Javier García Méndez
javier.garcia-mendez@Uhb.Fr
 
 

Tabaré o la leyenda blanca



 
Ponencia presentada en el coloquio L’Indien: naissance et évolution d’une instance discursive, celebrado en Montreal en abril de 1991. El autor, que realizó la presente versión castellana, deja constancia de su agradecimiento a la profesora Estela Castelao de Kiwit por haber reunido diversos documentos sin los cuales le habría sido imposible preparar este trabajo.

En el curso del siglo XIX, los aborígenes del Uruguay son objeto de dos actos que suponen, uno la atrocidad, el otro la glorificación. La atrocidad: en 1831-1832, las autoridades políticas del país decretan y ejecutan la exterminación de los charrúas que habían sobrevivido a la lucha contra los conquistadores y los colonizadores. La glorificación: en 1888, el poeta uruguayo Juan Zorrilla de San Martín publica, en forma de poema elegiaco, la leyenda Tabaré, en la cual una larga tradición escolar discierne una "exaltación de la raza charrúa"1. Entre los numerosos estudios a que Tabaré ha dado lugar, pocos son, que yo sepa, los que hacen referencia a la exterminación de esta comunidad autóctona; exterminación en la que ven, por otra parte, apenas un dato histórico que justifica, muy lejanamente, un aspecto de la ficción que el poema narra: la "desaparición" de los charrúas. A contrapelo de esta tradición, propondré lo siguiente: en primer lugar, es posible establecer otros vínculos entre la exterminación de los indígenas uruguayos y el poema que pretende magnificarlos; en segundo lugar, esos vínculos muestran que los dos actos –la atrocidad y la glorificación, lejos de ser signo opuesto, son profundamente solidarios. El ejercicio al que los invito me parece tanto más necesario cuanto, desde hace mucho tiempo, Tabaré contribuye, más que cualquier otro texto, a dar forma savia y consistencia a la representación que los uruguayos se hacen del "indio"2.

Saludado con gran entusiasmo, desde su publicación por intelectuales influyentes de América y de Europa, el texto de Zorrilla iba a suscitar, a lo largo de las décadas, comentarios más que encomiásticos: Pedro Henríquez Ureña, por ejemplo, lo califica de "admirable", Miguel de Unamuno de "mejor poema americano en lengua española", Raimundo Lazo de "lo más valioso y representativo del romanticismo hispanoamericano"3. No es sorprendente que, en Uruguay, ese texto haya conocido rápidamente un triunfo inusitado para su época: luego de haber sido objeto de numerosas ediciones en el país y en el extranjero, el poema entra, en tanto que texto obligatorio, en los programas académicos y, sus estrofas ocupan un lugar escogido en los manuales escolares. Tabaré se convierte en el poema nacional del Uruguay, donde su alcance desborda ampliamente el campo puramente estético. Es lo que muestra el éxito extraliterario de los nombres de los personajes aborígenes del poema, empezando por el de Tabaré: el nomenclátor público lo acoge con generosidad al nombrar todo tipo de lugares, como lo hacen los empresarios para designar a sus comercios y productos, e incluso los padres a la hora de dar un nombre a sus hijos, ya sea en el bautisterio o en el juzgado. Recuerdo que los cuadernos de escuela de mi infancia eran de la marca Tabaré y que su carátula mostraba a un joven agonizante vestido de aborigen. Y fue en los libros de escuela donde aprendí, como todo niño uruguayo, a compadecerme de ese personaje vaporoso, recitando cuartetos y sextetos cuyas cadencias mecen aún mi memoria.

Pongamos entre paréntesis, por una vez, la tan celebrada música de los endecasílabos, heptasílabos y pentasílabos asonantados que narran y envuelven la vida de Tabaré, el desgraciado héroe de leyenda, música cuya función ideológica ha sido lúcidamente interrogada4. Detengámonos en los esencia de esa vida, alegoría, según el poema, de "la triste historia de una raza muerta"5. La acción –que el relato presenta en forma lineal- transcurre en el siglo XVI, en el momento en que un grupo de españoles desembarca en tierras que, mucho más tarde, iban a convertirse en uruguayas. Los charrúas atacan a los recién llegados; su cacique, Caracé, secuestra y viola a la blanca Magdalena. Ésta dará a luz a Tabaré, "el indio de los ojos azules", heredados de su madre española. Magdalena muere poco después de haber bautizado al niño nacido del ultraje. Los años pasan y Tabaré es ya un adulto cuando cae prisionero de los españoles que han establecido un villorrio cerca del lugar de su nacimiento. Allí conocerá al gobernador, don Gonzalo de Orgaz, así como a su hermana Blanca, que le recuerda vagamente a su madre desaparecida. Fascinado por Blanca, Tabaré se pone a rondar en torno a ella, lo que lleva a don Gonzalo a expulsarlo del villorrio. Más tarde, los charrúas atacan a los españoles; su nuevo cacique, Yamandú, secuestra a la blanca Blanca. Tabaré, con el ánimo de salvarla, pelea contra Yamandú y lo mata. Toma a la joven en sus brazos y se dirige hacia el villorrio para entregarla a don Gonzalo, pero éste, creyendo que el autor del rapto es Tabaré, ultima al mestizo, que muere en los brazos de Blanca.

