La pensionista
Siempre sentí repulsión por las arañas, pero aquélla que descubrí en un ángulo del techo de mi oficina me pareció tan inofensiva y solitaria que de entrada se ganó mi simpatía. Era una segador, de ésas que tienen el cuerpo como una bolita y sus patas finas y larguísimas.
—Hola, Aurora— la saludé inventándole un nombre.
A las de esa especie nunca les tuve aprehensión. De chicos nos divertíamos arrancándoles las patas hasta que quedaba la bolita sola. Luego la arrojábamos a un hormiguero para que una furiosa marea colorada hirviera sobre la inmóvil invasora.
Mi oficina era de apenas tres por tres y tenía una única ventanita que daba a un sombrío pozo de aire luz, por lo cual la mantenía con los postigos permanentemente cerrados. Aurora se había instalado a oscuras, como una pensionista noctívaga. Había hecho una pequeña telaraña en un rincón del techo y esperaba inmóvil —e inútilmente, pensé yo, ya que allí no entran moscas ni otros insectos voladores— que cayera alguna presa.
—Elegiste un mal lugar, Aurora— le dije, tal como siempre le hablo a todos los animales— me parece que aquí te vas a morir de hambre.
Me puse a trabajar. A las dos horas apagué las luces y me fui. Al día siguiente, al entrar la vuelvo a ver: estaba en el mismo lugar.
—Buenos días, Aurora, ¿todavía estás ahí?
Aurora no se movió ni dio señal de prestarme atención. Me reí de mí mismo. Está bien hablarle a los perros y a los gatos, incluso a los pájaros. Pero a las arañas...
Ese día trabajé hasta tarde. Preparé unos apuntes para mis clases de literatura y corregí unas pruebas escritas de mis alumnos. Era viernes, así que no volvería a la oficina por lo menos hasta el martes. Al terminar me despedí de Aurora y le dije: "Supongo que el martes no estarás en el mismo rincón, te vas a aburrir si seguís ahí durante tantos días sin atrapar un miserable mosquito".
El martes ya me había olvidado por completo de mi pensionista. Entré en la oficina y me senté frente a la computadora sin mirar hacia el techo. Había comenzado a trabajar cuando percibí, no diré que un sonido, pero sí una extraña vibración casi inaudible, agudísima, que provenía del cielorraso. Alcé la vista y allí estaba Aurora, en el mismo sitio pero en una posición distinta. No creí en ese momento que el extraño sonido lo hubiese producido ella, pero me pareció que estaba mirándome, como si quisiera saludarme. "¡Aurora, me había olvidado de vos! ¿Todavía estás ahí? ¿Pudiste cazar algo? No lo creo". Ella seguía atenta a mis palabras y cuando me puse a escribir percibí que sus ojitos me observaban fijamente. Ese día tuve ganas de conversar con Aurora y mientras escribía le fui contando la trama del cuento de Cortázar que analizaba. Cuando no me gustaba una frase, se la leía, y Aurora, atenta, parecía coincidir conmigo en que la idea se podía expresar de una manera más ajustada y concisa.
Al cabo de un par de horas de trabajo y amable conversación, recordé que la pobre Aurora estaba sin probar bocado desde hacía seis días. Se debilitaría y no tardaría en morir por inanición. ¿Qué hacer? Se me ocurrió una idea y se la comuniqué en el acto:
—Mirá, Aurora, ahí no vas a cazar ni medio. ¿Por qué no vas a esa biblioteca?— le señalé una estantería repleta de libros de la antigua colección Austral, y le expliqué, —Entre las páginas de los libros viejos pululan millones de pequeños ácaros que devoran el papel, pulgas y otros insectos muy pequeños que podrías comer hasta hartarte. ¿Qué te parece la idea? Bueno, pensalo. Hasta mañana.
Al día siguiente mi pensionista ya no estaba en su rincón. No la volví a ver ni pensé en ella hasta que un día, buscando un libro de Valle Inclán para extraer un ejemplo de humor ácido, me la encuentro a Aurora muy patuda y contenta caminando sobre los libros del quinto estante. Se detuvo y me miró con aire de agradecida. Mi consejo le había resultado útil: se la veía más robusta, con sus patitas más sólidas y firmes, y hasta el color amarronado de su cuerpo bolita lucía más brillante y terso. Se notaba que estaba comiendo bien.
