Walter Quiroga
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VIDA REAL



 
 

 ...y por la puerta falsa de un corral salió al campo,
 con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta
facilidad había dado principio a su buen deseo.

(Don Quijote, Parte primera, Cap. II)


 

 De Julio sé una o dos cosas, por ejemplo cómo cambió su vida. Lo que recuerdo más claramente es su deseo de dejar para siempre la rutina, de ponerse a escribir una novela, claro, con lo gris que es la oficina donde se labura, las pavadas que hay que poner en esas cuartillas, cuando teclea uno sin pausa, que el jefe viene siempre enojado, que la publicidad y la moda y al fin algunas noticias. El subte lleno siempre hasta Florida, la calle de los encuentros y de los teléfonos celulares, caminar dos cuadras y subir por el ascensor hasta el décimo. El edificio está siempre escondido entre los comercios, los farolitos, los vendedores ambulantes y la mirada que nunca se levanta.  Es curioso, no sé dónde ubicar mi lugar de trabajo. Uno llega apurado, tiene quince minutos para comer al mediodía (casi siempre en el Macdo) y luego otra vez al trabajo, meta y dale. De regreso a casa, el colectivo va llevando toda la manada, cuando el día se muere. Por eso yo creo que dejó todo. Un día se levantó decidido y ahí se fue, abandonando incluso -me lo dijo un amigo común- el proyecto de un libro de cuentos. Estaba harto de tanta mentira, eso es lo que recuerdo de Julio. Comenzó a escribir cuando los niños se habían ido a dormir y no le quedaba nada para hacer. El apartamento, ahora silencioso, se transformaba para él en un espacio de creación privilegiado. "Debería hacerme un poco más de tiempo para esto", se dijo. "La medianoche no toma de sorpresa a los artistas, y yo no lo soy". Tenía varias páginas que la redacción le pedía, y era urgente acabarlas. Pero no se desanimó, y martillando en su vieja computadora -no tenía caso insultarla otra vez- decidió seguir adelante.

                 A medida que las líneas avanzaban, sus ideas se aclaraban y se abrían a nuevos horizontes no imaginados por él durante el día. El ruido del viento en las ventanas le recordaba su suerte de estar al abrigo, y lo alentaba a continuar su historia. Cada vez que escribía sentía un secreto orgullo por su pequeña creación ("esto es muy diferente de mi trabajo en la revista"), y no se echaba atrás si un rayo de inspiración le obligaba a suprimir dos o tres párrafos, o a cambiar una palabra. No era cuestión de dejar la obra de arte a medio hacer, por eso quiso acabar el trabajo aquella noche, y cayéndose de sueño, sin borrar nada -terrible enemigo de los errores, el ordenador los elimina para siempre- terminó su aventura casi al amanecer. Como tenía una fe ciega en la informática, decidió grabar todo e irse a descansar.

                 Había imaginado una trampa en Internet, y nada ocurría verdaderamente sino a través de los ordenadores conectados telefónicamente en varios sitios del planeta. Las personas no se conocían, ni siquiera dialogaban, era una especie de novela policiaca, electrónica y global. Se preguntó si no resultaría un tanto fría.

                 Pero no fue todo. Le pareció que su texto había comenzado a modificarse al comienzo. Yo no puse "espionaje", se dijo, nunca utilizo esa palabra. La relectura comenzó a convertirse en un sueño extraño. Debe de ser mi cansancio, mejor lo dejo como está y termino otra noche. No quiero entrar en mi propia ficción.
 

                 Bien entrada la mañana del día siguiente, tuvo la tentación de verificar si su texto había sufrido modificaciones, pero prefirió salir a caminar. Era un día hermoso: el sol del mediodía lo invitaba a dar un paseo. Dando vueltas se quedó hasta entrada la tarde, pensando en los reportajes sin hacer, el tecleo monótono de la oficina y sus relatos incompletos. Se encontró con un amigo en el parque, cerca del lago y de los juegos para niños.

                 -Siempre con esos ojos, che.
                 -Y sí, viste, el trabajo, demasiado tiempo delante de una pantalla.

                 La discusión siguió por ese lado.

                 -¿No sabés lo que está pasando en la red? -le preguntó su vecino.
                 -No, pero cada día hay algo nuevo, ¿verdad?.
                 -Escuchá esto -advirtió-, parece que algunas personas están mandando
                 mensajes extraños, fijate si navegás estos días.