    Esta reconstitución de la diégesis, que apela únicamente a los héroes principales las situaciones centrales del poema, indica ya, que será difícil apoyarse en las acciones de los personajes autóctonos para caracterizar a Tabaré como una "exaltación de la raza charrúa". Las dos grandes inflexiones proairéticas del relato –la que autoriza su despliegue y la que permite su desenlace- implican el mismo acto, y ese acto es el secuestro de una blanca por parte de un indio con el fin de poseerla sexualmente. La existencia de Tabaré –mestizo y bastardo- se desenvuelve entre dos violaciones: aquella, consumada, que le da la vida; aquella que él impide y que acarrea su muerte, ya que lo transforma su culpable a los ojos de don Gonzalo, de la ofensa que Caracé había penetrado y que Yamandú se disponía a cometer.

    Elrapto de la mujer blanca por parte del indio libidinoso, viejo topos de la literatura hispanoamericana6, introduce en Tabaré a la esencialización del indio en tanto que entidad puramente somática. Frente a la mujer, el charrúa actúa llevado por un instinto elemental que su semblante traiciona: es Yamandú mirando a Blanca "con las negras pupilas luminosas/en lascivia empapadas" (269); es Caracé contemplando a Magdalena con "avidez salvaje" (84). Un instinto elemental que se materializa colectivamente en el desorden supremo de la bacanal, pero que ésta no llega a satisfacer:
 

Las tribus embriagadas
aullaban a lo lejos;
el aire, con los roncos alaridos,
elaboraba quejas y lamentos.
Tras la salvaje orgía,
vendrá el cacique ebrio;
vendrá a buscar a su cautiva blanca
que a su hijo esconderá tras de los ceibos.
(…)
¿Sentís la risa? Caracé el cacique
ha vuelto ebrio, muy ebrio. (96-100)


    La risa no es lo propio del hombre. No en Tabaré, al menos, que hace de ella una convulsión puramente corporal un exceso grotesco, el atributo de aquellos que no han superado las formas de la vida vegetativa y afectiva que caracterizan, desde Aristóteles a las especies animales inferiores. Lo que, en este poema, hace la humanidad, es al contrario la capacidad de llorar. Y en Tabaré ningún indígena llora: "Nunca una sola lágrima (…)/anubló los ojos/ del dueño de las selvas uruguayas" (111). Únicamente los españoles son capaces de verter lágrimas, así como ese híbrido de español y de autóctono que es el héroe epónimo del poema. Y si Tabaré es capaz de llorar se debe, precisamente a la vertiente española de su sangre. La descripción de su tristeza lacrimosa es seguida, en efecto, por este comentario: "¡Para llorar, la moribunda estirpe/ una pupila azul necesitaba!" (193).

    El único rasgo de humanidad que queda a los indígenas a la hora de manifestar sus sentimientos es el habla. Pero en ellos, el habla se ve aplastada por el peso de la expresión prelingüística, puramente animal: "Sus palabras parecen alaridos / de una ruda y fantástica elocuencia" (232). Individual y colectivamente, los charrúas recurren sin cesar al grito para significar su odio y sus alegrías, sus penas y sus temores y muestran, en particular, una inclinación asombrosa hacia esa forma espantosa del grito que es el aullido7. Esa explosión de voz animal atraviesa el texto de manera sostenida y del comienzo hasta el final, y adquiere una infinidad de formas: es ‘ronco’, ‘inmenso’, ‘feroz’, ‘estridente’, ‘salvaje’8 y se convierte en ocasiones en rugidos y bramidos. Pero la animalidad no queda confinada en la garganta: ella se extiende a cada parte del cuerpo del indígena, regula sus gestos y actitudes9 y le hace alcanzar una especie de plenitud bestial:
 

