Walter Quiroga
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Ejército Rojo


"Te agradezco, Nicolai, el haberme pedido escribir unas líneas antes de morir. Si puedes leerlas, honrarás mi memoria. Consérvalas en el secreto de tu casa, nunca en el laboratorio donde trabajamos tanto tiempo juntos. Sé del peligro que corres."

    El doctor Balikov decidió fijar su residencia en los Estados Unidos unos años antes de redactar para mí este diario. Aún ignoro por qué había elegido venir aquí; otros colegas sufrían destinos diferentes. Su desgarro, el de dejar un país, el de abandonar el trabajo de investigación, lo sospechábamos unos pocos. Su mirada melancólica revelaba un pasado glorioso como científico, sus parcos labios me habían ocultado la poderosa organización bélica para la cual trabajaba; no le conocí la satisfacción, el orgullo y las lágrimas de exilado, sólo cuando me llegaron sus últimas palabras. No se hubiera dicho más acertadamente de alguien, al verlo, "es el escondite perfecto de los secretos". Incluso su mujer y sus hijos ignoraron –tal vez convenga la palabra desconocieron– sus pensamientos íntimos. Muchos lo llamaron traidor, soy testigo. Los informes revelados al gobierno americano le hicieron cargar una supuesta culpa, tan injusta como irreal. Esos secretos constituían el núcleo de la cuestión bacteriológica en la región que hoy llaman el Este - es decir, en nuestro país. No dejó de sentir un peso en su conciencia; no se trata de patriotismo, sino de orgullo personal, de coherencia. Recuerdo su torpe respeto hacia los colegas y los vecinos; hoy en realidad somos pocos quienes lamentamos el paso del tiempo manteniendo una imagen de él, cerca o no de su verdadera persona.

    «Creo cumplir un deber para con la comunidad científica - el tiempo acaso me dé la razón - al escribir un informe detallado sobre la evolución de los síntomas observados en mi cuerpo. Sólo unos días preceden mi fin ; el virus acaba conmigo desde el momento del accidente. Valga este postrer agradecimiento a mis colegas.»

Las hojas caían de los árboles y la gente comenzaba a pensar en las fiestas navideñas cuando sucedió lo de la jeringa. Nadie sin embargo reaccionó con la calma monástica típica en él. Salimos corriendo, éramos tan cobardes... Buscamos ayuda mientras él se quedaba mirando los guantes y el dedo, su dedo y los guantes. Balikov no sintió miedo, pero la realidad, desde ese momento, no le dejó respirar. Algunos - empeñados en ver al diablo en todas partes - intuyeron una premeditación criminal; yo me abstuve siempre en la formulación de una hipótesis. No era aquí donde tenía enemigos. Por otra parte, no vale descartar su intención, aunque suicidarse no coincidiera con su concepción de la vida y del hombre.

    «Sí, creo cumplir con mi deber. Además, estos días pueden ser reveladores para la ciencia. Si preparan una muerte semejante para miles de personas, es bueno saber cómo ocurrirá la mía. Asimismo la manera como hace falta cuidarse: el doble guante no fue capaz de acatar su misión. Según parece, el antídoto se encuentra en otro laboratorio, si al menos lo encontrasen a tiempo [...] No acuso a nadie; sin embargo estos errores podrían ser corregidos en el futuro.»

    Recuerdo ese día como si fuese hoy. Se levantó más temprano y se dirigió a la farmacia del barrio; los antidepresivos no le alcanzarían para dos noches más (esto, Dios perdone mi curiosidad, me fue revelado por la misma farmacia). A veces, me parece, estaba cansado de llevarse puesto. Fruto de su rigor, al pasar por una calle de esta ciudad cuyos muros abundaban en grafitos, se contuvo - no era la primera vez - para no detener el coche y corregir las faltas de ortografía. A las nueve en punto estacionó su automóvil en el subsuelo del laboratorio y tomó el ascensor hasta el quinto piso (prohibido pasar), donde encontró al traje, los guantes y las seguridades de todos los días. La luz roja del circuito cerrado lo apuntaba como siempre, sin parpadear, mientras se vestía de astronauta: una rutina impasible comenzada cuatro años atrás. Le llamó la atención, entrando por primera vez a la antesala iluminada con una lámpara amarilla, el sentirse observado. La vigilancia era igual más allá de Berlín, pero ahora en sus pesadillas de este lado del Atlántico soñaba con varios pares de ojos acusadores mirándolo tras monitores moscovitas.

    Con el virus de la viruela, volátil, seco, reducido a polvo, no le hacía falta aprender mucho en América. Como tampoco a sus antiguos colegas con quienes había aprendido tanto. Dónde estarán, se preguntó más de una vez, mientras manejaba las agujas. Igor, el gran inventor, quien juraba no deshacerse nunca de sus fórmulas y de sus muestras. Paradójicamente, él había inventado el virus del cual Balikov fue víctima aquí en Nueva York. El profe –así le llamaban sus discípulos. Qué será de él. En uno de esos lejanos países petroleros donde se fue a trabajar le pagarían bien. "A lo del tío Sam, ni borracho", juró delante de Balikov un día. Nadie le habrá impedido llevarse un frasco o dos en sus valijas - y las ecuaciones en la cabeza. Seguiría investigando, seguiría inventando...

