CORTÁZAR: MODELO PARA JUGAR
El escritor bromea con lo que dicen de él y de su obra. Se divierte con los desaciertos de los críticos. Por su parte, el crítico cree estar tan seguro de sus afirmaciones, con una altivez tal, que les asigna un método de análisis casi siempre unívoco: el sistema del cual se ha servido se instala por encima de la obra estudiada. Se desplaza sin creatividad, ofreciendo un conjunto de conceptos organizados para un grupo reducido de lectores y dejando al resto en el olvido. Pero, afortunadamente, no es al resto de los lectores a quienes se les menosprecia. En muchos de los casos sus estudios quedan a beneficio de «viejos archivos» y tienen pocas posibilidades de publicarse. Y todo por ser fiel a exigencias de tipo académicas, en las que el placer por la lectura menos importa ante el éxito de un trabajo de ascenso o de una tesis de grado.
En tales circunstancias poco o nada puede importar aquí la cuestión del método. Puesto que si para Cortázar la escritura se encamina en búsqueda del deleite, sería hacer menos de él estudiarlo a través de algún método en particular. Con el texto —con la producción intelectual de Cortázar— lo que se quiere es «jugar». Pero le confiero al juego leyes similares a los juegos de nuestra infancia. Y teniendo entonces en cuenta los preceptos del juego, podrían ser interpretados los impulsos creativos de Cortázar, con la irregularidad de su sensibilidad, en caso de valernos de sus afirmaciones cuando dice Cortázar, en entrevista con Manuel Pereira en 1993, que no creo que sea nostalgia de la infancia, yo creo que en mi caso es permanencia de la infancia. De esto se trata, permanecer en la infancia junto a la obra: vida y obra logran reunirse ineludiblemente.
Ahora, estimando como premisa lo antedicho, habrá que revelar al escritor sin modelos estrictamente académicos. Lo que es igual a no tener un sistema preconcebido a fin de comprender aquellos secretos del juego. De un juego intertextual: descubrir el complejo de la escritura sólo desde la pasión del lector, y en cualquier circunstancia desde la pasión del ensayista, el cual se debe al texto, a la escritura de Cortázar. Por mi parte la lectura deriva en estas interpretaciones, afirmando, con ello, que la lectura es más resignada, más civil, más intelectual que la escritura, como le gustaría afirmar a Borges. Y esto resulta más ambicioso, lo digo con todo prejuicio, que atribuirle al texto cualquier teoría literaria vencida por la rigurosidad de los estudios académicos.
Y no quiero concluir en el procedimiento
de una teoría de análisis literario. Son sobradas mis limitaciones
para ello y se requiere de un espacio diferente a éste. Siendo así
no concibo, por lo pronto, otro recorrido para divulgar, bajo esta óptica,
la escritura de Cortázar. Es mi opción y sobre todo la ambición
de un lector que tiene derecho si desea decir de un escritor en el que
lo asistemático es la norma y el riesgo es parte del instinto artístico,
ocasionalmente insistiendo en el juego, como lo hace destacar la mencionada
entrevista que le hiciera Manuel Pereira, cuando éste comenta:
Muchos títulos son evocadores de la infancia, por ejemplo: Rayuela, es el nombre de un juego; 62 modelo para armar, es un rompecabezas; La vuelta al día en 80 mundos, Final del juego, otra vez la palabra juego...
A lo que responde Cortázar:
—No es un juego. Lo que si creo es que la literatura tiene un margen, una latitud tan grande que permite, e incluso reclama —por lo menos para mí— una dimensión lúdica que la convierte en un gran juego. Un juego en el que puedes arriesgar tu vida. (...), pero que conserva características lúdicas. (...) La literatura hace pensar en deportes como el basketball, el fútbol (...), en donde el arte combinatorio, la creación de estrategias son elementales. Sin eso no habría juego (...)
