Petronio Rafael Cevallos
EcuaYork@worldnet.att.net
 
 

COMO "RECOGIENDO LOS PASOS"







Me deslizo suavemente, combando la curva de asfalto corroído, antes de enfilar por la recta de la vega, fértil como un oasis, llamada La Delicia. Conduzco un auto alquilado. Me detengo a un costado del camino, cerca de un puente. La fronda de los tamarindos hace sombra al carretero. La casa del Peruano Céspedes se encuentra abandonada y cubierta de maleza. Por esos parajes solía ir en pos de nidos cuando niño: Me acompañaban Chalí, David y tres o cuatro niños más. Me bajo del automóvil. Estoy solo. El aire juega con la enramada y los cucubes me saludan con su burlón gorjeo:

    --Cucú, cucú...

    Respondo respirando fuerte.

    Todavía están las tres o cuatro cabañas posadas sobre una loma cercana. Tengo doce años y porto dos pares de guantes de boxeo. Un padre de familia acepta mi desafío para pelear con su hijo mayor, de quince. El combate se efectúa en el cuarto que es toda la covacha. El cholito se defiende lo mejor que puede, hasta que su padre para la pelea. Si a duras penas comerían arroz con manteca. ¿Quién habitará ahora esas casitas de cañabrava? ¿Qué le habrá pasado a mi desnutrido contrincante?

    Respondo respirando profundo.

    Figueroa, cholito con la cara manchada de empeines; "Cara de Mapa" (y, a veces, "Cara Hecho Verga"), te decían. Te acordarás de mí, el blanquito anconeño que te buscaba para "sacarte la chucha". No me sorprendería saber que eres abogado (de pobres), profesor de escuela o de colegio nacional, chofer de camioneta, marino mercante, emigrado de seguro a Nueva York. Apuesto a que ni te imaginas que ando por tu terruño, recordándote, indagando a las amapolas por tu paradero.

    Te evoco en medio de esta campiña: Yo, tu castigador excéntrico que buscaba nidos de picaflores. Yo, tu anconeño que venía a navegar sus botecitos de balsa en las albarradas del Tambo. Yo, tu boxeador que desafiaba a calzarse los guantes a los cholos matoncitos del Tambo. Yo, tu "aventajado" descendiente de la Mujer Grandota, la que parió gigantes ya desaparecidos.

    Una vez en Ancón, pueblo o sueño en ruinas, me bebo una cerveza helada en la tienda de Bartolo. Salgo al corredor de la tienda, con la cerveza enfriándome la mano derecha. La calle principal se honra con la presencia de dos o tres perros vagabundos que la husmean y marcan de excremento y orina. Quién hubiera dicho que crecí en este pueblo fantasma.

    En el Ancón de ahora no hay mucho que ver, aunque sobran los recuerdos. A la hora de la verdad, esa hora tan elusiva que nos evita y evitamos, no hay nada en este sitio que contuvo tanto. La calle principal --no luce como una calle y no tiene nada de principal-- es una obsoleta cinta de brea flanqueada por destartaladas y desteñidas casas. Antenas de televisión alzándose sobre los techos --como los dedos ávidos, crispados y raquíticos de una falsa esperanza. Uno que otro peatón camina, despacioso, con la típica lentitud de los habitantes de los pueblos olvidados.

    Miro el cielo y me acuerdo de que no tengo tiempo para describir las nubes que es como describir una brizna arrastrada por el viento que es como describir el viento --ese equis personaje-- que es como describirme a mí mismo.

    Se me han quitado las ganas de beberme la cerveza: La sentí amarga y caliente. Un tipo, viejo y arrugado, el rostro semioculto tras unos lentes de carey tan viejos como él, me saluda.

    --¿Ya no te acuerdas de los pobres? --me increpa exhibiendo una sonrisa desdentada--. Soy
Armando, el tío de Fulano.

    Fingí acordarme y fingí aún más al darle un efusivo abrazo. En mi vida lo había visto y ningún fulano nunca me lo mencionó. Me dijo que estaba jubilado y que vivía solo. Comía en el comedor del Club Andes y antes de almorzar venía al bar de Bartolo a tomarse una cerveza. Era un hombre afable y sencillo. Me convidó y me dio vergüenza decirle que no.

    Es triste volver a ver los restos del pueblo donde se cobijó mi infancia. El espectáculo de aburrimiento y abandono contrasta con el recuerdo de mi pasado vibrante de actividad y expectativas. Estoy ante el sedimento de la abulia y mezquindad que me reflejan. He vuelto, pero no tengo nada que ofrecer a este pueblo muerto de hastío. Estoy aquí, pero mi presencia poco o nada significa a los gallinazos, a los perros famélicos y callejeros y a los empecinados pobladores que, como almas en pena, merodean por los escombros de mi pueblo natal.

    Luego de varias cervezas y de almorzar con el tío de Fulano, le pedí que me acompañara a la casa donde crecí. La casa se hallaba casi en escombros. Estaba habitada por lo que parecía un batallón de cholitos, quienes al vernos se fueron corriendo a decirle a su madre que afuera había un "gringo" (imaginen: "gringo" yo) que la buscaba. La mujer salió a recibirnos llena de aprensión y suspicacia. Le expliqué que allí, en su casa, yo había vivido hasta los diecisiete años de edad. Pero ella me miraba con expresión incrédula. Le pedí permiso para entrar. Me lo concedió como quien le da la razón a un loco. Una de las ventanas del corredor todavía tenía el cartón prensado que yo mismo le había puesto para reemplazar el vidrio que, en mi infancia remota, se había hecho pedazos de uno de mis incontables pelotazos.

    Hacía veinte años que me había largado de allí, pero el lugar aún estaba repleto de recuerdos. El árbol de acacia, que planté hace un cuarto de siglo, todavía ostentaba en su tallo un corazón atravesado por una flecha, marcado con las iniciales... Las paredes, que desde entonces no habían sido pintadas, aún conservaban los garabatos que marqué cuando niño. La puerta del que había sido mi dormitorio todavía exhibía los letreros que le había grabado cuando tenía diez años:
 
 

¡EMELEC CAMPEÓN!

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GENIO TRABAJANDO








Regreso a la página de Argos 12/ Narrativa