La creación según Agnes
Bahía, Brasil. Un café demasiado pintoresco y poco privado. La he visto bajar desde el cuarto de su hotel. La he estado observando cómo se arregla. Se deja ver cada cierto tiempo en la ventana, puntual y pudorosamente. Cada vez que el viento, como un cálido soplo del desierto, se apiadó de mí y levantó la cortina, la vi avanzar en su preparación. Ya está vestida. Ahora, supongo, está bajando. Es un sólo piso. Ahí va; trae su bolso de playa, el bikini negro debajo de una falda de lino blanco translúcido que sugiere lo que siempre sugiere la transparencia: La verdad; sugerida, sí, pero verdad al fin, de carne, hueso y murmullo, de sombra y aliento. Apresuro mi cerveza y salgo del café sabiendo que lo que sigue ha sido planeado por alguien que no soy yo, que lo que sigue es el misterio más grande, más largo, más cruel y más bello de esta vida, quiero decir de mi vida. Un misterio que se ha vuelto todo un motivo para seguir viviendo, viajando y deseando. Deseo, esperanza y despojo. Las tres palabras claves que dan cierto itinerario a mi vida, a mi vagar eterno, a mi flotar a la deriva por cientos de puertos y ciudades, pueblos, barcos y camas. Un vagar aparentemente sin sentido y sin destino, pero lo mío, visto desde adentro, es una misión. Antes de seguir y para que quede más claro, todo esto de lo que hablo no es más que seguirla a ella, hacernos el amor como locos, quedar abandonado, deprimirme casi hasta la muerte y renacer con una pista, salir a buscarla, encontrarla, hacernos el amor...
La última vez que la vi fue en Roma, tan lejos de mi hogar, si es que todavía lo tengo. La encontré, como es usual, porque ella quiso; o mejor dicho, encontré la pista que dejó, la seguí y, como siempre, al final del hilo estaba mi paciente Penélope deshilando una sábana donde mi cuerpo se estrella como el cadáver de un ahogado se estrella en las rocas de una playa. Un muerto, eso soy, hasta que doy con esa playa y me aferro como un vivo a la roca, me agito y le beso la piel, los pechos, los pies, el sexo, y bebo su presencia carnosa y viva. No es un sueño, ni una alucinación. Lo sé porque sus uñas rasgan mi espalda y eso nunca pasa en los sueños; lo sé porque en los sueños ella siempre desaparece antes del clímax y despierto tenso como un árbol, duro y vacío, y me tengo que emborrachar antes de poder abrir mis manos crispadas y soltar sus nalgas imaginarias, sus pechos de humo. Tengo que caer inconsciente para poder sacar mi dedo de su húmeda y fantástica cueva. Amanezco tendido en el suelo frío de un hotel. Al contrario, cuando no es un sueño, mis manos, después del clímax, se van soltando suavemente, mi boca se desprende casi muerta de su pecho izquierdo, siempre es el izquierdo; mis músculos, desarticulados placenteramente, se van entregando a la inmovilidad total, a su origen de agua, a su nada, a su resignado polvo. Pero es el espíritu, a pesar de ser una explosión de la carne, él mas agradecido. Se sosiega y se duerme, se restriega como un gatito negro contra las paredes de mi cuerpo, contra los barrotes de su celda y como un tonto se adormece. Opio, puro opio es el cuerpo de Agnes, la inglesa de ojos azules que un día de tantos que tiene la historia de mi vida, apareció sin decir hola, sino más bien adiós, y vi sus nalgas, las mismas que veo hoy, contonearse de un lado de mi ojo hacia el otro, de una mano hacia la otra, hace cinco años, la misma falda de lino, un bikini rojo, la playa de Panajachel, y cuando pude cerrar los ojos por un segundo y pensar y decidir hacer algo, ya un imbécil, otro, había logrado cerrar los ojos antes que yo y caminaba a su lado. Me volví hacia el volcán y me imaginé una blanca erupción que cubriera el mundo, que lo destruyera, que ahogara a todos los seres en su propia lujuria y deseo, y que cubriera de una buena vez y para siempre el deseo por el deseo, pero antes de ver toda esa viscosidad volar sobre mi cabeza me lancé al agua fría y apagué aquel mínimo apocalipsis. Mi tiempo no era aquel.
