece ocurrir en cámara lenta: el hundimiento de su sexo en mi garganta, como si quisiera ahogarme, la aproximación inevitable de las sacudidas en medio de estertores ansiosos. Y luego la expulsión violenta del magma mientras con una mano busco que salga más y más, y con la otra oprimo sus testículos con delicadeza pero con la intención de que no quede nada dentro.

    La tristeza no se me quitó con el nacimiento de mi hijo mayor; al contrario, se hizo más densa. Comencé a sospechar que no había nada detrás del misterio de la vida. Un enigma hueco.

    La tarde anterior a mi salida de la maternidad, me quedé adormilada, en ese estado en el umbral del sueño en que no se sabe si la imaginación es sólo eso o francamente el sueño. Un estímulo que venía desde afuera me despertó, o eso creí, porque vi con una claridad que sólo pertenece a la vigilia una torre de iglesia desconocida. Las campanas sonaban con un ruido apagado, como el de las notas graves de un piano con sordina, sólo que los badajos eran calaveras. Los cráneos estallaban contra las paredes internas de metal y volaban en astillas, y yo tenía que cubrirme con un paraguas para que los fragmentos no me cayeran sobre la cabeza. Pero luego ya no eran solamente los cráneos: todas las campanas eran ahora cuerpos enteros, esqueletos que se balanceaban entre los arcos de la torre y chocaban unos con otros y producían un sonido de cajas de cartón cayendo.

    Pasé dos meses en una clínica. Me daban primero unas pastillas que me causaban un temblor incontrolable y la sensación de un andar lento. Era una idiota para los propios locos.

    —¿No puedes controlarlo? —me preguntaba Gerardo conteniendo la furia y la impotencia.

    Era como decir a un paralítico de ambos brazos que la condición de su cura es que se frote enérgicamente con las manos.

    Cuando las pesadillas al fin me abandonaron comencé a tomar otros medicamentos que me secaban la boca. Por la noche debía tomar somníferos para compensar el efecto de las pastillas que tomaba por la mañana; de otra manera me resultaba imposible conciliar el sueño. Muchas veces no me importaba: a las dos o tres de la mañana, completamente despierta, podía leer o pensar con orden, sin que mis pensamientos se confundieran o tomaran ese rumbo extraño que solían emprender antes.

    Cuando salí de la clínica era otra. En verdad. Una sensación de irrealidad me acompañaba: no era yo quien pasaba por los días y las horas. Era otra, y ni siquiera estaba dentro de mí. Era como si una Gena que habitara en otro rincón del mundo hubiera llegado de improviso y se hubiera confundido conmigo. Era una Gena ajena. La que Gerardo quería.

    Pero era una Gena contenta.

    Por las mañanas, cuando despertaba, después de unas cuantas horas de sueño, no tenía esos pensamientos sombríos que tan bien conocía y si me amenazaban podía interrumpirlos con facilidad. Pasaba el día entero en medio de una actividad febril. Alimentaba al niño, cuidaba de la casa, corría por el parque cercano; me ocupaba de las compras y comencé mis estudios de educadora. Era infatigable y feliz. Pero no sentía.

    Vemos en los demás lo que queremos ver; ponemos en ellos los actos que convienen a nuestro deseo. Somos de cierto modo el producto del sueño del otro, de su mirada. ¿De qué otra manera podría ser? Una vida en común no es sino una negociación entre fantasmas con un repertorio de imposturas que creemos actuar con inocencia. Gerardo quería leer en mis ojos el contento y lo leía; quería ver en mi mirada la suya de satisfacción, de plenitud, y se hacía la ilusión de tenerla. Pero era sólo una ilusión. Por instantes yo tenía la certeza de guardar en el fondo de mí un secreto terrible, un secreto que yo misma ignoraba.

    Fue entonces que conocí a Rubén y dejé de tomar todas las pastillas.

    Era un nuevo compañero de trabajo y Gerardo se sintió obligado a invitarlo a nuestra casa. Aún puedo recordar la mirada de mi esposo aquella noche sobre las piernas desnudas de su esposa, una rubia insustancial. Esa noche Rubén me llamó la atención sólo por su olor de ricino recién cortado. Su lenguaje era también peculiar: parecía incapaz de pronunciar ciertas combinaciones de consonantes y me provocó una risa incontrolable su forcejeo con una palabra cuando intentó describir a un personaje de la empresa.

    —Parece un ng..., un ngomo.

    —¿Un qué? —pregunté divertida.

    —Un gnomo —dijo la rubia con una articulación forzada—; no sé para que insiste en utilizar palabras que no puede decir.

    Yo reía.