Ese día, Aurora permaneció inmóvil viéndome trabajar desde el cómodo y elevado lomo del Tríptico de Ortega y Gasset. Le hablé, como otras veces, y ella me escuchó con evidente interés. Me sentía cómodo intercambiando ideas con aquella criatura. Yo, que tenía tantas dificultades para dialogar con otras personas, podía hacerlo con un simple artrópodo de esa manera tan natural y placentera.
Me acostumbré tanto a su compañía que apenas yo llegaba por las tardes, y aún sin saber por dónde andaba ella, la saludaba y enseguida me ponía a conversar. A veces pasaban días sin que se me apareciera. Yo aprovechaba esas ausencias para concentrarme en el trabajo, porque tanta charla me distraía más de lo aconsejable. Últimamente nos apartábamos de la literatura y hablábamos de temas personales. Entonces yo me olvidaba de preparar mis clases.
Pero ella siempre estaba entre los libros, y cada tanto me la encontraba en El jugador de Dostoievski, en algún Pio Baroja o recorriendo los bordes de la solapa de La máquina de asesinar de Gastón Leroux. Durante cierto tiempo me alegraron sus espaciadas apariciones. No bien me veía se acomodaba sobre algún lomo y ya no se movía en clara e inequívoca señal de atención para que yo le hablara.
Todo empezó a cambiar cuando noté que ella aumentaba de tamaño semana a semana. Al principio me dije que ese fenómeno era lógico porque se estaba alimentando con toda la variada fauna libresca que albergaban los ochocientos volúmenes de la vetusta colección. Hasta que comencé a inquietarme seriamente. ¡Había triplicado su volumen en poco más de un mes! Lo que más me impresionaba era que producía con mayor frecuencia ese sonido similar a un zumbido que le había oído un par de veces antes. Yo atribuía ese singular ruido a alguna cañería de agua o a descargas de corriente estática. Pero un día estaba yo trepado en una silla buscando La Política de Aristóteles cuando Aurora, sorpresivamente, me lanza su chillido a pocos centímetros de mi oído. Del susto casi me caigo. Ahí estaba la desgraciada, más grande y fuerte que nunca, incitándome a charlar, porque eso era lo que quería.
—Aurora, —la reprendí— eso no se hace, no está bien asustarme. Además... has crecido tanto, que, no sé..., no quiero ofenderte pero...
Se quedó mirándome con tristeza. Se notaba que no había querido asustarme. Más bien fue como un cariñoso saludo, una exclamación de alegría, como si me dijera: ¡Hola, amigo, qué gusto de verte, hablemos, hablemos! Pobre Aurora, como yo había aludido a su tamaño quiso ahorrarme una visión desagradable y se deslizó hacia la parte trasera de la hilera de libros. Desde allí asomó tan sólo una parte de su cabeza con sus pinzas y apenas la punta de sus dos patas delanteras, como para que pudiéramos hablar sin que yo la viera en toda su repulsiva corpulencia.
Esa tarde me dispuse a contarle a Aurora todas las amarguras que tenía en mi corazón. Le hablé de mis fracasos, de mis inseguridades y de mis miedos profundos. Hasta tuve el valor de confiarle el más oscuro y recóndito de mis secretos. Me sentí tan aliviado que pude regresar a casa sin mi habitual dolor de cabeza. Me tomé un par de whiskys y me atreví a telefonear a una vieja amiga, ex alumna, con la idea de invitarla a salir. Por supuesto, me dijo que estaba loco, que cómo la llamaba después de todo lo que había ocurrido entre nosotros. Lo intenté con otra, pero me colgó tan pronto oyó mi nombre.
En los días siguientes Aurora ya no volvió a mostrarse ante mí. Me hacía notar su presencia, eso sí, emitiendo su habitual gañido ya muy audible y de registro cada vez más grave. También podía descubrir dónde se ocultaba porque movía intencionalmente los libros de la estantería. Yo ya casi no trabajaba. Iba a la oficina solamente para hablar con Aurora y contarle mi vida. Hablaba horas y horas, y ella, paciente e incansable, me escuchaba todo el tiempo, aunque últimamente solía interrumpirme —actitud que había comenzado a molestarme— con sus chocantes y ya frecuentes chillidos.
