AMALIA ESTRADA
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Espérame en el cielo




Mi agente llegó después de la extremaunción. Entró apurado al cuarto, corrió a mi lado y en el abatido pecho me puso un folleto que sacó de su portafolios. Luego, secándose el sudor de la frente, me dijo:

    -Llegué justo a tiempo, ¿no es así, señor Gutiérrez? Usted apenas está en las últimas...

    Saqué fuerzas de donde pude para mostrarle mis papeles y los comprobantes de pago. Los tenía a mi lado, a un costado de la almohada, ordenados cronológicamente. Sufrí al ver que algunos se habían manchado de sangre.

    -No se moleste. No hace falta que se fatigue, todo está en orden. El Comité de la Buena Muerte, tomando en cuenta la constancia en el pago de la póliza, decidió otorgarle un beneficio de 300,000 indulgencias. Con esa cantidad, tendrá cielo para rato. ¿Cómo la ve? Eso sí -añadió enroscándose los bigotes-, los gastos personales correrán por su cuenta.

    Antes de cerrar su portafolios, sacó una mortaja fosforescente con las siglas ED (Easy Dead) y me cubrió con ella:

    -Cortesía de la casa, señor Gutiérrez, descanse en paz.

    En cuanto el agente salió de mi cuarto, entró la muerte. Cerré los ojos y vi mi cuerpo amarillento en el fondo de un ataúd impregnado de olores santos. Hice un recuento de mis pagos: el vigésimo representó el viaje a Europa que nunca realicé. El trigésimo, equivalía en costos a los tres hijos que jamás concebí. El más oneroso fue el último: haber renunciado a aquella huerta que tanto quise cultivar durante mi vejez; hubiera plantado azucenas, naranjos y zarzas. Pude haber dejado crecer el musgo... Afortunadamente no lo hice. Las letanías escurrían por las paredes del féretro y comprendí que las llorenas reclamaban mi cadáver. Un gusano con ojos de lenteja remojada me despertó para darme un beso de despedida. En menos de un estertor, llegué ante la limusina que me conduciría a la gloria. Una calavera me recibió quitándose la chistera:

    -Pase usted. Es un placer atenderlo, mi nombre es Ósea, para servirle.

    Arrellanado en el asiento, observé la charamusca de harapientos que subía la escarpada montaña. Llevaban expedientes bajo el brazo y pensé que esas pobres almas dejaron lo del juicio final para última hora. Yo, en cambio, supe desde muy joven cumplir con los requisitos: Vivir para pagar la póliza del Buen Morir.

    La limusina se detuvo frente a un portón de hoja de oro. Una marquesina de neón centelleaba: C-i-e-l-o Valet P-a-r-k-i-n-g.

    Reconocí a San Pedro por su aureola de cerradura. Salí del auto y me acerqué.

    -Buenas noches. Soy Carmelo Gutiérrez, asegurado de ED ¿qué número de cielo me tocó?

    San Pedro revisó su bitácora, se acomodó la aureola y respondió:

    -Mire, don Carmelo, por el momento no es posible asignarle un cielo. Hay un problema. Verá. El último pago de su póliza fue efectuado un día después del período de gracia. Como usted sabe, el pago fuera del plazo implica la pérdida de los beneficios otorgados.

    -No puede ser. Yo mismo le pagué al agente...

    -Por lo visto le tocó cabalgar con el jinete del apocalípsis. Ya ha pasado en otras ocasiones. Mientras el comité averigua, tendrá que esperar su turno como toda esa gente. No le ofrezco un lugar en el limbo porque está en remodelación.

    Sentí morir.
 
 

Regreso a la página de Argos 14/ Narrativa