Calle abajo iba Agnes. Agnes la solitaria, la bella, la misteriosa, la sabia, la madre adoptiva de mis edipos huérfanos, la erudita en una filosofía milenaria que yo sólo llego a intuir, la amante apasionada, insaciable, única; la amante de un lascivo amoral que ha dedicado su vida a ir tras ella y que cuando decidió no hacerlo más se topó con un misterio, uno inmenso y negro que lo estimuló más que antes a seguir buscando aquel festín de leones. Agnes es una leona, sólo hay que verla después del banquete descansando sobre las sábanas, rubia y larga, mansa, distraída, estimulando ya su nuevo apetito, escarbando en el viento un olor de víctima: otra cebra, una gacela; ronroneándole a su león, a su triste y fiel león que yace junto a ella tendido con las piernas abiertas, con la boca abierta, con los ojos abiertos, viendo sin observar, oyendo sin escuchar, llorando sin lágrimas, sin suspiros, muriéndose sin morir, sabiendo que la leona se va nuevamente y que pasará mucho tiempo antes de encontrar su rastro, sabiendo que sufrirá de hambre antes de dar con otra presa y entre los dos hartársela hasta los huesos. Agnes no te vayas, no me dejes, llévame. Maldita lengua entumecida que nunca se ha atrevido a pedir misericordia. Ahora sé por qué, ahora intuyo la razón de ese miedo, pero no sé si saberlo me protege o me arrastra hacia el abismo.
Hoy voy a confirmar mis sospechas, hoy encontraré la última pista, el último hilo de esta historia que yo escribo, pero que Agnes teje. Comprenden: Yo escribo pero Agnes teje. Saberse hilo puede ser también una trampa. Bueno, al fin y al cabo saber la verdad ha sido siempre la condena del hombre, de los ángeles y hasta de las máquinas. Saber es sinónimo de muerte y muerte es sinónimo de aventura y aventura de vida y vida de sexo y sexo de muerte y muerte de verdad y verdad de Agnes y Agnes de Arturo. Punto. Arturo soy yo. Yo no soy Agnes. Agnes sabe lo que yo no sé y sólo por eso me lleva la ventaja; sólo por eso puede esperarme agazapada en una esquina, a mí, su león, su compañero de caza.
Agnes ha llegado a la playa, se ha quitado la falda y la parte superior del bikini. Sus pechos atisban el horizonte... o el horizonte atisba sus pechos. Se ha tendido sobre su toalla y ha tomado un libro. Me pregunto qué leerá. Las tres veces que he estado en una de sus habitaciones he visto tres libros distintos; la primera vez vi una Biblia enorme, abierta en las páginas de El Cantar de los Cantares; la segunda vi un libro de Santa Teresa y la tercera me topé con un Informe sobre suicidas, editado por una sospechosa Editorial X de Guatemala. Los tres los he leído varias veces y he estado a punto de mandarme a un manicomio buscando una pista. Ya casi he concluido que los ha leído por simple, sencillo y mortal gusto. Aunque el Manual sí me ha sido de alguna utilidad. Qué leerás esta vez mi Agnes querida. Muero porque no muero. Me muero porque me matas maldita gitana rubia, de sexo dulce y pechos salados. Pero vivo por esa muerte, he de aceptarlo y ratificarlo con carácter de confesión póstuma de un potencial suicida que aún no pierde el miedo a dejar atrás aquel cuerpo dorado. Porque Dios sabe que lo he intentado. Como un enfermo me he recluido en falsos hospitales del corazón, como un indigente he mendigado la absolución. He luchado contra su recuerdo como se lucha contra un ladrón o contra un violador. He llorado hasta quedarme ciego y he jurado mil quinientas veces, en vano por supuesto, que nunca más he de verla, que nunca he de tocarla, que nunca más he de acariciarla, ni soñarla. He decidido morir, pero entonces viene la reflexión: Si he de morir la tendré una vez más, y otra vez y otra y otra, y lo que era sinónimo de muerte se convierte en vida, en mi vida. La cosa no es tan fácil, y cualquiera que se haya visto prisionero de un cuerpo, de una boca, de una caricia sabe de lo que hablo.
