José Luis Basulto Ortega
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EL TERCER OJO Y LA COLA DE MONO



 
 

Busco al chico ideal. Alguien que sea
especial, porque yo soy muy especial.

 
 

Una vez, caminando sobre la rambla, después de haber salido del gimnasio, le comenté al Meji que él era una persona muy especial. Apenas le dije eso, detuvo su andar y se me quedó viendo con una mirada que hubiera secado un lirio, me desconcertó su reacción. Instintivamente sólo atiné a mostrarle una ingenua sonrisa de lo más idiota, mientras mentalmente me repetía: ¿Lourdes, Lourdes, ahora qué pata metiste? El Meji no aceptaba que las cosas se manifestaran así "a la que te criaste", como solía decir mi madre, no señora, con él había que saber el qué y el por qué de las cosas. ¡Ay mi Dios! Tan sólo de pensar en ello me daba una pereza mental que parecían dos. Por suerte, el Meji, con la paciencia de un santo, utilizaba un método medio rarito que me liberaba del cotidiano congestionamiento cerebral de ideas que padecía. Comenzaba por hacer preguntas, todas ellas muy sencillitas, a las cuales yo respondía simplemente con un sí, con un no o con una respuesta que, la mayoría de las veces, estaba contenida como alternativa en la propia pregunta. De esa manera, ambos tejíamos una red de respuestas referidas al tema de nuestro interés que nos hacía vislumbrar, más o menos, lo que era, lo que no era o lo que podía llegar a ser nuestra percepción del objeto. Esa clase de aeróbic mental, me hacía salir del coma intelectual en que me encontraba por aquellos días. Las reglas a las que me sometía el método pregunta-respuesta del Meji, tampoco requerían un, que digamos, extraordinario esfuerzo para su ejecución. Primeramente, sólo bastaba recordar las respuestas que yo daba, después, lo más importante era que jamás de los jamases, las nuevas respuestas que iban surgiendo podían contradecirse con las que se habían dado anteriormente. De esa manera, por increíble que pareciera, yo solita iba configurando en mi cabeza el concepto. Eso era precisamente lo que me gustaba del Meji, que me guiara a encontrar respuestas a cuestiones fascinantes y de gran altura como los conceptos de la vida y la muerte, del amor y el odio, de la sinceridad y la mentira, etc. Me hacía sentir menos estúpida, sobre todo cuando enfrentaba a la calamidad de compañeras que me rodeaban en el liceo. ¡Uy! Era como ser superior a las demás. ¡Qué nivel! El Meji me decía que encontrar las respuestas a las preguntas, nos hacía parir la verdad. Sólo de escuchar esa palabrita de "parir", me ponía nerviosa. Fuera lo que fuera, yo tenía una pasión inmensa por escucharlo todos los días.