    —Gnóstico, gnosticismo, gnoseología —dijo la rubia—; todo el tiempo quiere usar esas palabras y no puede pronunciarlas.

    La mujer parecía incapaz de comprender su significado, pero las pronunciaba con toda propiedad.

    —¿Y qué más no puede usted pronunciar? —dije sin dejar de reír.

    —Bueno —dijo él divertido—, cuando estoy muy nervioso no puedo decir ecs...imir.

    —¿Y cómo dice usted?

    —Esquimir —dijo la esposa.

    —También digo tasqui, esquequias, amensia, amióntico —dijo Rubén.

    —¿Pero para qué quieres decir todas esas palabras que nadie usa? —dijo Gerardo— taxi está bien, pero podrías decir libre. ¿Pero eximir, exequias o amniótico? Nadie usa esas palabras.

    —¿No dirá usted picsa o pecsi? —dije.

    No podía parar de reír. La rubia me miraba con ojos asesinos.

    Siempre he sospechado que él provocó el encuentro pero, al menos en esa ocasión, me convenció que la mera casualidad lo había llevado al centro comercial a una hora en que debiera haber estado en su oficina. Había pasado más de un mes y me costó reconocer su cara algo anodina a la luz del día; tenía el cabello más corto y lo vi más pesado. El olor, sin embargo, era inconfundible.

    —Se divirtió mucho a mis costillas —dijo.

    Me sentí enrojecer.

    —¿Quiere tomar algo? —contesté.

    Hablamos de libros. Leía vulgaridades: novelas de abogados que se convierten en películas, manuales de autoayuda. La conversación pasó pronto al tuteo y a una familiaridad que yo no solía experimentar sino después de mucho tiempo de trato con una persona. No me sorprendió su amabilidad; lo había notado ya tímido durante la cena.

    —No pareces tener muchas dificultades para hablar ahora —dije.

    —En realidad sólo me ocurre cuando estoy nervioso y de preferencia mi esposa debe estar presente para corregirme.

    Me llevó las bolsas del supermercado hasta mi coche y en el momento de cerrar la cajuela, me abrazó. Por un instante me desconcertó, pero pude verme abrazándolo a mi vez. Nos besamos y sentí su lengua amarga buscando la mía, saboreándome y saboreándose. Como en un sueño, pasamos a una habitación en la que de pronto los dos forcejeábamos para arrancarnos la ropa. Me quitó la blusa y el corpiño sin necesidad de darme la vuelta. Yo le desabroché el cinturón; me arrodillé y le busqué el sexo entre los calzoncillos. El olor a ricino me hizo erizar el vello en la nuca.

    Apenas hablábamos durante nuestros encuentros; pero esos silencios se llenaban de voces cuando me llamaba por teléfono a la hora en que volvía de la escuela. Emprendía monólogos que me embelesaban. No tartamudeaba nunca ni invertía las consonantes.

    —Entrar en ti —me decía—, sentir tu retracción como si en el instante tu vulva se hubiera cerrado por completo y hubiera que abrirse paso por la violencia. Pero luego..., luego hundo el cuchillo hasta la base y tu largo gemido me dice que he llegado. Pero en esos momento yo quiero buscarte las entrañas. Me hago de cuenta que mi verga es al mismo tiempo mi mano y te busco el útero y la matriz y los riñones, pero sólo encuentro el hueco que me incita a seguir buscando mientras oprimo tus nalgas entre mis dos manos y te atraigo hacia mí para fundirte conmigo y que desaparezcas en mi cuerpo y ya no sepamos quién es quién. ¡Ah! Esas veces en que mientras estoy dentro tú avanzas tu mano y me acaricias los testículos como si pulsaras un clavecín. ¿Dónde aprendiste a hacerlo?

    Siempre vinimos al mismo tiempo.

    Fue en el curso de un viaje.

    Habíamos previsto esas vacaciones. Iríamos al mar en junio. Los cuatro. Yo estaba tan absorta en la delicia de mi clandestinidad que apenas tuve conciencia de la de mi marido. Pero lo sabía, y no de esa oscura manera en que él presentía lo que había entre Rubén y yo, sino de un modo preciso, manifiesto. En las miradas que Gerardo arrojaba sobre el cuerpo soso de la rubia había una intención brutal, insatisfecha; en cambio, mi amante y yo podíamos contener nuestra satisfacción en nuestros cuerpos sin que se escapara por el mundo y se mostrara a la envidia ajena.

    En la playa apenas nos tocamos. Habíamos llegado a un punto en que la palabras se habían convertido en la pausa de nuestro deseo. Rubén llamaba a mi cuarto cuando era evidente que me encontraría a solas.