Hoy me he dado cuenta de que alrededor de Agnes siempre hay una corte. Me he dado cuenta, por ejemplo, que aquel rubio alto de la caseta de helados ha estado en otras ocasiones cerca de Agnes. He de observarlo. Las muertes que su presencia provoca han de ser una advertencia.
Lo que siempre me ha intrigado es cómo un hombre de bien como yo haya terminado inmiscuido en toda esta trama que no sé quién inventó. Una compleja telaraña que nos va cubriendo, que nos cierra puertas pero también nos tiende puentes, y en el centro el deseo y la esperanza de volver a ver a Agnes. ¿Qué es tan fuerte, tan atrayente que me sacó de mi tranquilidad? ¿Qué me empujó fuera de aquel mundo donde ya todo estaba dicho y hecho, y sólo había que ir a cobrar un sueldo y girar unos cuantos cheques al mes para que lo dejaran a uno tranquilo y solo? No sé. Mi vida no era una vida de esas que pueden inspirar una novela. Yo mismo era un personaje normal que reía, lloraba y trabajaba de sol a sol en un escritorio de metal gris, tenía una familia, una discreta amante y una futura esposa. Eso era antes. De eso sólo queda mi nombre. Mi discreta amante y futura esposa se debate entre el suicidio y la soltería eterna, mi madre reza por mí de seis a seis y mis hermanos niegan mi sangre. Los entiendo, yo hubiera hecho lo mismo si siendo yo mi hermano me hubiera visto caer desde esa colina triste que es el hogar de los burgueses a esta vida sin control ni destino, si me hubiera visto blasfemar contra los cimientos del hogar, de la familia, del trabajo, si hubiera sido yo el que me viera convertido en un símbolo fálico con pies, me habría condenado al olvido. Yo hubiera sido el primero en lanzar la primera piedra en contra de mí mismo. Y tal vez soy yo el hermano, el padre, la madre, el juez, el verdugo de mi mismo, y tal vez no es sólo un juego de palabras y yo soy el destino de todos y por eso me temen.
Pero la culpa ya no es un condicionante social en mí, la culpa se ha ido convirtiendo en un acicate, una especie de estimulante. Un masoquista que se excita con la culpa. Eso creo que me define. Pero ¿Qué es Agnes? Es una mujer. Pues sí, sí lo es. Mi ex-futura esposa también lo es. Es de carne y hueso. Especialmente de lo primero. ¿Tiene alma? He aquí una pregunta difícil, así que he de constestarla de una manera fácil: a quién le importa. Es muy inteligente. Sabe lo que quiere y sabe lo que estará haciendo dentro de un año a esta misma hora. Pero todo esto dice poco, o nada, casi cualquier mujer, con excepción de mi ex-futura esposa, llenaría las cualidades. Hay que agregar, esto ya lo saben, que es bellísima, que no tiene acento ni en español, ni en inglés, ni en alemán. Sus ojos son azules, su pelo puede ser rubio, negro o rojo; su boca está siempre, eternamente, pintada, a veces de rojo vivo, a veces de púrpura y hasta de azul. Hoy es roja, su pelo está pintado de negro. Cuando se tiene que decidir es difícil, sino imposible, escoger entre pelo negro o rubio, entre largo o corto, qué más da. Uno termina gritando, quiero a Agnes, por Dios, que alguien la traiga, sucia, descuidada, muerta, viva, la quiero junto a mí.