    Balikov fue encerrado sin recibir explicaciones. En su célula había una vieja radio cuya única frecuencia disponible emitía música ligera todo el día. Allí encontró unas hojas de papel y así comenzó a emborronar con la pluma (la de su bolsillo) en cuanto la puerta se hubo cerrado, sin pedir permiso ni consejo.

    «Después de la inyección, los primeros tres días he sentido dolores de cabeza muy fuertes por la noche. Nada más ha ocurrido hasta ahora, y lo lamento. Pues en este confinamiento estoy lejos de mi familia y del mundo; el sonido de la pluma rasgando el papel y la esperanza de tu lectura son los únicos motores para continuar, la razón de mis áridos días.»

    Es una gran motivación para mí el tener su postrer diario; así, de alguna manera, Ken me acompaña y su recuerdo perdura. Porque no todo es agradable en este trabajo. A veces se siente un golpe de silencio en la espalda, un murmullo multiplicado al infinito como el de esos campos en blanco y negro. En uno o dos inviernos las arrugas se vuelven grietas en mi piel ; el cabello torna a plateado, cuando no se encamina hacia la nada. El laboratorio no perdona los errores debidos a un café cargado. Las manos pueden volverse enemigos: una delicada mariposa puede transformarse en cinco espadas - me lo han dicho muchas veces como para olvidarlo. Mi colega, hoy ausente, me lo repetía ya sin el entusiasmo de los profesores. Por otra parte, pocas personas - decir amigos resulta exagerado - hablan de él o recuerdan su mirada triste. Afortunadamente, contra riesgos y advertencias, pude recuperar sus escritos antes de la inspección del jefe.

    «Mis ojos se enrojecieron de golpe. Me duele fijar la vista en cualquier lugar, aun en las camas estancas de esta especie de submarino. El ojo de buey de la puerta no impide la sensación de aislamiento, al contrario. Mientras mis hemorragias no me acompañaron, tuve una secreta esperanza - la de no morir. Ahora habitan mis brazos arañas coloradas, polizontes bajo la piel. En adelante, sé lo que me espera.»

    Estas páginas constituyen el único legado de mi amigo. El gobierno silenció su muerte y ni se preocupó en investigar más de cerca si los antídotos contra el virus eran eficaces. El cuerpo de Ken fue conservado como esos fetos, productos de una computadora, llenando heladeras. Leo y releo estas notas; en ellas está el colega del silencio muerto ya, dejándome como en clave un funesto presentimiento.

    «La sangre, este es el misterio de mis días. Atónito, asisto al desfile metódico del líquido vital; las botas mudas manchando mis sábanas. La nariz, la boca, el recto, son tantas puertas de salida para el estéril ataque de los soldados muertos. A pesar de las transfusiones, el cuerpo responde con la hemorragia general. La vida se me va, desertora, de las manos. Ni la administración ni los colegas encuentran el antídoto descubierto aquí, hace sólo unos meses [...] Por las tardes me veo llorar como un niño; terrible realidad la de verse morir de a poco. Solidario de tantos, caigo bajo el peso de los hombres y de una metáfora cruel remitiendo a mi origen. Nuestro destino en este continente, Nicolai, no es otro.»

    Así se termina la voz de Ken. Luego no había más: sólo manchas coloradas y lágrimas corriendo la tinta. Ahora bien, ese nuestro me molesta al final del diario. Comprendo la desesperación, pero la advertencia no tenía lugar. ¿Hablaba de las dictaduras más allá de Berlín, de la Segunda Guerra? ¿Por qué entonces nosotros, ahora? ¿Todo sería para él parte de un plan? No, no puede explicarse. Había varias vetas del virus de Malcourt en el laboratorio, difícil saber cuál infectó a Balikov, más aún encontrar el antídoto necesario. Sospecho una paranoia cerca de su fin, arrinconándolo. Las vacunas indispensables para todo científico aconsejadas desde entonces por el Departamento, me las inyectan metódicamente una vez por mes. El peligro de una infección no me alcanzará: al menos este accidente nos ha enseñado algo a los investigadores americanos.

    NOTA FINAL: Estas son las últimas hojas del bloc de Nicolai Sabaltiek, científico rusoamericano, escritas unos días antes de su confinamiento y muerte, en octubre de 199... Él mismo fue infectado por los servicios de la N.S.A. con el mismo virus sobre el cual investigaba, encubierto bajo la apariencia de antídoto. Hemos encontrado este cuaderno en su domicilio de la ciudad de Nueva York junto a uno de su colega, Ken Balikov, infectado también por nuestros servicios en el mes de diciembre. Es un aporte interesante en cuanto el Departamento de Seguridad trataba de encontrar pruebas para constituir el informe ultrasecreto sobre la muerte de los dos científicos.



 

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