    —Te vi en el mar —me decía—. ¿Sabes que mi boca es la tela del calzón que usas para cubrir tus nalgas y tu sexo? ¿No sentías mi lengua buscándote los pliegues de la vagina? ¡Pon tus dedos en tu clítoris! ¿Cómo estás vestida? Sí; así, sobre el vestido, sobre el calzón. No lo levantes. Frota; frota con la palma. Que se moje la tela. Que tu líquido salga y te manche para que todos sepan que ardes. Sostén el teléfono en el hombro y con la otra mano acaríciate los pechos, apriétate las nalgas. Frota, empuja, frota...

    Una tarde, cuando las vacaciones terminaban y Rubén y yo no deseábamos más que el regreso porque nos esperaban los hoteles desnudos que nosotros llenaríamos con ansias y gemidos, Gerardo tuvo una inspiración infortunada. Los últimos rayos del sol, a nuestras espaldas, oscurecían nuestros cuerpos y casi nos habíamos convertido en siluetas.

    —¿Por qué no se desnudan y les hago una fotografía? —dijo.

    Las dos miramos a Rubén. La sonrisa se le congeló y yo creí percibir un escalofrío en el movimiento de sus hombros.

    —Apúrense, apenas quedan unos instantes de luz —ordenó mi esposo.

    La rubia pareció de pronto sin brazos porque sus manos se habían ocultado en la espalda. Reía de un modo malicioso y me miraba. Se había desabrochado el corpiño y ahora pasaba la mano sobre el hombro izquierdo para retirar el bretel. Su cuerpo era el de una diosa. Luego se quitó el calzón y comprobé que el vello púbico era oscuro, pelirrojo, perverso. Entonces, casi en la penumbra, me di cuenta de que la había juzgado mal.

    Con una vergüenza tal vez arrancada de mis cercanos orígenes campesinos, envuelta en un rubor que nadie ya veía, me acerqué a mi amante y le di la espalda para que fuera él quien me desabrochara.

    ¿Fue ese acto que parecía más, mucho más, que una mera provocación? ¿Fue la actitud de Rubén? Sentí sus dedos entre mis hombros forcejeando con el broche, pero luego dejé de sentirlos. El ruido de las olas, la arena, me impidieron saber que se alejaba de nosotros. No se había atrevido a desnudarme.

    —¿Hace mucho que te acuestas con él? —me pregunto mi esposo al día siguiente.

    Mi silencio me denunció.

    —Lo sabía; es que no puedes ocultar nada. Todo se ve en tus ojos. ¿Desde hace cuento tiempo?

    —Unas cuantas veces —me sorprendí mintiendo—... Hace unas semanas.

    Su mirada se nubló y casi pude ver como se le desgarraba el corazón. Algo oscuro, cruel, se alegró dentro de mí.

    —¿Cuántas?

    Ni siquiera se me ocurría responderle con el reproche de su relación con la rubia, de sus infidelidades anteriores, tal vez porque yo no sufría, tal vez porque yo podía admitir que en el mundo pudieran coexistir múltiples posibilidades de ser en el cuerpo de mi marido.

    A la vuelta, un afán vengativo, sordo, comenzó a guiar sus actos. Minuciosamente daba forma a un anhelo que aparecía de tanto en tanto: volver a la ciudad en que había nacido, cerca del mar.

    —Si no vienes conmigo no vuelves a ver a tu hijo —me dijo con brutalidad cuando me anunció nuestra partida.

    Caí de nueva cuenta en ese silencio espeso que tan bien conocía. Ni placer ni desagrado. Sólo vacío. Me despertaba por las noches a pesar de los somníferos y era incapaz de volver a conciliar el sueño. Por momentos, tenía la sensación de caminar entre la niebla, embrutecida; de estar en un purgatorio sin emociones. Luego todo cambiaba y sentía cómo la gangrena avanzaba en mi cabeza y un dolor muy intenso se apoderaba de mí. Casi siempre estaba agotada y con la certeza de que todas mis fuerzas mentales y corporales habían desaparecido para siempre.

    —No te vayas —decía Rubén en el teléfono—. Di-divórciate. Yo voy a de-dejar a mmmi mmujer. Abaldónalo.

    Sus dificultades me eran indiferentes.

    No vine con Gerardo por una amenaza que sabía que no podría cumplir. Fue su convicción; la certeza de que era él quien tenía razón y no mi propia sensualidad que ni siquiera comprendía. Compró esta casa y se propuso nuestra felicidad: debíamos dejar esos tiempos locos y dedicarnos al bienestar de la familia. Yo esperé aún dos años antes de volver a emplearme. Nuestro primer hijo tenía entonces cinco años.

    Poco a poco fui creyendo la historia del bienestar de la familia. Dejé paulatinamente los medicamentos hasta llegar a la consolación por la homeopatía y las esporádicas benzodiazepinas.