    Bueno, resultó que ese día que le dije al Meji que era una persona muy especial, mi objetivo era otorgarle a él como persona, un grado de distinción positiva. Pero para el Meji, ser considerado una persona muy especial, equivaldría a ser una de las siguientes tres categorías, todas ellas negativas, por cierto: una, ser un común y corriente; dos, no ser más que un bruto cualquiera o, tres, de plano, ser un engendro mutante. ¡Qué lo tiró! Las observaciones del Meji hacían surgir, por enésima vez, en mi carente mundo de ideas, embrollos conceptuales, de esos que me hacían sentir obstruida del cerebro. ¡Qué angustia! Ante tal desconcierto, él me aseguró que me ayudaría a encontrar el concepto de persona muy especial para que, en lo sucesivo, supiera bajo qué condiciones debería utilizarlo. El oleaje achocolatado del estuario rompía la monotonía de la noche fresca. Algunos pajarracos negros se disputaban los restos putrefactos de los peces muertos que arrojaba el río. De vez en cuando, un ave nocturna señoreaba con su imponente vuelo el cielo arriba de nuestra frente. Nos acomodamos sobre la barda que da exactamente al lado de la palmera de Juana de Ibarbourou y el Meji comenzó su interrogatorio. Me preguntó si reconocía que una persona muy especial era alguien que en particular debería destacarse de entre los de su misma especie, en este caso, los seres humanos. Mi respuesta fue tajantemente que sí. Entonces, subrayaba el Meji, si yo me la pasaba diciéndole a él y a todos mis conocidos que, fulanito era muy especial por esto, sutanita era muy especial por aquello, que menganita era especial quién sabe por qué, y que perenganita era también muy especial por sepa dios qué cosa; resultaba que, de acuerdo a mis aseveraciones, vivíamos en un mundo lleno de seres humanos muy especiales. ¡Ah la pucha! Qué razón tenía el Meji, pues no era sólo yo la que, por cualquier cosa, sacaba a colación que alguien era especial, todos mis conocidos hacían lo mismo. Pero nunca me había percatado de ello, no cabía duda, el Meji era extremadamente observador. Me quedé pensativa, el abuso del concepto de ser especial se había vuelto monótono en nuestra sociedad, a tal grado, que ya no significaba gran cosa. Ahora me daba cuenta por qué el Meji no percibió mi cumplido, simplemente no había halago al llamar a alguno de especial. Qué cosa, ¿no? El Meji continuó interrogándome acerca de que si el más bruto del salón de clases, se distinguía por eso, por ser el más bruto y que si eso le daba o no carácter de persona muy especial. Mi respuesta, frunciendo el ceño, fue que sí, sí se lo daba. Entonces, el bruto y él, el propio Meji, compartirían la calidad de personas muy especiales, simplemente porque ambos se distinguían, si ese fuera el caso. El Meji me dijo que prefería no ser considerado como parte de las personas especiales, pudiera confundírsele con algún distinguido bruto. ¡Qué remedio, el hijo de puta del Meji me tenía acorralada! Me di cuenta de que viéndolo desde ese punto de vista, el ser una persona muy especial, dicho así a secas como yo se lo dije, no distinguía positivamente a mi Meji. ¡Qué horror! El Meji me dijo con apacible voz que al menos ahora, ya sabía que no era conveniente utilizar el término persona muy especial tan a la ligera; los seres humanos en esencia compartíamos características comunes que equivocadamente creemos que nos convierten a todos en especiales, eso es cierto, pero sólo frente a otras especies, no entre nosotros mismos. La persona que pudiera ser considerada de especial, habría de destacarse de los demás miembros de la especie humana, me dijo mientras comenzaba a reír, por ser un engendro mutante que poseyera, tal vez, el tercer ojo y la cola de mono juntos.

    En los días subsecuentes, después del liceo, me sentaba a tomar mate arriba de un trampolín abandonado frente a la brisa invernal del río de la Plata, pasaban las horas y mi ego seguía pensando sobre el tema de su propia negación como ser especial. Desde ese día, comencé a odiar más las insulsas conversaciones con mis amigas en las que ellas solían comenzar o terminar diciendo "yo soy muy especial" o "fulanito es muy especial". Fastidiada, terminaba diciéndoles que su manejo de lo que era especial, estaba tan hueco como sus cabezas. A menos que ellas o sus novios tuvieran un tercer ojo que le pestañeara en la frente o que exhibieran, como mínimo, una cola de mono que les brotase del coxis, porque de lo contrario, para mí, ellas y sus santos noviecitos seguirían siendo unos magníficos boludos tan comunes y corrientes como cualquiera de los seres que pululan sobre la tierra. Las idiotas se ofendían y se iban, pero jamás me ofrecían argumentos para convencerme de que alguien en verdad merecía ser llamado de persona especial. Después de la rabia que me daba tratar con gente tan fútil, me iba al jardín de rosas del colegio a calmarme leyendo alguno de los libros que el Meji me prestaba.