Es el malón salvaje
derramado en la villa;
el bramido terrible de la fiera
que ataca y que revuelve en la agonía (251)


    Esta transformación, por metáfora, de la multitud de autóctonos en fiera no es un hápax. Aplicada tanto a los individuos como al sujeto colectivo, ella prolifera en el poema bajo la forma de diversas figuras. Tanto tiran a fiera los aborígenes que conduce a quien les da vida a precisar que son hombres o, mejor dicho, que no son bestias. Pero la precisión es fuertemente amonestada por la objeción que ella suscita: "No son tigres, aunque algo / del ademán siniestro / del dueño de las selvas se refleja / en su fiera actitud" (129). El ‘aunque’ introduce, no una amonestación, sino un desmentido: la fórmula "dueño de las selvas", que vale aquí por el tigre, designa en otra parte, a menos de veinte páginas de distancia, en un pasaje ya citado, al propio charrúa: "Nunca una sola lágrima (…) /anubló los ojos / del dueño de las selvas uruguayas" (111).

    La obsesión de la felinidad de los indios lleva en un momento al poeta a dirigirse a ellos a fin de averiguar su verdadera naturaleza.

    El poeta pregunta entonces a esos "héroes sin redención y sin historia, / sin tumbas y sin lágrimas: Qué habéis sido? / ¿Héroes o tigres? ¿Pensamiento o rabia?" (120). Respondiendo a esta pregunta puramente retórica, las metáforas, las comparaciones, los paralelismos gramaticales se entrelazan a lo largo del texto. Y la respuesta múltiple, que despliega un bestiario restringido pero apreciable, es siempre la misma:

Cruza el salvaje errante
la soledad de la llanura inmensas;
y el amarillo tigre, como él hosco,
como él fiero y desnudo, la atraviesa (76)
    En otros lugares del texto, la voz de los charrúas es comparada al "grito del chajá"; sus dientes, a "los colmillos del jaguar". Individualmente, los indígenas parecen ‘moscas’ y ‘reptiles’; colectivamente, "un obscuro rebaño de culebras". Pero es de lejos la obsesión felina la que predomina, transformándolos en "tigres heridos"10.

    A la transformación metódica de los aborígenes en bestias contribuye, por contraste, la caracterización de los otros personajes del poema. Ningún acto ninguna metáfora, ninguna comparación, ningún paralelismo gramatical viene a teñir de bestialidad la pura humanidad de los españoles. Sólo Blanca es, en tres ocasiones, comparada a animales, y esas comparaciones –con la garza, el ciervo y el cisne11, símbolos de gracia, de pureza, de delicadeza- no implican de modo alguno su deshumanización, sino que subrayan su humanidad. Una humanidad de la cual los autóctonos se ven completamente desposeídos, al punto de que el nombre de la nación que constituyen, charrúa, puede encontrarse en una oposición fuerte, antagónica, con humano. Es lo que ocurre en el momento en que el poeta hace el retrato de Tabaré, "el indio imposible, el extranjero, /el salvaje con lágrimas" (289), figura en la que convergen el americano y el español. He aquí su descripción:
 

    ¡Extraño ser! ¿Qué raza de sus líneas
a ese organismo esbelto?…
Hay en su cráneo hogar para la idea.
Hay en su frente espacio para el genio.
Esa línea es charrúa; esa otra… humana (132)


    Este retrato, que emerge en el momento en que se narra la entrada de Tabaré en el villorío bajo la mirada de los españoles, sale como de una especie de rumor aldeano transmitido por una forma enunciativa bastante ambigua acaso identificable al discurso indirecto libre. No obstante, ese retrato concuerda perfectamente con la imagen que el poema, globalmente, da de los autóctonos. En Tabaré, los charrúas se oponen a los españoles como la bestialidad se opone a la humanidad.