    Pronto me enamoré de la casa. Aun cuando está a unos kilómetros de la playa, en cierta noches, cuando todos duermen y yo aún no logro conciliar el sueño, me parece escuchar en medio del silencio el rumor del mar. A veces, las gaviotas llegan hasta aquí y el aire húmedo hace crecer los crotones en el jardín. Hace apenas un año, y sin embargo tenemos quince años de casados y siete viviendo en esta ciudad, logré convencer a Gerardo de que compráramos un aparato de música. Por las tardes, cuando regreso de la escuela y el menor juega aún con sus amigos en el jardín, puedo disfrutar de un par de horas en paz. Entonces escucho esas obras melancólicas de Brahms, de Schubert; siempre las mismas, los intermezzos, los tríos, las baladas, los impromptus.

    —Es feliz; no lo puede ocultar —dijo un día Gerardo; mi madre estaba de visita—. Mírele los ojos radiantes. Nunca soñó en ser tan feliz. Sus hijos, su casa...

    Ella, que no tenía el hábito de la dicha, lo miró sin comprender.

    —Se le ve la felicidad en los ojos.

    De algún modo era cierto. Me complacían mis hijos. Veía en los niños de la escuela el entretenimiento perfecto. Pero, sobre todo, amaba esas horas escasas de la tarde en que podía estar a solas en mi casa. Entonces, con una taza de té en las manos, escuchaba siempre la misma música: los tríos de Schubert, la sonata para cello y piano de Chopin, los intermezzi... Música triste, burguesa, que me hacía conocer trozos de una intimidad desgarrada, honda, elegante.

    Madame Bovary. Yo era una Emma rodeada de esos fantasmas vulgares que, sin embargo, no podían trastornarme. Sólo sentimientos sutiles, aéreos, un poco tristes. Una Emma desengañada pero sobreviviente, cuyo único amante se hubiera convertido en los desgarradores movimientos de las cuerdas del cello y en la insistencia oscura de los martinetes del piano. Afuera, en el jardín, caían las sombras. Entre las ramas del jazminero aparecían las estrellas y titilaban. El ruido del mar llegaba como un rumor traído por las vaharadas de aire tibio. Y había palabras dichas en voz baja que caían sobre el alma con una sonoridad cristalina y que reverberaban en múltiples vibraciones.

    Pero la llegada de la carta lo alteró todo.

    Mi marido controló siempre la llave del buzón. Antes de entrar a la casa, a su llegada, miraba en el interior de la cajita verde como esos niños que esperan el nacimiento de un hermano y buscan afanosos en todos los cajones. Extraía los sobres de publicidad, las cuentas, como si fueran pichones refugiados en el fondo del palomar. Cuando entró en la casa con aquel sobre en la mano me pareció comprender el significado de ese acto repetitivo, exclusivo, que hacía tiempo, años tal vez, se había separado de su propósito inicial.

    —Correspondencia para ti —dijo con una voz que se quería libre de sospechas.

    La dejó al lado del teléfono.

    —¿No vas a abrir esta carta? —el menor de mi hijos agitaba el sobre alargado como un abanico.

    —¿Quién es este Ru-rubén Quiénsabequé que te escribe, mamá? —preguntó el mayor.

    —Un viejo amigo de tu madre —respondió Gerardo.

    No había en su mirada ni resentimiento ni rabia; ni celos ni descuido fingido. Su voz sonaba hueca, como si fuera pronunciada en cuarto vacío, pero había en ella un retintín distante.

    —¡Dámela! ¡Déjame verla! ¿La abrimos, mamá? —decía alborozado el menor.

    Mis hijos descifraban la caligrafía como si aquellos rasgos descuidados fueran a hacer aparecer al remitente ante sus ojos.

    Los hombres creen que participamos en las mismas competencias mezquinas que ellos. Durante los días que siguieron no toqué el sobre; cada tarde de los siguientes tres días, a su llegada, mi marido verificaba que la carta no había sido abierta. Me imponía un desafío; sólo que a mí la información que aquellos pliegos transmitían me importaba mucho menos que la posición que cada uno de nosotros tomaba frente a ellos.

    Después de la separación forzada, soñé despierta, durante meses, en el sabor del esmegma alrededor de la cabeza de su miembro a pesar de la higiene. Rubén se mostraba siempre agradecido por mi delectación de su sexo. Estoy segura de que él creía que yo hacía un esfuerzo de superación del asco y la vergüenza. Ignoraba que en el acto de tener su miembro en mi boca, mi cuerpo y mi mente se comprometían y se olvidaban en la anulación del deseo. Sólo quería no ser interrumpida. Sin dolor, sin pena; fuera del mundo. En la boca de Dios.