    Por esos días, mi infelicidad no paraba en el hecho de que analizara con angustia las contradicciones de mi vida. Sucedió que los viejos de Pino, el socialité del salón, viajarían al exterior dejándolo a él solo en su casa. Pino tenía toda la guita del mundo y convidó a la clase para una fiesta. Se corrió la voz de que eso era un pretexto para que se organizara la mayor desvirginización comunitaria en la historia del barrio de Carrasco. Fue tal la conmoción que, según se supo, toda la clase se daría cita ahí excepto, tal vez, algunas de las poco convencidas, como era mi caso. ¡Qué terror! Si no iba, me excluirían seguramente del grupo, además de otras sanciones que los adolescentes siempre solíamos imponernos de manera cruel. Por otro lado, a mí me parecía increíble y me chocaba la idea, que guríes de 14 y 15 años planearan esas cosas. Aquella tarde, como de costumbre, después del gimnasio, el Meji me dejaría en casa. Apenas llegamos a la esquina donde vivía con mi madre, le pedí que me convidara un café, quería hablar con él urgentemente. El Meji me propuso que en vez de café, nos fuéramos a comer unos chivitos. Acepté de buena manera, tenía hambre. El Meji trajo a la mesa donde lo esperaba de pié, mi chivito sin pickles como se lo pedí, necesitaba que me dijera si estaba en lo correcto al negarme a ir a esa "fiestecita", sobre todo en mi condición de virgen. El Meji dio una gran mordida a su chivito, me miró a los ojos con extrañeza y lo primero que me dijo fue que él pensaba que la virginidad no era más un tema de actualidad entre chicas de mi edad. Luego comenzó con su típica mayéutica, o sea, a interrogarme sobre lo que para mí era lo correcto y lo incorrecto. Pedimos dos gaseosas diet y juntos descubrimos que, ante la imposibilidad de definir lo correcto de lo que no lo es, fijar la atención en ellos era más bien una pérdida de tiempo. Que lo mejor era actuar en concordancia a una libre voluntad, fuese esta moral, inmoral o amoral, pues no mudaría la esencia de esos invisibles principios, sean correctos o no, con los que uno vive día a día dentro de la sociedad en la que nos ha tocado vivir. Yo notaba que la gente a nuestro alrededor se había callado, nos estaban escuchando con atención. El Meji continuaba hablando prolijamente y era verdad, si veía mi vida en retrospectiva, yo no era una loca. Luego entonces, ¿por qué habría de preocuparme por el "qué van a decir" si asistía o no a un local donde se iba a practicar sexo comunitario? Conclusión, estaba fuera de lugar mi duda de ir o no. Meji volvía a tener razón, había muchas otras cosas por las que preocuparme, como para perder mi valioso tiempo en considerar si iba o no a un acto de esa índole. Mi alma descansaba en paz, pero ante la incómoda mirada de la clientela, le propuse al Meji, que mejor nos fuéramos a un café, algo más íntimo. En el camino cambiamos de tema, aproveché y le conté al Meji mis inquietudes de ese día, él me escuchaba sin interrumpir, le confesé que me sentía atraída por la psicología, pero que a final de cuentas me llamaba más la atención ser modelo, por eso iba al gimnasio en donde nos habíamos conocido y que hoy, por cierto celebrábamos tres meses de ese feliz encuentro. El Meji levantaba las cejas como diciendo qué tiene que ver una cosa con la otra, a qué quieres llegar. ¡Uy qué confusión! Me sentía estúpida por no poder escapar de la superficialidad de mi discurso. Pero la presencia del Meji, no sé por qué, me animaba a seguir contándole mis cosas, aunque fuesen incoherencias o niñadas. Charlamos más pavadas y bobadas, hablamos sobre sus corridas a trote de una hora en la rambla y de sus dos horas de aparatos que lo habían puesto súper bien. Era lindo ser escuchada por él, de verdad que era lindo. Todavía me acuerdo de cómo reímos cuando, sin misericordia alguna, criticamos la severa vigilancia del instructor del gimnasio, Carlos, mientras el Meji lo imitaba mascando su palillo de dientes. El gimnasio se llamaba "Energym" y a él acudíamos casi religiosamente todos los días después de las siete de la noche. Esa noche, nos pasamos horas y horas conversando sobre cómo trabajábamos nuestros cuerpos. Recuerdo que el momento llegó al punto en que me puse de pie y él midió con sus manos mi cintura y me levantó con suma facilidad. ¡Ufff! El Meji tenía buen lomo y aunque le hacía falta algo de cola, lo comencé a ver, desde el punto de vista físico, bastante aceptable. Después de beber varias aguas minerales con hielo averigüé que él tenía la misma edad que mi madre. ¡Qué sorpresa! Pero ni por asomo aparentaba esa edad en lo más mínimo, parecía un gurí de veintidós.

    El hecho de continuar siendo virgen me quitaba el sueño. Las chicas y chicos que fueron a la fiesta, según me comentaron, la pasaron bárbaro. Muchos de ellos sintieron que se habían quitado un gran peso de encima. Nadie forzó a nadie y las cosas se dieron estupendamente. ¿Debí haber ido? Se apoderó de mí un sentimiento de culpa que amenazaba con transformarse en uno de frustración. Como una droga de la cual no podía escapar, sentí la necesidad de hablar con el Meji.

