Retorno
El contacto con aquella melodía fue único, breve y redentor.
Recuerdo haber llamado a un niño por su nombre. Era menudo, de cabello negro particularmente brillante, y cantaba en el coro de una iglesia. La melodía provenía de él. Me acerqué y lo llamé Marcelo.
Marcelo era mi hermano.
Sigo el hilo de la madeja. La endeble e infante imagen de mi hermano se transforma y encarna hasta recuperar una espigada y concreta figura. Él me guía en la recomposición de mis partes. Soy una especie de minotauro abúlico, hastiado de este lugar, y mi hermano un salvador con el amor quebrado.
A mi retorno, Marcelo deja de ser niño. Ya no canta. Es él quien me saca del sanatorio. Al verme, se aproxima y me da un abrazo. No menciona palabra, pero en su rostro puedo advertir un reconocimiento. Abandonamos el lugar y cambiamos de reino.
Su departamento no se parecía en nada a nuestra antigua casa. Era pequeño y con paredes intensamente blancas. No hallé retratos que identificar ni objetos que pudieran contener cierta familiaridad. En las paredes predominaba un decorado exótico y varios lienzos dispuestos a contrastar con el blanco, sobre todo en la sala. Me atrajo en especial una de las pinturas. En un fondo verde agua, gruesas líneas negras delimitaban un estrecho cuarto de baño. En éste se ubicaba de perfil una mujer desnuda. Ella estaba sentada. Usaba el cabello corto, color rojo, que apenas rozaba su nuca, retando su propia inmovilidad. La mujer no tenía un rostro definido. Sus hombros caían hacia adelante y los brazos se ocultaban entre unas piernas firmes. Las manos sostenían una palangana color mate con bordes azules. Su cintura y caderas anchas remataban en exageradas y macizas nalgas que descansaban sobre un inodoro también muy azul. La mujer se lavaba los genitales.
Marcelo se interpuso entre la pintura y yo. Muy exaltado, entre jubiloso y abochornado, dijo que lo había pintado en su taller hace unos años, que tenía otros abandonados, pero que los retomaría pronto. Supe que lo de retomar la pintura lo había dicho sin pensarlo demasiado, como una excusa; pero, al oír sus propias palabras, éstas cobraron certeza. Las repitió. Quise decirle que me agradaba enormemente su cuadro; incluso, creo, deseé posar mi mano en su hombro y bromear diciéndole que mujeres así no había visto antes, pero que palanganas de ese tipo sobraban en nuestra antigua casa. Buscaba las palabras adecuadas cuando una muchacha entró al departamento y nos encontró parados en medio de la sala, sorprendidos y silenciosos como un par de tontos. Al finalizar aquel día confirmé que Marcelo aún mantenía el entusiasmo por la pintura como cuando niños, y que la muchacha que entró a casa era para amar.
Sandra era pareja de Marcelo y vivían hacía tres años en este departamento, en un edificio en Santa Cruz, muy cerca del mar. Ella había sido vecina de Marcelo. Toda su vida la había pasado en Santa Cruz. Mi hermano, en cambio, llegó aquí movido por sus deseos de ser pintor, por sus nuevos amigos, una bicoca por el alquiler y por la ausencia de nuestra familia. "Ya no se puede vivir en Barrios Altos. Está repleto de gente y se cae a pedazos", aseguraba entre chupadas de cigarros. Por eso, cuando iniciaron su relación y ella insistió en continuar aquí, en el mismo departamento de mi hermano, él accedió sin discutir.
Un día Marcelo me preguntó:
-¿Recuerdas que en Barrios Altos vivíamos rodeados de iglesias?
Dicha pregunta, por su obvia respuesta, me pareció inconclusa; seguramente él me interrogaba por algo más. "¿Qué me quieres decir?", pensé. "Esto no es Barrios Altos. No hay iglesias cerca, sólo una capilla espantosa a tres calles. ¿Por qué lo preguntas? Cómo me gustaría hacerte yo las preguntas". Pero me quedé callado; sólo asentí y observé cómo estiraba los labios hacia el lado izquierdo, concentrando su mejilla carnosa, mal rasurada, para que, entre tenues pliegues, muestre, me demuestre, que no ha perdido ese único hoyuelo que lo acompaña en la tristeza.
