Blanca Estela Ruiz
Departamento de Estudios Literarios, U. de G.

 
 

LES ENFANTS TERRIBLES O LOS PATOS TIRÁNDOLE A LA ESCOPETA:

TRATAMIENTO DE LA DINÁMICA VÍTIMA-VICTIMARIO EN

LUNA CALIENTE DE MEMPO GIARDINELLI Y ELOGIO DE LA MADRASTRA

DE MARIO VARGAS LLOSA






Algunas obras literarias tienden a simplificarse a través de una concepción maniquea que admite dos principios creadores: el bien y el mal. Así pues, buscan que los lectores se identifiquen con aquellos personajes que asumen un rol de bondad y que generalmente son víctimas de otros cuyas funciones están obviamente ligadas con un valor de maldad; de tal forma, que el recorrido textual muestra una serie de tensiones entre ambas fuerzas. A estos valores, se le fueron agregando otros hasta conformar un paradigma en el que buenos y malos responden a atribuciones particulares: asociados con el bien están lo bello y lo joven por ejemplo; y con el mal, lo feo y lo viejo. Niños, doncellas y apuestos jóvenes aparecen como víctimas de madrastras, brujas, contrahechos y monstruos.

Las novelas que nos ocupan, Luna caliente (1983) de Mempo Giardinelli y Elogio de la Madrastra (1988) de Mario Vargas Llosa, invierten la relación víctima-victimario pues, según las situaciones antes descritas, las víctimas se vuelven victimarios y viceversa. Ambas refieren la seducción que hacen unos niños respecto a los adultos y concluyen en la destrucción de sus víctimas. Incurren en esa vertiente literaria que Jean Cocteau denominó les enfant terribles en donde los personajes infantiles muestran una asombrosa gama de reacciones paradójicas: inocencia, ternura, malicia y crueldad (1).

Los personajes infantiles en estas novelas responden a las clásicas descripciones de muchachitas que prometen convertirse en hermosas mujeres, o de niños bonitos con la que la iconografía cristiana representa a los ángeles: sonrosados y rubios:(2)
 
 
 
Tenía el pelo negro, largo, grueso, y un flequillo altivo que enmarcaba perfectamente su cara delgada, modiglianesca, en la que resaltaban sus ojos oscurísimos, brillantes, de mirada lánguida pero astuta. Flaca y de piernas muy largas, parecía a la vez orgullosa y azorada por esos pechitos que empezaban a explotarle bajo la blusa blanca. Ramiro la miró y supo que habría problemas: Araceli no podía tener más de once años. (Giardinelli, p. 13) una carita de Niño Jesús. Los bucles dorados revueltos, la boca entreabierta por la sorpresa mostrando la doble hilera de blanquísimos dientes, los grandes ojos azules desorbitados tratando de rescatarla de la sombra del umbral. (Vargas Llosa, pp. 16-17)

 

La infancia es generalmente concebida como el estado edénico, pues un niño es símbolo de la inocencia, de la pureza, de la espontaneidad y de la simplicidad natural. Así pues, hay una clara tendencia a tomar los primeros indicios de seducción desprovistos de maldad:
 
 
 
y bajo la mesa los pies fríos, desnudos, de Araceli le tocaron el tobillo, casi casualmente, aunque acaso no.

(Giardinelli, pp. 13-14)

Doña Lucrecia se sintió picoteada en la frente, en los ojos, en las cejas, en la mejilla, en el mentón... Cuando los delgados labios rozaron los suyos, apretó los dientes, confusa. ¿Comprendía Fonchito lo que estaba haciendo? ¿Debía apartarlo de un tirón? Pero no, no, cómo iba a haber la menor malicia en el revoloteo saltarín de esos labios traviesos que dos, tres veces, errando por la geografía de su cara se posaron un instante sobre los suyos, presionándolos con avidez.