    A la hora de siempre, los dos salimos del gimnasio. Habíamos acordado que ese día el Meji me dejaría conocer su colección de libros. Me topé ante un bellísimo penthouse ubicado en pleno barrio de Pocitos, el decorado interior me dejó impactada por el gusto tan sobrio. De su equipo modular se desprendía una música suave, casi ensoñadora. A voluntad el Meji bajaba o subía la intensidad de las luces de la sala y los cuartos. Comencé a revisar uno por uno sus libros, me ofreció cualquier tipo de bebida, desinteresadamente me decidí por una botella verde muy atrayente, era menta. En mis manos tenía un libro grueso, de esos que ni por asomo leería, se intitulaba Los Diálogos de Platón, su favorito. Sirvió un pesado vaso de cristal cortado con hielo que él mismo picó en un aparato especial. Le montó una rebanada de limón a la cual se encontraba adherida una cereza natural y brindamos. Ahí fue cuando me iluminó aún más con su sabiduría de gurú. Me dijo que era lógico que los chicos de mi liceo hicieran cosas en grupo, sobre todo en Uruguay donde el concepto de barra era muy popular. Así la desvirginización comunitaria podía ser aceptada como algo natural, además de ser una manera de evitar el shock de una desvirginización personalizada. ¡Guauuu! ¡Qué capacidad de observación la del Meji! Yo le comenté que prefería la personalizada, pues supuestamente debería ser más emocionante. Estaba tan contenta por lo que aprendía en la charla de esa noche que no resistí las ganas de convidarlo a bailar. Qué cosa, apenas me tomó por la cintura, me dieron unas ganas salvajes de besarlo. Por suerte, el Meji correspondió a mis deseos y de repente, una sensación de vacío se apoderó de mi estómago. Mis entrañas comenzaban a arder. No podía creerlo, sentí que había llegado el momento que siempre había esperado y ni más ni menos que con el Meji. Ni planeado habría resultado mejor. Sin percibirlo siquiera, sus brazos me depositaron en una cama para la cual había que remontar seis escalones alfombrados. Estaba poseída por una sensación que me mantenía a flote entre las nubes del relajamiento. Insensiblemente, tiramos las ropas y pude ver ese cuerpo bien trabajado. Observé algo más y quedé pasmada: ¡el primer miembro viril en vivo y a todo color que veía en mi puta vida! Apenas estaba percibiendo la emoción de ver en aumento su erección, cuando sentí que su peso delicadamente se recargaba contra mi pecho. Comenzó el despelote de besos, abrazos, caricias, mordidas, araños, puñetas, etc. Pero no sentía penetración alguna, ¿y? Pregunté con voz firme. El Meji me pidió algo insólito, yo tenía que dar mi consentimiento explícito para tener una relación sexual. Vaya, estar ahí totalmente en bolas era el consentimiento más explícito del que era capaz. Al oír esto el Meji meditó y me dijo, como disculpándose, que tal vez tuviera razón. Pero, ¿y él? Fue entonces cuando me dejó con la boca aún más abierta. Me preguntó que si me interesaba o no escuchar su opinión al respecto. Arrodillados uno frente al otro, me dispuse a escucharlo con atención, las cosas entre dos se deciden previamente hablando, me dijo en tono serio. Para no perder la emoción del momento, le pregunté rápidamente si él consentía en poseerme y de ahí, sin esperar su respuesta, me le monté de un brinco. El me besó en la mejilla y con una cara de la más infinita ternura de la que yo era capaz de percibir, me dijo que sí, pero, "no en la primera vez". Quedé fría. ¿No en la primera vez? El Meji me explicó que no quería ser el primero en penetrarme, porque no se consideraba la persona ideal para ser el hombre más importante en la historia de mi vida, es bien sabido, me dijo, que los recuerdos más intensos sólo se refieren al primero, al mejor y al último, y aunque rara vez se juntan los tres en una sola persona, era siempre el primer hombre en la vida de una mujer el que evocaba las horas de recuerdos más intensos e inspiradores. El resto de galanes intermedios, sencillamente... no cuenta. !Pá, me mato¡ El Meji respiraba sabiduría y experiencia, no cabía duda. Bueno, en fin, paciencia. Ante esa actitud se me ocurrió la estrategia de abrirme totalmente y confesarle que era mi libre voluntad la de entregarme a él. Pregunté que si esto resolvía la situación, pues a darle, ¿no? Tomó un sorbo de mi menta, presionó la cereza de un rojo encendido entre los labios y sonriendo me la ofreció. ¡Vaya que sabía recalentar el bollo el tipo! Esto me puso nuevamente a ritmo. Acepté la cereza con mis dientes y comencé a tocarlo todito. Su erección era potente. En tales condiciones, ¿cómo podía negarse a hacerme suya? Pero no resultó, me volvió a atajar con su verso. Por primera vez, sentí que el Meji hablaba boludeses, decía que esto se relacionaba con su no sé qué eutrapelia y demás pendejadas a las que no di bola. Lo besé con todo el amor del que era capaz. Sudorosa todavía, recapacité, si él hacía o decía las cosas, era por algo, tal vez eran sus principios o lo que yo comenzaba a sospechar que era: un gran trauma. Pensé que lo mejor era respetar esa situación que podía degenerar en algo chocante, con una inmensa pasión que se aprisionó primero en mi zíper y luego en el de su pantalón, nos fuimos vistiendo uno al otro sin dejar de vernos cara a cara, algo de inexpugnable había en ese rostro sereno y yo tenía que saber qué era. Mi cabeza comenzaba a preocuparse y esto daba como resultado maquinar pensamientos, ¡bárbaro!

