José Concepción Martín
 
 

LA LITERATURA EN CIEN AÑOS DE SOLEDAD







En Cien años de soledad Gabriel García Márquez desparramó algunas actitudes frente al arte literario. Se pueden encontrar opiniones sobre la literatura en general y sobre los versos en particular.
 

1. Opiniones sobre la literatura

El quehacer literario está representado en el erudito sabio catalán y en el lector empedernido Aureliano Babilonia. En torno a estos dos personajes surgen opiniones dispares sobre la literatura como profesión o pasatiempo; opiniones que reflejan la actitud que se puede tener hacia ella en tal o cual momento de la vida; actitudes que se pueden resumir en la polaridad apego-desprecio, refugio del espíritu humano, refugio siempre frágil y en definitiva insatisfactorio.

    En el callejón que terminaba en el río, un sabio catalán tenía (en Macondo) una tienda de libros raros (pp. 302, 310) 1Era un abigarrado y sombrío local donde apenas había espacio para moverse. Más que una librería,
 
 

Aquella parecía un basurero de libros usados, puestos en desorden en los estantes mellados por el camején, en los rincones amelazados de telaraña, y aun en los espacios que debieron destinarse a los pasadizos. En una larga mesa, también agobiada de mamotretos, el propietario escribía una prosa incansable, con una caligrafía morada, un poco delirante, y en hojas sueltas de cuaderno escolar. Tenía una hermosa cabellera plateada que se le adelantaba en la frente como el penacho de una cacatúa, y sus ojos azules, vivos y estrechos, revelaban la mansedumbre del hombre que ha leído todos los libros. (310).       La mansedumbre es producida, entre otras causas, según lo anterior, por la lectura asidua y perseverante del erudito. Tal vez por ser una actividad puramente espiritual; o tal vez por el hecho de que el estudio hace al erudito más conocedor del mundo y del corazón humano. Y eso lo vuelve manso, comprensivo, tolerante, condescendiente. De hecho, el sabio catalán fue muy afable con Aureliano Babilonia y sus cuatro amigos. Cuando Aureliano Babilonia fue a comprar el SANSKRIT PRIMER, en cinco tomos, el sabio catalán, después de asombrarse, se los entregó sin cobrarle nada:
 
Llévatelos –dijo en castellano -. El último hombre que leyó esos libros debió ser Isaac el Ciego, así que piensa bien lo que haces. (p. 310).


    Le tomó el viejo cierto cariño a Aureliano Babilonia. Su librería se convirtió en centro de reunión de Aureliano Babilonia y de sus cuatro amigos, para tardeadas enciclopédicas. (317). Para un hombre como Aureliano Babilonia,
 
 

encastillado en la realidad escrita, aquellas sesiones tormentosas que empezaban en la librería a las seis de la tarde y terminaban en los burdeles al amanecer, fueron una revelación. No se le había ocurrido pensar hasta entonces que la literatura fuera el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente, como lo demostró Álvaro una noche de parranda. Había de transcurrir algún tiempo antes de que Aureliano se diera cuenta de que tanta arbitrariedad tenía origen en el ejemplo del sabio catalán, para quien la sabiduría no valía la pena si no era posible servirse de ella para inventar una manera nueva de preparar los garbanzos. (pp. 327-328).       Creo que esta cita encierra una actitud paradójica: la literatura es el mejor juguete inventado para burlarse de la gente. Aspecto positivo: divierte, ocupa. Pero (aspecto negativo) aparta de otras cosas prácticas, también necesarias. Encastilla en la realidad escrita y aparta hasta cierto punto de la realidad–que–ha–de-vivirse. Da a sus amigos fidelísimos una expresión beatífica que los aparta de la realidad, los hace gozar, transportándolos al mundo de las ideas, de las teorías, de las fantasías. Son víctimas bienaventuradas del "fatalismo enciclopédico".

    Había llegado el viejo catalán a Macondo en el esplendor de la compañía bananera, y no se le había ocurrido nada más práctico
 

  que instalar aquella librería de incunables y ediciones originales en varios idiomas, que los clientes casuales hojeaban con recelo, como si fueran libros de muladar, mientras esperaban el turno para que les interpretaran los sueños en la casa de enfrente (336).       "Libros de muladar", expresión despectiva que retrata la actitud de mucha gente ante los libros viejos, ante un signo poco atractivo del pasado.