Una tarde, al llegar yo como de costumbre, tuve un sobresalto. Aurora, desde su escondite, emitió su rutinario saludo, pero esta vez el sonido se pareció al de una potente y ronca chicharra. Pensé que quien lanzara semejante berrido debía de tener pulmones muy desarrollados y por consiguiente un tamaño descomunal. Ese día pude oír hasta su respiración isócrona y lenta detrás de los libros. Comencé a sentir temor y una vaga angustia.
Pero me quedé y le hablé como lo venía haciendo cotidianamente. Le conté lo que hasta ese momento le había ocultado: las crueldades que había cometido de niño con las arañas como ella. Cuando le dije que las arrojaba sin patas a las hormigas coloradas, se produjo un súbito silencio. Cesó su respiración y dejaron de moverse los libros. Le pedí perdón y le aseguré que esos actos me habían provocado pesadillas horribles, que muchas noches soñaba con arañas gigantes que me inmovilizaban con sus telas y me arrojaban a un estanque infectado de pirañas. Me despertaba aterrorizado, aullando de dolor y con la certeza de estar bañado en sangre hasta que descubría que se trataba de sudor. Traté de explicarle que esas maldades infantiles no eran tan importantes, y que ahora, de grande, amaba a los animales, pero que había causado mucho sufrimiento a otras personas, que había sido destructivo con seres humanos que confiaron en mí y a quienes defraudé y hasta traicioné miserablemente.
Ella siguió inmóvil y en silencio. Yo, temeroso, me fui esa noche sin despedirme. Durante los días siguientes anduve borracho y enfermo. Por una semana no me atreví a volver a la oficina. Cuando finalmente me decidí a hacerlo, en el momento en que introducía la llave en la cerradura oí a través de la puerta un crujido tan sonoro y profundo que me hizo sudar adrenalina. Parecía el gruñido de advertencia de un animal salvaje. Llegué a la conclusión de que Aurora había crecido desmesuradamente y que ya no podría alimentarse de insectos, tal vez necesitaría devorarse a... ¡una persona!
No entré. Fui hasta un locutorio telefónico, busqué en la guía una empresa exterminadora de plagas y solicité un urgente servicio. Vinieron dos hombres con un poderoso equipo fumigador. Me preguntaron que tipo de plaga había que combatir. Les dije: "Ahí dentro hay una araña gigantesca, probablemente muy peligrosa".
Tomaron sus precauciones. Entreabrieron la puerta unos pocos centímetros, introdujeron una gruesa manguera y cubrieron con abundante estopa lo que quedaba libre entre la hoja y el marco. Acto seguido pusieron a funcionar un motor y un potente gas aniquilador penetró en la oficina. Cerraron la puerta y dejaron transcurrir una media hora. Al cabo de ese tiempo se pusieron unas máscaras y entraron. Abrieron la puerta y la ventanita para que la oficina se ventilara. Luego, a mi pedido, comenzaron a sacar los muebles, carpetas y libros al pasillo a fin de localizar el cuerpo de la araña. Yo me quedé afuera hasta que la oficina quedó desmantelada. Finalmente los dos hombres salieron y me informaron que no habían encontrado nada anormal, tan sólo una pequeña arañita muerta de esas que tienen patas largas y finas.
Hice entrar
todo nuevamente y cerré la puerta con llave. Nunca volví
a esa oficina. Tampoco he podido permanecer en mi casa ni en mi ciudad
ni en lugar fijo alguno. El extraño suceso cambió mi vida.
Ahora hablo con las personas normalmente, y hasta tolero que ellas también
quieran hacerlo, y me interrumpan para contradecirme y a veces hasta para
contarme sus propios problemas. Eso sí, cuando alguna crece descontroladamente
y se pone peligrosa, me ocupo rápidamente de eliminarla.
Este cuento obtuvo el primer Premio Concurso Nacional "Propuesta 98" del Centro Médico de Mar del Plata.
Obra Literaria y periodística de Enrique Arenz
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