    Más tarde, bajamos del duodécimo piso y fuimos a un bar. Ya íbamos abrazados como la más feliz de las parejas. Ahí encontramos algunos amigos de la barra. Jugamos pool, dardos, etc. Mi mirada pensativa, jamás se distraía de la figura de mi muñeco. Estaba totalmente cautivada por todo lo que había significado su forma de ser. El se acercaba a mí y me besaba. ¡Carajo! ¡Como se debe besar!: sintiendo su lengua por dentro como queriendo tocar la crucecita que traigo colgada en la gargantilla comprada en el mercado de pulgas de Tristán Narvaja. Con esto, ya todos se habían enterado que estábamos saliendo. Que finalmente él y yo teníamos algo. Al otro día, me enteré que la gente criticaba al Meji por meterse con una pendeja como yo. No di bola a esos comentarios. Por otro lado, todas mis compañeras del gimnasio me hacían preguntas por demás estúpidas. Me sorprendí de que nadie se hubiera tirado al agua con el Meji, todavía. Al parecer, el tipo era un misterio para todas las yeguas de concha ardiente que hacían aeróbic conmigo. Aunque en el horario de fisiculturismo ni nos hablábamos por estar cada uno en su rutina, fuera de ahí el deseo de ambos iba en aumento. Restregábamos los cuerpos desnudos en su jacuzzi, en el sofá, sobre la alfombra, en la cocina, manejando, dónde fuera. Era muy feliz. Pasó bastante tiempo y yo seguía ardiendo por dentro. Bajé mis notas, no podía concentrarme en clase. Un día le pedí al Meji que pasara por mí al liceo. Todas las adorables pirañas desdentadas de mis compañeras quedaron boquiabiertas cuando vieron las gomas de mi galán. Qué caballo que se había cargado una pendeja como yo, sería lo que andaban pensando, seguramente cada una de ellas. Esa noche, en lo que se metía a bañar, decidí hablar más en detalle sobre el tema de las complicaciones o lo que yo todavía consideraba como una boludez de no querer ser el primer hombre conmigo. Hábilmente esquivó el tema al principio. Sin embargo, luego de ver mi cara de podrida, con un profundo suspiro me preguntó que si verdaderamente me interesaba saber lo que significaría para él meterse con una nena que recién ha cumplido sus catorce pirulos... Yo le interrumpí: ¿encontrar exceso de ternura tal vez? Me contestó negativamente con voz apacible, luego salió de la ducha, abrí lo más que pude los ojos ¡qué animal, papito! Y dijo que mis catorce pirulos para él significaban 40 años preso en cana, "sos menor de edad". Al principio, como era lógico, me enojé más que un bicho. ¿Se imaginaría el imbécil que yo sería capaz de rebajarme a chantajearlo o denunciarlo a la policía por corruptor de menores? Pero me di cuenta, que no era tan así la cosa, que estaba prejuzgándolo injustamente. El se refería a lo que pudiera pensar mi madre. Le confesé que ella estaba al tanto de mis salidas con él. ¿Qué cuánto era ese tanto? Dudé en mi respuesta. Argumenté que, seguramente en su país como en el Uruguay, no se acostumbraba enterar "de todo" a los padres de una. El Meji, sin contemplación alguna, me dejó sentir el sermón en una de las más áridas montañas, habló sobre todas las implicaciones de tipo penal que le significaban mis 14 años, aparte, como ya dije, de no querer ser el primer hombre en mi vida. Mi sexto sentido me indicaba que allí continuaba habiendo gato encerrado. Fui firme al preguntarle el por qué tenía yo que pagar por algo en lo que nada había tenido que ver. Con una calma cruel, me calló diciéndome que no me amaba lo suficiente. Mas yo le respondí que él sabía que eso era lo de menos, pues en sus mayéuticas anteriores habíamos concluido que el amor no requería para realizarse de la correspondencia del ser que es objeto o destinatario de nuestro amor ¡Se ama y tá, san seacabó! Y yo lo amaba más que a mi propia vida. Esa noche lloré mucho, no porque no me amara, que quede claro, sino porque me negaba la oportunidad de entregarme al único hombre que yo consideraba digno de ser el primero, luego sería cualquiera. ¡Yo qué sé! Pero el primero, moría por que fuera él, aunque no me amase. Parece que lo conmoví. Como queriendo disuadirme, hábilmente me propuso que, ante mi obstinada insistencia y en mi condición de menor de edad, se hacía absolutamente necesario que mi madre tuviera que saber todo sobre mis intenciones y darle a él su consentimiento explícito para tener relaciones sexuales. ¡Mi madre! Los hombros se me bajaron como si fueran pendientes del Fujiyama, pero de repente, una luz de esperanza iluminó mis ojos de alegría. Aunque yo sabía que era una forma de salirse por la tangente, acepté el reto. A partir de ese día, mi mente no pensaría en otra cosa, tenía que hablar con mi vieja, lo antes posible. Me consumía una extraña necesidad de tenerlo todo con el Meji.

