EDGARDO JIMÉNEZ ROMERO
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La cita



Felipe creyó que el corazón se le iba a salir, le latía fuertemente, su sangre recorría en forma presurosa todo su organismo. Sus manos las sentía frágiles, inútiles, sin sentido, sudaban copiosamente. Estaba allí, en el mismo parque donde la había conocido tiempo atrás, y las sensaciones eran las mismas del primer encuentro. Trató de distraerse mirando el parque que lucía un verde desconcertante. Miró las viejas bancas que se encontraban a su alrededor, algunas aún conservaban sus ornamentos de fierro; otras sólo tenían su base de madera a manera de poyos. En el centro del parque, al lado del monumento, jugaban algunos niños. Los miró con ternura, y ese sentimiento, a veces tan parecido al amor, lo llevó al motivo de su espera: Fabiola.

    A Fabiola la había conocido en ese parque de Barranco, de una manera casual. Ella pasó por su lado, y él, absorto como estaba en la lectura de un libro, no la vio cuando cruzaba en dirección contraria con varios paquetes. La colisión fue inevitable, ¡¡Zas!! Por un lado cayeron las bolsas y por el césped, su libro, abierto de par en par. Los dos se miraron y se rieron de manera espontánea ante ese espectáculo brindado por el azar. Felipe fue el primero en reaccionar, se arrodilló y fue localizando uno a uno los envases, latas y cajas que estaban esparcidos por el lugar. Terminó de agruparlos y luego los colocó en las bolsas. Fabiola lo miraba en esa tarea con una sonrisa tierna y enigmática, sólo atinó a dirigirse al sitio donde voló el libro de Felipe y lo recogió. Felipe le entregó las bolsas y ella hizo lo mismo con su libro. Él le señaló una banca en la que se sentaron y allí empezó todo. Hablaron cerca de cuatro horas, él le contó de su afición por la literatura y por los atardeceres vistos desde el malecón. Le confesó que tenía dieciocho años y que le gustaba dibujar y hacer poemas -como buen barranquino- y que estudiaba literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Fabiola, entusiasmada, le contó que tenía diecisiete años, que estaba estudiando en Bellas Artes, y que tenía hechas algunas pinturas; reconoció que le apasionaba vivir en Barranco, porque allí se respiraba romanticismo. Quedaron en encontrarse el martes siguiente, a las cinco de la tarde, en el mismo parque, para ir luego a la casa de ella a ver sus cuadros y proseguir la charla. El martes, Felipe llegó a la hora acordada; la espera fue vana. A las ocho de la noche, con el repicar de las campanas de la iglesia del lugar, se convenció que Fabiola no vendría.

    La vida tenía que seguir. Alguna vez leyó en un libro que el destino suele darnos dos oportunidades en las cuales nos encontramos con el amor de nuestra vida, y son pocos los que suelen reconocerlas. Sin embargo, para Felipe esa ocasión había llegado el día anterior, cuando mirando distraídamente el paisaje urbano de la avenida Grau, desde un ómnibus, la divisó parada en una esquina. ¡¡Fabiola!! -gritó- ella giró, lo reconoció de inmediato. Aprovechando la luz roja, le gritó a Felipe: ¡¡Te espero mañana en el parque de Barranco, a las cuatro de la tarde!!... Allí estaré -atinó a decir Felipe, sacando la cabeza por la ventanilla.

    Y sí, allí estaba el Doctor Felipe Montoya, con sus ochenta años a cuestas, temblando como un chiquillo, esperando la llegada de Fabiola: la cita más importante de su vida.
 
 

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