    Es preciso admitir, sin embargo, que el poema no priva completamente a los indígenas de atributos positivos. Proliferan en él, en efecto, los pasajes en que se elogia el carácter indomable de los charrúas, el coraje con que pelean, su determinación a defender la libertad hasta la muerte. ‘Altivo’, ‘valiente’, ‘valeroso’, ‘audaz’, ‘ bravo’, ‘invencible’, ‘temerario’ son adjetivos que emergen sin tregua, para escoltar tanto al sujeto colectivo como a los guerreros aborígenes nombrados por el texto, del mismo modo que emergen sin tregua los sustantivos ‘fuerza’, ‘presencia’, ‘valor’, ‘bravura’, ‘coraje’. Sería un error, sin embargo, disociar ese vocabulario del discurso global de Tabaré y, en particular, del rebajamiento donde indígenas a la bestialidad que el poema opera. Es en el marco de ese rebajamiento donde es preciso inscribir los atributos ‘positivos’ que el texto otorga a esos seres puramente somáticos que habitan en ‘guaridas’. Se constata entonces que, entre los charrúas, ninguno de esos atributos constituye una virtud, en el sentido de "mérito del hombre", sino una prolongación –un nuevo avatar- de su bestialidad. Su "ansia viva / de libertad, de destrucción y guerra" (173) responde a un instinto elemental de conservación, apego a sí mismo exclusivamente biológico, equivalente al de cualquier bestia acorralada. El coraje en que se materializa se instinto es rabia en estado puro, explosión visceral, naturaleza ciega que no termina de morir: "asida al suelo / la fiera agita su convulsa zarpa" (123).

    Entre los españoles, al contrario, el coraje depende menos de la lucha instintiva que de una disposición a consagrarse al prójimo. Ese coraje es materialización de una grandeza moral inseparable de la generosidad y del sentido del honor: "¿Cuándo una dama ha recurrido en balde / al hidalgo valor de un castellano?" (26). Noble por definición, la valentía que viene de ultramar comunica con la razón con el ideal, con los sentimientos elevados, con el olvido de sí mismo. Así lo ilustra la conducta de Gonzalo de Orgaz:

Olvidó muchas veces en la lucha
el toque a retirada;
era noble y valiente, noble y bueno,
bueno y celoso de su estirpe hidalga (125)
    ‘Noble’ y ‘bueno’, atributos impensables en un charrúa de Zorrilla, constituyen la expresión de una conformidad, de una afinidad, entre lo españoles y su patria, la cual, por intermedio de la raza sin parangón que ha engendrado, pone su bondad, su nobleza, su temeridad, al servicio de la misión apostólica:
 
España va, la cruz de su bandera,
su incomparable hidalgo;
la noble raza madre en cuyo pecho
si un mundo se estrelló, se hizo pedazos.
(...)
Sólo España ¿quién más? Sólo ella pudo
con paso temerario,
llegarse a herir el lomo del desierto
(...)
y en él clavar el pabellón cristiano.
Y resistir la convulsión suprema
del monstruo aquél al revolverse airado,
sin que el pavor le acongojara el alma,
ni el resistir le desarma el brazo (108-109)


Esta glorificación de España y de su misión evangelizadora se cierra con una oposición entre el furioso ‘monstruo’ americano y el temerario cruzado cristiano, oposición que exhibe con claridad meridiana el binarismo maniqueo que sirve de andamio ideologemático12 a Tabaré. Los dos ideologemas pareados sobre los cuales el texto construye su coherencia –los indios son bestias, los españoles son hombres- implican una concepción jerárquica de las especies de hombres que no es abusivo calificar de racista. A este primer par de ideologemas, Tabaré superpone un segundo par, igualmente maniqueo, según el cual los indios no merecen la tierra americana mientras que los blancos tienen derecho a tomar posesión de ella. Estos dos últimos ideologemas son legibles bajo formas a lo largo del texto y coinciden en un paisaje donde se habla de la joven Blanca, pasaje en que ese nombre simbólico adquiere todo su valor racial13:
 

Parece que este mundo americano
a aquella niña aguarda
porque en sus ojos brillen sus estrellas,
porque su viento pueda acariciarla,
porque sus flores tengan quien recoja
la esencia de sus almas,
y las corrientes de sus grandes ríos
quien oiga y ame a sus canciones vagas (127-128)


    El sentido implícito de este pasaje no deja dudas en cuanto a la inadecuación de los charrúas a la tierra en que viven: habitada por ellos, esa tierra no dispone de nadie capaz de captar su esencia íntima, de establecer con ella una relación de armonía. Sólo la raza blanca posee la sensibilidad para la tarea; es a ella quien la tierra americana esperaba. La fuerza de este segundo par de ideologemas, y todos los desarrollos lógicos que él autoriza y que me es imposible reconstituir aquí, justifica que, en Tabaré, la elegía de los charrúas no alcance nunca una forma susceptible de invalidar la apología de los blancos. Aquéllos, es cierto, despiertan en el poeta la conmiseración, pero una conmiseración restringida: su degradación a la bestialidad –su traición a la humanidad que Dios les había otorgado- habrá hecho necesaria su destrucción. Por haber llevado a cabo esta destrucción –por haber corregido una falta a las leyes superiores de la Providencia-, los blancos deberán ser loados.