    Mi madre y yo siempre hemos sido buenas amigas. Fue un frío domingo soleado, en que como de costumbre fuimos a almorzar al viejo mercado del puerto. La carne se veía diez puntos, mi madre, por el contrario, se veía un poco decaída. Ese día se cumplían 14 años de la fecha en que se le había borrado mi padre, justamente al mes de que yo naciera. Pobre, todo eso la había convertido en una mujer que aparentaba muchos más de los treinta años que realmente tenía. La traté de animar describiéndole el buen color de la carne. Ya para engullir un buen trozo, le solté de sopetón que ya había estado en la cama con un hombre, que para colmo tenía su misma edad. Me vi mal. Ella se quedó estupefacta dejando el tenedor con el trozo de churrasco bien pasado a medio camino. Aunque sabía que algún día eso ocurriría, le parecía demasiado prematuro, estaba segura que yo salía con algún pervertido. La mirada cabizbaja de mi madre que parecía concentrarse en la persecución que mi tenedor hacía de unas chauchas desobedientes, fue el preámbulo para que ella me enterara, por primera vez, de la versión completa de lo que había pasado cuando quedó embarazada. Según ella, mi padre le ofreció mostrarle una interesante colección de discos de rock en su casa, (algo en mi cerebro me conectó de inmediato con la imagen en donde me veía hojeando con interés los libros del Meji en su depa), después le obsequió unos caramelos (recordé la cereza roja) y tá, ahí él se echó sobre ella y así quedó preñada, mientras mordía sus caramelitos (yo me veía divinamente poseída mordiendo mi suculenta cereza). Conque... mi viejo resultó un tarado pervertido. Hice como si mi mirada se paralizara frente a su relato, la verdad, yo creía que había sido algo un poco, cómo podría decirlo, más romanticón. No había duda, lo único que había disfrutado mi madre ese día fueron los caramelitos. Antes de que la cosa se pusiera más dramática, y al tiempo que tenía la suerte de pinchar tres chauchas con mi tenedor, la calmé diciéndole que la estaba consultando porque por increíble que pareciera, aún permanecía virgen. Esta vez fue el tenedor con la ensalada el que se quedó a medio camino, su rostro pasó de la amargura a la sorpresa. Pausadamente me llevé las chauchas a la boca y le expliqué que estar en la cama con alguien no significaba, forzosamente, tener relaciones sexuales. Al principio mi madre se pensó que yo me había resistido al tipo. Ahí la vi recuperar su semblante de madre orgullosa y comenzó, con cierto entusiasmo, a cortar pedazos de chinchulines y de morcilla que se veían muy apetitosos, momento que aproveché para anunciarle que si había alguien que se había defendido de acosos, había sido él y de los míos. El chinchulín y la morcilla se quedaron a medio camino. Y que estaba decidida a perder mi virginidad con el amor de mi vida. Mi madre, aunque se tardó un tiempito, finalmente se percató de que estaba enfrentando a una decidida jovencita del siglo XXI. Así que cambió su actitud a una más comprensiva. Era la oportunidad que esperaba, ahora aplicaría el infalible método "Meji". Ya estábamos en el postre. Mi madre, que había pedido un Martín Fierro, se oponía a una pérdida de la virginidad precoz, argüía que eso me iría a provocar problemas emocionales que podrían marcar mi vida sexual futura. Las preguntas que le hice comenzaron por obligarla a aceptar que si le hubiesen dado a elegir a ella, cosa que no ocurrió, ¿hubiera optado por la mejor o por la peor opción? Me contestó que la última, naturalmente. Por mejor opción, reconoció que era aquella en que se tiene un respaldo emocional producto de la madurez, de la experiencia. Pues bien, si esas eran sus condiciones, qué pensaría de sí misma si ella solicitara que los hijos jóvenes, primero y antes que nada, le hicieran caso a sus padres. Ciertamente eso sería lo correcto, mi madre se sentía ganadora, ella era la de la experiencia, la de la madurez. Bueno, le dije a mi madre, que entonces qué pensaría ella del Meji, dado que de él fue la idea de que yo hablara primero con ella y le pidiera que le diera su consentimiento explícito para que él pudiera ser el primer hombre en mi vida. La cara de incredulidad de mi madre era un poema digno de ser tallado en mármol de Carrara, -¿él?-. ¡Claro! Le respondí con una sonrisa triunfante a mi madre. Acaso, ¿no era la posición más honesta, más madura y más lógica que hombre alguno pudiera hacer, dadas las circunstancias de mi caso sui generis? Mi madre había caído en la telaraña mayéutica, no tenía salida. El Meji y yo veníamos abiertamente, sin esconder nada, a querer compartir con ella un momento importante. Un gurí pasó a nuestro lado vendiendo caramelos, mi madre lo despachó desapaciblemente, yo lo detuve, le di unas monedas, tomé un caramelito, me lo puse en la boca y comencé a saborearlo con exageración frente a mi madre. Si la vida te lo permite, le dije, cada una saborea el caramelo de su vida como mejor le parece. Creo que entendió el mensaje porque sus ojos mudaron hacia un amor y una ternura que confirmaron mis esperanzas de que podía contar con ella. Mi madre cedió todo el terreno y entramos en los típicos detalles de cómo era él. En el camino a la casa, yo me despaché con la cuchara grande, le puse todos los adornitos al árbol de Navidad. Yo le avisaría el día y la hora para que ella estuviera lista a dar su consentimiento.

