Toña la Negra
Antonio Bou
Dibujo en carbón, tinta y lápiz. 12" x 14"
Hubo su tiempo en que Imanol no hablaba, aunque supiese. No que no lo dejaran, ni que esperara ver mear a la gallina, ni que lo convenciesen los monitos sabios. Digo mal, no se explica de otra forma, pero no se debía el fenómeno al oriental ejemplo de los tres monitos sabios todos sino de uno.
Pasaba Imanol felices días en semisolitaria paz por la espaciosa casa de su abuela en la 22, más que otra cosa refinando los sentidos. Se hizo agudo del oído y el tacto, perspicaz de olfato y gusto, siempre tocando con los ojos, guardándose las manitas en los bolsillos o entrelazadas a la espalda. Dimas, el padre, se las pasaba largas en la oficina y Celma, la madre, muy a la moderna, entregada a todo aquel sano y honesto quehacer de las mujeres cuando el marido se envicia con el trabajo. Doña Bárbara, la abuela, lo criaba al nieto, cuando se lo dejaban, algo a la antigua pero muy liberal y mucho al día. La Ponce de León y sus risueñas transversales lo terminarían de educar en bruto. Por otra parte, en fino, la 22 pulía y certificaba diplomando de aquellas facultades callejeras que complementarían a las mil las quintilianas misiones.
Para esos días a Mando le dio por pintarle las uñas de los pies al Buen Pastor. Al primo Mando doña Bárbara le tenía pena y lo dejaba hacer y deshacer. La anciana se callaba ante las barrabasadas de este otro nieto, y tenía sus razones la mujer y nadie la hubiese, de saberlas, culpado. Magdalena, la madre de Mando, a la que una vez Dios bendijo con cuatro hijos varones, juntó el hambre a la necesidad al enviudar poco después de haber recibido a tres de los del alma que llegaron embalados de Corea. ¡Qué angustioso destino! Aquellas cajas de plomo llegaban como ángeles malditos a llenar las calles de gritos y aullidos, porque aúllan las madres como perras cuando les traen los cadáveres de sus hijos. Claro, que en Santurce y en toda la isla, al no conocerse enemigos, se confortaban las gentes con la convicción sencilla de que así pasa en la guerra, como si no hubiera remedio para la triste situación y no hubiese quién detener pudiera a los recalcitrantes jinetes apocalípticos. Pues, la guerra de Corea, a pesar de la espantosa carnicería, tuvo sus tétricas ventajas para aquel Armando, hijo menor de Magdalena, entre ellas, la mirada tolerante de doña Bárbara. ¡Y quién la iba a culpar!.
No volvió a sonreír, rígida y forzada a mantener las formas, indignada por dentro y pidiéndole con devotas oraciones sinceras excusas al Buen Pastor, hasta que Toña la Negra, ni negra ni la que cantaba, sino una pobre sobrina desheredada, triste muchacha que se criaba medio a lo hija y medio a lo sobrina pobre, hija de Quiel, difunto hermanastro de doña Bárbara, trajo la acetona. La acetona cumplió con más que lo que de ella se esperaba, llevándose con la capa de pintaúñas el gracioso dorado de las divinas sandalias del Maestro. Algo al menos no tan ofensivo ya tanto para el Señor o para el que ante su sagrada imagen se postrara a pedirle algún favor o a hacerle una promesa. Menor ofensa que aquellas escandalosas uñas pintorreteadas con Cútex.
Imanol, ante el incidente al que se le dio en la casa extremada importancia, se había preocupado más por la suerte de Toña que por otra cosa. El infantil raciocinio le había hecho al principio creer culpable de la blasfemia a la muchacha, porque muchas veces antes la había visto jugando con colorete, pintalabios, polvos y pintaúñas. Lo aterrorizaban inimaginados castigos inhumanos no sólo de parte de la abuela sino de los santos cielos que se le caerían encima a Toña por aquella falta grave. No sólo eso, sino que aún confundido, luego le había parecido que Toña se había echado ella misma la culpa para salvar a Mando, a quien sin duda por alguna razón que tenía que ver con la guerra de Corea había que salvar a como diera lugar de cualquier inconveniencia.
