La melodía de los Armatostes
Pieter Bruegel, el hijo (también llamado el infernal) pintó, con lujo de detalles, aquella cocina llena de leprosos y tuberculosos, de fetos danzarines y perros famélicos, en una esquina, junto al caldero donde se coce un cerdo vivo, oculto por las sombras, se encuentra un Armatoste con forma de embudo. Simboliza, como muchos creen, los humores de la locura, y debido a su forma de trompetilla, Bruegel representa, con toda la malicia del caso, el desquiciamiento de la razón provocado por los desaforados acordes de una melodía tan extraña como el caldo de cerdo vivo o los ojos del feto destazado que con tanta diligencia se comen los comensales. El infernal intuyó, acertada y detalladamente, el poder de la melodía de los Armatostes, brutal e iluminadora como esos pensamientos que se escabullen del cernidor de la razón, como esas súbitas ideas, geniales y desordenadas. En la cocina de Bruegel el embudo sirve como caja de resonancia para la magistral ejecución de tan devastadora melodía, una amplificación que provoca en los comensales un ligero temblor y un impulso desenfrenado por desmembrar todo lo que se mueva. El flamenco la representó de esta manera, tal vez superado por su compatriota Hieronimus van Aken, sin embargo son casos excepcionales; no siempre la melodía de los Armatostes provoca ánimos descuartizadores o coprófilos.
Una noche de 1527, Cracovia se encontraba sepultada en nieve, el frío calaba y se escabullía por las puertas del novísimo convento al igual que esas misteriosas notas que fueron lamiendo las baldosas de la abadía, escurriéndose por las piedras de las escaleras, por la madera de las puertas y llegando a la habitación donde el joven Nicolás trataba de memorizar un manuscrito que versaba sobre la música universal y primigenia que Pitágoras decía escuchar. Aquellos extraños sonidos lo asaltaron y Nicolás, con el ceño fruncido, se levantó presuroso y trató de localizar el lugar donde provenían aquellas alucinantes armonías. El monje recorrió toda la abadía, al parecer la melodía provenía de todos lados. Nicolás corría, sudaba, y en medio de aquel frenesí, el dique se rompió: aquellos duros y recios pensamientos fluyeron por su imaginación y sus fastidiosos cálculos matemáticos, por fin, pudieron conciliar, por medio de mecanismos que nunca entendió, a las belicosas circunferencias con los movimientos planetarios. Nicolás Copérnico reflexionó un momento y se espantó, pues había descubierto una de las tantas estratagemas divinas. El frío calaba en Cracovia y había dejado de nevar, la melodía se dispersó pero no el miedo y el horror de saber que Dios también puede ser interpretado. Nicolás imaginaría, entonces, aquel Armatoste que lo volvería famoso, ese constructo bidimensional el cual organizaba a los planetas de cobre alrededor de un sol de plomo girando sobre circunferencias de latón. Después de la iluminación el joven Nicolás regresó a su celda y antes de cerrar los ojos tarareó, muy quedo, aquella melodía versátil que lo visitó a hurtadillas, una noche, cuando Dios estaba dormido.
Mil años atrás, en medio de los sudores de una sangrienta batalla, los oídos de un guerrero ateniense escucharon lo que Pitágoras tanto se jactaba de sólo poderlo escuchar él, los sonidos parecían atravesar el cuerpo del guerrero quien inexplicablemente bajó su guardia, quedando a merced de un furibundo cartaginense. El guerrero ateniense pensó entonces que aquello podía ser la corriente primordial de las ideas o los ecos de una verdad añeja. Al verlo sin guardia sus compañeros defendieron enconosamente al que, a final de cuentas, era su maestro, contra los furiosos cartaginenses que no entendían cómo un guerrero bajaba la guardia y se ponía a reflexionar sobre lo que seguramente serían puras estupideces. Tal acto ofendió mucho a los cartaginenses los cuales no entendían que Sócrates había perdido la guardia al escuchar cómo bailaban los argumentos en su cabeza, estremecidos por los rigores de una contagiosa melodía. El padre de la Filosofía no regresaba a la batalla, los argumentos se sucedían aplastantes y era necesario reflexionar sobre ellos, aunque fuera a la mitad de una batalla y en medio un círculo de feroces atenienses asediados por las espadas invasoras. Cuentan, tanto atenienses como cartaginenses, que en la cúspide de la masacre, el maestro profirió un monumental gritó: "¡Pero si es un enorme Armatoste!" El silencio se hizo en la batalla y todos miraron perplejos al Estagirita, el cual al sentir el peso de cientos de miradas, abrió la boca y entornó los ojos y volvió a gritar: "¡cierto era que estaba gigantesco!" Y acto seguido, caló su espada y se dedicó en cuerpo y alma a conocerse a sí mismo matando algunos cartaginenses mientras silbaba las notas de una melodía que, muchos años después, los niños griegos silbarían cuando iban a nadar.
El efecto provocado por la melodía armatosteica anula la noción de temporalidad y deja al sujeto inmerso en un espacio indescifrable donde solamente la respiración (la música corporal) te mantiene vivo. Se sabe que la melodía disloca los pensamientos demasiado esquemáticos, sublevando la imaginación y los procesos creativos. Esta melodía inflama, irremediablemente, a cualquier músico que sienta en su instrumento una extensión primordial de su cuerpo, hincha a los ejecutantes y les da un aire de improvisación impresionante.
Una noche, durante la misa de Viernes Santo, en la hermosa catedral de Leipzig, el joven Sebastián ejecutaba, con oficio, las notas de una aburrida obra para órgano, la cual hablaba sobre los tormentos del Calvario. Sebastián tocaba de forma solemne y correcta, los fieles escuchaban dormitando los salmos melódicos de media noche, dirigidos por la severa voz del arzobispo von Retzinger. Nada perturbaba la solemnidad de la ceremonia y sin embargo, como un golpe súbito, como una revelación furtiva, desde las alturas de la cúpula de nueve lados, lamiendo las piedras de las columnas, el mármol y el color de los vitrales, entrando por los oídos de un perplejo Sebastián, colándose por su sangre, bajó hasta sus manos aquella extraña melodía que, sin más, lo motivó a ejecutar una fuga, una necesaria fuga. El arzobispo von Retzinger se estremeció, la versión de san Marcos tuvo que esperar; aquello era inconcebible, irreverente, los padrenuestros se dejaron de escuchar y los fieles despertaron y sus brazos parecían entrelazarse como queriendo bailar frente al altar donde el arzobispo von Retzinger los miraba con la furia divina en el rostro. Estaba paralizado, era una figura de cera, una piedra, el arzobispo nunca tuvo oído para la música, y entonces, con la mirada helada y la voz furibunda, gritó hacia el coro de la catedral: "¡Por dios santo, Sebastián, deja de tocar ese Armatoste!’’
Evidentemente el joven Bach no lo escuchó,
estaba lejos, frente a las puertas del paraíso, se había
fugado a otras tierras donde los sonidos son tangibles y la música
construye continentes.