(Vargas Llosa p. 19)


 

Sin embargo, la excitación en ambos casos, provocada por esa "inocente seducción" llega a límites insospechados:
 
 
se apretó el sexo, erecto, dolorosamente endurecido, como si estuviera por romper las costuras del pantalón. Se sintió enfebrecido. Tenía la boca reseca. Le dolía la cabeza. (Giardinelli, p. 17) En la intimidad cómplice de la escalera, mientras regresaba al dormitorio, doña Lucrecia sintió que ardía de pies a cabeza. "Pero no es de fiebre", se dijo, aturdida. ¿Era posible que la caricia inconsciente de un niño la pusiera así? Te estás volviendo una viciosa, mujer. ¿Sería el primer síntoma de envejecimiento? Porque, lo cierto es que llameaba y tenía las piernas mojadas.  ¡Qué vergüenza, Lucrecia, qué vergüenza!

(Vargas Llosa, p. 20)


 

Aquí los personajes adultos asumen el rol de culpables, de victimarios, puesto que -de acuerdo con los parámetros antes descritos- la lujuria es una manifestación ajena a los niños:
 
 
 
Era muy chica para eso. Debía ser virgen, obviamente, y toda la malicia de la situación estaba en su propia cabeza, en su podrida lujuria, se dijo.

(Giardinelli, p. 18)

¡Qué iba a haber malicia en él! Esa carita límpida, sus ojos regocijados, el pequeño cuerpo que se arrebujaba y encogía bajo las sábanas ¿no eran la personificación de la inocencia? ¡La podrida eres tú, Lucrecia!

(Vargas Llosa p. 19)


 

Poco a poco va intensificándose la duda sobre la candidez e ingenuidad de las supuestas víctimas:
 
 
Ella tenía los ojos clavados en él; no parecía turbada. Él sí. [...] Araceli .hizo como que miraba algo, al costado, en un gesto que Ramiro interpretó como cargado de la intención de que él viera su media sonrisa [...] Fue una velada que a Ramiro le resultó inquietante porque no podía dejar de mirar a Araceli, ni a su falda corta que parecía remontarse sobre las piernas morenas, suavemente velludas, impregnadas de sol que en ese momento brillaban a la luz de la luna. Era incapaz de apartar de su cabeza algunas excitantes fantasías que parecían querer metérsele en la conversación, y que no sabía reprimir. Araceli no dejó de mirarlo ni un minuto, con una insistencia que lo turbaba y que él imagino insinuante.

Al despedirse, cometió la torpeza de volcar un vaso sobre la muchacha. Ella secó la pollera, alzándola un poco y mostrando las piernas [...] Ramiro tomó a Araceli de un brazo y se sintió estúpido, desesperado, porque lo único que se le ocurrió preguntar fue:

-¿Te manchaste mucho?

Se miraron, Él frunció el ceño, dándose cuenta de que temblaba a causa de su excitación. Araceli cruzó los brazos por debajo de su pecho, que parecieron saltar hacia adelante, y se encogió con un ligero estremecimiento.

-Está bien -dijo, sin bajar la mirada, que a Ramiro ya no le pareció lánguida. (Giardinelli, p. 14)

 

Lucrecia se preguntaba si el niño no estaba efectivamente descubriendo el deseo, la poesía naciente del cuerpo, valiéndose de ella como estímulo. La actitud de Alfonsito la intrigaba, parecía a la vez tan inocente y tan equívoca. Recordó entonces -era un episodio de su adolescencia que nunca olvidó- aquel dibujo casual que aquella vez vio trazar a las gráciles patitas de una gaviota en la arena del Club Regatas; ella se acercó a mirarlo, esperando encontrarse con una forma abstracta, un laberinto de rectas y curvas, ¡y lo que vio le hizo más bien el efecto de un jiboso falo! ¿Era consciente Foncho de que, al echarle los brazos al cuello como lo hacía, al besarla de esa manera demorada, buscándole los labios, infringía en los límites de lo tolerable?

(Vargas Llosa, pp. 53-54)


 

El acoso que marca la pauta de conversión de la víctima en victimario, y viceversa, va haciéndose cada vez más evidente:
 
 
 
 
Ramiro se sintió observado toda la noche por la insolencia de esa niña (Giardinelli, p. 13)
 

vio a Araceli, en la ventana del primer piso, mirándolo

(Giardinelli, p. 15)

-Hay algo que no sé si decírselo, señora [...]