En Miami la tuve con el pelo muy corto. En la isla de Flores era rojo y largo. En Roma, en Roma no recuerdo su pelo, recuerdo a Agnes en la Capilla Sixtina estirando su dedo hasta casi tocar La Creación, pero no recuerdo su pelo. Recuerdo sus ojos chispeando entrecerrados, su dedo crispado por el esfuerzo, sus piernas tensas, estiradas y abiertas, la minifalda convertida en una cinta blanca sobre sus nalgas, su boca tensa, sudando. Dos eternos minutos tratando de llegar su dedo al de Dios. Dios impasible prefirió a Adán, lo prefiere. Yo fascinado en un rincón. Agnes, la niña, en la Capilla Sixtina. Ahí me llevaron las pistas y ahí la encontré, como un pararrayos, exactamente debajo del dedo de Dios. Después de esos dos minutos de ser un dedo, uno grande, uno del tamaño de todo su cuerpo, se distensó, se limpió la rabia de la boca, la ira de los ojos y me miró con todo el amor que pueden contener unos ojos azules y, créanme, es mucho amor. Le estiré mi brazo y extendí mi dedo, como Dios, pensé; ella extendió su dedo también, lo tocó y dijo, Hola Adán, sonriendo dulcemente. Sí mi Dios, hola mi Dios, pensé.
En la plaza de San Pedro estaba el Papa, era miércoles, el sol quemaba las cabezas y Agnes no pudo hacer nada más que ponerse de rodillas y persignarse. Agnes sabía lo que hacía cuando se arrodilló. Antes de arrodillarse tenía esa mirada fría que siempre tiene cuando me está dejando, cuando está planeando algo, cuando su agenda la llama: la mirada del que da órdenes. Muy distinta es la Agnes del dedo, la Agnes de la capilla, la Agnes del reclamo, de la penitencia, de la reconstitución, de... no sé como llamar a aquella Agnes. Me estoy imaginado la imagen y pintándola sobre un lienzo renacentista. ¿Cómo la llamaría? Agnes señalando a Dios. El dedo. El abandono. Agnes sacrílega. Agnes de piedra. La Mujer. Dios Madre.
Aquella tarde conocí una Agnes que nunca más he visto, una muy humana que casi tenía miedo, casi tenía fe. Ella reconoció mi intriga y desde el suelo, de rodillas, dijo, Rezo por vos.
Conocí el amor en Roma y no me refiero a que lo conocí en una cama, lo conocí en la Capilla Sixtina, en la punta de un dedo. Era el amor puro, el de la ausencia, el del recuerdo, el que es tan sólo una promesa eterna, un legítimo pacto firmado con susurros tiernos, ancestrales e indescifrables, el amor que puede soplar una catedral entera de la boca de la amada al oído de su amante.
Después de que Agnes terminó de rezar, nos fuimos de la mano por la ciudad, nos besamos en las esquinas, acariciamos los monumentos de mármol y andamos todos los caminos de Roma. No todos los encuentros con Agnes son sexuales. En Roma fue espiritual. El abandono fue el mismo. Al día siguiente de estar solo volví a la Capilla. No pasó nada. El dedo de Dios se veía más lejano que nunca, mas frío y más acusador, más de Miguel Ángel que de Dios, más del hombre.
Después de Roma no hubo encuentros en más de un año. Después de aquel maravilloso idilio romano mi vida vino a meterse en un agujero de maldito spleen y desidia. Pasé unos meses en Roma esperando un mensaje que nunca llegó; entonces, decidí abandonar la eterna cacería de Agnes. Me fui a Turquía. Pregúnteme por qué o mejor dígamelo usted. No lo sé. Tal vez aquel empacho de occidentalidad que es Europa me obligó a una purga a lo musulmán en Estambul. Pero después de vomitar mucho, no por el empacho sino por el opio, decidí que de algo tenía que vivir. Hoy sé que aquella decisión que me llevó a la cárcel no era más que mi subconsciente enviándome a conseguir fondos para poder viajar y así tal vez encontrar, una vez más, a la Venus del Dedo.