    Cada día del primer año que nos separamos me husmeaba los hombros, la axilas antes de meterme en la ducha: todo lo que en mi piel pudiera alcanzar, en busca del olor de su cuerpo. En ocasiones los encontraba, precisos, claros: se filtraban entre otros recuerdos que se esforzaban por ocupar su lugar. Su sabor, la fragancia amarga, se conservaron en mi paladar, en mi memoria, hasta que se volvieron un recuerdo que sólo encontraba por accidente cuando revolvía la memoria infiel de los sentidos. A lo largo de todo un año me ahogué con su voz en el teléfono, con el pensamiento de su miembro en la garganta; me llené el vientre con él hasta el dolor. Hasta que se evaporó en la consolación de mis propias caricias.

    Así se había conformado mi vida.

    Aquella carta no me trajo el amor o el recuerdo de tiempos felices o el deseo de abandonar a mi marido o a mi familia. Sólo un sexo duro como un clavo torcido. A los niños una vaga inquietud; la sospecha de que el tiempo es siempre ominoso.

    Para Gerardo, en cambio, la carta de Rubén envolvía un nuevo sentido. Una parte de su vida resurgía incontrolable. Era esa parte que quiso aparecer en aquel instante, después de que nos fotografió desnudas en la playa; después de que me siguió hasta el cuarto de Rubén. El miedo la había sepultado entre los celos y el cuidado de mi cautiverio.

    Nuestra vida íntima fue siempre una suma de convenciones pacíficas. Por la época en que la carta llegó se limitaba al cumplimiento de un deber que se había vuelto un poco soso a fuerza de repetirse. Después de la comida, durante una siesta que sólo ese día podíamos permitirnos, iniciábamos las caricias obligadas para llegar a un orgasmo inocente. Cómo muchas otras mujeres, antes del amor entreveo violencias consagradas: forcejeos; hombres fuertes que me empujan a la cama o me desnudan a la fuerza. Más tarde me pierdo en el juego placentero, conocido, en el que el miembro chato de mi marido constituye un accidente necesario.

    —Voy a quemar estos papeles —me dijo con la carta en la mano.

    No respondí a la provocación.

    Una semana después me lo pidió.

    —Desnúdate; desnúdate frente a mí. Quiero verte; quiero mirar mientras te desnudas.

    Primero me reí; después vi en sus ojos esa gravedad patética que sólo la excitación posee.

    Sé que puedo ser una mujer seductora; sé que mi cara es hermosa y que mis dientes son feos. Sé que mis pechos son pequeños y mis nalgas son grandes; que mis piernas son delgadas y que soy algo pequeña. Mi piel es demasiado pálida y ya no es tersa. Me gustaría que mis pezones fueran menos oscuros y mis senos más espesos.

    Me quité la falda y el calzón primero. De frente, sobre unos zapatos de tacón, permanecí un momento mirándolo a los ojos con los míos que se empezaban a nublar. Su mirada evitaba mi sexo, como si le perturbara. Me di la vuelta y le mostré mi trasero. Di unos pasos de danza que había aprendido en la adolescencia, en los que estaban incluidas ciertas flexiones que abrían la gran fisura de mis nalgas, el orificio de mi ano, mi vagina. Luego me quedé quieta en esa posición, inclinada, y entonces yo misma me acaricié desde atrás. Recorría despacio con el índice la superficie de la nalga. Me acariciaba la vulva y abría los labios y me demoraba en el clítoris hasta que todo se mojó. Me chupé los dedos con un deleite moroso porque me gusta mi propio sabor. Luego me di la vuelta abruptamente y me desabroché los botones de la blusa.

    En la cama, él se acariciaba el miembro y yo fingía estar hipnotizada. La verdad es que entonces ya tenía la mirada borracha y los pezones duros como piedras, y sólo quería ser penetrada por su sexo chato.

    Una noche recibimos a dos compañeras de mi trabajo. Dos mujeres solas, un poco patéticas, en busca siempre de compañía. Tres botellas de vino nos regresaron a esos primeros tiempos de matrimonio de fiesta perpetua que a Gerardo le gusta tanto rememorar y que para mí son como una pesadilla de infancia que por fortuna recuerdo cada vez menos.

    Cuando tomábamos el café mi esposo preguntó:

    —¿No quieren ver unas diapositivas de viaje?

    No había sido en realidad un pregunta sino el anuncio de un acto que estaba a punto de realizarse porque Gerardo ya buscaba el proyector bajo la escalera. Las mujeres se miraban una a la otra con caras que apenas podían disimular la sorpresa y el fastidio. Yo ofrecí otra bebida.