Como vemos, quizá una poética
del juego ayude a definir el desenlace que pueda termine siendo del gusto
del lector o, en cambio, encuentre otras posibilidades. Como quiera que
sea se encontrará aquí con un argumento. Razón por
la cual sería falsa modestia pretender en este lugar descuidar a
otras proposiciones, a nuevos conceptos. Más bien, éstos
se aprecian en la medida que arrojen desiguales matices, creando sobre
discursos elaborados alrededor de la obra de Julio Cortázar o alrededor
de diversos autores. Nada habitual para el caso, a su vez, arraigado a
formas tradicionales de la escritura las cuales conciernen al ensayo, en
donde el «yo» vivencial del ensayista discurre a su antojo,
al extremo de enlazar la vida del autor con sus conceptos, con sus ambiciones
y hasta con sus limitaciones. Con todo, en lo que respecta a este género
de la literatura, se admite la intuición a modo de dispositivo escritural:
se insiste en buscar las sinrazones de un proceso de escritura ambiguo,
pero lleno de satisfacciones y de placer. Sin esta ambigüedad que
caracteriza a Cortázar sería muy aburrido anunciar lugares
comunes. Ya que, por más que evitemos, suficientes cosas se habrán
dicho ya con antelación. No importa. En todo caso, es la forma de
estos viejos contenidos quien personaliza al discurso, cuando lo que se
quiere es exhibir algún modo de plasticidad textual, esta es, una
escritura de afirmación intuitiva e irrazonable, para algunos, pero
que al mismo tiempo se topa con las distinciones del conocimiento a través
de una vía alterna de aprendizaje, el cual adquiere un contacto
con una realidad cabalmente diferente: los objetos, las cosas se sienten,
se respiran una vez que la imagen se instaura en la realidad por medio
del lenguaje, se instaura una poética de las cosas. Por lo mismo
los recuerdos son imágenes tangibles, como he venido afirmando,
que respiran del tratamiento intelectual, el cual no lo proporciona la
ciencia sino, sin lugar a dudas, la literatura y el arte. Asumiendo, en
todos los casos, que los recuerdos sean el nexo entre una realidad y otra.
Únicamente que estos recuerdos, antes de ser una ilustración
psicológica, son la descripción de un comportamiento intuitivo
de conocimiento y, por tanto, una forma de apropiarse de la realidad.
***
El lector, este yo que escribe debe admitir alguna noción
implícita, sin que, por esa causa, se reconozca algún método
en particular. Por lo mismo aquí he llamado lectura a la justa necesidad
de asirse de un estilo crítico que proponga cuidar en su discurso
la unidad inexorable entre contenido y forma. Porque como dice Roland Barthes:
... el peligro del método (de una fijación en el método) es éste: el trabajo de investigación debe responder a dos demandas: la primera es una demanda de responsabilidad: es necesario que el trabajo acreciente la lucidez, logre desenmascarar las implicaciones de un procedimiento, las coartadas de un lenguaje, en suma, constituye una crítica (recordemos una vez más quiere decir: poner en crisis); aquí el método es inevitable (...) porque cumple el más alto grado de conciencia de un lenguaje que no se olvida a sí mismo; pero la segunda demanda es de otro orden; es la de la escritura, espacio de dispersión del deseo, en donde se deja de lado la ley; es necesario, entonces, en cierto momento volverse contra el método, o al menos tratarlo (...) como un espectáculo intercalado con el texto que es indudablemente el único resultado "verdadero" de toda investigación. (1974).
A esta segunda demanda es a la que me he referido hasta ahora, con la finalidad de colocar a un margen la ley y establecer nuestras propias reglas: la escritura —en cuanto a crítica se refiere— se vuelve contra el método y se desplaza acompañando al texto. Es el método quien se encuentra con el escritor y no a la inversa. Tampoco sé si deba encontrarle.
Algunos han llamado a esto Hermenéutica, lo que es igual al arte de interpretar los textos. En razón de ello, desde algunos ensayos muchos críticos han madurado sus teorías, inclusive, a veces sobrados ensayos han establecido categorías.