Fue allá, en una cárcel francesa, condenado por tráfico de sustancias ilegales, donde pensando en todo esto descubrí algo que me cuesta mucho contar. Algo que aún no comprendo, que aparentemente no sirve para nada más que, lo sospecho, para estimular a los participantes del juego. Agnes parece ser la marionetera, yo nada más que una marioneta. Los muertos, simples espectadores, objetos, piezas, tarjetas de direcciones, premios, estímulos, mensajes, símbolos. Yo sé dónde buscar a Agnes, qué día, a qué hora exacta. Todo lo que tengo que hacer es seguir los cadáveres, los suicidas, estudiar el caso específico, detallar lo general, escarbar en su pasado y ver en sus pupilas el rastro del bello rostro de una inglesa que se pinta el pelo. Ahí es donde comienza todo, donde el juego principia y los jugadores lanzan sus dados. ¿Ganará alguien alguna vez? ¿O ganar no es más que besar y poseer a Agnes? Para mí, ese premio es suficiente. Pero perder puede ser terrible: uno puede terminar ahorcado en un árbol en medio de un bosque, señalándole el camino a Canaima a algún lúbrico desconocido o se puede terminar con un disparo en la sien dibujando con nuestra sangre un mapa de la ciudad de Chicago, en el centro, en la calle Melville, un hotel de mala muerte, en el tercer piso un cuarto en el que a las tres de la tarde nos espera una mujer vestida de seda pisoteando una serpiente sobre una inmaculada cama king size.
Por eso, cuando en aquella cárcel decidí sin mucha convicción matarme haciéndome un harakiri con una lima del taller, supe que dejaría de ser un peón para pasar a ser una carta de direcciones; algo así como Avanza tres casillas, Vaya directo a Formosa, Salga de la cárcel. Mi última tarjeta fue Retroceda tres casillas, es decir, tres malditos años en prisión. Cuando salí no sabía si todavía estaba jugando. La única posibilidad de volver a meterme al juego era regresar a Guatemala y esperar y esperar. Nada odio tanto como la espera y esta vida no es más que una espera tras otra: esperar los nueve meses, un año, los dieciocho, esperar el amor, el sueldo, el lunes, esperar en un hospital, el tren, el bus, el sueño, la comida, el final de una novela, y la más grande y espectacular de todas las esperas: La Muerte. Pero andar detrás de Agnes no es una espera, no saber dónde buscarla sí lo es.
Después de no ver a Agnes durante cuatro años la curiosidad me mata. Sigue igual, tal vez más bella, unas libras de más, una pequeña arruga de celulitis, pero sí, más y más bella.
El rubio que reconocí me ha estado observando, sabe que también soy un jugador, también sabe qué hacer, y eso es nada. La única y tácita regla de este juego es asumir que no se está jugando. Nunca he hablado de Agnes con nadie y las dos o tres personas que me han hablado de ella sé que no están en el juego.
He hablado con el alemán. Hemos coincidido en que la mejor cerveza se toma en Praga, que las mejores playas están en el caribe y que las iglesias más intensas son las de Guatemala. Yo he agregado que las mujeres más bellas están, como la mejor cerveza, en Praga. El alemán rotundamente ha dicho que no: las mujeres más bellas están en Venezuela. Bueno, tendré que ir a Venezuela, por el momento la mujer que más deseo, quiero decir la única, se está rociando bronceador en los pechos.
Después de esos breves encuentros con jugadores siempre me queda un sabor a idiota en la boca. ¿Por qué no contarnos todo? ¿Por qué no correr juntos a la policía y explicarles que el próximo suicida de Bahía estará ligado a un extraño ritual de erotómanos e inhumanos, que no hacen más que delinquir para hacerse de fondos para poder seguir en un juego que sabe Dios quién inventó? Y la respuesta viene hacia mí, a recogerme, me toma de la mano, me da un beso en la boca y me pregunta, ¿Cómo has estado? Cuatro años sin verte. Te he extrañado tanto. Y busco al alemán porque sé que tendrá que esperar algunos meses más para que sea su turno, pero lo veo junto a otra mujer, una morena muy bella. Agnes se ha vestido y camina hacia el centro de la ciudad. Nos sentamos frente a una linda iglesia azul a ver a los pájaros y a la gente.