Toña había llegado a Santurce con ilusiones aunque sin plata, una de las peores maneras de llegar. Pero la juventud tiene fama de atrevida, y las tentaciones de la ciudad nueva le habían dominado el corazón quitándole miedos y cuidados que había dejado allá en el campo con las malangas y el funche que estaba segura que no tendría que volver a probar en mucho tiempo. Quería cantar, cantar donde la oyeran y pagaran por oírla, por eso no más llegar le cayó el apodo. Hizo lo que pudo, pero ni a la tía Bárbara ni a las primas de la losa les parecía digno de mujeres serias eso de andar por templetes y entarimados dejándose oír, y todavía peor, dejándose ver. Aún así, Toña, sin apoyo de nadie, llegó a Tribuna del Arte y se ganó sus pesetitas voladoras. La 22 completa estaba atenta a la radio esa noche y se escuchó aquel bolero tango, plagio del Choclo, en todas partes desde el Condado al Fanguito. Pero no había sitio en la farándula para la muchachita feúcha y desencajada, con algo de voz, no hay dudas, pero tampoco tanta como para competir con las grandes, del modo que hubiese querido, sin tener que dar lo que no quería dar de burda forma y hubiera tenido que dar para llegar a donde llegan las cantantes con poca voz, pocos cuartos y sin padrino, gorjendo El Choclo. En esos años del mamey, Imanol no comprendía estas cosas ni lo necesitaba. Le cogió tal cariño a Toña, que ni a Celma, porque los espectáculos, aun humildes, encantan.
Aquel caserón de doña Bárbara guardaba por escondrijos y rincones otros encantos indefinidos para un niño como Imanol callado e impresionable. No sabía Imanol que galerías, pasillos y escaleras tuvieran límites en aquella casa, aún cuando día a día los recorriera. La voz de titi Conce leyendo El Imparcial vespertino para que todos oyesen los sucesos, sentada la buena mujer en un tieso sillón de caoba y pajilla colocado a propósito en la galería interior, le servía de pórtico al aventuresco mundo de la tarde. Los ojos del muchacho se extendían por la luz abriéndose en ángulos desconocidos para el resto de la familia que se iba quedando quieta, boquiabierta, cada cual en su silla y sabe Dios adónde, mientras tía Concepción pronunciaba las incógnitas sílabas de tinta y piedra que levantaba de las páginas. Y aquel leer como largos pasillos se abría a inefables perspectivas de ensueño, por donde perderse un niño buscándole sentido a sus escasos años. La lectura se subdividía como los subterráneos pasajes de los hormigueros, arquitecturas fascinantes de misteriosas bifurcaciones, túneles del horror subhabitados por secretos espantos. Se adentraba en bosques y desiertos con sólo decidirse en alguna encrucijada por la que como el trolley se dejaba arrastrar por fuerzas no explicadas todavía. Y así, perdido por aquellos laberintos, le entraba sueño y, si era verano, lo ponían a dormirse en uno de los balcones del segundo piso que daban a la avenida porque allí la brisa no dejaba estar a los mosquitos.
Ya más tarde, sin que Imanol lo supiera a conciencia cierta, salía Toña al balcón con Pilar, la hija de Conce, a ver pasar a los marinos que muchos y rubios se echaban a robar corazones por la Ponce de León enfundados en los ajustados blancos uniformes. No todos, se habían convencido las muchachas, saldrían de la misma malcalañada cepa, y alguno habría decente con claras intenciones. Más se conformaban en pensar lo mismo viéndolos tan blancos y de ojos tan azules en aquel Santurce en que algunos gallegos habían hecho fortuna sin mestizarse.