-¿Otra pelea entre la cocinera y Saturnino?

-Es algo del niño Alfonso, más bien [...] Es que anoche lo pesqué... [...] espiándola, señora [...] Justina señalaba el techo del cuarto de baño [...] Cuando lo reñí, me dijo que no era la primera vez. Se ha subido al techo muchas veces. A espiarla.

(Vargas Llosa pp. 56-57)


 
 

Una persecución que llega hasta el paroxismo:
 
 
 
Estaba loca. No la entendía. Eso era lo único cierto respecto de ella. Increíble: una adolescente, apenas una niña hiperdesarrollada, corrompida prematuramente, lo tenía en sus manos. Y él, sin escapatoria

(Giardinelli, pp. 92-93)

"Ese niño me está corrompiendo", pensó, desconcertada. (Vargas Llosa p. 64)

Pero en el que se recrea un masoquista placer:
 
 
Ramiro volvió a ver, a la tenue luz de la luna que ingresaba al coche, los vellos brillosos sobre las piernas de color mate, y el minúsculo calzoncito blanco sobre el que se empenachaban los pelos de su pubis, y supo que no podía resistirse, que había llegado a la condición de marioneta. (Giardinelli, p. 98) Estaba desnudo, de rodillas, sentado sobre sus talones al pie de la cama y ella no pudo resistir la tentación de alargar la mano y posarla sobre ese mulso rubio, color miel, de vello semiinvisible abrillantado por el sudor. "Así debían ser los dioses griegos", pensó. "Los amorcillos de los cuadros, los pajes de las princesas, los geniecillos de Las mil y una noches, los spintria del libro de Suetonio". Hundió los dedos en esa carne joven y esponjosa y pensó, con un estremecimiento voluptuoso: "Eres feliz como una reina, Lucrecia."

(Vargas Llosa, p. 142)


 

El victimario de las primeras páginas del texto queda convierto en víctima, en "juguete", en "títere" del que fue víctima y ahora es victimario:
 
 
 
trató de separarse de Araceli que estaba colgada de su cuello. Ella estiró una mano y apagó las luces del coche y movió la llave para cerrar el contacto. Y empezó a roncar como una gatita en celo:

-Hacémelo, mi amor, hacémelo -y frenéticamente le descorrió el cierre del pantalón y se prendió de su sexo con una mano, mientras con la otra, tropezando, desesperada, se alzaba la pollera de jean.

(Giardinelli, pp. 97-98)

El niño saltó de la cama a recibirla. Prendido de su cuello, le buscó los labios y acarició tímidamente sus pechos [...] Y, de pronto, doña Lucrecia sintió contra su cuerpo una presencia pugnaz, viril. Había sido más fuerte que su sentido del peligro, un arrebato incontenible. Se dejó resbalar sobre el lecho a la vez que atraía contra sí al pequeño, sin brusquedad, como temiendo trizarlo. Abriéndose la bata y apartando el camisón, lo acomodó y guió, con mano impaciente. Lo había sentido afanarse, jadear, besarla, moverse, torpe y frágil como un animalillo que aprende a andar. Lo había sentido, muy poco después, soltando un gemido, terminar. 

(Vargas Llosa, pp. 144-145)

 

Los nuevos victimarios adquieren una paradoja personalidad, enfants terribles: por un lado, muestran rasgos infantiles: actitudes caprichosas y gesticulaciones; y por otro, una desconcertante frialdad ante la consumación de los hechos:
 
 
-Hoy no, te lo juro, estoy cansado -retirando la mano de ella y procurando no perder el control del auto-. Llevo dos noches sin dormir.

-Dormiste todo el día -dijo ella, como si se le hubiera roto su muñeca predilecta.

-Igual estoy cansado, Araceli, por favor, entendelo.

Y se quedaron en silencio y le pareció que ella hacía un puchero, como si estuviera por llorar.