Quiero llamarle pues a la interpretación una Lectura en voz alta que sea, a la vez, una lectura silenciosa. El discurso se marca por la teoría, sin embargo también por la conciencia del autor. Y, ¿por qué en voz alta a la vez que silenciosa? Porque se desea que aquella lectura teórica, la cual la establece la rigurosidad del diseño —al que arriba nombré plasticidad textual—, sea, en suma, una lectura frágil a la intimidad o al silencio del lector, leída por todos como suele suceder con el ensayo. No obstante, insisto, en vez de ser una lectura preconceptiva es una «crítica» en donde la imaginación es recurso o registro de análisis. Asimismo, esto no es razón para descartar algunos aspectos fundamentales de las concepciones establecidas. Es decir, perder temor a las teorías, ya que, un extremo suele llevarnos a su otro contrario. Sirva entonces la teoría de fuente para la escritura. Una teoría que se establece por el universo del lector.
Entre otras cosas, toda creación poética establece un sistema de comunicación. Por su parte, el método —en los márgenes del ensayo— nos permite conocer de las reglas del sistema y discernir entorno a la textura de la obra, descubre qué elementos interceden entre el lector y la obra. Por esto y por otras razones, el hecho de descubrirlos no tiene porque alejarnos de los lectores, por el contrario, es atrapar el interés de todo lo que se persigue. Por lo demás se conoce de esta virtud en el ensayo —de por sí género literario— no así en la crítica tradicional. Aún así la teoría de la literatura —dice Luis Costa Lima— , en su aspecto más coherente, estimula y exige la formalización (...) La formación es un recurso para conocer realidades que de otra manera no podríamos captar (...) la formalización no se opone a la intuición, sino que es producto de probarla o, incluso de alimentarla. (1975). Acuerdo en gran alegría con Costa Lima. Y es esto lo deseado: mantener pues una relación con la intuición. Esto quiere decir que la crítica literaria, si de alguna manera aparece en este lugar cierta crítica, propone regresarse a la imagen del escritor en cuestión, o sea, que a través de la obra del autor me veo reflejado en una proyección de mí. Para que así sea los estímulos de la lectura someten a cualquier tentativa creadora, infieren sobre las pasiones en procura de emociones que terminan por mostrar otra realidad alojada en el subconsciente y nos desvía —realmente nos orienta— a un complejo imaginario, que es lo que queremos después de todo: vernos imaginados. No puedo pensar en otra utilidad de la literatura. Puesto que el autor debe —afirma Guillermo Sucre— sugerir que posiblemente nos reconocemos imaginándonos, inventándonos (en las obras de arte); lo que, a su vez, quiere decir que reconocemos en ellas nuestra otredad más que nuestra identidad, (1980). Esta crítica, sin temor a equivocarme, está en la mejor tradición de intelectuales como Octavio Paz, Francisco Rivera, el propio Guillermo Sucre, que en algún modo son contingentes a este diseño. Esta tradición, se ha dicho, une a la crítica con el poeta en un proceso —asiente Victoria de Stefano— de individualización singuralizándose como la cosa única que traspasa la conciencia total —el sujeto universal— a través de la palabra única que silencia todas las otras. Los seres finitos se reproducen al infinito, (1984). Como aprecian, el crítico, al igual que el poeta, debe asirse de la palabra. Esta es la aptitud de este tipo de crítica.
Ahora se requiere considerar todas
las herramientas imprescindibles en este tipo de análisis; inclusive,
la presencia de otras modalidades o diseños que van desde las entrevistas
hasta cualquier fruto de su creación —en los límites de las
obra de Cortázar—, sin dejar a un lado los recursos posibles. Así,
nos servimos de sus testimonios, de sus epístolas, de sus diarios,
de sus documentos y de cualquier accidente con su obra, independientemente
de lo efímero o lo extraño que pudiera parecer, siempre y
cuando se afirme el nivel simbólico, el cual viene a caracterizar
la personalidad de un hombre como lo fue, entregado a las manifestaciones
artísticas en todas sus expresiones contemporáneas y por
su parte anuncia la obra de, éste, Julio Cortázar.