Estuvo el viejo
 
 

media vida en la calurosa trastienda, garrapateando su escritura preciosista en tinta violeta y en hojas que arrancaba de cuadernos escolares, sin que nadie supiera a ciencia cierta qué era lo que escribía. Cuando Aureliano lo conoció tenía dos cajones llenos de aquellas páginas abigarradas que de algún modo hacían pensar en los pergaminos de Melquiades, y desde entonces hasta cuando se fue había llenado un tercero, así que era razonable pensar que no había hecho nada más durante su existencia en Macondo (336-337).   Era, digamos, más erudito que librero; se dedicaba más a escribir que a vender.
 
  Las únicas personas con quienes se relacionó fueron los cuatro amigos, a quienes cambió por libros los trompos y las cometas, y los puso a leer a Séneca y a Ovidio cuando todavía estaban en la escuela primaria. Trataba a los clásicos con una familiaridad casera, como si todos hubieran sido en alguna época sus compañeros de cuarto... (p. 337).

Su fervor por la palabra escrita era una urdimbre de respeto solemne y de irreverencia comadrera. Ni sus mismos escritos estaban a salvo de esa dualidad. Habiendo aprendido el catalán para traducirlos, Alfonso se metió un rollo de páginas en los bolsillos, que siempre tenía llenos de recortes de periódicos y oficios raros, y una noche los perdió en la casa de las muchachitas que se acostaban por hambre. Cuando el abuelo sabio se enteró, en vez de hacerle el escándalo temido, comentó muerto de risa que aquél era el destino natural de la literatura. En cambio, no hubo poder humano capaz de persuadirlo de que no se llevara los tres cajones cuando regresó a su aldea natal, y se soltó en improperios cartagineses contra los inspectores del ferrocarril que trataban de mandarlos como carga, hasta que consiguió quedarse con ellos en el vagón de pasajeros. "El mundo habrá acabado de joderse –dijo entonces- el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga" (p. 337).

 
    Esta cita es muy expresiva de la actitud paradójica hacia la literatura: respeto e irreverencia. Véanse más ejemplos:
 
  En víspera del viaje, después de clavetear los cajones y meter la ropa en la misma maleta con que había llegado, frunció sus párpados de almejas, señaló con una especie de bendición procaz los montones de libros con los que había sobrellevado el exilio, y dijo a sus amigos:

¡Ahí les dejo esa mierda! (p. 338).

 
    Escribió el viejo en alta mar cartas a los muchachos. En una de ellas les contó
 
  las ganas que le dieron de echar por la borda al sobrecargo que no le permitió meter los tres cajones en el camarote. [actitud de respeto hacia la literatura].       En otra carta terminó por
 
  recomendarles que se cagaran en Horacio... (339) [actitud de irreverencia].       En relación con Aureliano Babilonia, hay otro párrafo "irreverente" hacia el quehacer literario y los eruditos. Cuando a él y a Amaranta Úrsula se les acabaron los últimos dineros de Gastón,
 
  Aureliano tuvo conciencia por primera vez de que su don de lenguas, su sabiduría enciclopédica, su rara facultad de recordar sin conocerlos los pormenores de hechos y lugares remotos, eran tan inútiles como el cofre de pedrería legítima de su mujer, que entonces debía valer tanto como todo el dinero que hubieran podido disponer, juntos, los últimos habitantes de Macondo.  (p. 343).       En especial sobre los escritos en verso, veamos lo referente a los versos del coronel Aureliano Buendía.
 