Veían salir a Saro y a Tite, las sirvientas, ambas de noche con culos de apretada tafeta, las pasas recogidas en aceitosos moños olorosos a Tres Flores, chorreando por las orejas piedras del Rhin, y enmascaradas con el rojo picado de mofletudos labios. Taconeaban hasta tres casas más abajo las hechiceras para buscar a Filo que iba siempre mejor trajeada y le daba prestigio al trío, porque blanca y rubia di Lari con ojazos verdeazules y ciertos sofisticados rasgos. Esta muchacha de los Pascual, que vivían en la otra esquina, había caído en desgracia a los doce años por allá por Buenos Aires de Lares, y desde entonces servía en buena casa donde aprendió a cocinar que se decían primores. Por las noches salía con las amigas a hacer los turnos para engordar los flacos ingresos. Tenía Filo otra industria con la que se ayudaba también por sumamente fértil. Cada tanto tiempo salía en cinta y no que vendiera el bebé sino que aceptaba a cambio algunos pesos por darlo en adopción, con lo que iba poblando al Santurce estéril de algunas casas bien con la alegría de pequeños canitos de desconocidos padres. A su manera, Filo se daba a la ingeniería genética matando dos pájaros del mismo tiro, consiguiendo padrotes y sementales entre los arios clientes marineros del norte. Mejorando la raza, así decían algunos vecinos por lo bajo para que no oyeran los que adquirían los lozanos retoños. Bajaba Filo y las tres domésticas cruzaban la barrera mágica de la avenida hacia El Chévere, donde se aseguraban de algunos viejolos del patio la primera copa.
Al verlas desaparecer del panorama, Toña y Pilar, y más Pilar que Toña, se envalentonaban ante el ya más ralito desfile de palomos. Si había contacto de ojos con alguno que parecíale lindo a alguna de ellas, se intercambiaban las pertinentes señas y bajaban las dos al zaguán acompañadas. Después de un rato de dejarse velar la pava, y mejor si eran dos los paseantes, abrían el portón y salían a la acera muy risueñas. Retozaban un rato por señales, riéndose de parte y parte las gracias de aquel inglés que poco se entendía. Mas si había entendimientos, volvíanse al zaguán con los rubios merchantes y había de dulces besos y de quién sabe que otras caricias y apretones. Si el hombre se agitaba demasiado y exigía otros atrevidos servicios, subían corriendo la escalera las muchachas y le cerraban la puerta en las narices. Mas no pasaba mucho, aunque hubo veces en que quedó un marino enardecido gritándoles improperios sajones desde el descansillo. ¿Quién iba a oír en aquella casa inmensa con tías que caían como leños y una abuela algo sorda? Mando, a veces, excitado por las conquistas de las primas, se levantaba a espiar por algún agujero hasta que se rendía el aspirante y a lo más meaba el zaguán antes de irse restrellando el portón con la habitual blasfemia.
El fin de semana en la casona no ofrecía grandes novedades que no estuviesen disponibles el resto de la semana. Se podía bajar hasta el sótano donde doña Bárbara había alojado a doña Luisa, su compueblana, con diez hijos, o subir hasta el último cuarto desde donde se vigilaba como de garita del diablo al vecindario. Imanol se aventuraba por aquel estructural jardín borgesiano o por aquella colorida tabla de los siete pecados, espacios que aún tan grandes nada más representaban unitarias células de la ciudad nueva. Abajo no le gustaba, salía siempre la Tin de doña Luisa, obesa mongoloide, a acariciarlo con las manos húmedas, o salía Víctor, otro de los hijos tarados, al que por el vecindario llamaban Bocaíto, y le hacía preguntas tan absurdas por hacerse simpático que Imanol se espantaba. Arriba, siempre se hallaba qué mirar por los abiertos ventanales de la del diablo. Nicolás, un peoncito raquítico que se escondía de sus amos para tirar el trompo a hurtadillas, o Sergi, el hijo maricón de doña Sayo, echado en la cama boca abajo, como Dios lo echó al mundo, con interrogantes nalgas vueltas a las nubes. O se podía escuchar a Tinito, veterano incapacitado de casa de los Pascual, gritando que lo cambiaran porque se había cagado encima. O al hijo de los de la funeraria de más abajo, al que castigaban encerrando en su cuarto, que gritaba también quizás espantado por los clientes de su padre. Diversiones, como usted verá, poco atractivas si no estuviese Imanol en esos tiempos en las de estudiar el mundo y aprehenderlo.