En Santa Cruz, las fuertes correntadas de aire me obligaban a refugiarme en mi habitación o en el cuarto que Marcelo había acondicionado como taller. Durante esos días, me acostumbré a atisbar el cielo gris y un mar pardo. Sandra, según me aclaró Marcelo con mucha indulgencia, acostumbraba a correr las cortinas y abrir todas las ventanas sin importarle la época del año. Si bien me habitué a esa gélida y húmeda vida, Sandra tuvo que hacer lo suyo soportando graciosamente el verme deambular por el departamento envuelto en frazadas y con una gorra de lana. Ella optó por tomarlo como broma y sonreír cada vez que me asomaba. Marcelo estaba preocupado por ambos, pero prefirió sonreír como Sandra. Cierto día, mi hermano enfatizó que ella le había dicho que me aceptaba de muy buen grado. Se lo agradecí; sin embargo lo de muy buen grado me dejó intranquilo.
Todas las mañanas Sandra iba a trabajar. Ella, antes de cruzar la puerta y despedirse de Marcelo, siempre hacía un gesto con la nariz, como un roedor que olfatea a su cría o a su eventual presa. Sólo después yo podía ir al taller y conversar cómodamente. Dentro de ese pequeño espacio aprecié los encuentros con mi hermano. Él se sentaba delante de su caballete y yo me recostaba sobre una mesa de trabajo. Charlábamos mientras él realizaba algunos trazos. Hablábamos de nuestros amigos y parientes, de todo cuanto podíamos recordar. Por momentos, su conversación parecía destinada a aclararme la mente, con generosos silencios y una mirada expectante. No obstante, en otros, sus evocaciones eran íntimas y dolorosas. Sólo cuando hablaba de Sandra, de su presente, dejaba de pintar y me miraba, como si buscase que le confirmara sus palabras y el amor que él sentía por ella.
No tardaron en pasar algunas semanas para que Sandra se atreviera a conversar conmigo. Al comienzo me entusiasmó su curiosidad. No era impertinente y me permitía relatarle los pocos fragmentos claros de mi vida antes de la crisis. Yo hablaba mientras ella repetía "ya, ya" o "sí, sí", como si estuviera aprendiendo con mucha dedicación una lección de historia, o recibiendo las instrucciones para hacer funcionar algún mecanismo. A veces su amabilidad podía llegar a exageraciones, como aquel día que me ofreció que probara todas las colonias de Marcelo. Sobre un tocador había una gran cantidad de frascos de distintos perfumes, todos ellos regalados por Sandra. Toda aquella tarde le permití explicarme cuáles eran los momentos propicios para cada fragancia. Entre una de esas pruebas acercó su nariz a mi cuello, aspiró lentamente y, mientras retrocedía y me miraba a los ojos, dijo que me parecía mucho a mi hermano.
Marcelo abundó por aquellos días en cumplidos con Sandra. Fueron a muchas fiestas y restoranes. Me agradaba verlos juntos; incluso recuerdo haberle dicho a Marcelo que me hacían recordar las salidas de mamá y papá. Otras noches, él nos llevaba al cine o a las pastelerías, o se aparecía con latas de durazno en almíbar y una botella de vino rosado.
Una noche decidimos quedarnos en casa y preparar una cena estupenda. Como Sandra no accedió a cerrar las ventanas, se descartaron las velas y quedamos iluminados por las débiles luces de dos lámparas de pie. Durante la comida Marcelo halagó excesivamente la buena sazón de Sandra para la cocina y después se dedicó a contarnos chistes. Sólo la comida o el vino, si es que no nos atorábamos, nos silenciaba brevemente antes de continuar riéndonos a carcajadas. Y cuando Marcelo anunciaba el título de algún chiste obsceno, Sandra se mordía nerviosamente el meñique para contener la ansiedad de reír y pedía "por favor, ese chiste no", pero mi hermano, por el contrario, se animaba todavía más a relatarlos. En una necesaria pausa, Sandra nos pidió un poco de seriedad. Sólo pedirlo fue motivo de nuevas carcajadas. "Por favor, conténganse", insistió ella. Luego cogió de la mano a Marcelo, resopló y le propuso tener un hijo. "Una familia, Marcelo. Es el mejor momento", suplicó con ternura. Él tragó un sorbo de vino, lo suficiente para separar los labios, contener un acceso de risa y mostrar el gesto más ridículo y grotesco que le he visto dibujado en su cara. El rostro de Sandra perdió por un instante la armonía y, antes de desencajarse nuevamente, también bebió algo de vino, más que él, y después largó la risa; no sin dejar de mirar a Marcelo y, quizás, a mí.