    Al cabo de unos minutos pasaban frente a nosotros años de nuestras vidas de tal modo que yo comencé a experimentar una sensación de vértigo y desagrado que sólo la oscuridad ocultaba. Mis amigas, más jóvenes que nosotros, habían decidido divertirse y se reían con inocencia de los peinados estrafalarios de los años setenta, de las largas patillas de Gerardo, de los pantalones de campana. Mi marido anotaba aquí y allá las imágenes con anécdotas en las que yo siempre quedaba en ridículo. Estaba acostumbrada y nunca lo había considerado de mala fe: los hombres suelen construir su sentido del humor, y tantas otras cosas, sobre la denigración. Las dos mujeres, ahora entusiasmadas, pedían más.

    De pronto apareció la imagen de la rubia, sola, en una de esas fotografías que se consideran artísticas. De perfil contra el mar, estaba sentada sobre la balaustrada de la costera y sus cabellos salían de un pañuelo amarillo con grandes flores azules. Los muslos salían de la falda corta y mostraban esa parte suave y alta. En su cara había una expresión malévola. Por un instante dejé de ser yo misma y me situé detrás de la cámara. Ahí estaba mi marido mirando, arrobado, reproduciendo la relación que hay entre hipnotizado e hipnotizador. Toda su voluntad transpuesta en las manos de aquella mujer, dispuesto a obedecer su orden.

    —¿Quién es? —preguntó una de mis amigas.

    —Una amiguita de Gerardo —no pude contener el diminutivo.

    Acto seguido apareció la imagen de nuestros cuerpos desnudos. En el crepúsculo, casi en la oscuridad, los pechos grandes de la rubia, el pelo sobre los hombros; los muslos sólidos y el triángulo oscuro de su pubis, me devolvieron cada uno de los instantes de esa noche.

    —¡Qué bonita eres! —dijo una voz admirada.

    Mi cuerpo, ¡tanto más pequeño que el de la rubia!, resplandecía como un objeto de cobre con los últimos momentos de luz.

    —¡Era! —dije yo, involuntariamente.

    Pasó una eternidad. Mis amigas nos contemplaban.

    —Ella es una mujer como de la televisión —dijo una de ellas.

    —Es cierto, no tiene mucho chiste.

    —¡Envidia! ¡Envidia! —repitió mi marido.

    Todas habíamos adivinado la relación privilegiada que Gerardo guardaba con esa imagen.

    —¿Te hubiera gustado hacerlo con ella? —preguntó esa noche cuando estuvimos a solas.

    —¿Con quién?

    —Lo hiciste con su marido, ¿por qué no con los dos?

    —¿Te gustaría que ella estuviera aquí, con nosotros? —dije con rabia.

    Era como si al fin llegara ante una puerta que él siempre había querido cerrar y, con la cautela más grande, como si fuera a cometer un crimen, la abriera poco a poco, cuidando de que las bisagras no rechinaran, de que las personas en la habitación no despertaran. En cada ocasión la puerta se deslizaba un centímetro más. Adentro batallaban ejércitos implacables y la furia del combate producía un ruido de casas derrumbándose, de personas muriendo. Yo observaba su delirio desde la impotencia y desde un vago sentimiento de repugnancia insuperable, aun en la excitación.

    —Lámela, como una perra —me exigía—; como una loba, lámele todo el cuerpo. Muérdele las tetas, lámele el ombligo... Muérdele los muslos, las nalgas. Chupa, fuerte; chupa. Frótate contra ella. El dedo; métele el dedo... Hazla que se venga...

    Y en la pantalla de su mirada yo lamía los pezones y la vagina de aquella rubia a lengüetazos gruesos y me entretenía en su ingle, en esa suavidad en donde comienza el pubis, y mojaba con mi saliva toda la superficie del vello cobrizo.

    Pero una desesperación fría corrompía su placer. Una rabia congelada velaba sus ojos como si no fueran esas las imágenes que él buscaba. Yo mentía. Luchaba para ofrecerle alguna seguridad en su desamparo. Sentía cómo se precipitaba en una oscuridad que me asustaba. Entonces comencé a experimentar una inmensa piedad por él: era, como yo, una víctima pasiva. Impulsos incontrolables lo arrastraban hacia abajo, hacia un universo de tortura y fruición. Algo siniestro, ominoso, infinitamente deseado, lo perseguía sin cesar.

    Hasta el día en que acudió mi amante a aquellas noches fantasmales.

    Al principio Gerardo actuaba con timidez, con vergüenza, diría, como si sus celos fueran cediendo terreno al placer, como si celos y deleite fueran dos caras de la misma moneda y el pudiera lanzarla al aire cada día y disfrutar y sufrir al azar.

