Jorge Gaspar Guerra
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EL VISITANTE





Cuando no hubo ningún cubierto, ningún ornamento fuera del lugar preciso, Berenice decidió que era hora de arreglarse. Como se había tomado su tiempo y todo estaba resultando mejor de lo planeado, pensó que valía la pena permitirse algunos excesos durante el baño. Con cierta culpa escamoteó las sales relegadas al baúl de los misterios inconfesables, preparó cuidadosamente el agua hasta que tuvo la temperatura exacta de su cuerpo y dejó que un chorrito de agua humeante repusiera el calor perdido hacia el ambiente. Luego inició el lento resbalar de las ropas por sus hombros en tanto levantaba los brazos fláccidos y, con pequeños movimientos de las caderas, empujaba la tela hasta hacerla caer a sus pies. Con suavidad rayana en ligereza acarició la piel de los muslos, el decaído abdomen, los marchitos senos; se sintió leve, fascinadora como nunca pero virginal como siempre. Entró a la tina deslizándose por la orilla, serpiente rebosante de piel ajada; pequeños espasmos la encresparon hasta que se dejó llevar por el entumecimiento del agua disoluta. Festejó la tregua, el calor sin recovecos, el inevitable frotar de los muslos, liberación de todas las convenciones. Deshizo la unidad de la bañera con un portentoso chorro de orina que se llevó los últimos remordimientos. Luego dejó que el oleaje la deshiciera y la arrastrara lo más lejos posible de la orilla.

    Había pasado el último año concentrada en un luto riguroso, sin permitirse pensar. Buscaba ocupaciones para creer que la muerte de Ella no dolía, pero era imposible olvidar que antes la había matado, aunque fuera sólo con el pensamiento, y estaba segura de que eso la haría sentirse desgraciada. Pero no ahora, no ahora, porque no podía evitar la virtud cuando Ella aún vivía, y ser virtuosa era como estar en misa, encajándose el piso en las rodillas, mirando con la orilla de los ojos a las cristianas verdaderas, las que rogaban sin fingimientos ni falsedades, henchidas de devoción y rezos voladores mientras Berenice se doblaba con el peso de arrepentimientos que no sentía, pero que lograban hacer más grandes sus pecados. Pero no ahora, no ahora que era posible dejar de someterse, dejar de fingir que nada importaba sino Ella y la devoción, la devoción y Ella, deslizando los rosarios con el ardor en otra parte y apresurándose a cumplir todas sus expectativas, pendiente del mínimo arquearse de sus cejas, sabiéndola perfecta, amorosa, y temiendo que algún día descubriera sus anhelos, el hartazgo de una situación irremediable.

    Al abrir los ojos sintió frío. Escuchó el chorrito de agua helada y se levantó temblando para cerrar la llave. Recordó que esperaba a alguien, y esa espera era más importante. Se secó rápidamente y al terminar pasó otra toalla por su cara, luego más suavemente por el cuello, los hombros, varias veces las axilas, y se supo tibia, delicada, absuelta y libre de recuerdos. Se imaginó con veinte años menos y sin los terrores de entonces, pero no pudo entender tanto desperdicio. El arreglo le llevó más de media hora y al terminar buscó el mejor lugar y la posición más adecuada para esperar a que él entrara, pero recordó que de todos modos tendría que levantarse a recibirlo. Se entretuvo volviendo a alinear los cuadros, las carpetas, las difusas flores de porcelana, hasta que creyó oír unos golpes en la puerta.

    No pudo evitar saberse culpable cuando Ella murió. Luego del primer chispazo de alivio y los súbitos planes apenas esbozados, sintió que el dolor le reventaba los ojos. No supo más hasta que la enterraron. Decidió que un voto de silencio, la asistencia a dos misas diarias y una actividad desorbitada durante un año serían purga suficiente. Todo lo cumplió con minuciosa insensatez. Un día después de terminar el plazo, se revisaba el peinado frente al espejo de la sala, y se dirigía a abrir la puerta.

    No recuerda casi nada desde que él entró. Hola, ¿cómo estás?, pásate siéntate, sí, hace calor, mucho calor, y en la noche es terrible, terrible. Berenice ha estado nerviosa, no sabe si se ha comportado correctamente. Se refugia en la cocina con el pretexto de las bebidas. No recuerda su rostro, ni su mirada, sólo le parece que él es enorme y tiene maneras mesuradas. Berenice se agacha y se apoya en las rodillas para aplastar los espasmos que le suben del vientre.

    Siempre la quiso tanto que permaneció con Ella, cuidándola y temiéndola: se había hecho a la idea de que era para siempre. Pero cuando empezó la enfermedad, las preocupaciones se le volvieron esperanzas y las esperanzas impaciencia. Fue entonces cuando empezaste a imaginar la forma en que moriría. Y encontraste muertes suaves, indoloras, hermosas hasta la ignominia, y la soñaste tendida, amorosamente amortajada, con las canas hundidas entre almohadas, lozana como recién nacida pero con la piel tan fría que no dejaba lugar a dudas, y entonces despertabas con miedo de que lo hubieras logrado y te arrojabas esperanzada hacia su cuarto, pero la oías respirar limpiamente y te quedabas parada, desencajada en la tiniebla, sin atreverte a prender la luz ni regresar a tu cama, y pensabas que más valdría que tú te murieras, arpía de setecientas uñas y no Ella, no Ella, la inefable. Y redoblabas los cuidados por cuarenta días.

    Cuando sale de la cocina, no se atreve a mirarlo. Sirve las bebidas con los ojos bajos, siente que él se levanta, que la toma de la mano y pasa el brazo por su espalda. Berenice no sabe si gritar, rechazarlo o desmayarse, pero cierra los ojos desmesuradamente y lo abraza en un impulso exasperado, lo sigue, se deja llevar dando vueltas por la sala y se entera de que están bailando, aunque lo único que escucha es el repicar de sus tacones en el piso. Y tiembla y se pega a su cuerpo para que arrecie el vértigo, lo aprieta con la cálida conciencia de que la llevará a su cuarto, la reclinará sin aspavientos, la cercará en silencio para quitar los siete sellos de su piel y para que ya no importen las arrugas, ni los labios estériles, ni el pudor devastado a fuerza de deseos, y lo sentirá encima con todo su peso pero sin doblegarla, y dejará atrás sus veinte, cincuenta, cien años de resquemores para desnudarlo con las uñas y dejarse morder, estrujarlo hasta sentir su carne dentro de la suya, para agradecerle el suplicio el dolor desfalleciente, y amarlo en extravío hasta que salga el grito que le ciega la garganta, las cavernas de su cuerpo y el sexo irremediable aunque ahora pleno.

    Y levantas los párpados, Berenice: el cuarto sigue girando, escuchas el galope de tus pies, el sudor te angustia los ojos y miras al espejo, miras la cabeza blanca recargada sobre tu hombro, respiras su aroma sumergido, encuentras la joroba conocida, tus manos en la espalda del vestido verde de tu madre pero luego las paredes se precipitan, el retablo, sagrado corazón, mesa dispuesta, cristalero hecho pedazos y esa vuelta que ya dura demasiado, palma porcelanas y otra vez al fin el ancla del espejo, devolviendo tu quijada en derrumbe, tus arrugas encarnizadas, la pintura negra que desborda de los ojos y tus brazos huecos, retorcidos, apretando sólo tus jadeos y arrastrándote a las vetas del granito que te envuelve en su aterido seno.
 
 

Regreso a la página de Argos 13/ Narrativa