                 Como no había consultado Internet últimamente, no se preocupó de más, y fue a comprar el diario. Le pareció curioso el interés de Sebastián por el web, ya que lo había conocido como militante ecologista -y de esos que tienen algunas opiniones bastante exageradas- de una nueva agrupación nacida paradójicamente en la gran urbe. Prefería, según afirmaba, las "cartitas de amor a los grandes libros electrónicos". Pero resolvió pensar que cada cual con su vida, qué vachaché, decía Gardel. Cruzó la avenida cacofónica de la ciudad que apagaba toda la armonía de los juegos y de los niños. En el camino, sentado junto a la ventana de un bar, un hombre parecía leer en voz alta unos avisos matrimoniales, pero al acercarse descubrió que era el Financial Street, donde algunos capitales americanos buscaban negociar con países "del tercer mundo", desde materias primas hasta "empresas de servicios públicos mal administradas por el Estado", según rezaba el anuncio. En la tapa, una fotografía de un actor de moda lo postulaba como presidente de los EE.UU.. Lo dejó de lado y llegó al puesto de periódicos. A esa hora, don Jorge lo esperaba con la edición vespertina de algunos diarios y alguna que otra revista del jueves. Estaba conversando y quiso abrir las orejas:  "¿No habrá laburo de canillita?", preguntaba un joven de unos 17 años,  no muy bien vestido y cuyo olor, como una cédula de identidad, revelaba su domicilio. "Estoy seco, pibe", respondía don Jorge, "acá es el lugar menos indicado para buscar." Con una mezcla de resignación, bronca y esperanza, el muchacho se fue pateando la acera, sin mirar a Julio que, al sentir el empujón, esperaba una disculpa. "Vienen cada vez más seguido", le dijo el vendedor, "sería mejor que buscaran por otro lado para salir del pozo." Cuando escuchó la reflexión, Julio no dijo nada, y se puso a seguir, casi mecánicamente, al villero que seguía su camino. Los periódicos de la tarde podrían esperar un rato más. Volvió a pasar junto al bar. La voz de Clapton en la radio fingía la tristeza de un blues. El sol comenzaba a declinar. Los automóviles seguían en su caravana frenética hacia la periferia.

                 La vida era una herida absurda según el tango. Quién sabe si tengo que ponerme a escribir otra vez, pensaba cada día. Después de todo, ¿cuánta gente leerá esos artículos hechos a las apuradas? ¿Cuántos recuerdan lo que han leído en el diario de ayer? ¿Y qué es de todos los que no pueden comprarlo, que buscan como ese pibe venderlos en la calle? Por si fuera poco, a mí se me ocurre una ficción en Internet, qué estupidez. Si al menos los buenos pudieran empatar, lo aceptaría con gusto.

                 De regreso a su piso, volvió a leer los cuentos: todos tenían una o dos palabras en un lenguaje que no pudo identificar, el noruego posiblemente. Pero ya no le importaba, total, con lo que vale esa literatura, no sé si por ahí podré inventar un lugar donde pueda sentirme cómodo. Si las agarra Pepe Carvalho, seguro que las quema.
 

                 Una semana más tarde tuvo que irse unos días a Europa. El trabajo lo llamaba y aunque los amigos lo envidiaran, llegó al aeropuerto de París arrastrando los pies. Ni bien recuperó su equipaje -una valija pequeña y no muy pesada- se fue hasta la estación de trenes para tomar un desayuno un poco más generoso que el del avión.

                 Todos los colores se confundían en el bar de Montparnasse. A las nueve y media de la mañana, un café s'il vous plaît, la concurrencia era importante y variopinta. La gente llegaba en masa desde la periferia, camino del trabajo nuestro de cada día. Debería registrar todos los orígenes, merci, de la gente que pasa por aquí, obtendría un planisferio. Entonces, quiso identificar el dejo de un hombre sentado detrás suyo, pero le fue imposible. Con su bolígrafo cayendo al piso -no  era buen actor- se dio vuelta para ver su rostro: los cuatro ocupantes de la mesa lo miraron fijamente, con una actitud defensiva. Uno llevaba una camisa no muy convencional, otro anteojos negros, todos la tez morena y un generoso bigote, uno de ellos barba. Había visto rostros así en los noticieros cuando algunos colegas comentaban los problemas de Oriente Medio, y la imagen que transmitían los periodistas lo atemorizó.  "Bonjour", quiso iniciar la conversación, pero no sabía cómo. Sabía que hablaban de una mujer, de una cárcel, de un viaje. Uno de los cuatro hombres, el que pensó que hablaba cuando se dio vuelta, esbozó una sonrisa más que pequeña. "¿Van a Bretaña?", intentó saber.