(Giardinelli, p. 97)

Miró de reojo a Araceli. Esa muchacha era casi una niña, pero a la que no había visto soltar una sola lágrima, ni conmoverse, aunque no le faltaban motivos. No tenía expresiones, parecía. Apenas la noche anterior, se había resistido y rehusado; ahora era de acero. 

(Giardinelli, p. 68)

-Es una carta de despedida.

-¿De despedida? Pero ¿acaso te vas a alguna parte, Fonchito?

-A matarme -lo oyó decir doña Lucrecia, mirándola fijo, sin moverse. Aunque, después de unos segundos, su compostura se quebró y se le aguaron los ojos-: Porque tú ya no me quieres, madrastra.

Oírselo decir de esa manera entre adolorida y agresiva, con la carita torciéndosele en un puchero que intentaba en vano frenar y usando palabras de amante despechado que desentonaban tanto en su figurilla imberbe, de pantalón corto, desarmó a doña Lucrecia.

(Vargas Llosa, p. 111)

El niño cenó con ellos. Estuvo discreto y formalito, igual que de costumbre. Con risa saltarina celebró los chistes de su padre y le pidió incluso que les contara otros, "esos chistes negros papá, esos que son algo cochinos". Cuando sus ojos se cruzaban con los de él, doña Lucrecia se admiraba de no encontrar en esa mirada despejada, azul pálido, ni la sombra de una nube, el más mínimo brillo de picardía o de complicidad. 

(Vargas Llosa, p. 116)


 
 

En Luna caliente, la perversidad de Araceli está unida a su condición gatuna: "como gatita en celo", "lo lamió", "ronroneó", "le clavó las uñas en la espalda"...; pero sobre todo, el hecho de sobrevivir a la muerte (aunque no siete veces como el gato, pero sí en dos). Aquí, el texto toma matices muy cercanos a las novelas de terror, a la manera de Frankenstein por ejemplo: el protagonista crea un monstruo que escapa a su control y, cuando el poder sobre él se revierte, intenta sin éxito destruirlo; el creador termina destruido por su obra. Así, en la novela de Giardinelli, Ricardo al violar a Araceli ha creado metafóricamente a un monstruo pues con esta acción despierta en ella una insaciable fiebre uterina. Cada vez que él cree haberla matado, Araceli siempre regresa y lo persigue sin tregua hasta los lugares más insospechados, como una pesadilla. Este médico recién egresado de una universidad francesa, nunca pensó que aquella velada en casa de los Tennembaum cambiaría radicalmente su vida, envuelta de pronto en el escándalo y en el crimen; aunque desde que vio a Araceli supo inmediatamente "que habría problemas".

Elogio de la madrastra muestra un tipo de inversión víctima-victimario más evidente: es la madrastra quien es víctima del hijastro, un enfant mucho más terrible. Protegido tras una máscara de querubín, Fonchito seduce a la mujer de su padre y luego, en un acto de aparente inocencia, en una composición intitulada precisamente "Elogio de la madrastra" le descubre al padre sus encuentros amorosos con ella. Y también, como en las novelas de terror en cuyo final "el monstruo" amenaza con volver, la perversidad de Fonchito no culmina con la lanzada de doña Lucrecia de la casa de don Rigoberto pues "la labor de seducción" del candoroso niño continua con la mujer más cercana: la nana
 
 
 
 

-¿Hiciste todo eso por doña Eloísa? ¿Porque no querías que nadie reemplazara a tu mamá? ¿Porque no podías aguantar a que doña Lucrecia ocupara el lugar de ella en esta casa?

    Sintió que el niño se quedaba rígido y en silencio, como meditando lo que debía responder. Después, los bracitos enlazados en su cuello presionaron para obligarla a bajar la cabeza, de modo que la boquita sin labios pudiera acercarse a su oído. Pero en vez de oírlo musitar el secreto que esperaba sintió que la mordisqueaba y besaba, en el borde de la oreja y el comienzo del cuello, hasta estremecerla de cosquillas.