    Superado el obstáculo "consentimiento de la madre", ya sólo me faltaba desvanecer la idea del Meji de no querer ser el primer hombre de mi vida y eso seguramente estaba relacionado con algo que sospechaba yo, se trataba de algún trauma. Me puse las pilas. Al otro día, en lugar de una, hice dos horas de aeróbicos, estaba híper. Mi mente pasaba por un aseo general, barrí con todas las ideas raras y me concentré en un sólo objetivo, el Meji.

    Fue una noche con mucho viento, la arena de la playa desfilaba en loca carrera por encima de la rambla, subimos una pequeña colina desde donde se vislumbra un desacostumbrado Río de la Plata agresivo. El Meji puso música de la que, según él, le gustaba a Carl Sagan y se dispuso a escucharme. Yo iba a dar inicio a un ingenioso juego de preguntas y respuestas, cuando el Meji me puso la yema de su dedo en medio de mis labios, aproveché y lamí sus digitales, ahí me di cuenta que él iba a hablar, a sacarse todo lo que lo aprisionaba dentro. Esa noche supe por qué al Meji no le gustaba ser el primer hombre. Hace catorce años, en su país, él había tenido su primera noviecita. Ambos se habían desvirginado juntos. Según él, había sido bellísimo. Por equis o zeta causa, dos años después terminaron y cada cual hizo su vida aparte. El pasó años cumpliendo distintas misiones fuera de su país y ella, aprovechó el tiempo para tener tres hijos con tres hombres distintos producto de las continuas visitas a los moteles de alta rotatividad de su barrio. Justamente, el año pasado, el Meji decidió gastar, luego de años de ausencia, las vacaciones en su país. Ahí fue cuando, sorpresivamente, ella le llamó por teléfono. Coincidieron en verse como viejos amigos. Aquella reunión iba de lo más bien, hasta que llegó el momento para esas típicas confesiones que se hacen los ex novios cuando ya no hay nada de interés de parte de uno con el otro. Y fue de esa manera como ella a bocajarro le dijo al Meji que, "la verdad, la verdad, él no había sido su primer hombre": un aeromozo de Mexicana de Aviación se le había adelantado por unas semanas en uno de esos vuelos rápidos que van de Guadalajara a Acapulco. El silencio que siguió a la confesión del Meji se interrumpió por una centella sin trueno venida de lado de un cementerio que estaba a nuestras espaldas. Clavó su mirar en el mío y sin decir palabra me besó tiernamente. Mi instinto había estado en lo cierto todo el tiempo y ahora el Meji se liberaría de esa pesada carga y yo me daba cuenta de que tendría que saber cómo llevarlo con responsabilidad en aquel momento íntimo que, seguramente, se convertiría en el más importante de nuestras vidas.

