Verónica Jeanette Ortíz
verojean21@hotmail.com
 

Las estatuas de los indios




En el pueblo, el padre Ramiro nos enseña a amar y a perdonar, siempre que estamos los de aquí oyendo misa, nos recuerda una y otra vez de las cosas que tenemos que hacer para ganarnos el cielo. Yo he encontrado en estas enseñanzas situaciones muy contradictorias, el otro día llegó un grupo de naturales al pueblo, cada año vienen para abastecerse de alimentos y comerciar sus artesanías en la plaza. Esta vez ocurrió que los indígenas, como les llaman mis amigos de la escuela, trajeron unas esculturas de mujeres gordas, las figurillas eran hechas de barro y los detalles que las adornaban eran grecas de colores, pero lo que nos encantaba a mis amigos y a mí, era que los senos de las mujeres gordas eran enormes y bien definidos, con sus pezones y todo lo demás. Mas en el pueblo, las señoras de la vela perpetua, las que viven todo el tiempo cantando misa y rezando el rosario, armaron un mitote con el padre Ramiro. Una de ellas le dijo que los indios pata rajada, trajeron unas figuras de bulto muy feas y que eran la amenaza para los ojos cándidos de nosotros los niños y que de seguir allí, exhibidas en la plaza, nos iban a pervertir; otra dijo que esas estatuas que trajeron los indios eran del demonio, que sólo el diablo podría inspirar ese tipo de porquerías. El acabose fue cuando todas las viejas y las señoras lambisconas se pusieron de acuerdo para de una vez por todas quitar a los indios de la plaza, y así evitar la exhibición de piezas tan obscenas, lo que hicieron fue convocar a todos los hombres que trabajan en el ferrocarril y que ellos se hicieran cargo del asunto. El padre Ramiro ofreció una misa en la estación del tren y su sermón consistió en exaltar el pudor y las buenas costumbres del pueblo, señaló la importancia de eliminar toda ocasión de pecado, que este puede ser causado por pequeños objetos, hasta el más insignificante y que el demonio estaba siempre en busca de la perdición de los hijos de Dios. Terminada la predicación, los hombres del ferrocarril esperaron hasta que la noche inundara al pueblo.

    La obscuridad llegó, el silencio y la soledad eran el común de todas la calles, la neblina empezaba a hacer aparición y el frió congelaba poco a poco. Los indios, como todos los años, estaban dormidos en la plaza junto con sus pertenencias. Envueltos en sus cobijas, descansaban, era la última noche en la que dormirían en nuestro pueblo ya que la mañana siguiente, muy temprano ya estarían de regreso a través de la sierra, para llevar sus ganancias y víveres a su tierra. El silencio en el lugar era absoluto, esta vez a los grillos se les olvidó cantar, el frió era más intenso y la noche se abría a un evento que nos marcaría a todos de por vida.

    Mi madre me preguntó que si yo había visto esas estatuas, yo le contesté que sólo me habían dicho mis amigos que alguien les había comprado a los naturales dos de las figurillas de barro, mi madre aseguró que pudo haber sido uno de los turistas quienes compraron semejantes piezas. Ya había de irme a dormir cuando mi mamá me pidió que no se me olvidara rezar a la virgen por el perdón de los ferrocarrileros, quienes tal vez en esos momentos estarían afuera en el frío rumbo a la plaza, para cumplir con la eliminación de hombres hijos del diablo.

    Los ferrocarrileros caminaban sigilosamente y en sus manos llevaban unos cuchillos grandes y filosos; los indígenas estaban en medio de la plaza, sus cabezas no se diferenciaban de entre los bultos, al momento de arrimarse los ferrocarrileros a los naturales un grito fuerte y desesperado los asustó, del otro lado del lugar alguien estaba apuñalando a otra persona, los indígenas que estaban acostados en el suelo se levantaron rápidamente y con sus cuchillos se fueron sobre los ferrocarrileros, quienes no habían advertido el peligro en el que estaban.