    —¿Te la metía como yo? —preguntó en el momento en que se introducía en mí.

    —No; no como tú.

    Podía sentir su agitación.

    —¿La tiene más grande que yo?

    Su aliento se desprendía de su cuerpo como el jadeo de un tuberculoso.

    —Tú me la metes mejor que nadie. No necesito a nadie más. Tú me llenas.

    —¿Por qué entonces lo necesitabas?

    —Porque no te tenía a ti como te tengo ahora.

    —¿Te mordía los pezones como yo? ¿Te apretaba las nalgas? ¿Te metía el dedo aquí?

    —No como tú...; no como tú...

    Una noche, por accidente, activé una bomba.

    —Él la tenía enorme, chueca. Te gustaría que te la metiera mientras tú me la metes a mí —le susurré en el oído.

    Se apartó.

    Al principio creí que la vergüenza de la compañía de un hombre en nuestro lecho le vedaba el acceso al placer, pero más tarde Rubén entró en nuestra intimidad, sólo que, como a un compañero a quien se le tuviera excesiva familiaridad, mi esposo me confiaba al invitado. Me dejaba a solas con él y éste me acariciaba, se introducía en mí, me hablaba con palabras tiernas o me llamaba "perra" o "puta" o "madre". Y era Gerardo quien desde la oscuridad dirigía la obra como si sólo él conociera el libreto y en cada función debiera señalárnoslo. Cada vez participaba menos; cada vez su voz convocaba mis fantasmas desde más lejos y yo abandonaba mi voluntad en sus manos. Un día tuve un orgasmo sin que mediara su penetración ni, apenas, sus caricias. Luego tuve que masturbarme. Más tarde me resultaba imposible venir y nuestras sesiones se prolongaban inútiles y extenuantes.

    Una tarde comprendí.

    Volví de la escuela como siempre y como siempre mi hijo menor jugaba en el jardín. Sola, me recliné en el sillón de cuero frío y me dispuse a escuchar música y a continuar mi lectura. Un impulso me llevó a la mesa que tanto Gerardo como yo empleábamos para desahogar la administración de la casa. Abrí el cajón y ahí estaba la carta. La toqué por vez primera desde que Gerardo la introdujo en la casa. A pesar de que su nombre figuraba en el lugar del remitente, no era la letra de Rubén. No era su caligrafía la que había dibujado mi nombre en el frente. Mi marido ni siquiera se había esforzado por imitar los rasgos más característicos, la "G" de mi nombre, la "B" del apellido de soltera.

    Para mí, mi amante era una hoja marchita entre las páginas de un libro, un recuerdo encontrado por casualidad en el laberinto de la memoria; para Gerardo era una imagen inmarcesible, el hierro que le había dejado en la cara la marca de la esclavitud. Y comprendí. Comprendí que mi esposo había creado la carta porque siempre la había esperado, porque no toleraba ya más el mundo sin recibirla, sin reinventar la existencia de mi amante.

    Comprendí que descubrir la infidelidad de la pareja es ingresar en un infierno alucinatorio. Francesca y Paolo sucumben a su destino de amantes infieles. Como Gianccioto, el marido asesino de Francesca, Gerardo nos veía unidos de la misma forma, para siempre; siempre pegados como los perros, aun sufrientes. Mis ojos nada podían ocultar porque lo único que escondían era la promesa de su propio placer y su propio sufrimiento. La mirada asesina de mi esposo no podía ver sino a los amantes besándose, temblorosos, por toda la eternidad.

    Entonces recordé la noche en que quiso tomarnos esa fotografía en la playa.

    Después de la risa, de mostrarnos ante su cámara en posturas lascivas, las dos juntas, desnudas, la piel blanquísima de la rubia que reflejaba el brillo de la luna como sobre un vidrio transparente, la mía, que se confundía con el mar, los dejé. Sabía —creía— que se entregarían a su deleite como yo misma iba tras el mío.

    Rubén fue el único de nosotros que sospechó siempre el peligro. La clandestinidad era para él la condición primaria de nuestra preservación. Participar en la complicidad abierta con mi marido le era insoportable.

    Aquella noche tuve que desnudarlo a pesar suyo. Se quejaba de mi marido, de su mujer, de mí.

    Cuando le di la vuelta para despojarlo de la camisa se quedó boca abajo, inmóvil. Comencé a acariciar su espalda ancha: la palma de mi mano descendía sobre sus músculos con suavidad, como si acariciara el vientre de mis hijos. La cintura estrecha, casi como la mía, me sorprendió siempre. Firme y tersa a la vez. ¡Éramos tan jóvenes! Su cuerpo era como el de esos apóstoles del Greco. Sus nalgas duras, se ponían en alerta cuando sospechaban que mis dedos querían introducirse entre ellas. Él podía hacérmelo. Yo no. Pero aquella noche hundí mi mano y encontré las dos piedras blandas dentro de la bolsa del escroto. Jugué con ellas un instante mientras sentía cómo se retraían y la tensión arriba se hacía más y más rigurosa.