Este sábado, temprano llegó Magdalena en carro público. Se tomaba el desayuno, pero verla entrar a esa hora como aparición no sorprendió a nadie, porque así siempre llegaba desde la viudez y los colectivos funerales. Mando la sintió sobre él a la madre como aplastante cilindro. Se le viró la taza de café. Los brazos huesudos de Magdalena exprimían al muchacho ahogándolo. Intervinieron las tías para separarlos, no lo matara. Magdalena lo soltó y los miró a todos con ojos perdidos, quizás extrañamente fijos en imaginarias trincheras, u ofuscados por ilusorias bengalas, o cegados por el ruido fantasioso de alguna granada que explota demasiado próxima. Con ojos sumersos en los abismos de una guerra que nadie comprende, nadie, nadie, y se traga a los hijos y a los padres, se retira del comedor la viuda como tenor que sale altivo del escenario donde dio el do de pecho. Va a la sala y no sabemos qué vio en el alto espejo de la consola. No sabemos qué resplandores raros o qué sombras. Grita, grita, aúlla, se rasga la piel de la cara con las uñas. Las mujeres, que parecen comprender qué le ocurre, van a agarrarla porque no se haga daño. La arrastran, sigue gritando, aleteando como pájara loca, pataleando como bestia atrapada. La llevan al primer cuarto y la tienden en la cama de doña Bárbara. Viene Saro con ojeras de sueños atrasados. Trae sal y aceite de oliva que le unta por todas las partes santiguándola, hasta que Magdalena poco a poco se calma y se queda dormida.
Hasta la hora de la merienda esa tarde no despierta la pobre Magdalena. Sale a la galería donde Imanol con diligencia admirable está mojando en un tazón de leche un pan de Mallorca. Se le sienta al lado la Magdalena, lo mira sonriente con sus ojos de ausencia. Imanol siente una gota fría bajarle por la espalda. Magdalena lo acaricia amorosa y le pregunta si le comieron la lengua los ratones. Imanol aunque quiere no puede contestar, no habla, lo sabemos, por tantas razones, y tampoco puede ahora terminar la merienda. Quisiera correr, huir, salir de la difícil situación, irse tan lejos, tan lejos de aquella caricia, de aquella mirada enferma que le asustaba como si lo abandonasen en medio de lo que en su sueño de niño creía un frente de guerra. Corea. Corea salía de aquellos ojos moribundos. Campos sin aire. Cuerpos pedazos como los que recogía la tía Conce en sus lecturas. No podía imaginarse de otro modo Imanol el campo de batalla después de la batalla. Bien relleno de muertos y de muerte. Ante la oscuridad de los ojos muertos de Magdalena tan sólo quería huir, quería escapar, quería alejarse. ¡Y quién iba a culparlo!
El domingo, como aún Dimas y Celma no venían a buscarlo, doña Bárbara y la tía Berta, la soltera, lo llevaron a misa y luego a la vermú del Paramount. El noticiero con sus locuciones efectistas y sus vistas grises de Corea, aunque nunca lo supo, lo había puesto en condiciones óptimas de atención para ver las cómicas. Vio Imanol con gran interés los muñequitos del gato y el ratón, experiencia casi traumática para un niño que por primera vez va al cine. Creyó que al terminar la aventura animada se había acabado la función y que ya estaba listo para regresar a casa - ¿cuánto habría estado allí? - cuando comenzó a oscurecerse aún más la sala y empezaron a correr los negros títulos del estreno del día sobre la pantalla. Ya la magia del séptimo, por lo menos hoy, no va a afectarlo hasta su punto máximo. Le da sueño. Tiene frío. Tía Berta lo arropa con un abriguito tejido que ha traído a propósito. Tiene el muchachito horribles ganas de hacer pipi. Tía Berta le abre la braguetita y lo pone a orinar en el piso, Imanol se extraña de aquella novedad pero no se resiste, y vaya alivio. Está a punto de quedarse dormido, se duerme acunado por María Félix. Se duerme profundamente, arrullado por la meliflua voz de Arturo de Córdova.