Háblame mujer, tu silencio me mata.
¾ Sabes, Arturo, las iglesias me atraen.
Piensa Arturo, piensa, son pistas, todas sus palabras son símbolos.
¾ Sí, a mí también, aunque no soy tan religioso como debiera.
¾ ¿Y cómo es eso?
¾ ¿Cómo es qué?
¾ Como debieras ser.
¾ Ni convirtiéndome en sacerdote lograría limpiar mi espíritu.
¾ Culpa, Arturo, se llama culpa y es precisamente lo que nos hace andar. Por eso hay que visitar las iglesias de vez en cuando, escuchar la misa, confesarse y hasta comulgar. La siguiente culpa será más insoportable y tendrás más por qué correr y besar y acariciar y jadear de placer, y serás así más eficiente, más poderoso, más rápido y sagaz. Alimenta tu culpa y tal vez algún día te atrevas a mirarte a los ojos.
¾ Dame un beso Agnes, te he extrañado mucho.
Lo peor es que por momentos siento que me quiere, pero los hechos, la huida y el castigo me hacen pensar todo lo contrario, que me odia. Hoy hemos estado en la cama más tiempo que nunca, hoy se ha reído y me ha contado cosas que nunca había dicho. Me ha preguntado por mi familia. Me ha besado tiernamente y creo que hasta he visto una lágrima asomarse a su párpado. Comienzo a sospechar de todo esto. Puede ser que ella no sea más que una jugadora dispuesta en el tablero para hacernos girar los dados o girarlos ella.
Buscarle un sentido al juego es peligroso. Yo ya lo intenté y lo único que casi conseguí fue delatarme con el alemán, mostrarme débil y sin fe. Los sacrificios de los hombres-pista han de ser suficientes para mí, sus muertes no deben ser vanas. Pero más allá que mi agradecimiento a estos mártires anónimos y vilipendiados por la sociedad, les debo mi fe. Y esto es lo único que me mantiene vivo. Por eso es peligroso plantearse otro motivo más allá de la satisfacción personal, más allá del cuerpo y de la comunión; aunque, como ya lo dije antes, el espíritu también agradece. ¿Qué hay detrás de Agnes? ¿Es ella el fin del camino? Desde que intento razonar todo esto, de ubicarlo en todo aquello que ahora me parece tan lejano y que llamamos realidad, más me doy cuenta de que cada día soy más ajeno a la vida diaria, al mundo y sus trajines, a los números, a las listas interminables e infinitas de obreros y profesionales, a la vida real. Todo esto no parece más que un mundo paralelo que subsiste con relación a la realidad sólo porque los que participamos somos hombres de carne y hueso, pero que no existimos legalmente. Por primera vez me he visto involucrado en una actividad totalmente apolítica. Cada vez que alguien del mundo real me ve a los ojos siento como si fuera transparente, como si no me vieran. Dejar aquel mundo no ha sido difícil, lo difícil es seguir actuando en él. Por ejemplo: ¿Cómo llegar a la escena de un suicidio intentando recabar pistas? ¿Cómo no hacerse notar entre tanto llanto y desconsuelo en el funeral de un suicida? La cosa se complica y lo que no entiendo es cómo yo, que fui uno de aquellos, puedo servir para ser uno de estos. Fe es el nombre del juego, una especie de profeta es Agnes, una especie de apóstol soy yo, es el alemán.
¿Y los suicidas? Maldito fin de siglo. Los suicidios se propagan y uno de cuerpo en cuerpo, de pista en pista y la mayoría falsas. ¿Cómo llegar a Agnes? Sólo la fe lo puede. Sólo el intenso recuerdo, sólo el deseo y la muerte lo llevan a uno hacia Ella.