    -Lo hice por ti, Justita -lo oyó susurrar, con aterciopelada ternura-, no por mi mamá. Para que se fuera de esta casa y nos quedáramos solitos mi papá, yo y tú. Porque yo a ti...

    La muchacha sintió que, sorpresivamente, la boca del niño se aplastaba contra la suya.

-Dios mío, Dios mío -se desprendió de sus brazos, empujándolo, sacudiéndolo. A tropezones salió del cuarto, frotándose la boca, persignándose. Le parecía que si no tomaba aire su corazón estallaría de rabia-. Dios mío, Dios mío.

Ya afuera, en el pasillo, oyó que Fonchito reía otra vez. No con sarcasmo, no burlándose del rubor y la indignación que la colmaban. Con auténtica alegría, como festejándose una gracia. Fresca, rotunda, sana, infantil, su risa borraba el sonido del agua del lavador, parecía llenar toda la noche y subir hasta esas estrellas que, por una vez, habían asomado en el cielo barroso de Lima.

(Vargas Llosa pp. 197-198)


 
 

La risa final de Fonchito es la risa de aquél que ha satisfecho un gran placer, la mayor de sus veleidades. Muestra también esa paradoja mezcla de ternura y de maldad que caracteriza al personaje: por un lado, se trata de una risa potente, dominante, que "borraba el sonido del agua del lavador"; y por otro, una risa "fresca, rotunda, sana, infantil" que románticamente "parecía llenar toda la noche y subir hasta esas estrellas que, por una vez, habían asomado al cielo de Lima".

Tanto los cuadros pictóricos de Jacob Jordaens (Candules, rey de Lidia, muestra a su mujer al primer ministro Giges), François Boucher (Diana después de su baño), Tiziano Vecellio (Venus con el amor y la música), Francis Bacon (Cabeza I), Fernando de Szyszlo (Camino a Mendieta 10) y, Fra Angelico (La Anunciación), como el ritual de las abluciones de don Rigoberto, son el soporte narrativo o el pretexto del discurso sensual y erótico en la novela de Vargas Llosa; mientras que en la de Giardinelli, el calor y la luna caliente están íntimamente relacionados con el carácter y las acciones de los personajes "La culpa había sido de la luna. Demasiado caliente, la luna del Chaco" (Giardinelli, p. 34).

Durante el recorrido textual de estas novelas, la angelical presencia de Fonchito y la anhelante mirada de Araceli, invierten los roles actanciales(3) de ambos. De ser "la presa fácil" de Ricardo y doña Lucrecia, respectivamente, se les "escapa el tiro por la culata", y asumen un rol final de victimarios, de enfant terribles capaces de todo por satisfacer sus caprichos.



NOTAS:

1. Edmundo Valadés, en sus antologías temáticas de los cuentos de el cuento, dedicó un volumen a "Los tiernos infantes terribles" (México: GV editores, 1988). [Regreso a la llamada de nota]

2. Las ediciones consultadas para este trabajo son:

GIARDINELLI, Mempo. Luna caliente, México: Editorial Oasis, 1983 (lecturas del milenio). Y,

VARGAS LLOSA, Mario. Elogio de la madrastra, México: Grijalbo, 1988.

Para agilizar la lectura, después de los fragmentos citados, sólo anotamos el nombre del autor y el número de la página donde pueden localizarse. [Regreso a la llamada de nota]

3. El concepto de rol actancial, es una aportación de Greimás al análisis del texto. Admite múltiples acepciones de acuerdo con su empleo. En la semiótica narrativa y discursiva, el rol tiene carácter de función. Así, un rol actancial conforman el paradigma de las posiciones sintácticas modales que los actantes (quienes realizan o quienes sufren un acto) asumen a lo largo del recorrido textual (Cfr. GREIMÁS, A.J. y COURTÉS, J. Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del lenguaje. Versión española de Enrique Ballón Aguirre y Hermis Campodónico Carrión. Madrid: Editorial Grados [Biblioteca Románica Hispánica]. 1982. pp. 23-25 y 343-344). [Regreso a la llamada de nota]



 

Regreso a la página de Argos 12/ Ensayo