Xihualpa
Jaime Gil de Biedma
La casa es un dialecto,umbrales en la noche, recorridos
que los pasos comprenden por adicta certeza,
asechanzas del júbilo en aromas antiguos,
la justa indiferencia de las cosas
que alumbran la memoria.
Los muebles tienen frío
y un poco de vejez en las orillas.
Las ventanas son nuevas, el paisaje es el mismo
que llenaba de azules el jardín y la luna,
las noches en lo alto del insomnio,
contando campanadas.
La puerta halló el silencio
y a lo lejos, también la carretera
que por las madrugadas se envolvía de bruma
tejió un murmullo al fondo de lentas caravanas.
Las palomas que husmeaban la cosecha
no vuelven hace años.
Se secaban al sol,
en el tejado, las mazorcas húmedas.
De tarde, las parvadas buscaban la comida.
El rifle de mi padre las espantaba un rato.
Me gustaba el olor de los casquillos
a pólvora quemada.
El fuego en la cocina
mezclaba los hervores en el aire
desde el amanecer hasta la medianoche.
La mesa siempre al centro de días que giraban
perdidos en sus órbitas caseras.
El tiempo era migajas,
Ropa que el sol buscaba
para enfrascarse en su algodón mojado,
escobas que gastaban el patio de limpieza
más por amor al agua que por temor al polvo,
mujeres con la piel como madera
delante del brasero.
La mesa en Navidad
ceñía un rosario de parientes
envueltos en olor a pino y chocolate.
La noche como un témpano en pie de pirotecnia
aguardaba el ritual de los regalos,
su sol a medianoche.
Los libros de mi abuelo
poblaban los estantes silenciosos
de aquella habitación que en las tardes hablaba
y en un globo terráqueo gastado por la ronda
del ocio entre las manos de sus nietos
jugó la geografía.
Hogar de lagartijas
entre los gallineros y la milpa
era la vieja barda coronada de vidrios
donde los papalotes colgaban sus hazañas
las tardes en que el viento les vencía
sus hilos de costura.
El aire endurecía
el polvo en las mejillas de los peones
que aflojaban la tierra a golpes de azadón
y tragos de refresco, a principios de marzo.
Con aguamiel se fermentaba a oscuras
el licor de las fiestas.
La luz de los inviernos
era roja en la flor de Nochebuena,
ámbar dentro del jugo de las peras caídas,
blanquísima en las calles camino del mercado,
violeta en los crepúsculos de misa
y azul entre los cerros.
El musgo en los abetos,
donde termina el sol petrificado
y sólo la humedad verdea en una piedra,
en las gotas que ruedan sobre su sed de lluvia,
narraba los festines de la vida,
creciendo entre la sombra.
La casa siempre ahí
cansada del aroma de los higos
fecunda como bosque para las ciegas crías
de pájaros gitanos y gatos del infierno.
La casa de ladrillos asoleados
y arañas jardineras.
A veces vuelan gritos
que la noche disuelve con alfombras.
Mi abuela cae en sueños que remueven el aire.
Las fechas ya no cambian en su memoria seca
y los ojos le brillan un instante
con fósforo cansado.
Por las tardes espera
inmóvil en su silla las palabras
que cruzan como pájaros el bosque de los años.
Su alma en mangas de nube recorre otras veredas
envuelta en el olor de la naranja
y el té de manzanilla.
Territorios de sombra
acampan en la piedra su pregunta,
buscan el sueño blanco y mudo de la cal
que cubre las paredes donde hoy fluyen las grietas.
Los árboles dan frutos todavía
al final del otoño.
Jorge Fernández Granados. Nació en México, Distrito Federal, el 31 de octubre de 1965. Poeta. Egresado de la Escuela de Escritores de la SOGEM. Becario del Centro Mexicano de Escritores, 1988-89; del INBA, 1991- 92, y del FONCA, 1992-93. Ha colaborado en Alejandría (UNAM).
Obra publicada: Poesía: Entretejedura, colectivo, UAM/Delegación Cuauhtémoc, 1988. La música de las esferas, Premio Literario Nacional de la Juventud Alfonso Reyes, en poesía, 1988; Castillo, 1990 (El Sol de Monterrey). El arcángel ebrio, UNAM, 1992 (El Ala del Tigre).