    Recuerdo perfectamente que había una luna brillante. El teléfono-fax al lado de la cama de barrotes de latón dorado sonó. Sabiendo que era ella, contesté, luego le pasé el auricular al Meji. Apenas se escuchaban las palabras de una madre emocionada que le agradecía al Meji su actitud con la cual demostraba inmenso respeto hacia ella y hacia su hija y que gracias a ello, el consentimiento para ser el primer hombre en la vida de su pequeña se lo daba con toda sinceridad en ese instante, "trátela bien y sobretodo hágala que se sienta mujer". Yo en mis adentros, sabía que mi madre estaba feliz porque, de alguna manera, corregía en mí la oportunidad que la vida no le dio a ella. El Meji por su parte, aunque nunca me lo dijo, yo sabía que iba a enfrentar una situación difícil, pues la vida había jugado rudamente con sus primitivos sentimientos machistas. ¡Qué increíble! Siendo tan inteligente como era. Esa noche, los dos estuvimos nerviosamente jocosos al principio, pero poco a poco, la necesidad que sentían nuestros cuerpos se impuso finalmente, componiendo un himno de amor indeleble.

    Bueno, ya ha pasado algún tiempo desde aquel día. Mi vieja se avivó de repente y, algunos meses después, se casó con un jubilado. ¡Estoy esperando una hermanita! El Meji, sin tragedia de por medio, regresó a su país y hoy es "el anónimo galán que evoca las horas de los recuerdos más intensos e inspiradores". Por lo que respecta a mí, me hace feliz haber descubierto que, muy a pesar de lo racional que puedan ser ciertos argumentos, la madre que tengo, el primer hombre en mi vida y yo misma, no necesitamos tener el tercer ojo y la cola de mono juntos, para saber que aquello por lo que la vida nos hizo pasar, nos convirtió en personas muy, pero muy especiales: ¿o no?

Brasilia, 31 de agosto de 1998


DATOS DEL AUTOR

José Luis Basulto Ortega nació en la ciudad de México, en 1957. Estudió la carrera de Derecho (1975/79) y la maestría en Lingüística Aplicada (1990/93)  en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), inició su carrera diplomática (1981/82) en el Instituto “Matías Romero” de Estudios Diplomáticos (IMRED), instituto del que posteriormente fue subdirector (1993/95) y en donde  impartió talleres de comprensión de lectura de notas de prensa a nivel de maestría (1994). Sus investigaciones científico-experimentales en el área de la  inteligencia artificial lo condujeron a desarrollar el  PROYECTO BALCOM (BALance COMputarizado), mediante el cual sin colaboración humana, un computador es capaz de realizar resúmenes de prensa (1988) y de evaluar y diagnosticar la comprensión de lectura en múltiples lenguas (1993). Su carrera en el Servicio Exterior ha comprendido distintas misiones: Jamaica (1983/84), Uruguay (1984/89),  desempeñándose desde 1995 a la fecha, como agregado de prensa de la Embajada de México en Brasil.



 

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