Luego de algunas semanas, salí con Marcelo a recorrer las calles de Santa Cruz. Esto sólo fue el inicio, pues mi hermano no tardó en percibir mi aburrimiento y desgano al ver unas calles que no significaban absolutamente nada para mí. Nos detuvimos en una esquina y abordamos un autobús que nos llevó a Barrios Altos. En nuestra primera salida caminamos recto por la calle Junín y llegamos a la Plaza Italia. Marcelo me pidió que nos quedáramos ahí, sentados en una vieja banca de mármol. Sacó una libreta y un carboncillo e inició unos bocetos. Primero fueron unos balcones, unos portales, y al siguiente día empezó con unos ornamentos, también de mármol: fríos, amarillentos por la humedad, en su mayor parte quebrados y repartidos en esta plaza que nos devolvía un atávico desaliento.
Regresamos muchas veces a Barrios Altos, en especial a las calles del Centro de Lima. Marcelo continuó llenando su libreta, aunque muchas tardes la olvidó o sencillamente la quiso dejar en Santa Cruz. Fue una de esas tardes que mi hermano, por no tener nada en las manos y por simple reacción, recibió una tarjeta que le entregó un muchacho de rostro equino y atarantado. Nos detuvimos y la leímos con atención. La tarjeta era blanca y estaba manchada por los dedos del muchacho. Ofrecía chicas jóvenes y tropicales en la calle Camaná 476 de 10 a.m. a 10 p.m. Nos miramos divertidos y desconcertados por ese tipo de publicidad y volteamos para ver al muchacho; pero éste seguía caminando, poniendo más tarjetas manchadas en manos de otros transeúntes. Finalmente llegó a la esquina y se frotó las manos; las había repartido todas. Me volví hacia Marcelo, tomé la tarjeta y la metí en el bolsillo de mi pantalón.
Esa misma tarde, al regresar al departamento, hallamos la puerta cerrada por dentro. De la sala provenía una voz algo perturbada. Yo empezaba a imaginarme una discusión, incluso quise pensar que se trataba de un forcejeo; pero Marcelo me dijo que se trataba de Sandra. "Quizás habla por teléfono", agregó. Me fue difícil distinguir palabras, sólo era un rumor, una presencia doliente. Sin embargo, lo que me sorprendía aún más era que mi hermano no intentara entrar y averiguar qué sucedía dentro. Prefirió mantener la mano y su peso recargado sobre el pomo de la cerradura, con la respiración agitada y la mirada fija en la puerta, como si pudiera ver a través de ella. Pasado un rato los murmullos cesaron y el seguro de la puerta fue corrido. No entramos de inmediato; Marcelo mantuvo su mano en el pomo y aguardó a que su respiración recobrara su ritmo normal. Luego me enseñó una sonrisa mal dibujada y, con un movimiento de cejas, me indicó que debíamos entrar. Una vez dentro, vi todo en orden. Fui a la cocina por un poco de agua y dejé a Marcelo dirigiéndose a su habitación, donde probablemente lo esperaba Sandra. Regresé a la sala esperando oír algo; pero nada, todo estaba en calma. La pintura de la mujer desnuda dominaba todo el espacio y yo me quedé ahí, inmerso, sin saber qué hacer.
Volvimos a encontrar la puerta cerrada dos o tres veces a la semana. Se hizo algo habitual, como también lo era estar los tres reunidos a la hora de comer. Sandra se mostraba risueña, con una aparente felicidad que sólo puede dar la resignación o la agonía.
Mientras Marcelo y yo estábamos por las calles de Lima, en Barrios Altos, nunca hablábamos de Sandra; aunque estoy seguro de que, a pesar de las últimas tensiones en su relación, todavía la amaba. Preferimos conversar sobre nuestra niñez, los lugares que iba reconociendo, lo que había cambiado. Con frecuencia regresábamos de la Plaza Italia por Junín, pero una tarde le pedí que fuéramos por Ica y fuimos a dar justo al final de la cuarta cuadra de Camaná. Marcelo entendió qué era lo que deseaba y aceptó entrar conmigo en busca de mujeres.