    Los indígenas pelearon, la sangre caliente brotaba de los ferrocarrileros, los naturales eran más fuertes, los hombres estaban asustados, jamás pensaron que los indígenas estarían preparados, los gritos de dolor se escuchaban en todo el pueblo, la plaza hacía el eco de tal descarne, la sangre despedía un ligero vapor que denotaba el calor de ésta y el frío que cada vez era más fuerte por estar la madrugada anunciando el día.

    La mañana llegó, los demás hombres del pueblo corrieron a la plaza y su sorpresa fue lo peor, alguien por alguna razón les había avisado a los indios de lo que se planeaba en contra de ellos. La sangre de los cuerpos estaba fresca aún, por lo visto los indios estuvieron preparados y sólo fingían dormir, ya que la lucha fue desigual. Los cadáveres destazados eran solamente de los ferrocarrileros, el corazón de cada uno de los cuerpos había desaparecido, las incisiones en el tórax así lo confirmaban.

    Los hombres del pueblo limpiaron la plaza, lavaron con agua y jabón los charcos de sangre, y los cuerpos fueron llevados a la Iglesia, el padre Ramiro no pudo disimular el horror que le causaban. La misa fue al medio día, las viejas del templo no lloraron por los ferrocarrileros, sólo tenían cara de inconformidad, lo que revelaba su dureza, ellas hubieran sido felices si los cuerpos muertos hayan sido de los indígenas. Después de esto las misas del padre Ramiro cambiaron de sentido, sus sermones consistían en el respeto a los demás, mas siempre enfatizaba que el pecado estaba presente en las figurillas de barro que los indígenas trajeron, la exhibición de los senos fue la muerte de los ferrocarrileros. Nadie en el pueblo ha perdonado a los indígenas, las mujeres de la vela gorda, las que viven de estar metidas en el templo, ni siquiera podrían amarlos, sólo hablan de que tal vez vuelvan los indígenas y será el tiempo de la venganza, tanto, que fundaron la Comisión Municipal en Contra del Indígena, ellas juran que con esta comisión se vengará la sangre derramada por los ferrocarrileros. Yo pienso que nada de esto hubiera pasado si el padre Ramiro no se dejara llevar por lo que las viejas dicen, según él, sólo el amor de estas mujeres es lo que nos salva o todos, debido a que por ahí corre el rumor de que las dos figurillas de los indígenas realmente se encuentran en el pueblo, ya que ningún turista, nunca ha venido a visitarnos. El padre Ramiro insiste en que este lugar se condenará si no revelan quién es la persona que posee tales piezas, yo por lo pronto cumplo con ir a misa y escuchar sus sermones. Nadie sabe quien posee las figurillas de barro, todo mundo sospecha de todo mundo, incluso se ha llegado a decir que el padre Ramiro fue la persona que compró las estatuillas de las mujeres gordas, y que las tiene escondidas atrás de la imagen de la virgen, del lado donde esta la serpiente, a mí no me consta pero cuando estamos en la escuela jugando al "Vamos a matar el indio" yo enfatizo el verso que dice: "... y los senos de las gordas con don Ramiro están". Mi madre dice que quien las tenga es un depravado y además es la vergüenza del pueblo. De todas formas yo estoy feliz con las estatuas, a mí me gustan, cuando las voy a ver en el escondite donde las puse, siempre pienso que cuando sea grande me voy a casar con Emilia, por que ella va que vuela a parecerse a las gordas de las figuras de barro y hasta ha de tener los senos como ellas. Yo sólo espero que los indios puedan ir a surtir sus víveres al otro pueblo, por que aquí nadie los quiere ver, y ojalá sigan haciendo esas estatuillas de barro tan singulares, que por lo pronto a mí me despiertan la imaginación.
 


Verónica Jeanette Ortíz. Estudió la Licenciatura en Letras. Colabora en el área de literatura en la radiodifusora DK 1250. AM de Guadalajara. Publicó artículos sobre teatro en el diario Siglo XXI de la misma ciudad.



 

Regreso a la página de Argos 15/ Narrativa