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2. Los versos del coronel Aureliano Buendía

La aparición de la niñita Remedios Moscote llenó de amor el corazón del (aún no) coronel Aureliano Buendía, quien
 
 

lo expresó en versos que no tenía ni principio ni fin. Los escribía en los ásperos pergaminos que le regalaba Melquiades, en las paredes del baño, en la piel de sus brazos, y en todos aparecía Remedios transfigurada: Remedios en el aire soporífero de las dos de la tarde, Remedios en la callada respiración de las rosas, Remedios en la clepsidra secreta de las polillas, Remedios en el vapor del pan al amanecer, Remedios en todas partes y Remedios para siempre. (p. 63).       El enamoramiento es borbollón incontenible de poesía. El corazón se agobia de sentimientos; necesita respirar y sólo lo logra diciéndolos o escribiéndolos. El coronel se absorbió tanto en sus versos que terminó por olvidarse de Melquiades, su contiguo vecino de cuarto (68).

    En vísperas de ser fusilado, cuando Úrsula lo visitó en su celda de prisionero, el coronel Aureliano sacó
 
 

de debajo de la estera del catre un rollo de papeles sudados. Eran sus versos. Los inspirados por Remedios, que había llevado consigo cuando se fue, y los escritos después, en las azarosas pausas de la guerra. "Prométame que no los va a leer nadie", dijo. "Esta misma noche encienda el horno con ellos". Úrsula lo prometió... (p. 111-112).       Los versos son frecuentemente "intimidades"; son parte del pudor del alma, que no quiere mostrarse desnuda.

    Sólo en una ocasión aparece una débil luz sobre la temática de los versos del coronel. La noche en que una mujer entró a su tienda de campamento a matarlo, el coronel Aureliano estaba terminando "el poema del hombre que se había extraviado en la lluvia" (112). A continuación se alude otra vez al pudor: guardaba sus versos en una gaveta, con llave.

    Otra alusión al contenido de sus versos, y al mismo tiempo del respeto que merece la intimidad de otro, lo tenemos en las páginas que relatan la convalecencia del coronel de un atentado de envenenamiento.
 
 

Contra su voluntad, presionado por Úrsula y sus oficiales, permaneció en la cama una semana más. Sólo entonces supo que no había quemado sus versos. "No me quise precipitar", le explicó Úrsula. "Aquella noche, cuando iba a prender el horno, me dije que era mejor esperar que trajeran el cadáver". En la neblina de la convalecencia, rodeado de las polvorientas muñecas de Remedios, el coronel Aureliano Buendía evocó en la lectura de sus versos los instantes decisivos de su existencia. Volvió a escribir. Durante muchas horas, al margen de los sobresaltos de una guerra sin futuro, resolvió en versos rimados sus experiencias a la orilla de la muerte. Entonces sus pensamientos se hicieron tan claros, que pudo examinarlos al derecho y al revés... (p. 120-121).
   
    Viene luego la etapa del olvido de los versos. En otra permanencia en Macondo, se dice del coronel Aureliano que "no había vuelto a leer sus versos, que ocupaban más de cinco tomos, y que permanecían olvidados en el fondo del baúl" (144). Sin embargo, ese baúl siguió siendo traído y llevado en sus campañas revolucionarias.
 
  Una semana antes del armisticio, entró en la casa sin escolta, precedido por dos ordenanzas descalzos que depositaron en el corredor los aperos de la mula y el baúl de los versos, único saldo de su antiguo equipaje imperial (p. 150).
[...]
La víspera del armisticio, cuando ya no quedaba en la casa un solo objeto que permitiera recordarlo, llevó a la panadería el baúl con los versos en el momento en que Santa Sofía de la Piedad se preparaba para encender el horno.
- Préndalo con esto –le dijo él, entregándole el primer rollo de papeles amarillentos -. Arde mejor, porque son cosas muy viejas.
Santa Sofía de la Piedad... tuvo la impresión de que aquél era un acto prohibido.
- Son papeles importantes –dijo -.
- Nada de eso –dijo el coronel- Son cosas que se escriben para uno mismo.
- Entonces –dijo ella- quémelos usted mismo, coronel.
No sólo lo hizo, sino que despedazó el baúl con una hachuela y echó las astillas al fuego... (pp. 152-153).  
    Aquí también está presente la paradoja de respeto e irreverencia que apuntamos al hablar de la literatura en general. Tienen los versos valor sentimental grandísimo; son compañeros de las peregrinaciones de su autor; se termina quemándolos, casi con rabia.



1. Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, décima edición, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, Argentina, 1968. [Regreso a la llamada de nota]
 
 

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