Agnes se fue. Estoy sentado en un bar, borracho y hablando del mundo y sus mujeres con el alemán estúpido que está más borracho que yo, pero que ni así suelta una palabra de lo que ambos sabemos. De playas y montañas, ha pasado a hablar del fin de siglo y sus locuras, de las sectas, de ovnis tripulados por príncipes incas o mayas y demás alucinaciones milenarias. Yo lo veo con un ojo abierto y el otro cerrado, como apuntando con una carabina. Vamos bestia, dilo todo, sé el próximo en colgarse de la rama de un árbol. Escupe, alemán. Pero nada, pura parlotería esotérica que no sirve ni para que me den ganas de vomitar. Lo único interesante que me ha dicho es que su novia lo ha dejado. Bien que se lo merece por creer en estupideces, he pensado; pero, inmediatamente después, me he dado cuenta que el estúpido estoy siendo yo. Lo abrazo y le digo que lo entiendo; entonces, veo en sus ojos un brillo de fraternidad. Sí, ahora lo sé, es de los nuestros, de los rastreadores de suicidas.
Por la mañana he despertado ansioso y tenso: Agnes ha partido, pero hoy es diferente. He ido al parque y he tomado la banca que está frente a la iglesia azul.
Me gustan las iglesias, resuena la voz de Agnes en mi cabeza. Son las seis y cinco de la mañana y la iglesia aún no abre. La abren siempre a las cinco cuarenta y cinco, dice una viejecita que se ha sentado en mi banca, nunca se atrasan. No he dormido mucho y la frescura del parque me invita a dormir. Cierro los ojos, pienso en Ella. Oigo ruidos en la iglesia, la van abrir. Se abren las puertas y el guardián corre y grita, atrás viene el sacerdote. Algo pasa. La pista, pienso. Las iglesias me atraen. A mí también, y corro hacia la puerta. El hombre que cuida grita: policía, policía, el Diablo ha estado despierto, el Diablo ha estado en la iglesia. La curiosidad me mata, me come las entrañas, la espera no ha sido tal. Dios te bendiga Agnes por apiadarte de mí, por darme de vuelta la vida tan pronto. El sacerdote entre sollozos trata de evitar que yo entre en la nave de la iglesia. Algo puedo ver. Espectacular. El cuerpo pende de una cuerda que por lo menos ha de tener cinco metros de largo, sujeta a la viga central que corre debajo del techo de la iglesia, amarrada a su columna vertebral. Está totalmente inmóvil. Es una mujer. Padre tengo que entrar, creo que la conozco, miento. Las piernas me tiemblan. Es la primera vez que la pista la constituye una mujer, siempre hombres. ¿Qué significará?
El padre me ha creído, me deja entrar. Parece una marioneta abandonada; la iglesia, un blanco carromato gigante visto por dentro, uno de esos que usaban los gitanos para llevar de pueblo en pueblo sus tristes dramas de muñecos. Los gritos han cesado. El padre ha cerrado la puerta y se ha quedado afuera. Excelente. Estoy solo. Mi oportunidad de entender más allá de lo que supongo. Camino por el pasillo central y me acerco hasta quedar debajo del cadáver. Despacio, obsérvalo todo. El cadáver está inmóvil encarando hacia el altar de la iglesia. Otra vez lo has hecho, pienso, sin saber a quién glorifico. La imagen es la más intrigante que he visto en mi vida, sólo comparable con la de Agnes estirándole su dedo a Dios. El cuerpo de la mujer es bello, blanco, liso y terso. No logro ver su rostro, pero por la experiencia sé que en el rostro es difícil encontrar la pista. Me dirijo al altar. Me arrodillo me santiguo y por primera vez en años rezo.