Sin dejar de reconocer que con Tabaré había hecho obra de ficción, Zorrilla no ocultaba las veleidades de historiador que lo habían animado al escribir este libro. En la dedicatoria inicial se refiere a él con la fórmula "este pedazo de historia de nuestra patria" (LVI). Y en un anexo que contiene un glosario de algunas palabras indígenas empleadas en el poema, dice creer "firmemente que las historias de los poetas son, a veces, más historia que la de los historiadores" (329). Ésta última reflexión supone una oposición entre, por una parte, la descripción y la interpretación rigurosa de los hechos y, por otra, la transposición ‘poética’ de esos hechos. Entre los dos términos de esta oposición, el poeta se inclina por el último: la verdadera historia es, a veces, la que no retiene de los hechos sino su esencia poetizable. Esto justifica, por ejemplo, que el poeta-historiador transforme la exterminación de los charrúas en "misteriosa desaparición", que sitúe esta ‘desaparición’ en el siglo XVI, cuando la exterminación de los últimos charrúas tuvo lugar trescientos años más tarde, en el siglo mismo en que el poeta escribía, y que haga a los españoles únicos responsables de la ‘desaparición’ de los indígenas, en circunstancias en que la masacre definitiva fue perpetrada por sus propios compatriotas14. En la ficción, esas licencias con relación a lo real son perfectamente admisibles y sería absurdo recriminar a un poeta por habérselas permitido. Pero esas licencia tienen también un sentido, y ese sentido no es indiferente, en particular cuando estamos ante un texto animado por pretensiones históricas15 y, sobre todo, cuando ese texto modela la representación que una colectividad nacional se hace de los autóctonos. Y no hablo de cualquier colectividad, sino de una cuyos dirigentes, en el momento mismo en que intentaban consolidarla en tanto que nación –la independencia política del país había sido consagrada internacionalmente en 1828-, perpetraron la aniquilación de una de las etnias que la constituían.

    Sería excesivo afirmar que el holocausto de los charrúas tuvo sobre la colectividad uruguaya consecuencias de una envergadura comparable al traumatismo colectivo que, según Freud, habría provocado entre los judíos el asesinato de Moisés16. El hecho de que el holocausto de los charrúas haya sido documentado muestra que el acontecimiento no fue objeto de una supresión semejante a aquella por la cual los poetas, sacerdotes e historiadores judíos habrían borrado la atrocidad colectiva cometida por sus ancestros. Recordemos, sin embargo, que las versiones del holocausto uruguayo son contradictorias: algunas (las más interesadas en anular lo real) hablan de cuarenta víctimas, mientras que otras (las construidas en forma más rigurosa) hacen referencia a un millar de muertos. No es exagerado percibir en esta variedad de versiones el indicio de una operación de supresión ideológica, puesta en marcha pero no completamente lograda. Los motivos para operar esa supresión eran sobrados: la operación de masacre, inspirada de lejos y financiada enteramente por estancieros que veían en los charrúas una amenaza a sus derechos individuales y a la producción nacional, había sido lanzada personalmente por el general Fructuoso Rivera, entonces presidente de la república; entre las víctimas se habían contado tanto niños como hombres y mujeres que habían participado en las luchas por la Independencia; a la ignominia del acto, Rivera había añadido otras abyecciones –premeditación, mentiras, ardides- que hacían que este estigma original fuera aún más repugnante. Perpetrado en nombre del progreso y la civilización, del bienestar de la ciudadanía, de la paz nacional, el holocausto llevaba la impronta de la barbarie que quienes lo habían perpetrado atribuían a sus víctimas.