Al salir del Paramount le compró Berta a Imanol una piragua de frambuesa, no con la total aprobación de doña Bárbara. Al subirse al trolley, se le cayó el cono frío a Imanolito en la cuneta. Frustrante, sí, pero divertido, ver la piragua como un charco de sangre en la calzada. Estos niños, pensó la abuela, mientras Berta, que iba jovial tras de lleno en la catarsis, sonreía al tropiezo. Llegaron a almorzar. La mesa estaba puesta afuera en la galería, y el arroz con pollo humeante y oloroso les puso a todos en la casa el corazón contento. Bajó Tite un caldero a lo de doña Luisa. Y Saro por los postres sirvió el ponqué mojado en bienmesabe. Muy dulce, demasiado dulce el postre casero para el gusto sencillo del Imanol de entonces, pero Toña y Pilar se chuparon los dedos y Mando, relamiéndose, pidió doble ración. Magdalena lo miraba al hijo comer el empalagoso postre, sin poder de dolorida madre contener amargas lágrimas. Les cayó la siesta y cada cual se retiró a lo suyo. El sueño amodorrante de la tarde, cada uno a solas consigo mismo. Sólo insomne quizás queda tía Berta, recordando al galán de la cinta de la mañana, soñándolo llegar a buscarla como a princesa, tocar a los desvencijados portales de su soltería.
Imanol se aventuró por los pasillos y las galerías interminables buscando a Toña. No le hizo caso Pilar cuando lo vio entrar a su cuarto donde estaba con Mando en la cama. Se había quitado Pilar el traje y se abandonaba ante el primo envuelta sólo en ajuares íntimos. Mando reía. Pilar estaba concentrada pintándole las uñas de los pies. No tuvo tiempo Imanol de estudiar este incidente ni de suponer consecuencias ni analizar sus peregrinas impresiones. Recordó al Buen Pastor, por supuesto, y lo alborotado que resultó aquel asunto en la casa. Pero interrumpieron sus menudas reflexiones golpes pesados e insistentes en la puerta de entrada.
Dos hombres de la calle y un policía trajeron en silla de mano a Toña la Negra. Un carro, por evitar chocar con el trolley, se había trepado a la acera y había arrollado a Toña que había salido a paseo sin permiso. Las tías y la abuela, histéricas. Los primos, las sirvientas y hasta dos o tres hijos de doña Luisa que subieron, unos para ayudar si necesario, otros quizás tan sólo para novelerear, fueron al primer cuarto donde la habían tendido a la sufriente fría y pálida en la cama. Berta la vio a Toña que sangraba por entre las piernas, y dio la voz de que aquello le parecía un mal parto. No les cupo duda a las mujeres, al oírla, de que algo así ocurría, aunque nadie hubiera tenido sospecha alguna de que la Toña estuviera en estado.
Llamaron la ambulancia. Y se prepararon para llevarse a la muchacha al sanatorio porque por la hemorragia el caso ameritaba atención médica. Al llegar la ambulancia, Berta y Conce se fueron con la paciente. Doña Bárbara llamó al resto a oración y comenzó el rosario ante el Buen Pastor cuando aún se escuchaba la sirena alejándose y Saro y Tite limpiaban las aguas y sanguinolencias derramadas en los pisos.
Toña la Negra, el primer amor de Imanol, murió esa noche. Víctima también quizás de la guerra de Corea. Cuando Dimas y Celma pasaron a recoger al hijo, hallaron al caserón de luto. Imanol se abrazó sollozando a las faldas de Celma y habló, habló y habló, charlatán y picoreto, hecho una lavandera sin tabaco, todo el camino de vuelta a la casa de sus padres. Como si hubiese visto mear a la gallina.
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Argos 16/ Narrativa