    Se dio la vuelta y sin preludio alguno me penetró con violencia. La larga preparación de la playa, su mal humor, mi convicción, la violencia del instante, me hicieron derramarme en un orgasmo brutal como un solo golpe que me dejara inconsciente. Sólo que él no se había venido. Dentro de mí estaba todavía intacta la erección amenazadora, vil. La tenía allí y se revolvía como si estuviera asfixiándose.

    Apenas recuerdo lo que ocurrió después ni cuánto tiempo duró, sólo sé que me encontré de pronto en el centro de un torbellino en pleno estado de conciencia. Su cuerpo daba vueltas alrededor del mío: me violentaba las entrañas por adelante; por detrás, me golpeaba el cuello del útero y parecía salirme de adentro un redoblar húmedo y sordo. Pero en mi lentitud yo le llevaba siempre la ventaja de un paso de tal modo que cuando creía alcanzarme yo estaba a un instante más allá y él me perseguía cada vez más desesperado.

    Me acomodó con rabia, porque yo ya no podía interpretar su deseo y el mío había escapado hacia ninguna parte, sobre mis rodillas y me penetró con un impulso que me hizo doler el fondo de la vagina. Me tomaba de los pechos y me empujaba hacia sí y mis nalgas producían un ruido seco y firme al chocar contra su pubis.

    Fue en ese instante cuando lo vi.

    Su cara rayada por las tabletas de la persiana me asustó porque se me apareció desconocida. Parecía hecha de lingotes de cuarzo, de imágenes fragmentarias, de trozos de viejas fotografías que hubieran sido desgarradas con odio. Sus labios apretados eran una raya más de la cortina. Tuve una sensación de parálisis, pero ninguno de los dos lo supo porque Rubén continuaba en la búsqueda vana de su propia satisfacción y la expresión en la cara de mi marido no se modificó. Tuve una sensación de espejo y entonces vi mi cuerpo en aquella ridícula posición, un poco cansado, un poco indiferente, agitándose en movimientos regulares y regulados hacía atrás y hacia adelante.

    Nuestros ojos se encontraron. Pude identificar con precisión el tanto de dolor, la proporción de placer, como si uno fuera vinagre, y vino el otro. Era una mirada de ángel. Una fascinación ineluctable le hacía correr lágrimas sobre las mejillas. Pero no había tristeza; había curiosidad, placer, dolor, perplejidad, pero no tristeza. Y entonces me transmitió su deseo y fue como si en mi cabeza hubiera escuchado la orden. Una excitación desconocida me erizó la piel y todo mi cuerpo se agitó como el de una yegua en celo que ha sentido la fragancia del padrillo. Detuve a Rubén y salí de él. Lo obligué a que se tendiera boca arriba y luego, así, con la crin encrespada le cubrí el pubis con mi pelo y chupé su verga empapada y el sabor era ese mismo de leche de ortiga mezclado con el mío. Olía a goma arábiga y a resina de cerezo; olía a paregórico; olía a palabras y a música, a soledad y a copal. Me monté en él y su sexo ya no tuvo más límite que mis orillas. Me ahogaba en la garganta mientras los pechos me retumbaban en las sienes. Empecé a convulsionar en una serie de orgasmos que nunca más he conocido y de mi boca salían ronquidos ajenos, como de ramas desgajándose, como de cataratas cayendo. Rubén arrojó dentro de mí un chorro de esperma que me golpeó la matriz y sus relinchos y sus cabresteos casi me tiran de la cama.

    Entonces miré de frente a Gerardo y vi en sus ojos el ansia asesina y el desamparo del excluido. Su mirada parecía estar buscando otra imagen, anterior, olvidada.

    Salí de Rubén, despacio, sintiendo en plenitud el deslizamiento de su miembro contra las arrugas de mi vagina. El vacío que me dejó al salir me produjo un escalofrío que me encogió el cuerpo. Me levanté. Un hilillo de líquido se enfrió sobre mi muslo derecho. Con extrema lentitud, en posesión de mi desnudez, me dirigí hacia el lugar en que mi esposo espiaba detrás de la ventana. Con tranquilidad —podía verme en los labios una sonrisa indefinida en la que había mezclada venganza, comprensión, certeza—, cerré las tabletas de la persiana.

    Ahora también voy a cerrarlas.

    También para ustedes.
 


Argos 16/ Narrativa