    Hoy, los indicios de una represión lejana, lograda sólo parcialmente, se perpetúan. Sirva como ejemplo un fenómeno sobre el cual Darcy Ribeiro ha llamado la atención: la falta de interés de los investigadores uruguayos por el papel que desempeñaron los autóctonos en la constitución étnica del país, falta de interés que conduce a este antropólogo brasileño a hablar, significativamente, de escotoma17. Difícil encontrar otra explicación a este rehusarse a querer saber que la necesidad, para un vasto sector de la sociedad uruguaya, de mantener fuera de la memoria un acontecimiento histórico que la problemática en cuestión correría el albur de hacer evocar. Esto tiene por efecto la constitución, en el saber colectivo, de una zona de sombras en la cual son confinadas las representaciones vinculadas al acontecimiento que se trata de ignorar porque su naturaleza ofende las convicciones que la colectividad pretende tener sobre su propio ser.

Pero, de cuando en cuando, se produce un retorno de lo reprimido. Cien años después de la publicación de Tabaré, en diciembre de 1988, aparece en Montevideo la novela ¡Bernabé, Bernabé!18, cuyo título evoca a Bernabé Rivera, el coronel que completó la infamia lanzada por el presidente Rivera. Esta novela textualiza una pluralidad de voces que hacen coexistir diferentes versiones de la masacre. Algunas semanas después de su aparición, ella suscita una polémica en torno a la pertinencia de los datos históricos en que se apoya, polémica en la cual intervienen historiadores, críticos, escritores y, entre éstos, el propio autor19. Al leer algunas piezas de ese debate, no es difícil discernir, aquí y allá, los derivados de una represión (en el sentido psicoanalítico) que, a mi manera de ver, encontró en Tabaré un instrumento privilegiado.

    Lo esencial de la producción literaria de Zorrila de San Martín es publicado entre 1879 y 1910, período durante el cual se consolida el Estado nacional uruguayo. En el curso de la década de 1870, el Uruguay, como el resto de los países de la región, había sido puesto al diapasón del sistema capitalista mundial. Ello había contribuido a darle un perfil propio que, para los dirigentes de la república, era necesario afirmar tanto dentro de las fronteras como en la escena internacional. Semejante afirmación exigía esfuerzos no solamente en el plano político sino también –y acaso sobre todo- en el plano cultural. Ella reclamaba la creación de los grandes mitos nacionales, la valorización de los hombres ilustres y de los momentos heroicos de la historia del país, la emergencia de la estatuaria patriótica. Juan Zorrilla de San Martín era, más que cualquier otro, el hombre para la faena. Toda su carrera muestra que, por vocación y convicción profundas, aspiraba a fundar en escritura de bronce y de mármol del Estado nacional que estaba consolidando. En 1879, en ocasión de la inauguración del monumento a la independencia del país, Zorrilla, que sólo contaba entonces con 24 años de edad, había dado lectura a un breve poema de su autoría –La leyenda patria-, que despertó de manera asombrosa el entusiasmo cívico de las multitudes y abrió de par en par al poeta las puertas de la gloria. "Nadie había conocido ni conoció después en la República –escribe el ensayista Roberto Ibáñez- un halago mayor"20. A partir de ese momento en que se había convertido en "el poeta de la patria", y hasta su vejez, Zorrilla iba a ser llamado constantemente, en las celebraciones patrióticas, a revivir su proeza. Aquel poema, que exaltaba el espíritu nacional y la emancipación del país, habría de ser calificado de "acto histórico" y comparado a la batalla de Las Piedras, a través de la cual el pueblo de Uruguay –criollos, indígenas, negros- había probado, en 1811, su determinación a romper para siempre los vínculos coloniales que lo encadenaba a España. "Si la batalla supuso el testimonio decisivo de un pueblo que aspiraba a su independencia –agrega Ibáñez-, el poema (que) se difundió y se infundió en el alma de ese pueblo (...), esclarecía y corroboraba definitivamente el sentimiento de la nacionalidad"21. Treinta años después de ese triunfo al pie de un monumento, Zorrilla recibía del gobierno el encargo de redactar una memoria histórica que debía inspirar a los escultores candidatos a la construcción del monumento a José Gervasio Artigas, el héroe nacional por excelencia, petrificado en mito por aquellos mismos que, durante décadas, lo habían cubierto de oprobio. A través de esa voluminosa memoria –La epopeya de Artigas22-, Zorrilla exhibe de manera transparente su proclividad a practicar el silencio selectivo y metódico, su propensión a instituir la distracción y el olvido: fabrica una imagen fragmentaria, sacralizada y abstracta del "Patriarca de la nacionalidad", imagen que se compadece perfectamente con la figura arquetípica que la clase dirigente necesitaba. A la vera de esta figura resplandece don Frutos Rivera, autor del holocausto de Artigas23.