Era un solar ruinoso, con algunas puertas tapiadas y corredores clausurados. El mismo muchacho con cara de tarado que nos había entregado la tarjeta nos recibió en la entrada y nos indicó que las mujeres estaban en el segundo piso. La madera de las escaleras crujía a cada pisada, haciendo un gran ruido y sirviendo de aviso a las mujeres. Una de ellas nos esperaba al final de los escalones, saludando con cortesía y dispuesta a llevarnos al salón donde se encontraban las demás. No vi ningún rostro tropical como anunciaba la tarjeta; todas eran limeñas o se habían alimeñado lo suficiente para marcar sus expresiones y exagerar con zalamería lo poco que sabían de cualquier cosa. La mayoría usaba ropas de baño o batas desvaídas y estaban sentadas en sillones que posiblemente habían rescatado de casas abandonadas. Casi susurrando, le dije a Marcelo que podíamos irnos si él no quería estar ahí; pero él me respondió: "Escoge y entra. Yo te espero aquí". Eso hice. Entré a una habitación con una mujer bastante alta y achinada; aunque hubiera preferido a una muchacha que observé a cierta distancia, en la que reconocía algunos rasgos similares a los de Sandra, pero me contuve. Por la mirada que le echó Marcelo, noté que él también se había percatado de la semejanza.
Cuando salí de la habitación, no encontré a Marcelo. Una regordeta me dijo que lo esperara, que él había entrado con una de las chicas. Miré alrededor y tampoco hallé a la mujer que se parecía a Sandra.
Regresamos a casa sin hacernos preguntas ni comentarios, como se repetiría en adelante, por meses, entregándonos a la nueva rutina de visitar Barrios Altos, la casa de putas, al remedo de una Sandra que iba ganando belleza y esplendor mientras que la otra, la verdadera, parecía desaparecer entre los murmullos concentrados en el departamento de Santa Cruz, tras el pestillo asegurado de una puerta.
Los días que permanecíamos en el departamento lo dedicábamos al taller. Marcelo empezó a darme clases de dibujo técnico. Disfrutaba ser mi maestro. "Te enseñaré a trazar paralelas con las escuadras", sentenció una mañana, convencido de que esa clase era la apropiada. Mientras hablaba, Marcelo trazó las dos líneas paralelas con sólo deslizar una de las escuadras. Yo lo veía hacer. Luego calló; pensó que podría enseñarme algo más y dispuso las reglas para trazar una tercera línea que cortara a las anteriores. Pero antes de que apoyara la inclinada punta de carbón sobre la cartulina blanca, le pregunté por dónde había que trazar esa línea.
-Por donde gustes; al final es lo mismo -me respondió.
Por mi parte, abocarme a ello hizo que mis pensamientos sobre Sandra, las dos, a pesar de continuar viéndolas, cobraran forma de recuerdos, menudos, entrecortados, algo perversos, cuando no cómicos. Si nos cruzábamos, ya sea con una por el ventilado departamento, o con la otra entre la madera crujiente del solar, nos reíamos de nuestras presencias. Pero esta tenue simetría no se sostuvo más. Una noche soñé que Marcelo y Sandra discutían con furia. La vi lanzando jarrones y botellas, cortando con un trozo de vidrio el lienzo con la figura de la mujer en el cuarto de baño, arrasando con todo a su paso. Mientras, él esquivaba los objetos, concentraba su fuerza y terminaba por tirar de un brazo de ella hasta hacerla caer al suelo, en medio de los destrozos, sometiéndola. Ella empezó a llorar y recogió las piernas hasta poder abrazarlas, pero Marcelo no se contuvo y la levantó con un fuerte impulso para tenerla frente a él y poder abofetearla. Pese a esto, la Sandra del sueño reaccionó y se abalanzó sobre él, con recobrada furia, incrustando las uñas en la cara de mi hermano y jalando hacia abajo, hasta ver, satisfecha, unos jirones sangrantes. Marcelo logró arrojarla hacia atrás y se llevó las manos a la cara. Puedo decir que esa parte del sueño concluyó de esa manera, pues inmediatamente las imágenes se difuminaron y se fundieron en otras nuevas, menos importantes, incluso más absurdas.
Por la mañana descubrí que todo estaba en calma. Las cosas estaban en su lugar y el cuadro de la mujer estaba intacto. Marcelo salió de su habitación, alisándose el cabello con ambos manos. Le pregunté si algo había pasado la noche anterior. Me contó que Sandra y él habían llegado al acuerdo de separarse y que ella se había marchado hacía una hora.
-¿No pelearon? -lo interrumpí.
-No. No hubo necesidad; nunca hemos peleado.
No le conté mi sueño;
se hubiera reído. Con un gesto me dio a entender que no le hiciera
más preguntas al respecto. Ese día aseguró que me
contaría otros recuerdos de familia y que continuaríamos
con las clases de dibujo técnico. Y así lo hizo. El relato
del recuerdo fue en verdad formidable, espontáneo, como si lo estuviera
viendo.