Ch. A. Lázaro Nada
Chlazaro@hotmail.com
 

Herederos de Tojil

A su corta edad qué tantos recuerdos podrían surgir, cuando en su corazón sólo hay miedo, cuando el órgano dispara más sangre al cuerpo en aumento, la presión arterial en aumento; al escuchar el llanto de los cueros estirados congregados en su entorno, invadiendo sus sentidos, eliminando lo vivido.

    Respirar no quiere entre piedras calientes y desea tanto abandonar su cuerpo para volverse oscuridad, la cual lo enclaustra entre el vapor despedido que hace hervir el aire, sus pulmones; duele tener piel. Copal, salvia, el miedo no se aparta...

    Queda en trance, por el que alguna vez el jefe hechicero salió a salvo con un cuerpo hermafrodita, Ométeotl por fin manifestado, de dos cabezas, de dos anos; sin embargo, esta vez, no habrá sotanas blancas de misa santa que en otro tiempo sostuvieran cruces, gigantescas, teñidas de fuego, no más hombres ajenos a su raza que custodiaran los noventa y nueve mil peldaños por los que se llegaba al lugar en que se daba a beber la sangre de sacrificio a Tojil.

    A pesar del encanto él conservaba algo de conciencia trayendo a su memoria el panorama: Robar sandías de los vagones de aquel tren en marcha cuyo tonelaje hacía cimbrar el puente de un kilómetro que se extendía sobre la playa. Él y un nativo, al advertir el humo de la locomotora, aprisa desnudaban sus cuerpos para correr con la velocidad lograda por sus zancadas hacia el reventar de las olas. El agua casi en sus rodillas, la cortina salada, los amigos se clavan antes que les reviente sobre sus espaldas bronceadas. Bracear un minuto, escalar aproximadamente diez metros la estructura de acero hasta la cima y abordar los vagones cargados, cargados seis con sandias que al tenerlas en sus manos por encima de sus ojos eran arrojadas, con la mayor fuerza, lo más cerca de la orilla. No sin antes dudar, pues, en aquella altura se confundía el cielo con el mar. Zambullirse en las nubes o en la profundidad oceánica, salir junto con la fruta; empuñar cualquier piedra, destrozarlas y sólo comer el centro de todas.

La imagen ha dejado de ser pensada, quizá por la planta del pie al golpear la tierra, por el desliz del venado imitado al ritmo del zin-zin-zin-zin-chilt-zin-zin-chilt-zin-zin-ouulht-zin-chilt-zin. Termina... Copal, Salvia, el miedo no se aparta.

    Últimos momentos, la presencia de aquel bullicio humano no es nada para sus oídos, se encuentra solo
ante el poder de una secta antimesiánica hecha llamar "los Herederos de Tojil", ante el mandato de un Dios dual mal interpretado que promete en un acto ritual-lingüístico ofrecer la luz eterna; últimos momentos, escupe fragmentos de Hikuri y el tambor más el grito del jaguar adquieren tonos tan altos que propician centellas emanadas del suelo hacia el universo.

    El miedo en su corazón sin esperanza de esquivar la mano del hechicero jefe que extraerá el órgano desde la raíz... Lo toma, en su mano derecha una navaja de piedra negra, como un abuelo a su nieto de la tráquea. Encuentra el pulso potente; tanto que la taquicardia infecta la excitación del ejecutor que desgarró su garganta en un grito al degollarlo. Ahora me concede el privilegio de decapitarlo. Él sujeta la túnica del hechicero jefe descubriendo su forma (al mismo tiempo que los antropófagos desmembraban el resto del otro cuerpo), un hombre oscuro -semejante al cacao- sin extremidades (que hace retozar sus muñones vivazmente, al verse desnudo), sujeto como los zarcillos de una trepadora a una mujer leprosa. El ser supremo despide una divina sonrisa, toma el cráneo, como lo hizo en momentos anteriores con el venado, para poder ver sus ojos parpadear al momento de untar, salpicar tanto a ídolos y humanos con la sangre que revolotea entre chapulines por el aire.
 



Regreso a la página de Argos 15/ Narrativa