    Este holocausto contribuyó a dar al Uruguay el privilegio dudoso de ser "el país más blanco de toda la América hispánica"24. Tabaré, leyenda blanca, echa un manto de candidez sobre el etnocidio. Al bestializar a las víctimas y al hacer recular los orígenes de la nacionalidad uruguaya a los tiempos heroicos en que los hombres (blancos) eran sagrados, el poema anula doblemente la atrocidad. El clamor de la masacre habrá sido la materia prima de un silencio: el silencio en torno al cual Zorrilla de San Martín, sin siquiera pensarlo, dio forma a su contribución de las flaquezas de la memoria colectiva.
 


NOTAS

1. Es con esas palabras, cómo un libro relativamente reciente, caracteriza a este poema: Antonio Seluja y Alberto Panini, Tabaré: proceso de creación, Montevideo, Biblioteca Nacional 1979, p. 25.

2. Se suele admitir que el poema presenta <<la vida original (de los charrúas) en su genuinidad>> (Domingo L. Bordoli, Vida de Juan Zorrilla de San Martín, Montevideo, Consejo Departamental, 1961, p. 198).

3. Esos juicios se encuentran en: Pedro Henríquez Ureña, "La leyenda de Rudel" en Obra crítica, México, FCE, 1960, p. 168; Miguel de Unamuno, carta a J. Zorrilla de San Martín fechada el 29 de noviembre de 1905, en Correspondencia de Zorrilla de San Martín y Unamuno, Montevideo, Instituto Nacional de Investigaciones y archivos literarios, 1955, p. 23; Raimundo Lazo, Historia de la literatura hispanoamericana. El siglo XIX (1780-1914), México, Porrúa, 1967, p. 174. El frenesí laudativo llevó a algunos comentaristas a evocar, en relación con Tabaré, los Bordoli en las páginas 206 y 207 del libro ya citado). Ello no ha impedido a otros críticos encarar de manera mucho más lúcida, en una perspectiva estética e histórica, la obra de Zorrilla de San Martín. Es el caso del brasileño Antonio Candido, quien, al ocuparse de "hechos de retraso, anacronismo, degradación y confusión de valores", menciona el "caso extraño" de Tabaré, "tentativa de epopeya nacional uruguaya casi en el comienzo del siglo XX, tomada en serio aunque concebida y ejecutada según moldes ya anticuados en la época del romanticismo" ("Literatura y subdesarrollo", en América Latina en su literatura (colectivo), México, Siglo XXI, 1972, p. 343).

4. Cf. Hugo Achugar, Poesía y sociedad, Montevideo, Arca, 1985.

5. Juan Zorrilla de San Martín, Tabaré, Buenos Aires, Librería Internacional, 1912, p. 64. Todas las citas del poema han sido tomadas de esta edición e irán seguidas, en los sucesivo, por la indicación de la página.

6. Cf. A. Merino, "No toccare la donna bianca", en P. L. Crovetto (ed.), Storia di una iniqutá, Génova, Tolgher, 1981, pp. 225-253.

7. En relación con la obsesión del grito y el aullido en Tabaré y en la tradición literaria hispanoamericana, ver C. Acutis, "Tra il silenzio e l’urlo", en Storia di una iniquitá, op. cit., pp. 215-223.

8. Ver las ocurrencias de esos adjetivos en Tabaré, pp. 83, 96, 97, 107, 108, 131, 252, 253.

9. "El indio ruge, al escuchar la planta / del extranjero blanco / con rugidos de rabia y de deseo, / siempre en acecho, cauteloso, huraño" (107).

10. Las fórmulas entre paréntesis se encuentran en ibídem, pp. 117, 123, 131, 166, 192, 224, 242, 253, 264, 265.

11. Cf. Ibídem, pp. 267 y 277.

12. El concepto de ideologema que utilizo aquí es el que ha desarrollado Michel Van Schendel en "L’idéologéme est un quasi-argument", en Texte, Nos. 5-6 (marzo de 1987), pp. 21-132, y <<"Agaguk" d’Yves Thériault: roman, conte, idéologéme>>, en Literature, No. 66 (mayo de 1987), pp. 47-77.

13. El propio Zorrilla atribuye este valor a ese nombre simbólico. En la dedicatoria de Tabaré a su mujer, escribe, refiriéndose a ese personaje: "Blanca (tu raza, nuestra raza) ha quedado viva sobre el cadáver del charrúa" (LVII-LVIII).