                 La gente esperaba sus trenes; los vendedores, algún cliente. Dos jóvenes se besaban cerca del tope ferroviario y a Julio se le ocurrió que hasta ahí llegaban sus días de amor. Por los altavoces, una voz llamaba insistentemente al señor Lepetit; dos policías se paseaban aburridos mirando a los africanos y sus equipajes con desconfianza.

                 Los cuatro argelinos iban a ver a la hermana de uno de ellos, esposa de otro. La habían enviado a la cárcel de Rennes, con unos cuantos años por delante. La sentencia había caído recientemente como la hoja helada de un puñal, y esto amargaba el ánimo de los cuatro amigos. Julio no era francés pero lo parecía, y estaba buscando la ocasión para ayudar a gente como ellos, que se lo propusieron de inmediato. -Nosotros no hablamos bien este idioma -le dijeron con esa emoción que atraviesa toda gramática- cuando nos ven la cara nos cierran las puertas en las narices. Incluso nuestra amiga sufre esto, ella no ha hecho algo tan grave. Sabe, es difícil hasta pensar que estamos aquí de paso. "Todos somos extranjeros", pensó Julio, "todos salvo quienes no pisan tierra." Los cinco fueron juntos a tomar un billete para partir en el tren rápido que los llevaría a destino unas horas después. Acababa de llover y aunque fresco, la radio pronosticaba un hermoso día de invierno.
 

                 De regreso a Buenos Aires, una semana después, se propuso escribir todo lo que había vivido para que el tiempo y su mala memoria no lo redujeran a cenizas. Recordaba al villero y a los argelinos, su rutina y el viaje, y no quiso prestarle atención a los mensajes electrónicos ni a los proyectos de intrigas en la red. Se propuso visitar la Biblioteca Nacional y al llegar a la Plaza del Lector, a pesar de las sirenas y el tráfico de gente que va y viene enloquecidamente antes de las fiestas de Navidad. Se sentó en un banco un poco duro para pensar. Desde ahí se podía oír a Vivaldi en los altavoces mientras algunas señoras con perros paseaban y ensuciaban la acera. Quería inventar la historia no escrita, la que le quedaba por vivir. Rodeado de edificios y vigilado por unas ridículas cámaras vídeo, garabateó allí las primeras líneas.

                 Se había enterado de la muerte de ese pequeño genio de la informática que había intentado modificar sus escritos y enviado mil mensajes electrónicos en los que inculpaba a los Estados Unidos y no a Khadafi de un suicidio más que sospechoso. Se enojó mucho por esa mala broma (¿Sería verdad todo esto o caigo en mi misma farsa?). Toda esa gran obra de teatro le recordaba otra (La mía, por supuesto), la que ya no quería crear. Dispuso dejar papeles y máquinas en un gris rincón de sus días, como esas llaves inútiles de lugares abandonados hace tiempo. Fue entonces cuando se propuso comenzar a escribir su vida real desde las páginas más deslucidas del mundo suburbano. Se fue hasta Callao y se tomó el 188 hacia el puente Pompeya, silbando "Sur". Al cruzar el puente Uriburu confirmó que el tango tenía razón, que comenzaba la inundación y que mucha gente vivía con los pies metidos en el agua. Allí se bajó del colectivo y caminó hasta la Ribera, intentando silenciar todos los ruidos que lo habían acompañado. "Solo pero seguro", escribió. "La torre del Parque de la Ciudad y el Riachuelo me parecen un reflejo esperpéntico y tercermundista de la Torre Eiffel con el Sena sin barcos desde la Maison de Radio France." Como poema no era brillante. "Por qué no pensar que en estos barrios comienza la verdadera literatura, la que leeré todos los días para no olvidar lo que es la vida que los eruditos no conocen. Los olores que no se encuentran en los libros y los fríos que ni el verano puede eliminar, lo más bajo se junta en este lugar de Buenos Aires. No hay intrigas ni lirismo, sólo una mano abierta que me despierta del letargo de ignorar que más allá del ombligo del egoísta existen otras luchas contra la muerte."

                 Volvió a casa cansado, con un olor en el jersey que revelaba su visita a las orillas. Sus hijos no lo notaron cambiado, sólo su mujer alcanzó a ver una nueva sonrisa, prólogo de una nueva vida. Esto es lo que yo sé de Julio o me han contado de él. Por eso me parece que su gesto no merece perderse. Pienso que hemos perdido a un escritor, pues rebosaba en talento. Yo llegué a admirarlo. Nunca fui lo que se dice amigo suyo, pero cuando lo vi, cuando leí sus páginas, noté que quería dejar de ser quien era, comprendí hasta qué punto la ficción del periodismo y la revista y la oficina lo había hartado.
 
 
 

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