MORIR CADA VEZ
El diablo llegó en el Tordillo. Se apeó del caballo y nos miró con una mirada perdida, que lanzaba destellos de sus ojos rojos como brasas. Temblábamos y nos apretujábamos los más chicos contra las piernas de los mayorcitos.
Ya sabíamos lo que pasaría. Todos sabíamos que el infierno entraba a la casa. Sus espuelas plateadas dejaban rastros de sangre Y lanzaban chispas contra las piedras del patio. Desde que lo vimos a lo lejos, al fondo de la cerca, sabíamos que se había embrutecido, que la bestia rabiosa como perro del mal se le habla metido otra vez en el cuerpo. ¡Lo habíamos visto tantas veces! Pero lejos de acostumbrarnos el horror se nos crecía cada vez sobre las veces anteriores con la fuerza con la que cruje el río que arrastra cada vez más paredones de las orillas y ensancha su desbordado cauce. El demonio nos miró perdidamente desde el averno, sus ojos de fuego nos enseñaban que en el fondo de su cerebro sólo gobernaban los mismos monstruos de las veces anteriores y que los niños no podemos nunca interpretar más que como eso.
Pero todos sabíamos ya lo que
haría. Inconscientes, extendimos los brazos para impedir su entrada
con el aterrado deseo de proteger como ronda de niños la Doña
Blanca de la casa. Caímos fulminados por manotazos y rayos de
maledicencias; y trémulos, demudados, con gritos sordos y los ojos
desorbitados vimos y oímos el remolino infernal entrar en nuestra
casa. Todos sabíamos lo que pasada, todos sabíamos lo que
pasaba. Como ratas asustadas corríamos detrás, en medio,
alrededor, enfrente, para cercarlo, nublados de dolor, danzando una fiesta
macabra sembrada de injurias y golpes que sólo nos rozaban la piel
y nos desgarraban el corazón. Y aunque la agresión no era
contra nosotros, ¡no lo podíamos aceptar! los demonios que
atizaban los celos y el odio arbitrarios -que ni el alcohol nos deja entender-,
sólo tenían un fin: destruir y hacer agonizar otra vez frente
de nuestras caras el origen de nuestras propias vidas.