14. Conviene señalar que difícilmente podía haber ignorado Zorrilla esta exterminación, perpetrada cincuenta años antes de que él se pusiera a escribir su poema. Un libro que el historiador Jorge Pelfort califica de ‘conocido’, Historia de las Repúblicas del Plata, de Antonio Díaz (hijo), publicado en 1877, dos años antes de que el poeta empezara a escribir Tabaré, describía de manera detallada los móviles y las circunstancias de la masacre. Parece imposible que la investigación de largo aliento que Zorrilla de San Martín afirma haber efectuado para componer su poema –investigación de la que da cuenta en el glosario de palabras indígenas situado al final del volumen- no lo haya conducido a este libro. Existe, por otra parte, otra versión extremadamente célebre del etnocidio, firmada por Eduardo Acevedo Díaz ("La cueva del tigre") en Ángel Rama (ed.), Los indios del Plata, Montevideo, Arca, 1972). Es cierto que la versión de Acevedo Díaz apareció en la edición del 19 de agosto de 1890 del diario La época, dos años después de la aparición de Tabaré. Pero no se olvide que, tras esta editio princeps, el poema fue reeditado, siempre con nuevas variantes, en 1892, 1918 y 1923 (cf. Enrique Anderson Imbert, "La originalidad de Zorrilla de San Martín", en Los grandes libros de Occidente, México, Ediciones de Andrea, col. "Literaria", 1957, pp. 130-131).

15. Estas pretensiones fueron largamente satisfechas por la recepción de que fuera objeto del texto. Así lo muestra, entre otros muchos ejemplos posibles, este comentario: "Don Juan Zorrilla de San Martín fue el poeta de la nacionalidad (…) y el creador del héroe ideal de esta nacionalidad. Como los poetas saben todo mejor que los demás, pudo escribir un pedazo de la historia de su país y mostrarlo caliente y bello como un ascua" (Roberto Bula Píriz, "Estudio preliminar", en Juan Zorrilla de San Martín, Obras escogidas, Madrid, Aguilar, 1967, p. 80).

16. Cf. Sigmund Freud, Moisés y el monoteísmo.

17. En la versión inglesa, la única que he podido consultar se habla de "blind spot", fórmula para la cual no encuentro correlato más adecuado que escotoma (Darcy Ribeiro, The Americas and Civilization (1971), trad. L. L. Barrett y M. Mc David Barrett, New York, E. P. Dutton & Co., 1972, p. 391).

18. Tomás de Mattos, ¡Bernabé, Bernabé!, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1988.

19. Cf. Los números de enero de 1989 del semanario Brecha, de Montevideo.

20. Roberto Ibáñez, "La leyenda patria y su contexto histórico", en Juan Zorrilla de San Martín, La leyenda patria, Montevideo, Arca, 1968, p. 21.

21. Ibidem, p. 23-26.

22. En ese libro, que pertenece a un género que podría ser calificado de "historia con énfasis de himno nacional", que el poeta recuerda muy rápidamente el apego y la lealtad de los charrúas hacia Artigas y los servicios prestados por aquéllos en las filas de los combatientes por la independencia nacional, así como los esfuerzos consagrados por el jefe militar y político a la plena incorporación de los indígenas al conjunto de la sociedad (cf. Obras escogidas, op. cit., p. 754). Sin embargo, el autor calla las circunstancias en las cuales los charrúas fueron extirpados del tejido social, limitándose a proferir una exclamación que sigue manteniéndolos fuera de la Historia: "Oh, el misterio de la raza muerta!" (ibidem, p. 1163).

23. El general Rivera dejó diversos documentos en los que reclama la cabeza de Artigas. Curiosamente, esos documentos caracterizan al mayor jefe militar y político de la historia uruguaya con la ayuda de un vocabulario que coincide a menudo con el que se utiliza en Tabaré para pintar a los autóctonos: ‘sanguinario’, ‘feroz’ ‘monstruoso’, etc.

24. Ángel Rosenblat, La población indígena y el mestizaje en América, tomo II, Buenos Aires, Nova, 1954, p. 118.
 


Javier García Méndez (Montevideo, 1945). Es profesor de Teoria Literaria y Literatura Hispanoamericana en la Universite de Rennes (Francia). Ha publicado numerosos libros y articulos en esas materias, entre ellos El ser social del texto literario.


Regreso a la página de Argos 15/ Ensayo