Me pongo de pie. Por aquí debe estar la pista, en el altar. En sus tesoros, en sus incensarios, en su hostiario, en... Es más difícil de lo que pensé. Pero aquí estoy, por primera vez antes que la policía, que los reporteros. Tiene que ser una ventaja que me lleve más allá de donde he estado. Este golpe de suerte me ha vuelto ambicioso: más allá de donde he estado es mas allá de Agnes, y eso no sé qué pueda ser, pero no le temo. La luz ha comenzado a entrar en bloques cuadrados por las ventanas. Eso me gusta, podré inspeccionar mejor. Dejo el cuerpo para después, además la policía estará por llegar y cuando lo bajen lo veré mejor. El altar, el altar. Me acerco, pero no veo ni sospecho nada. Abro el hostiario, tomo la copa, como una hostia. Todas las hostias saben igual en cualquier parte, pero son exquisitas, saben a nada, a recuerdo tibio, en blanco, placentario. Evoco mis días en que era monaguillo. Recuerdos, recuerdos, siempre desconcentrándome y arrancándome de mi tarea y misión, de mi individualidad tan necesaria en esta fe extraña que profeso y que no daña a nadie. Suicidas hay y seguirán habiendo, La humanidad es un ser que se suicida, Las ruinas atraen a los hombres tanto como el cuerpo de un suicida, dice Agnes. No matamos a nadie. Sigo recorriendo el altar, pero nada. El optimismo del principio se ha convertido en desesperación, pero aún queda el cuerpo que cuelga del techo. Lo veo y, ahora sí, entro en pánico. El cuerpo se ha movido, su cara ve ahora hacia la salida. Caigo sentado en una banca y miro hacia la puerta principal. Nada excepto el mundo. Cadáver no me mandes al mundo. Escucho las sirenas, el guardián ha vuelto a gritar como loro, las viejas hablan y rezan. Y tú enviándome a ellos. Será posible. Será esta una casi imposible casualidad, una cruel y típica broma que me juega la realidad del mundo. El titiritero nunca dejaría que una pista se corrompiera, todo está milimétricamente calculado, cada centímetro dispuesto, cada milésima de segundo estacionada en su lugar, cada cuerpo colocado en la posición que se necesita para que el jugador encuentre el camino. Pero a esta bella suicida parece no importarle. O ¿será parte de la pista que el viento haya cambiado la disposición de la escena? ¿Tendrán tanto poder? Sí lo tienen. Me levanto de inmediato y corro hacia la salida. Tengo que indagar la puerta. Cuando estoy a punto de tocar la puerta ésta se abre y choco. Los bomberos son los primeros en entrar. Todos hacen un rodeo frente a mí. Estoy tendido en el piso y la gente me evita como a un mendigo. Trato de concentrarme en la puerta, nada. No me sirve más que para salir de aquel lugar. Estoy perdido, no entiendo nada. Odiseo el ingenioso rascándose la cabeza sin saber a dónde ir, tendido en el pasillo de una iglesia, mientras Penélope se olvida de él. Pierdo el rastro, lo estoy perdiendo. Pero aún queda el cadáver. Lo están bajando. Un bombero lo descuelga y otro lo recibe desde la escalera. Como un príncipe con su doncella hacia el himeneo. Qué escena, por esto se vive, por esto se muere. Sigo tendido en el piso. La gente ha hecho silencio, gracias gente. La han puesto en la camilla. La están sacando. En su camino hacia el cadáver detengo al bombero que lleva la sábana blanca. Jalo la sábana. No la tapes, es tan bella le digo, y el bombero me da una mirada cargada del más sincero odio y tira con fuerza de la sábana que se rompe en dos, me lanza su parte en la cara y corre a buscar otra. La están sacando. Observa Arturo, observa bien tu última oportunidad de volver al juego. Se acercan. Entonces, me doy cuenta con indecible horror que la vida seguirá para mí, que la rutina me ensartará sus garras de nuevo, que seguiré siendo quien fui hasta hace 10 años por otros 40 más: El hijo de mis padres, el hermano de mis hermanos, el novio de mi ex-novia, el empleado de mi jefe, la oveja de mi pastor y el pastor de mis pulgas, y ya no seré el destino de ellos sino ellos mi destino. Odiseo de televisión y periódicos, de mariguana y tecnología, del recuerdo y la repetición. Agnes iba en su camilla como una sirena varada en la realidad. Desde el suelo, con el brazo extendido, estiré mi dedo sin poder alcanzar el suyo, y me quedé solo otra vez.